II

—¡Querido Jepp! Mi bien amado muchacho. Quién iba a decirme que ibas a presentarte aquí en plena temporada veraniega ¿Vienes a buscarnos? Norma se pondrá loca de contento. Ball y Lily estuvieron aquí la semana pasada y ya nos dijeron…

Quitó el habano de la boca, mordisqueó la punta, pero no la escupió sobre la alfombra. Había que guardar las formas.

—Lily y Ball se han ido a Barmouth —cortó—. El castillo les pareció demasiado triste.

—¡Oh! Norma y yo lo alegraremos, ya verás. Yo cortaré flores en el jardín y Norma llenará toda la casa —bajó la voz, sin que Jepp la interrumpiera—. Mi hija es una alhaja adornando un hogar. Es la mujer de antes, muchacho. No la loca mujer de hoy. Norma es la lady que necesita un hombre como tú. Siempre lo he dicho, ¿sabes? Tanto es así, que le aconsejé que despreciara a todos sus pretendientes. Una joven debe conservarse incólume para el hombre que la vida le tiene destinado.

Jepp no pensaba interrumpirla. Le gustaba que la gente hablase, mientras él respondía mentalmente. Le divertía aquella anciana que parecía absurda, y, no obstante, era madre de una mujer de nariz ganchuda y ojos saltones.

El colmo. Y quería empaquetarle a él semejante obra de arte. Era, sí, muy divertido. Tremendamente regocijante.

—Norma —siguió la cotorra cloqueando como una rana, pues a juicio de Jepp, de ambas cosas tenía— es como una criatura. Figúrate que aún cree en la cigüeña. ¿No es emocionante? Se ruboriza como una colegiala y, no obstante, sabe llevar un hogar como una mujer consciente. Una dama inglesa de verdad.

—Bueno, tía Charlotte, tu té estaba muy sabroso…

—Lo hizo Norma

—Una gran chica tu Norma. La admiro mucho.

—¿Verdad? Hará una buena castellana.

Jepp mordió el habano y se puso en pie, con ademán indolente. Era tan alto, que la campunada tía Charlotte, con ser campanuda y todo como un sargento de caballería, grande y garrida, al lado de Jepp parecía una cosa insignificante.

—Espero que en el castillo no te asustes.

—Claro que no, muchacho. Será un verano delicioso.

—Lily ha tomado tal miedo…

—¿Miedo?

—¡Ah, es que no te lo dije! Hay duendes en el castillo. Supongo que recordarás aquella leyenda…

—¿La del hermano de tu padre? —preguntó, estremeciéndose—, ¿El que murió colgado de una ventana?

—Esa misma. Dicen, y siempre lo dijeron, que el muerto aparece todas las noches en la misma ventana y lucha por desasire. Hay quien dice que hasta que un ser vivo no lo desprenda, no habrá paz en el castillo.

—¡Santo Dios!

—Lily quiso hacerse la valiente —siguió Jepp, impertérrito, mientras daba vueltas al habano entre sus dedos— y al ir a tocar al aparecido se le quedaron las manos moradas. Fue algo horrible. Y no quiso esperar más. Hizo la maleta y allá se fueron los dos.

—¡Virgen santísima! ¿Y tú puedes aguantar allí?

—Yo no —mintió con aplomes—. Me fui al hotel «Lovay» y allí estoy. Si quieres ir al castillo…

—¡Oh, no! Me moriré de espanto.

—Es lógico.

—¿Y tendré que quedarme sin veraneo?

—Allá tú. Yo traigo las llaves… Si quieres ir…

—No, no.

Ya lo sabía. Conocía el temor de la campanuda dama por los muertos.

—Bueno, tía Charlotte. Ya me voy. Da mis recuerdos a Norma.

—¿No la esperas? No tardará en volver.

—He de hacer algunas cosas en Londres y quiero salir de aquí al anochecer. Es verdad, se me olvidaba. ¿Conoces a una tal Beatriz Marbury?

La dama se quedó con la boca abierta.

—¿Beatriz? ¿La conoces tú?

—No, claró. Tropecé con ella una vez en un tren… Me acordé ahora no sé por qué…

—Es sobrina tercera. Se casó contra el gusto de sus padres, la desheredaron y nunca quisieron saber nada de ella.

—Ya. Bueno, tía Charlotte. Hasta otro día.

—Hijo, cuánto siento perder el veraneo.

—Yo también lo siento.

La besó en el pelo y salió casi corriendo.

Por nada del mundo deseaba encontrarse con Norma.

* * *

Jepp entró en la cafetería con las manos en los bolsillos y el habano apretado entre los dientes. Sus diabólicos ojos se detuvieron en un rostro moreno, cuyos ojos azules le llamaron la atención. ¡Grey Marbury! Bonita chica.

Pasó junto a ella y Grey se sintió desasosegada.

—Cómo te mira —dijo Milly, asombrada—. Parece que te desnuda.

Grey juntó las manos sobre la mesa y las apretó con fuerza. A través de un amplio espejo situado junto a la barra, sentía los ojos desconcertantes del hombre del «Rolls» fijos en su persona. Era una sensación horrible, insoportable.

—Vámonos —dijo a su amiga—. No puedo soportarlo.

—¿Te miró más veces así?

—Sí.

—¿Quién es?

Salieron del brazo, presurosas. A Grey le pareció que su espalda ardía. Sintióse a la vez cohibida y desconcertada. Ella no era una vampiresa. Tenía veinte años y nunca había tenido novio, y además las miradas de los hombres la asustaban, cuanto más la de aquél que poseía una mirada quieta, dé acero desleído.

—Claro que no le conozco. Bueno, conocerlo no. Sé lo que se dice de él en Bangor;

Atravesaban la plaza. Iban directamente al chalet que poseía Grey, al otro lado de la ciudad.

—¿Y qué se dice?

—Es el dueño del castillo de la colina. Dicen que tiene mucho dinero y que es excéntrico. Vive solo con diez criados.

—Ese castillo siempre le conocí solo, es decir, con los guardas.

—El salió de aquí con su familia a los cinco años. De esto hace veinticinco años.

—Tiene treinta.

—Eso es.

—¿ Carece de familia?

—No te puedo decir. Desde hace una semana se ve en todas partes. En la playa con las niñas bien que vienen a veranear aquí a los chalets del otro lado de la Concha; Va en su «Rolls» escandaloso, y dicen que las chicas beben los vientos por él. Al parecer, es un partido interesante. Tiene el título de lord.

—¡Ah!

—Ahí viene.

Grey se sobresaltó. El «Rolls» pasó a su lado, y los ojos de su conductor se clavaron en Grey de modo desconcertante.

—El muy… cretino —rezongó la joven, estremeciéndose.

—No hagas caso de sus miradas. Si sigue en el mismo plan, tendrás que habituarte a ellas.

—Es que… es que… —exclamó, sofocada— no me será fácil habituarme. Nunca me miró así un hombre.

—Es que hay pocos en Bangor.

Había bastantes. Era una ciudad de trece mil habitantes. Pero Grey y Milly habían dejado los estudios seis meses antes, lo que las libró del mundo masculino. Estaban, como el que dice, entrando en él, y Grey, demasiado inocente, aún no comprendía muchas cosas.

—Olvidémonos de él —dijo Milly—. Será lo mejor.

Llegaban ante el barrio de los chalets. Las amigas ocupaban dos paralelos. Casi siempre estaban una en casa de otra. La vida en invierno era monótona, pero en verano ofrecía alguna emoción, y tanto Grey como Milly estaban empezando a vivir.

* * *

—¿Conoces a los habitantes del castillo, mamá?

La dama hacía números en un grueso libro de cuentas. Acababa de llegar de la perfumería. Sin levantar la cabeza, dijo:

—Son algo parientes nuestros.

Grey. dio un leve salto en el sillón que ocupaba.

—¿Parientes?

La dama cerró el libro y comentó:

—Se nota el verano. Para nuestros intereses siempre debía de ser verano.

—Te estoy preguntando…

—Sí, sí; pero en este instante, yo considero más interesantes mis asuntos económicos. Este año podemos ahorrar algo.

—Mamá…

—Sí, querida. Lord Anderson es un pariente lejano. Casi no nos roza, pero su abuela era prima de la mía.

—¡Ah!

¿La miraría por eso? No era una mirada de curiosidad. No, no. Por muy inocente que ella fuese, y por tonta para no comprender que aquella mirada era… ¿Cómo era, en realidad, aquella mirada? ¿Qué significaba?

—¿Por qué me preguntas eso?

—¡Oh! —se aturdió—. Curiosidad. He visto al dueño del castillo.

—No le conozco ni me interesa. Estoy segura de que él ignora nuestro lejano parentesco. Mira —abrió el libró de nuevo—. ¿Te das cuenta? Los ingresos suponen el cien por cien más que en el invierno. Es muy interesante.

—Sí que lo es, mamá.

—Mañana tendremos que pagar los impuestos. Esto hunde a cualquiera. Pero espero que me permitan abonarlo en tres veces.

Grey no respondió. Pensaba en la mirada de aquellos ojos quietos, grises. La madre siguió haciendo números.

—Tal vez si raemos algo de mercancía… Pero no, creo que sería mejor quedar como estamos. Con la paga de tu padre y estos ingresos, podré reunir una dote respetable para ti.

—Mamá, por Dios…

La miró con ternura.

—¿Pues qué crees? Hoy las chicas sin dote no se casan. Y yo quiero dejarte casada.

—Te ruego, mamá…

—Hay que ser prácticos en la vida, hijita. ¿Qué se saca de los sueños?

—Pero he cumplido los veinte años el otro día.

—Sí, sí. Yo me casé demasiado mayor, y ya ves. Soy una anciana. No. Tú debes casarte joven y tener familia, y así no sufrirás pensando en el porvenir de tus hijos.

—Para los efectos se sufre igual, ¿no?

—Hijita. Si yo fuera joven, no tendría miedo de dejarte. Lucharía contigo, pero así… —Cerró el libro—. Bueno, esperemos que Dios me dé salud hasta conocer a mi primer nieto. Después ya me iré tranquila.

—¡Tienes cada cosa, mamá!

—Cosas en las cuales ha de pensarse al llegar a mi edad. Ya verás tú cuando seas una mujer casada y tengas hijos.

—No todas las madres se preocupan tanto de sus hijos…

—Entonces, no son madres.

Grey se puso en pie y se aproximó a doña Beatriz. La besó en la sien muchas veces seguidas:

—Eres un cielo, mamá. Yo creo que hay muy pocas madres como tú.

—Hay muchas. Lo que pasa es que tú sólo conoces a la tuya. ¿Qué te parece si le preguntamos a Marta si está la comida? El trabajo de esta tarde me abrió el apetito.

Salió Grey y regresó casi inmediatamente.

—La mesa está a punto, mamá.

—Muy bien —se puso en pie—. Mañana tendrás que ocuparte de la tienda toda la mañana.

—Me gusta, mamá… La sicología del cliente es muy interesante.

—Mejor que pienses así. Yo nunca pienso en su sicología, sino en su bolsillo. Soy demasiado práctica. Antes de morir tu padre no era así, ¿sabes? Pero la soledad y la necesidad… Bueno, si puedo, iré a la tienda para que tú vayas a bañarte.

—No te preocupes.