III
Le vio detener el auto frente a la tienda, y se estremeció. Calle aibajo cruzaban los veraneantes en dirección a la playa. La mañana era espléndida. Grey, enfundada en una bata blanca, tras el mostrador, atendía a unos clientes y; al mismo tiempo, a través del espejo, veía la alta e imponente talla del forastero que, distraído, miraba hacia los estantes repletos de frasquitos y cajitas.
Cuando se hubo ido el último cliente, Grey preguntó con vocecilla de niña tímida:
—En qué puedo servirle, señor?
En dos zancadas estuvo junto a ella. La miró. Grey pestañeó varias veces como aturdida. Los ojos de aquel hombre, de cerca, tenían un poder extraño. Eran grises, acerados como la hoja de un cuchillo.
—Verá usted —dijo él con una voz queda, grata, muy varonil—. Estoy en un apuro. Espero que usted me ayude a salir de él —sonrió. Era su sonrisa como una mueca, inexpresiva y fría—. Se trata de mi cocinera. Mañana es su santo y quisiera hacerle un regalo.
—¡Ah!
—¿Qué tiene usted por ahí que sirva para una persona mayor? Yo no sé mucho de estas cosas. A decir verdad, yo no sé nada —volvió a sonreír sin dejar de mirarla. Se balanceaba rítmicamente sobre las largas piernas y una de sus manos se hundía en las profundidades del pantalón y la otra descansaba sobre el cristal del mostrador—. Desconozco los gustos de mi cocinera. Sé que hace unos guisos estupendos —añadió con cierto humor condescendiente—, pero ignoro lo que le agradará como regalo.
Movió la mano. Por un instante, Grey clavó en ella los ojos como obstinada. Era una mano morena, de dedos delgados y largos, nerviosos. En uno de aquellos dedos lucía un solitario de gran valor, despidiendo unos destellos ofensivos. Como inconsciente, Grey pensó que con el valor de aquel solitario tendría su madre para vivir seis años, sin aquellas preocupaciones que la atormentaban diariamente.
—Bien, señorita. ¿No puede usted orientarme? Las mujeres tienen un tacto especial para elegir regalos para otra.
Grey trató de serenarse y, huyendo de la mirada ardiente, dijo con aquella su vocecilla suave y buena, que tantas simpatías le había conquistado en Bangor;
—Tenemos muchos objetos que, sin duda, serán del agrado de su cocinera.
—Como por ejemplo…
—Un írasquito de esencia, perfumes franceses, colonia de baño… Collares, prendedores…
—¿Y cree usted que cualquiera de esos objetos agradará a mi cocinera?
—Es casi seguro.
—Veamos. Si usted fuera ella, ¿qué desearía que le regalasen?
—¡Oh, eso es difícil de precisar!
—Yo creo que no.
Notó que lo que aquel hombre deseaba era charlar, y el regalo de su cocinera era un pretexto. No lo censuró. Aquel truco lo usaban algunos chicos de Bangor. Claro que era un truco vulgar y corriente, y el caballero, rubio, de centelleantes y ardientes ojos, no parecía ni vulgar ni corriente. Ella pensó que necesitaba vender. Y que si su madre estuviera en aquel instante ocupando su lugar, lo que haría sería elegirle lo mejor de la tienda. Decidió olvidar los ojos del hombre y encaramarse en su personalidad de dependienta, y, con vos que ya era totalmente profesional, dijo:
—Pues bien, si yo fuera su cocinera… Pero aún no me ha dicho que edad tiene su cocinera.
—Es verdad. Perdone, usted. Tiene cincuenta y cinco años.
—Entonces —sonrió, divertida— no puedo ponerme en su lugar. Mis gustos y los de su cocinera no han de tener grandes puntos de afinidad.
—Estimo que las mujeres no tienen edad. Y en cuanto a gustos, cuantos más años se tienen, más juveniles son.
—Permítame que le diga que está usted equivocado.
—¿…?
Se ruborizó ante la mirada interrogante, y, como entraba una cliente, aprovechó para decir, al tiempo de alejarse hacia el otro extremo del mostrador:
—Perdone un instante.
—Tómese el que necesite. Yo no tengo prisa.
Y Grey, aturdida, desasosegada, sintió que la seguía la mirada gris. Aquella mirada que iba camino de convertirse en persecución obsesionante para la joven perfumista.
* * *
Quedaron de nuevo solos en la tienda. Grey sacó varios objetos de ios estantes: perfumes, collares, un bonito neceser de piel de Rusia, cajas de jabón, y con todo ello se aproximó a la parte del mostrador donde el hombre rubio esperaba, fumando un cigarrillo.
—Aquí tiene usted. Cualquiera de estos objetos satisfará a su cocinera.
—Decía usted que yo estaba equivocado. ¿No puede definirme las causas?
—Pues…
Se ruborizaba. Jepp Anderson elevó una ceja. ¿Rubor? ¡Inaudito! El no conocía una sola mujer que se ruborizara de aquel modo. Era, sí, muy…, muy divertido, muy extraordinario.
—Dice usted que todas las mujeres, sin contar la edad, tenemos los mismos gustos. Y eso.
—Según usted, no es cierto.
—Exactamente. Le hablo por mí misma. Mi madre no tiene los mismos gustos que yo. A mí me gustaría una barra de carmin, un frasco de esencia francesa, un bonito collar de perlas… cultivadas —rió, aturdida bajo los ojos inquisitivos—. En fin…, muchas cosas. A mi madre no le agradaría nada de eso, pues no lo usa. Claro que desconozco a su cocinera. Indudablemente, hay mujeres que a los sesenta años tienen espíritu juvenil.
—Y usted…, ¿cómo califica eso?
—Pues…
—Dígalo. En cuestión de mujeres no soy un experto.
Y al decirlo se notaba que mentía. Grey no hizo alusión a éso. Se limitó a decir seriamente, con cierta súbita frialdad:
—Lo considero ridículo, señor.
—¿Ridiculo? ¿Y por qué? Es como una virtud, señorita, ser anciano y lener espíritu juvenil.
—Según y cómo, y para qué sea ese juvenil espíritu.
Jepp se echó a reír alegremente. Y su risa lo hacía más joven.
—Eso es cierto —dijo, amable—. ¿Qué le parece si entre los dos elegimos un regalo adecuado a una mujer que tiene cincuenta y cinco años y sabe, que los tiene? A decir verdad, mi cocinera no tiene espíritu juvenil. Regalarle una barra de carmín o un collar de perlas cultivadas, no sería apropiado.
—¿Y este neceser?
—Me parece bien. Es, ni más ni menos, lo que yo elegiría. Puede empaquetarlo
—Se lo enviaré. Su dirección, por favor.
—Queda un poco lejos. Además tengo el auto ahí, y, aunque no fuera así, lo llevaría yo. Gracias por su amabilidad.
Se dispuso a empaquetarlo. Jepp la miraba. Sus ojos seguían el movimiento de las finas manos femeninas. Eran morenas y largas. Muy personales, muy… ¿temperamentales? Pues sí. Se sojuzgaba. Muy interesante.
—¿Es esto siempre tan aburrido? —preguntó él, de pronto.
—No, desde luego. En invierno es monótono. Como todas las villas pequeñas, Pero de ahora en adelante, hasta mediados de setiembre, es agitado y hasta divertido.
—A usted nunca la he visto en la playa, ni en el club.
—Voy a la playa todos los días. —Y sin transición—: ¿Le parece bien así? No soy socia del club.
—Me parece bien. Ha hecho usted un primoroso paquetito. ¿Y por qué no es usted socia del club?
—Los veraneantes acaparan todos los locales divetidos.
—Pero ése no es motivo. ¿Qué hace usted aquí durante todo el invierno?
—La tienda. Y alguna reunión familiar. Se pasa el tiempo. Son tres libras.
Las depositó sobre el mostrador y agarró el paquete,
—Un modo de pasar el tiempo un poco absurdo. ¿No le parece?
—Pues no.
Guardó el dinero en la caja y se volvió lentamente.
—Cada uno mide sus aficiones según su temperamento.
—No me diga usted que el suyo es… pasivo.
Fríamente dijo:
—Nunca me he analizado.
Y como entraba otro cliente, añadió con la misma frialdad, pues le fastidiaba que el desconocido, además de aturdirla con los ojos, pretendiera penetrar en su estado anímico:
—Espero, señor, que haya quedado complacido. Buenos días.
Por un instante la miró fijamente y ella intentó sostener el brillo de su mirada, pero no pudo. Aturdida, retiró los ojos y se aproximó al nuevo cliente.
Jepp Anderson sonrió de modo indefinible y dijo:
—Buenos días. Sí, he quedado muy complacido. Gracias por su ayuda.
Y salió.
* * *
Milly suspiró. Era menos resignada que su amiga y exclamó rebelde:
—¿Crees tú que hay derecho?
—Vamos, Milly, hazme el favor de no rebelarte contra el destino. Yo, por mi parte, te aseguro que no me interesan esas fiestas.
Estaban sentadas en un banco del muro. Frente a ellas, el salón del Club Náutico brillaba como un ascua de oro. A través de los iluminados ventanales se veían las parejas bailar, y la música moderna, dulzona, llegaba hasta ellas, rasgando el silencio de la noche. Los cha-cha-chas movían los pies de Milly y le hacían lanzar sordas exclamaciones de rebeldía.
—Pues a mí, sí. ¿Te imaginas lo feliz que seríamos ataviadas con modernas ropas y bailando con un gallardo mozo?
—No me interesa nada de eso.
—Pues a mí me revienta, sencillamente, que en el invierno seamos las niñas bien de la villa y por el verano…
—Nunca hemos ido al Náutico.
—Bueno, ¿y qué? Tenemos ciertos sitios. Pero ahora… como si fuéramos cestas. Apuesto que si intentamos entrar ahí…
—Cállate, anda. Un coche se ha detenidp detrás de nosotras.
Milly volvió la cabeza y dio un codazo a su amiga.
—Es él.
—¿El?
—El mirón. Caray, y lo acompaña una mujer. Fíjate, ya trae otro coche. Este es blanco. Y qué mujer más bonita y cómo la mira amorosamente. Estos hombres… ¡Malditos hombres!
El hombre rubio, de alta talla, un poco desgarbado, pasaba ante ellas, sin prestarles la menor atención. Llevaba a una bella joven sujeta por el hombro con un brazo, y se inclinaba amorosamente. Le decía algo al oído, y ella reía, con una risa íntima, fascinadora, que hizo daño a Grey, Esta y Milly los siguieron con los ojos. La pareja se perdía tras la puerta iluminada, y se notó revuelo en el salón. Los recibían con alborozo.
—¿Lo ves? —nreguntó Milly, rencorosa, Y poniéndose en pie, añadió—: Vamos a casa. Son las diez.
Grey se puso en pie como un autómata. Milly le pasó un brazo por los hombros. Era más alta que ella y menos bonita.
—No te preocupes, Grey.
Esta sé sobresaltó.
—¿Por qué… he de preocuparme?
—Bueno, los ricos aristócratas son así, ¿sabes? Miran a las chicas y las remiran hasta aturdirlas y luego… ya ves, para las fiestas eligen mujeres de su mundo.
—Milly, nunca me hice ilusiones.
Pero se las había hecho. Había soñado, sí. ¡Era tan bonito soñar! ¡Tan… tan maravilloso para un espíritu sentimental! Y pensó en aquellos ojos grises, de mirar cegador, que la perseguían constantemente.
—Mejor que no te las hayas hecho.
Pasaban ante la gasolinera. Tony les chistó y Milly dijo:
—Hola, Tony. Por lo visto, tú estás siempre a la vera del cañón.
El joven les salió al paso, limpiándose las manos en una estopa.
—Y qué remedio. Mañana domingo hemos organizado una excursión los amigos. ¿Seréis de la pandilla?
—Magnífico —exclamó Milly—. ¿Verdad, Grey?
—Pues…
—Grey —pidió Tony con ansiedad—. No nos digas que no. Da la impresión que nos desprecias.
—Eso no.
—Pues sé de los nuestros mañana. Van tres chicas más. Somos cinco chicos. Yo tengo libre mañana todo el día. Iremos a la montaña y la escalaremos. Será muy divertido.
—No puedes negarte, Grey —saltó Milly, que pensaba mucho en Tony, aunque éste, a su vez, pensaba en su amiga, y ella no lo ignoraba. Pero sabía que Grey nunca se casaría con Tony, y a ella le gustaba el muchacho sencillo y juvenil.
—Ya veremos.
—Te llamaré por teléfono dentro de una hora.
—De acuerdo, Tony.
—Convéncela, Milly.
—No te preocupes.
Se alejaron calle abajo. Iban silenciosas. Milly dijo de pronto:
—Tenemos que ir.
—Mira, Milly…
—No busques disculpas. Sería hacerles un feo.
—Tú puedes ir.
—Sin ti no voy a parte alguna.
—Pues yo… creo que no iré, y para ti es mejor que no vaya.
—¿Cómo?
—Milly, no nos engañemos. A ti te gusta Tony. A mí, no. Lo estimo, pero de eso a lo otro…
Milly rezongó entre dientes:
—Creí que no te habías dado cuenta.
—Hace tiempo. Por eso te digo que es mejor que me quede. Ayúdame tú a disculparme, te lo ruego, Milly.
Esta la contempló, preocupada.
—¿Qué te pasa, Grey? De un tiempo a esta parte, estás diferente. ¿No será el hombre de los ojos grises el que te preocupa, eh?
—Claro… claro que no.
—Veré si puedo disculparte.
No fue fácil, pero pudo. Y cuando Tony llamó a Grey por teléfono, ésta puso el pretexto de su madre.
—No me deja ir, Tony. Lo siento.
Al colgar el receptor, se encontró con los ojos interrogantes de su madre.
—Mamá…
—Yo no te lo impido. Grey.
—Sí —se aturdió—. Pero es que yo…
—No deseas ir.
—No.
—Pues para otra vez — dijo con ternura— no me pongas de pretexto. Las mentiras, aunque piadosas, son feas.
—Sí, mamá.