22 

En apenas unas semanas los avances en las obras fueron evidentes, sólo en un día los muebles fueron retirados, excepto aquellos que se trasladaron al despacho, los sanitarios y baldosas ya estaban siendo sustituidos y los nuevos muebles habían sido encargados. Eduard y Luisa lo revisaban entusiasmados mientras los operarios salían a comer, después volvían al despacho y ellos mismos hacían uso de la cocina improvisada, del comedor, del dormitorio. Intentaban aprovechar al máximo el poco tiempo del que disponían, y aunque les sabía a poco, eran conscientes de que era una situación transitoria y eso les hacía disfrutar doblemente con las expectativas que se avecinaban.

Se veían dos veces a la semana, hacia medio día, Luisa llegaba primero y preparaba algo de comer en la precaria cocina que habían improvisado, después llegaba Eduard, y cuando acababan de comer comprobaban los avances de lo que sería su hogar en poco tiempo, después se entregaban al amor por unas horas y abandonaban el despacho en el sentido inverso al que habían llegado.

No era una situación cómoda, ni uno ni el otro había compartido con nadie su secreto, no se atrevían, sabían que en el momento en que lo hiciesen público los acontecimientos se precipitarían, intentaban contenerse para evitar caer en el mismo error otra vez. Sabían que lo que estaban haciendo era reprochable a los ojos de los demás, pero no les habían dejado otra alternativa, se amaban en la clandestinidad porque en el momento que se supiese intentarían evitarlo una vez más, y esta vez no estaban dispuestos a renunciar; por eso era necesario preparar el terreno con anterioridad, organizando una salida digna, tanto profesional como personal.

Hacía ya dos meses que se veía con Luisa a escondidas, el piso ya se estaba amueblando nuevamente y en una semana empezarían las obras del despacho, sólo un par de meses más y podría comunicarle a Clara y a su familia su decisión de separarse, ya estaba preparado para las consecuencias que podría sufrir, pero no le importaba, había sido más feliz en los dos últimos meses que en todos los años de matrimonio y asociación profesional con su familia política.

Llegó a casa como siempre, después de despedirse de Luisa había pasado por el despacho, más por la necesidad de recuperar la normalidad mental que por la obligación de atender asuntos urgentes. Era consciente de que muchos de los casos en los que estaba trabajando podría perderlos si lo invitaban a abandonar el bufete, por lo tanto no podía implicarse demasiado en ellos.

–Chisss… no hagas ruido –le susurró Clara llevándose un dedo a los labios, saliendo a su encuentro y cogiéndolo de un brazo mientras lo arrastraba al salón.

–¿Qué pasa? –preguntó él en un susurro también.

–Mira, ¿no es un milagro? –le preguntó señalando un canasto que había sobre el sofá.

–No, es un bebé, ¿qué hace aquí?

–Ya lo sé que es un niño, no seas tonto, el milagro es que lo hayan abandonado junto a nuestra puerta –contestó ella con total arrobamiento, mirando embelesada hacia la criatura.

–¿Cómo que lo han abandonado?, ¿qué quieres decir?

–No lo sé –respondió, molesta por el interrogatorio de él,– ¿no es una delicia?

–Clara –intentó serenarse mientras la cogía del brazo y la sacaba de la habitación–, tendremos que avisar a la policía, la gente no va abandonando niños por ahí.

–¿Por qué? ¿Por qué tenemos que avisar a la policía? –gritó.

–Porque no hacerlo nos podría traer problemas, imagínate que los padres vuelven, ¿qué harás? –intentó hacerla razonar.

–Sus padres saben muy bien lo que han hecho, lo han dejado en nuestra casa porque saben que lo cuidaremos bien, por favor, deja que me lo quede –suplicó–. Es un regalo del cielo, Dios ha escuchado mis plegarias por fin.

Eduard escuchaba a Clara preguntándose si se encontraba en un episodio de enajenación mental, o si su deseo de ser madre le impedía pensar de manera racional. La siguió con la mirada mientras volvía hacia el canasto de esparto que servía de cuna improvisada y aprovechó para hacer unas llamadas, la primera a la policía, y la segunda a los padres de Clara para que le ayudasen a hacerla entrar en razón.

Los primeros en llegar fueron los policías, que les interrogaron mínimamente, ya que no había demasiado que decir, llamaron al timbre, y cuando la criada salió a abrir, se encontró con el canasto en el suelo; ni una nota, ningún distintivo, nada que indicase de donde podía provenir la criatura.

Sus padres se personaron acompañados del doctor de confianza de la familia, cosa que alertó a Eduard haciéndolo sospechar, después de un reconocimiento médico éste dictaminó que el niño debía de tener varios meses, que gozaba de buena salud y que era un varón, cosa que todos aplaudieron. Eduard no daba crédito a lo que oía, les había llamado para que hiciesen entrar en razón a Clara, pero en vez de eso apoyaban a su hija como si también ellos hubiesen deseado ese momento; es más, casi parecía que lo hubiesen esperado, y él, una vez más, se preguntó si no habría sido algo premeditado y preparado con antelación.

Los días siguientes se dedicó a pasar cada mañana a preguntar por las gestiones realizadas por las autoridades competentes, pero nadie sabía nada, o parecían desentenderse, después de todo nadie dudaba que la criatura estaría mejor con sus padres adoptivos que con otros que seguramente se habían visto obligados a abandonarlo por necesidad. Eduard se preguntó si sus suegros tendrían algo que ver, sabían que él podía tener hijos porque ya tenía uno, pero su hija cada día estaba más deprimida por el hecho de no poder ser madre, y esos preocupaba a toda la familia.

Recordó el encuentro con Martín en Artesa de Segre meses antes, y cómo Clara lo comentó después a sus padres en la comida dominical, recordó cómo se iluminaban sus ojos cuando hablaba de la posibilidad de adoptar al niño, y también su frustración porque Eduard no estaba de acuerdo en reclamar a su hijo. Sus padres empezaron a barajar la posibilidad de adoptar otros niños, ya que con la miseria que había en esos momentos, muchos padres se sentirían aliviados de desprenderse de una boca más, sobre todo si eran generosamente recompensados.

Eduard ya no tuvo más dudas, estaba claro que todo coincidía, las fechas, los hechos; seguramente sus suegros empezaron a mover hilos en ese mismo momento, y el resultado de sus gestiones y su generosidad económica había dado como resultado el niño que ahora había en su casa y que se suponía iba a ser su hijo.

Encontró a Luisa en el piso recién amueblado, su rostro estaba tan radiante como los mosaicos nuevos y los muebles sin estrenar, su mirada transmitía tanta felicidad que no pudo amargarle el primer encuentro en lo que se había de convertirse en su hogar, y por primera vez le escondió algo. Estrenaron la cocina, la mesa, la cama, recorrieron cada uno de los rincones; Luisa ilusionada por el futuro próximo, Eduard intentando que ella no percibiese su preocupación.

En su segundo encuentro, desesperado de acudir diariamente a la policía sin obtener resultados, decidió compartir con Luisa los últimos acontecimientos.

–Luisa, tengo algo importante que decirte.

–Te escucho –apartó el plato en el que aún quedaban restos de comida, alertada por el tono grave de él.

–Me temo que voy a ser padre muy a mi pesar.

–¿Perdona? –preguntó sin dar crédito a lo que oía–. Creí que habías dicho que Clara y tú no…

–Claro que no, ¿no creerás que es hijo mío? –se defendió sin darle tiempo a acabar la frase.

–¿Entonces qué es lo que debería creer?, aclárate por favor.

–Luisa, tú eres y serás la única mujer en mi vida, no lo dudes nunca más.

–Eduard, estoy hecha un lío, no sé que pensar, explícamelo porque si tú no eres el padre, ¿quién es?

–No lo sabemos –y viendo la cara de sorpresa de ella, se dio cuenta de que a causa de su nerviosismo sus explicaciones eran pésimas–. En realidad no sabemos quiénes son los padres.

Le explicó lo que había pasado las últimas semanas, sus sospechas, sus gestiones infructuosas intentando localizar a los padres de la criatura, la impotencia de no poder convencer a Clara, que además contaba con el apoyo de sus padres, para no quedarse con el niño. Su necesidad de acabar cuanto antes con las manipulaciones constantes a las que era objeto, su deseo de recuperar las riendas de su vida y vivir finalmente junto a ella.

–Pero Eduard, ahora no puedes abandonar a tu mujer –respondió ella atónita, después de escucharlo atentamente.

–¿Cómo que no puedo?, es eso lo que hemos estado esperando desde hace meses, ¿quieres que sigan decidiendo nuestro futuro?

–Claro que no quiero, pero no puedes abandonar a tu mujer y al niño, ¿sabes lo que es para una madre criar sola a una criatura?

–No es mi hijo, es sólo el resultado de un capricho más que ha sido satisfecho con dinero, como siempre –se defendió–, y ella hace mucho tiempo que no es mi mujer, mi mujer eres tú, siempre lo fuiste en lo más profundo de mi corazón.

–Pero Eduard, Clara se deshará de dolor, ella no es fuerte como yo, no podrá soportar las dificultades de educar sola a su hijo.

–No es lo mismo, ella no será criticada ni vapuleada, ella es la víctima y todo el mundo la apoyará. Su familia tiene una gran fortuna y todo lo que yo le dejaré, la casa, los criados, sus fiestas sociales, su iglesia y sus obras benéficas, no necesita nada más.

–Te necesita a ti, necesita un padre para su hijo.

–También tú me necesitabas e hicieron todo lo posible por separarnos, ¿crees que eso fue justo?

–No se trata de las injusticias que ellos cometieron, sino de las que nosotros podamos cometer.

–Luisa, ¿qué me estás diciendo?, yo no quiero ser injusto, sólo quiero ser feliz, y mi felicidad está junto a ti. No soportaría perderte nuevamente, ahora no… otra vez no por favor –casi gimió.

–Yo tampoco quiero perderte Eduard, estos meses han sido los más felices de mi vida y no quiero renunciar a ello –lo miró fijamente–. Yo me conformo con vivir así.

–Luisa, ¿qué dices?, eso sería como permitirles seguir dominando nuestras vidas. ¿Es eso lo que quieres?

–Claro que no, pero, ¿crees que conseguiríamos ser dichosos sabiendo que una mujer y su hijo sufren para que nosotros podamos ser felices?

–¿Por qué siempre tienen que sacrificarse los mismos? –se lamentó–. No es justo.

–Pero es lo mejor para todos, ella tendrá su hijo y tú conservarás tu reputación y tu situación social… y además, me seguirás teniendo a mí.

–¿Y tú Luisa?, ¿qué tendrás tú? –preguntó impotente.

–Te tendré a ti. Otros tendrán el abogado brillante, o el respetable padre de familia, pero yo tendré tu corazón y tú el mío, como siempre fue. ¿Te parece poco?, es más de lo que teníamos hasta hace poco.

–Pero es menos de lo que deseábamos tener.

–Eduard, aprovechemos lo que tenemos, no dejemos que el poco tiempo que podemos pasar juntos nos lo roben hablando de ellos, las horas que te tengo para mí quiero que seas sólo mío –se levantó y lo cogió de la mano guiándolo hacia la habitación–. ¿De acuerdo? –preguntó mientras se sentaba en la cama y lo invitaba a sentarse también dando unas palmaditas en la cama.

–Pero –intentó protestar.

–No hay peros que valgan –contestó mientras lo empujaba suavemente y se tendía encima de él–. Sólo mío.

–Sólo tuyo –repitió antes de que ella le tapara la boca con sus labios.

Se adaptaron a su nueva vida sin ningún tipo de dificultad, no era lo que habían deseado, pero supieron apreciarlo y disfrutar intensamente todos los momentos que pasaban juntos. Vivían su vida paralela sin hacer daño a nadie, Luisa salía de casa ante los ojos de Estel que la miraba interrogativa, primero sin entender; después, viendo la cara de felicidad de su hija, comprendiéndolo todo aunque no se atreviera a preguntar. Eduard también se acostumbró a descargar su agenda los dos días que quedaban para verse, y con el tiempo, algún fin de semana en que supuestamente se iba a pescar o a cazar siguiendo su costumbre, y podían gozar de dos días juntos y comportarse como una pareja normal.

Eduard siguió progresando en su profesión, e incluso a la muerte de Franco le pidieron que formase parte activa de un partido político, aunque él rechazó la oferta por más que su suegro lo viese como algo muy tentador. Nunca le había gustado la política, ni el uso del poder mal administrado del que sabía demasiado, y estaba seguro que en la nueva etapa, por más que se instaurase la democracia, seguirían habiendo abusos de poder por parte de aquellos que lo ostentasen.

Había además una razón más poderosa, necesitaba todo su tiempo libre para ofrecérselo a Luisa, con la que estaba viviendo una eterna luna de miel, prolongada por la falta de convivencia diaria y los peligros que ésta comporta. Cada vez que se veían era como volver a empezar, y a pesar de la edad se seguían amando en la clandestinidad como cuando eran jóvenes y eso se había convertido en un estímulo más.

Nunca supo si Clara sospechó en algún momento de su doble vida, desde que apareció el niño, al que quiso llamar Eduard, como si quisiese dejar claro que era su hijo, su vida giraba en torno a la criatura. Suponía que el hecho de que él no la obligase a cumplir con sus obligaciones maritales, era sufientemente liberador para ella como para no hacerle preguntas que pudiesen poner en peligro el equilibrio que les permitía mantener una relación cordial y de plena conveniencia.

Cuando se aprobó la ley del divorcio, sin haber cumplido aún cincuenta años, Eduard volvió a pedir a Luisa que se casase con él, ahora no sólo podrían legalizar su situación, sino que al aceptarse el divorcio se estaba reconociendo también un cambio importante en las costumbres y necesidades de la sociedad, y eso significaba que ya nadie les podía señalar como si fuesen delincuentes. Pero Luisa no aceptó la sugerencia, se encontraba demasiado bien en esa situación que le permitía disfrutar de los mejores momentos del hombre al que amaba, permitiéndole además mantener su propia independencia y libertad a la que hacía tanto tiempo se había acostumbrado.

Martín, que amaba el campo y los animales, decidió estudiar veterinaria, y cuando fue necesario desplazarse a Lleida para continuar sus estudios, vio normal que su padre le ofreciese su ayuda, y que su madre se ocupase de todo y lo acompañase al piso donde ella misma pasaba algunos días. Durante los años que duró su vida estudiantil, sólo una vez, cuando un resfriado le obligó a volver a casa antes de lo previsto, y alertado por los ruidos que provenían de la habitación que habitualmente ocupaba su madre cuando estaba en la ciudad, oyó lo que tal vez debería haber sospechado antes, descubriendo que sus padres se veían a escondidas.

No juzgó, en realidad casi se sintió feliz de haberlo descubierto, pero decidió que si ellos no se lo habían querido confiar, él tampoco les confesaría que los había descubierto, limitándose a salir de casa y no volver nunca más en horas de clase. Volvía al pueblo todos los fines de semana, ilusionado con todo lo que había aprendido, compartiéndolo con Javier y Estel que lo escuchaban satisfechos e ilusionados, ante la mirada complacida de Luisa.

Realmente Javier y Estel se sentían felices asistiendo a los progresos de sus hijos, que éstos compartían en las reuniones familiares de las comidas dominicales, donde últimamente se habían integrado nuevos miembros, y donde era normal tener que imponer un orden para poder escuchar a todos.

Marcel, que después de acabar sus estudios, les anunció que se casaba con su novia desde hacía unos años, y que se instalarían en el pueblo aunque él abriría consulta en un municipio cercano. María, que miraba embobada a su flamante prometido, hijo de uno de los amigos de Javier, que disponía de varios comercios en la ciudad. Luisa, que miraba orgullosa a su hijo, aunque su mente parecía estar en otra parte.En alguna de esas reuniones, Estel, totalmente emocionada y sin poderse contener, abandonaba la mesa y se dirigía a la cocina, seguida por Javier que adivinaba su pesar.

–¿Qué pasa cariño? –le preguntó la primera vez.

–Lo echo tanto de menos –respondía simplemente, sin necesidad de aclarar a quien se refería, y se refugiaba en los brazos que su marido le ofrecía mientras rompía a llorar, sin poder hacer nada para compensarla por la falta de su hijo.

Estel era dichosa de ver a sus hijos felices, pero su dicha no era completa, por más que lo había intentado no conseguía superar el vacío que Pere dejase tanto tiempo atrás. Asistió a su boda sintiéndose casi una extraña, percibiendo el rechazo por parte de su nuera desde el primer momento.

Después, como él apenas les visitaba, acudía a Tárrega de vez en cuando con la esperanza de poderse acercar nuevamente a su hijo; pero descubrió que no era bien recibida por la mujer de su hijo, y que eso generaba una gran tensión en él, así que poco a poco espació las visitas para no perjudicar más a Pere.

Recibió con alegría la noticia del nacimiento de su primer hijo, pensando que tal vez Pere, al ser padre, llegase a comprenderla y a perdonarla, pero no fue así. Después nació una niña, y al poco tiempo otro niño. A pesar de tener un buen trabajo y una familia ya consolidada, cada vez que Estel acudía a ver su hijo, en vez de verlo más feliz lo encontraba más resignado y apático. Intentó hablar con él, pero su nuera, sintiéndose aludida tal vez, la increpó acusándola de ser ella la responsable de su perpetua tristeza.

Las palabras emponzoñadas de su nuera no consiguieron hacerle daño, pero sí la mirada desamparada de su hijo, que no fue capaz de defenderla, permitiendo que a partir de ese momento su mujer aprovechase cualquiera de sus visitas para ensañarse con ella, obligándola a espaciarlas más en el tiempo. Hasta que finalmente, y después de una discusión más acalorada de lo normal, su nuera le pidió que no volviese más.

Una de las pocas ocasiones en que Estel vio a todos sus hijos reunidos fue en la boda de María, Luisa personalmente se ocupó de transmitirle a Pere el deseo de su hermana pequeña para que asistiese a la ceremonia. Pere, como siempre, se alegró de ver a su hermana, con la que apenas tenía contacto, ya que su mujer consideraba que su cuñada no era una mujer decente y prefería no mantener relación con ella.

Cuando Luisa aparecía, Pere recuperaba por unos momentos la ilusión de compartir confidencias como cuando eran niños, salía del taller donde trabajaba y se limitaban a pasear cogidos de la mano o tomar algo en alguna cafetería, pero lo más importante es que estaban juntos y por unos momentos recuperaba la ilusión de estar cerca de la única persona de su familia a la que seguía queriendo, porque Pere quería tanto a Luisa como odiaba a su madre.

Nunca le confesó a su mujer esos encuentros esporádicos con Luisa, intentaba evitarse problemas, y sin duda, reconocer que seguía viendo a su hermana a escondidas habría dado pie a múltiples interpretaciones por parte de la persona en que se había convertido su esposa, extremadamente neurótica y posesiva, y que aprovechaba cualquier ocasión para recriminar a su familia política, avivando el rencor que él mismo sentía.

Esta vez no pudo mantener el secreto, ya que él quería asistir a la boda de su hermana, más que por acompañarla a ella, que casi no la conocía, por volver a ver a toda su familia reunida, ya que posiblemente no habría otra oportunidad igual. Su mujer, después de intentar disuadirlo y viendo que no conseguiría su objetivo, se resignó a acceder a acompañarlo, y aunque su actitud fue altanera y despectiva en toda la celebración, no consiguió estropearle la alegría de encontrarse nuevamente con su familia.

Le costó reconocer a Martín, el hijo de Luisa, que cursaba sus estudios en la ciudad. Pepe, el recién estrenado marido de su hermana María, aunque a ella tampoco la había visto desde hacía muchos años y también le costó reconocerla. Marcel, que le saludó efusivamente, y también le presentó orgulloso a su mujer y sus dos hijos, y mientras miraba a su hija Laura y a Alex, el hijo mayor de Marcel que congeniaron rápidamente, desaparecer para hablar y abrazar a la abuela Estel, sintió envidia; la misma envidia que lo ahogó cuando era un niño, y que no había conseguido superar en su madurez.

Estel quería a todos sus hijos por igual, y tampoco hacía distinciones entre sus nietos aunque a algunos apenas los trataba; sin embargo, tenía que reconocer que sentía debilidad por Laura, que guardaba un parecido físico extraordinario con ella, razón por la cual Pere la idolatraba. Desde que la niña entró en la adolescencia el parecido se hizo mucho más evidente, ya no solo físicamente sino también en cuanto a su carácter, que conforme su personalidad se iba formando mostraba más coincidencias con Estel.

Este parecido complacía tanto a su abuela como exasperaba a su madre, con la que constantemente tenía altercados, sobre todo porque si Pere se veía obligado a intervenir siempre intercedía a favor de su hija, convirtiéndose esto en causa de una acalorada discusión matrimonial. Un día, cuando la niña contaba unos catorce años, Estel fue testigo de una de esas reyertas que acabó con Laura llorando en sus brazos, ya que en esos momentos Pere no estaba para defenderla. Su abuela intentó interceder a su favor, pero su madre no sólo no lo aceptó, sino que la acusó de no haber sabido educar a sus propios hijos y querer inmiscuirse en cómo ella educaba a los suyos.

Estel siempre había sostenido que su nieta era una criatura muy especial, con un carácter fuerte, pero una niña intuitiva y sensible que sabía equilibrar perfectamente sus acciones, tampoco había disimulado que se sentía complacida de que heredase esos rasgos de ella; pero su nuera, que siempre la amenazaba con no dejarla volver a casa a ver a sus nietos si insistía en esos comentarios, aprovechó la ocasión para hacer efectiva su amenaza.

–Mi hija es una niña normal, no una bruja.

–Yo no he dicho que lo sea, sólo he dicho que es muy intuitiva y sensible –se defendió Estel.

–Pero siempre estás diciendo que se parece a ti, yo no quiero que ella sea como tú.

–¿Crees acaso que yo soy una bruja? –le preguntó dolida.

–No, pero no quiero que llenes la cabeza de mis hijos con bobadas, bastante has hecho ya con los tuyos –la siguió atacando sin piedad.

–He hecho todo lo que he podido, igual que tú y que cualquier otra madre, no siempre es fácil…

–¿Por eso abandonaste a tu hijo siendo aún un niño? –la cortó, y aprovechando su momentáneo desconcierto aún prosiguió–. ¿Por eso permitiste que tu hija se convirtiese en una ramera?

–No sabes lo que dices –se defendió.

–Claro que sé lo que digo, por eso no quiero que vuelvas a ver a mis hijos.

–¿Qué pasa aquí? –oyeron la voz de Pere, que había vuelto de trabajar y que había abierto la puerta sin que ellas lo notasen en el fragor de la disputa.

–Tu madre, que intenta darme lecciones de cómo educar a mis hijos –le espetó desafiante y a la defensiva.

–No te preocupes, no volverá a pasar –dijo Estel conciliadora.

–Claro que no volverá a pasar, no volverá a pasar porque no quiero volverte a ver más en mi casa –sentenció, mientras se dirigía a la cocina.

–Se le pasará –se disculpó Pere compungido, consciente de que si su mujer se empeñaba no dejaría volver a su madre, pero sin atreverse a defenderla.

–No, cariño, no se le pasará –contestó llevando una mano a la mejilla de su hijo–. No quiero ser motivo de discordia en tu casa, si nos vienes a ver seremos muy felices con tu visita, sabes que todos te queremos –y le abrazó sabiendo que tal vez era la última vez que lo hacía.

A partir de ese momento Pere les visitaba una vez al año, algunas veces incluso transcurrían dos, pero siempre iba solo, les explicaba las novedades y también él se ponía al día. Estel notaba que su hijo no era feliz, parecía estar sumido en una constante apatía, ya no quedaba nada del niño inconformista y reaccionario que había sido, había asumido su infelicidad y no parecía tener fuerzas para hacer nada que cambiase la situación.

Poco a poco sus visitas se espaciaron más, y al final dejó de hacerlas. Estel, que gozaba de una salud envidiable, continuaba manteniendo una actividad frenética, seguía ayudando a todos aquellos que lo solicitaban y cuidaba además de sus nietos por los que sentía una gran pasión.

El tiempo pasaba para todos y cada cual conducía su vida de la mejor manera posible. También Martín se casó y le dio su primer bisnieto, al que en reconocimiento a su abuelo llamaron Javier, éste que nunca había dudado de los sentimientos del hijo de Luisa, se emocionó y decidió que ya era hora de jubilarse, así que dejó de trabajar las tierras y se dedicó a ver crecer a su familia, hasta que un día, recién cumplidos los ochenta años, murió de un ataque al corazón.

Estel aceptó la muerte de Javier como algo natural, era algo para lo que estaban preparados, sabían que ese momento no llegaría para ambos a la vez y cualquiera de ellos podía ser el primero. Se sintió afortunada de no verlo sufrir, porque para ella habría sido muy doloroso volver a pasar por el calvario que soportó cuando Martín enfermó, acompañándolo impotente durante su agonía.

Decidió ceder la casa a Marcel, ya que por derecho le correspondía y además era demasiado grande para ella y Luisa. Alex, el hijo mayor de Marcel, que había empezado a ejercer su profesión de arquitecto, se empeñó en diseñar una casa para ellas. Una casa de una sola planta, fresca, luminosa y con amplias estancias para seguir acogiendo a todos los miembros de la familia que se quisiesen sumar a las reuniones dominicales que se continuaban manteniendo los domingos. Todos los miembros de la familia…excepto uno.