IV
Al atardecer decidió dar un paseo. Advirtió a su madre, y salió sola. Atravesó las calles centrales y se adentró en la carretera general, en dirección a las montañas.
Vestía una batita de hiló blanco y llevaba una chaqueta de punto azul celeste colgada al hombro. Calzaba zapatos bajos. El pelo rubio, de un rubio oscuro, corto y brillante, le despejaba la cara. Los ojos azules, brillaban como el sol.
Se sentó en la ladera de una colina y abrió un libro. Le gustaba leer, y remontóse por aquellos paisajes desconocidos que la enajenaban a través de las páginas imaginativas.
Sintió el motor de un auto. Pasaban tantos en verano por aquella carretera. Ni siquiera levantó los ojos. El auto cruzó raudo a su lado. De pronto se detuvo, y Grey alzó los ojos con presteza. El rubio del castillo descendía con mucha calma. Vestía un pantalón de franela gris y jersey verde de hilo, por fuera del pantalón y un poco abierto por los lados. Llevaba en la boca un habano.
—Buenas tardes, señorita —saludó con su habitual brevedad—. ¿Puedo descansar un poco a su lado?
—La ladera es libre, señor.
—Me llamo Jepp Anderson —dijo cortés, dejándose caer junto a ella.
Encogió las piernas y las sujetó con las dos manos, mientras el habano se balanceaba solo entre los labios. Eran éstos de trazo enérgico y sensual, un poco relajados hacia abajo, tenía las cejas hirsutas, de un rubio oscuro, y la piel brillaba bruñida bajo el sol del atardecer. Era un gran tipo. Y olía a loción cara, a buen tabaco, a hombre opulento, a lo que era en realidad.
—Aún ignoro cómo se llama usted. ¿No quiere decírmelo?
—No tengo por qué ocultarlo. Me llamo Grey Marbury.
—¿Grey? ¿Diminutivo de qué?
—Georgia.
—No han sido piadosos eligiéndole nombre. Claro que el nombre poco significa en una mujer, cuando ésta es tan… bonita.
No respondió. Cerró el libro y se quedó mirando a lo lejos.
—¿Es así como pasa usted las tardes de los domingos?
—¿Y por qué no?
—Pues porque es una tarde aburrida.
—Todo se mide según el gusto y el temperamento de cada uno.
—Eso es cierto. Pero —y la miró con curiosidad— usted puede creer qué no hay nada mejor, y estar equivocada.
—Prefiero mi equivocación.
—Es usted extremista.
—En modo alguno.
—¿Sabe lo que me hace usted recordar cuando la veo? No se ofenda, ¿eh? Vea en mí a un caballero respetuoso. Me hace recordar a KweiLan. ¿Nunca ha leído a Pearl Buck?
Grey asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Pues Cuantas veces la veo, cuantas recuerdo a la protagonista de «Viento del Este, viento del Oeste…»
—¿Y por qué se ia hago recordar?
—Por su fragilidad, su timidez, su vocecilla de niña… Grey, es usted una jovencita encantadora.
Y ella sintió de súbito el deseo de imitar a KweiLan y decir: «¿Sabes, hermana, lo que aquellas frases halagadoras significan para mí? Hermana, es la primera vez que las escucho y me siento… me siento…»
Despertó a su personalidad y se limitó a sonreír tibiamente.
—Grey —dijo él de pronto—. Voy a pasar la tarde en Barmouth. ¿Quiere usted acompañarme?
—No… no, claro.
—¿Y por qué tan rotunda?
Se ruborizó, escapando de su mirada.
—Lo siento, señor Anderson, pero mi madre… no lo hubiera aprobado.
—¡Ah…!
Se puso en pie. Sintió honda pena al ver cómo se resignaba tan fácilmente. ¡Eran sus charlas tan cortas!
—Entonces he de dejarla, Grey —Y jovial—: Hasta otro día.
* * *
Regresaba a casa ya anochecido. Caminaba poco a poco, ensimismada en sus reflexiones.
Era una soñadora empedernida, pensaba. Y reconocía qué no debía serlo. Aquel hombre tan señor, tan gallardo, tan diferente a los demás chicos de la villa… Ella se sentía aturdida, menguada, cada vez que él la miraba, y la miraba de un modo… ¿Por qué miraría así? Tal vez fuera aquélla su forma de mirar a las mujeres.
Era una soñadora sentimental, y no debía serlo. Además, sus sueños se elevaban, buscaban a un hombre diferente, y ella era una chica humilde, hija de un general muerto que ya nadie recordaba y de una madre que luchaba día tras día con la vida. No tenía dote, sólo una cultura general muy relativa, y era joven… Elementos todos ellos carentes de interés para un hombre como lord Anderson.
Cruzaba ante la gasolinera. Miró distraída. Tony no estaba, pero había otro muchacho, y un señor muy elegante, joven también, que se la quedó mirando con admiración.
Pasó sin saludar. El hombre elegante la siguió con los ojos.
—¿Quién es? —preguntó al encargado de la gasolinera.
—Grey Marbury. Su madre tiene una perfumería en la calle central.
—¡Ah, ya sé! Es muy… muy bonita.
—Sí, señor —admitió el joven—. Es bonita, pero algo fría y muy altiva
Gerald Willows, dueño de la gasolinera, se quedó pensativo. Siguió con los ojos entornados la silueta femenina, hasta que ésta se perdió en el final de la calle. Luego se despidió y subió a su elegante automóvil
Entretanto, Grey llegó a su casa. Su madre, como siempre, hacía números en un grueso cuaderno de tapas de piel.
—¿Dónde has estado, hijita?
—Por ahí…
Se dejó caer junto a la dama y suspiró.
—Tú siempre con tus cuentas, mamá.
—Qué remedio queda, cariño. Me obsesiona tu porvenir.
—Pues olvídalo. ¿Qué importa eso?
—Importa mucho. No quiero que te quedes solterona. He de reunir una dote para ti, aceptable.
Alzóse de hombros y sonrió de modo vago.
—El que me ame, mamá, me querrá sin dinero y con él. Piensa en ti.
—En mí pienso. Cuando muera, he de hacerlo tranquila.
—Poniéndonos en ese plan, te diré, mamá —exclamó con animación—, que me queda la perfumería. No te preocupes más.
—Los impuestos este año han sido aniquiladores. Hice la protesta pertinente, pero se alzaron de hombros, indiferentes. Es lamentable todo esto. —Cerró el libro—. Vamos a comer. Marta ya lo tendrá todo dispuesto.
Pasaron al comedor, cogidas por la cintura. Beatriz Marbury dijo de pronto:
—Me gustaría que te casaras, Grey. Muy enamorada, ¿sabes? El matrimonio sin amor es un desastre. En cambio, con amor, uno lo recuerda toda la vida, aunque el amado haya muerto.
—Como te ocurre a ti.
—Sí, querida. Tu padre era un marido encantador. ¿No conoces a ningún chico en Bangor que te guste más que los Otros?
Pensó en Jepp Anderson, pero cerró los ojos y lo alejó de su cerebro con un esfuerzo.
—A nadie.
—Es raro. Eres joven, y tan bonita…
—No tengo prisa en casarme, mamá. Ninguna ¿sabes? Se adquieren muchas responsabilidades casándose, prefiero ser libre.
—Eso dicen siempre las jovencitas. Pero luego se arrepienten cuando pasan los años. No me gustaría que fueras una vieja soltera de mal genio.
Su madre siempre decía igual. La divertía. Pero aquella noche, sin saber por qué, se sintió triste y empequeñecida.
* * *
Lo conoció a la mañana siguiente. Estaba de nuevo junto a la gasolinera con Tony. Este se lo presentó.
—Es el dueño de esto —dijo, tímido—. Gerald Willows, Grey Marbury.
La joven lo miró vagamente. Como miraba a todos los hombres. Era alto y delgado, tenía el rostro curtido por el sol y los ojos muy negros. El pelo era de color castaño oscuro. Tendría treinta y tres años, o tal vez más, a juzgar por las menudas arrugas que se formaban junto a los ojos al reír.
Se estrecharon las manos y se dijeron las frases de rigor en una presentación. Ella se despidió al instante, y entonces él dijo:
—Voy en la misma dirección. Permítame que la acompañe.
Si iba en la misma dirección, no podía impedirlo. Le sonrió tímidamente y Gerald emparejó con ella.
—Nunca la he visto en Bangor —dijo él.
—Ni yo a usted.
—Estuve ausente un año. Una jira por todo el mundo. Llegó un momento en que Bangor me resultó insoportable, y me fui.
—Yo hace seis meses que dejé el pensionado.
—¡Ah!
Cruzaban ante un café. Grey sintió una rara sensación. Supo que los ojos de Jepp la miraban desde alguna parte, tal vez desde el café. Era como si una fuerza magnética rozara su rostro. Miró. Jepp Anderson estaba en la puerta del café, tenía un habano en la boca y expelía el humo por la nariz, como si ésta fuera una chimenea. Y la miraba… de aquel modo. Apartó los ojos y dijo como aturdida:
—Es raro que siendo usted de aquí, no le haya conocido, señor Willows.
—No es raro. He nacido en Londres, y al fallecer mi tío me dejó esta gasolinera en su legado. Me trasladé aquí con mi madre. Y aquí vivo. ¿No conoce usted a mi madre?
—No… perdone.
—No tiene importancia.
Se alejaron calle abajo. Sentía fuego en la espalda. ¡Qué raro poder tenían para ella los ojos de Jepp Anderson…!
—Su madre tal vez la conozca. Se llama Sandra Willows y vive en el barrio residencial.
—Entonces, tendrá que conocerla, porque yo también vivo por ahí.
—Nuestro hogar es el tercero a la izquierda, entrando por el centro,
—Villa Sandra, ya recuerdo.
—Eso es. Me satisface que seamos vecinos.
—Ya he llegado, señor Willows.
—¿Trabaja usted aquí?
—Es la perfumería de mi madre.
—¡Qué tonto soy! Pues es verdad. Yo conozco a su madre. No me di cuenta hasta este instante. Precisamente estuve en su casa antes de marchar, tomando el té con mi madre.
—Hasta otro día, señor.
—Llámeme Gerald.
—Pues hasta otro día, Gerald.
—¿Podremos salir juntos esta tarde? Estoy aquí un poco desorientado. Nunca me detuve mucho en Bangor. Ahora pienso ocuparme más de mi negocio. Uno llega a cansarse de correr mundo y en algún momento desea paz y quietud.
—Nunca viajé, excepto de Londres a Bangor —dijo, riendo—. Por tanto, desconozco la sensación de los viajes.
—A veces, es entretenido, pero, como todo, llega a cansar. Dígame, ¿podremos salir juntos esta tarde?
Pensó en Jepp, en sus ojos ardientes, en su olor a loción cara… Aunque Gerald era también un hombre elegante. Y si lo hubiera conocido antes que a Jepp Anderson… Pero, ¿qué estaba pensando? ¿Qué tonterías cruzaban por su menté?
—Saldré con usted —dijo, presurosa.
—¿A las siete?
—No cierro hasta las siete y media, y mi madre casi nunca viene a la tienda por la tarde.
—Entonces la esperaré aquí mismo a las ocho menos cuarto.
—Bueno. Salgo con una amiga.
—No se preocupe, saldremos los tres.
Cuando ella entró en la tienda, Gerald siguió su camino. Era alto y muy elegante, y vestía con soltura. ¡Pero no era Jepp Anderson! No tenía aquellos ojos, ni aquella boca, ni aquel sonido de voz, tan… tan distinto…
«Soy una estúpida—pensó—. ¿Qué tonterías se me ocurren?»
Trabajó hasta las doce y media. Y se olvidó de Jepp, de sus ojos, de Gerald y su elegancia.
Cuando llegó su madre, le preguntó rápidamente:
—¿Conoces mucho a Sandra Willows?
—¿Sandra? Pues claro. Media tarde del domingo la pasamos juntas. Me habló mucho de su hijo. Es un gran muchacho Gerald. Estuvo viajando durante un año. Son gente de mucho dinero. El marido de Sandra fue militar. Era amigo de tu padre.
—He conocido a Gerald.
—¡Ah!
Y se la quedó mirando, complacida.
—Un gran muchacho, ¿verdad?
—Acabo de conocerlo, mamá.
Y refirió el encuentro y la presentación y la invitación que le hizo.
—Aceptarás, supongo.
—Sí.
—Me alegro. Son gente de mucho dinero. No alternan, ¿sabes? Aquí en Bangor son casi como desconocidos, pues sólo al morir el hermano de Sandra y dejar a su hijo como heredero universal de sus bienes, abandonaron Londres.
—Ya.
—¿Y qué te ha parecido?
—Yo qué sé.
Doña Beatriz se inclinó hacia su hija. Era una dama positiva. Había sufrido en la vida muchos desengaños y conocía el valor del dinero. Además adoraba a su pequeña, y el porvenir de ésta suponía para ella una pesadilla.
—Grey, Gerald es, ni más ni menos, el hombre indicado para ti.
La joven se sofocó.
—Si empiezas con ésas, mamaíta, tendré que negarme a salir con Gerald.
—Qué niña eres,
—¿No comprendes que pensar en eso destruye una amistad?
—Yo pienso en tu porvenir y tú debes hacerlo también.
—Mamá, mamá…
Y se quedó emocionada, pensando en los ojos de Jepp…
Si ella no hubiera conocido a Jepp Anderson…
—¿No vas a la playa?
—Sí, claro.
—Pareces en las nubes.
Salió riendo.