CAPITULO PRIMERO
Hacía un calor sofocante aquella mañana. Eran las ocho y media, y Grey Marbury (rubia, frágil, esbelta, ojos azules de mirada suave), cruzaba la plaza en dirección a la tienda de perfumería. Había poca gente por la calle. Grey saludaba con la boca y la cabeza, y seguía su camino a paso elástico.
Al cruzar ante un café muy elegante, vio un «Rolls» detenido a dos pasos de la gasolinera. Tony, el encargado de ésta, la saludó con un alegre:
—Buenos días, Grey.
—Buenos días, Tony. Un buen cacharro, ¿eh?
—Estupendo. Es el que yo necesitaba para pedirte que te casaras conmigo.
Grey se echó a reír alegremente. Tony siempre con sus bromas. Era un gran chico. Habían ido juntos a la escuela primaria, y juntos bailaron por primera vez. Pero eso era todo.
—Mucho madrugas hoy.
—Hay que aprovechar el tiempo. En invierno no importa el no madrugar, pero en verano ya sabes que es distinto. Mediado junio, los veraneantes se caen sobre Bangor.
—Lo que nos pasa a todos —apuntó Tony, alzándose de hombros. Y confidencialmente—: ¿Sabes lo que te digo? Detesto el verano por el trabajo que trae en sí. Estar junto a la gasolinera de sol a sol es desesperante. Y uno, si quiere bañarse, ha de elegir un minuto que casi nunca llega.
—¿ Quién es el madrugador dueño de este imponente cacharro?
—Un señor muy espléndido que no he visto jamás en Bangor.
—Bueno, Tony. Hasta el mediodía.
—Hasta luego, Grey
La joven continuó su camino, y Tony la siguió con los ojos entornados. Tras él sonó de repente una voz bronca, humorística:
—Bonita, ¿eh?
Tony volvióse en redondo, como cogido en falta. Parpadeó ante el dueño del «Rolls» y, ruborizado, dijo:
—Preciosa, señor.
—¿Tu novia?
Tony esbozó una tímida sonrisa.
—Qué más quisiera yo, señor.
—¿Y por qué no es tu novia?
—¡Oh! Eso es difícil de explicar. Grey Marbury es una chica excelente. Como hay pocas en Bangor, señor. Pero inasequible para mí. Nos conocemos desde que éramos así —y puso la mano a la altura de la rodilla—. Fuimos juntos a Ja escuela primaria. Después, a ella la llevaron a un colegio y yo me puse a trabajar aquí. Ella regresó y yo seguía aquí. En fin, somos muy buenos amigos y nos apreciamos mutuamente, pero de eso no pasa.
El desconocido sonrió, indulgente. La verbosidad del encargado de la gasolinera le divertía.
—¿Cuánto te debo, muchacho?
—Dos libras, señor. Gasolina, engrase y limpieza. Se notaba en el auto el gran recorrido a que fue sometido.
—Es cierto —abrió la cartera—. Toma, lo que sobra es para ti.
—¡Oh, señor…! Es… —tartamudeó— mucho, señor.
El forastero alzóse de hombros y subió al auto. Ya ante el volante, con las manos aplastadas en la rueda del mismo, dijo:
—Hay que tener valor, muchacho. Para el amor no hay diferencia de clases. Decídete. Y dile a…, ¿cómo has dicho que se llama?
—Grey Marbury, señor, y su padre fue general del ejército. Su madre pertenece a una de las familias más distinguidas del país. Pero, ya sabe, las cosas de la vida. Han venido a menos, murió el padre. La familia de la madre no pareció ocuparse de las desventuras de su sobrina, y la esposa del fallecido general montó aquí, en Bangor, una perfumería muy elegante, y de ella viven madre e hija.
—¡Ah! Muy interesante. ¿A qué familia pertenece la esposa del infortunado general?
—Deje que recuerde. Es un nombre pomposo… Los Anderson.
El forastero abrió mucho los ojos. El era Anderson y no creía tener en Bangor más familia que su casa solariega.
—Me parece que te equivocas, muchacho. Los Anderson, de la colina, no tienen parientes aquí.
—Estos son muy lejanos, señor. Pero hay una dama en Londres que se llama lady Charlotte, que es prima hermana de doña Beatriz. Esta señora es la madre de Grey.
—Bien, muchacho, bien. No te distraigo más. Sigo mi camino. Hasta otro día.
—¿Es la primera vez que viene a Bangor, señor?
—La primera, después de veinticinco años. Y me gusta este rincón veraniego —agitó la mano y se alejó plaza abajo.
Iba sonriendo, sarcástico. Era aquella sonrisa la que definía su personalidad. Su acusada personalidad. Tía Charlotte y su hija Norma… ¡Muy divertido todo!
* * *
Frenó el auto ante la perfumería y Jepp Anderson saltó al suelo. Era muy alto, rubio, de ojos fieros, penetrantes como espadas aceradas. Vestía deportivamente y era un poco desgarbado. No era elegante, pero llevaba la ropa con soltura, y se apreciaba en él al señor de cuna que está habituado a la vida fácil.
Miró a lo alto. La perfumería era lujosa, moderna y con gusto. «Perfumería Grey». ¿Qué nombre sería aquél? ¿Georgia? Tal vez. Alzóse de hombros y empujó la puerta encristalada. Tras el mostrador estaba la chica rubia de ojos azules, muy suaves. ¡Bonita chica! Bonita, moderna y sencilla.
—Buenos días —saludó.
Y el vivo mirar de sus ojos penetrantes se fijó en Grey con descaro. La joven sintióse un poco molesta. Pero muy en su papel, preguntó suavemente:
—¿En qué puedo servirle, señor?
—Deseo una loción, jabón de tocador y pasta dentífrica.
—¿Tiene predilección por alguna marca determinada?
—Prefiero aceptar lo que usted elija.
Volvióse hacia los repletos estantes, buscó lo que deseaba y lo empaquetó. Al entregárselo, hallóse de nuevo con aquella quieta mirada gris que parecía desnudarla. Se ruborizó y el cliente esbozó una sarcástica sonrisa. ¡La sarcástica sonrisa de Jepp Anderson, que desquiciaba a todas las chicas de la alta sociedad londinense!
Grey no se sintió desquiciada ni atraída, pero sí molesta. Era la primera vez que le ocurría. Que un forastero entrase a comprar en su tienda y la mirara de aquel modo.
—Son dos libras y cinco chelines.
Pagó sin dejar de mirarla. Después giró en redondo y salió, tras saludar.
Grey lo siguió, pensativa, con los ojos. Lo vio subir al auto. Era el «Rolls» que Tony engrasara. ¿Un veraneante? Sí, seguro. Había muchos veraneantes aquel año en Bangor. El hotel «Lovay» estaba lleno hasta los topes. Y cuando uno iba a la playa, se encontraba con rostros que no nabía visto en la vida.
Entró otro cliente, y Grey se olvidó del mirón de ojos penetrantes.
Al mediodía llegó su madre. Era una dama menuda, de distinguido porte, tenía el pelo blanco y los ojos azules, como los de su hija. Contaría unos cincuenta y cinco años, lo que indicaba que no se había casado joven, pues Grey sólo tenía veinte.
—Me sentaré un poco, querida —dijo suavemente, besando la mejilla de la joven—. Puedes quitarte la bata e irte a la laya. Milly te espera en su casa.
—¿La has visto?
—Al venir.
Se quitó la bata blanca, entró en la trastienda y se arregló el rubio cabello, con coquetería muy femenina.
—Mamá —dijo al salir con la bolsa de baño colgada al brazo—. Por la tarde no es preciso que vengas. Yo cerraré.
—Prefiero que aproveches el verano, hijita. Milly me dijo que teníais organizada una excursión a la montaña.
—¡Bah! Las dos solas, como ostras.
—No es fácil, mamá. Tienen muchos prejuicios. Y Milly y yo no pasamos de ser dos señoritas de provincia.
—Tonterías.
—Hasta luego, mamá. Te esperaré para comer.
—He dicho a Marta que ponga estofado de cordero.
—Magnífico. Me muero por el estofado.
Lanzó un beso con la punta de los dedos y se alejó alegremente, con la bolsa en bandolera. Doña Beatriz sonrió, enternecida.
* * *
—Te digo que no, Ball.
—Pero, Jepp, hay que ser razonable.
Jepp se derrumbó en una butaca, quitó el habano de la boca, tras morderlo con rabia, y sin miramientos escupió por la ventana.
Ball y Lily se miraron. Sonrieron. Estaban habituados a las cosas del mayorazgo. Parecía mentira que Jepp fuera tan bohemio, tan poco aristocrático, cuando la sangre azul le corría por todas las venas de su potente cuerpo.
—Ni razonador ni nada —bramó Jepp, metiendo de nuevo el habano en la boca—. Y si tanto te interesa, alquila un chalet junto a la playa e invita a medio Londres. Yo he venido aquí a descansar. Hace veinticinco años que salí de este condado y jamás se me ocurrió veranear en Bangor. Y el año que se me ocurre, tu tienes la genial idea de venir, y encima quieres aburrirme con la cotorra insoportable de tía Charlotte y su insoportable hija. Ni hablar.
Ball parecía anonadado. Su esposa así lo comprendió, e intervino en el debate:
—Jepp, nosotros no hemos dicho ni media palabra.
—Sí, sí, Lily, lo sé. Me imagino lo ocurrido. Habéis ido a despediros, le dijisteis donde ibais, y la cotorra se invitó sola, y vuestra corrección… Pues no, diablo. Yo no soy correcto.
—Entonces, Jepp, tendremos que dejar el castillo y hacer lo que tú dices —apuntó Ball con desaliento.
—Maldita sea —vociferó Jepp, dando una formidable patada en el suelo—. ¿De qué me sirve ser el mayorazgo de los Anderson, poseer este castillo, dinero y título? Quiero estar solo, pero vosotros no me estorbáis.
—Ya encontré la solución —intervino de nuevo Lily, pues conocía a u cuñado y sabía que tenía razón—. Ball y yo nos iremos a Barmouth. Pasaremos allí los meses de junio y julio, y cuando ya tía Charlotte se olvide de tu castillo y de Bangor, vendremos a reunirnos contigo.
—Muy bonito —dijo Ball, decepcionado—. Y por ella, nosotros hemos de renunciar a esta paz.
—Haberte zafado de ella, Ball. ¿Quién te manda ser tan correcto?
—Ojalá pudiera ser tan descarado como tú.
—No soy descarado —rió Jepp, desmintiendo con su expresión las palabras—. Lo que ocurre es que respeto mis gustos ante todo.
—No discutáis más, Ball. Hay que reconocer que Jepp tiene razón. Estuvo viajando durante cinco años, estará harto de hoteles y fiestas, y querrá descansar en su propiedad solariega —miró a Jepp y añadió—: No te preocupes. Nosotros iremos a Barmouth. Es la mejor solución.
—¿Pero creéis que tía Charlotte se conformará?
—¡Oh, no! —exclamó Lily—. Tendrías que ir allá y decirle… lo que quieres. Tú, Jepp, sabes arreglar esas cosas.
—Pues claro que iré. Y, si me apura mucho, le digo la verdad. Que deseo descansar, que quiero estar solo, y que me revientan ella y su cursi hija.
—Eres muy capaz.
—Pues claro. Cada uno a lo suyo.
Se hallaban en la terraza, bajo un sol abrasador. El castillo era inmenso, pero estaba bien cuidado. Los guardas se ocupaban de todo, y ahora servían a Jepp, muy satisfechos. Había, además del matrimonio de guardianes, una cocinera, un jardinero, una doncella y una lavandera. Todos para servir a Jepp Anderson, primogénito de la gran familia casi desaparecida, pues sólo quedaban Jepp y su hermano Ball, y aquella tía Charlotte, hermana de. la difunta abuela de ambos jóvenes, y su hija Norma, que atravesaba los treinta abriles. Todos los hermanos de su abuela, y habían sido quince, la mayor Charlotte, habían ido muriendo año tras año, lo cual era muy cómodo para Jepp, pues detestaba la cadena familiar.
Anunciaron que la comida estaba servida, y los tres pasaron al salón-comedor, donde continuó el debate.
—Me gustaría saber —dijo Ball— por qué deseas encerrarte aquí durante este verano.
—Porque estoy cansado. ¿No es una razón plausible?
—Lo sería, si se tratara de otro hombre, pero tú…
—No irás a decir que soy un ejemplar extraño en la especie humana masculina.
—Diré que nunca te he comprendido.
—Ni yo a ti —rió Jepp tranquilamente.
—No os pongáis así. Cuando empezáis a discutir, no hay quien os detenga. La solución ya está dada.
—Iré a Londres hoy mismo —observó Jepp—. Visitaré a la cotorra y le diré…
—¿Qué piensas decirle?
Alzóse de hombros.
—No lo sé. Pero es seguro que hallaré alguna explicación convincente. A propósito. ¿Sabías tú, Ball, que tía Charlotte tiene aquí una pariente?
—No.
—Pues la tiene. Es la esposa de un general fallecido y se llama Beatriz.
—¡Ah, ya sé…! Es sobrina en segundo o tercer grado. Nada, ya.
—Comprendo.
—¿Quién te habló de ello?
—El encargado de una gasolinera. Pero no sabía que yo era Anderson —hizo un gesto que significaba indiferencia y añadió—: Entonces, os iréis mañana…
—Yo…
—Sí, ya sé que estabas dispuesto a pasar aquí el verano, pero las razones…
—Eres el colmo, Jepp.
—¿Y qué quieres que te haga? ¿Que me ponga de rodillas pidiéndote que os quedéis? Mira, Ball, tú me conoces bien. Y tú, Lily, me conoces algo. Detesto tener que vestirme para las comidas. Me aburren los grandes comedores con sus candelabros, sus alfombras y su vajilla de plata. Quiero hacer lo que me da la santísima gana, y para ello necesito estar solo. En agosto venís y os cedo el nidito. ¿Qué os parece?
—Que no podemos tomar en cuenta tu descaro.
—Gracias, Ball —dijo tranquilamente—. Siempre te consideré un chico razonador.
—Vete al diablo.
—Ball, tú tan modosito, tan correcto, y diciendo esas cosas tan feas.
Lily hubo de reír.
—No me extraña —dijo— que tengas a todas las chicas de la alta sociedad haciendo números por ti.
—¡Nos iremos hoy mismo! —cortó Ball, que era un celoso tremendo—. Creo que es lo mejor.
Jepp sonrió, cachazudo. Le divertía aquella pareja.