–21 –
Laura miraba la pantalla atentamente, leía una y otra vez el último capítulo escrito, sabía que era más o menos así como se habían sucedido los hechos, ella misma había leído las cartas; su tía se lo había permitido cuando ella se lo pidió, igual que le explicó lo que para ella significó su corte de cabello, que no fue otro que borrar el recuerdo y el deseo de que otra vez los dedos de él lo acariciasen, como si esperase que al cortarlo, extirpase también el deseo de caer de nuevo en sus brazos.
–No, no y no– se oyó decir en voz alta mientras se levantaba contrariada–. Algo no cuadra –y como si necesitase un descanso, o simplemente alguna ayuda que le aportase la clarividencia que le permitiera encontrar en qué parte de la historia se había equivocado, se dirigió a la cocina a prepararse un té. Salió con la taza humeante en dirección a la terraza, y al pasar por el salón se detuvo un momento a observar el ramo de rosas del jarrón, cogió una flor y se la llevó a la nariz intentando percibir su suave aroma y el recuerdo de su abuela que éstas le evocaban; o tal vez no, tal vez pretendía inhalar la presencia que conseguiría despertar sus sentidos adormecidos, la percepción que la llevaría a vislumbrar la realidad que estaba segura había perdido en algún momento. Se sentó en una de las sillas de la terracita y, mientras miraba la montaña cercana, se dedicó a intentar pensar con objetividad.
Estaba casi acabando de escribir la historia, se suponía que tanto su tía como Eduard apenas se habían visto en los últimos cuarenta años, cada cual dedicado a sobrellevar lo mejor posible la vida que habían decidido vivir tiempo atrás, o que otros habían decidido por ellos. Pero a pesar de que era así como se lo habían dado a entender, en cada una de las conversaciones que había mantenido con los diferentes personajes implicados, estaba segura de que no era cierto, en algún momento los datos dejaron de ser exactos, ¿por qué? La duda nació cuando vio la foto de su tía y Eduard en el despacho de éste último, hacía apenas unas semanas, dos personas ancianas que a pesar de la edad aún conservaban un punto de rebeldía y de amor en sus miradas, y que hacía que cada vez que repasaba sus notas y releía los capítulos que había escrito sus dudas se incrementaran.
Estaba segura que alguien escondía parte de los hechos porque no quería que se hiciesen públicos, ¿qué razón había para ello?, ¿a quien intentaba proteger? Entonces pensó en su tía, la mujer que permitió que la vapuleasen e injuriasen de manera despiadada y reiterada para permitir que el hombre al que amaba pudiese cumplir sus sueños y ser feliz, la mujer que renunció por amor a sus propias ilusiones. Entonces estuvo segura de que de ésta no obtendría más información que aquella que ya le había querido confiar. Casualmente era el día que Eduard acostumbraba a estar en el bufete, así que volvió al despacho, levantó el auricular, marcó su número y preguntó por él.
–Buenos días Eduard, tenemos que hablar –anunció de forma expeditiva, sin permitir una respuesta negativa cuando oyó su voz al otro lado del auricular.
–Ya te dije que mis puertas estarían siempre abiertas para ti –oyó al otro lado del teléfono, de manera casi defensiva, acusando el tono severo de ella.
–Lo sé, pero esta vez quiero la verdad –volvió a decir tajante, dando a entender que sabía que la habían estado engañando, o simplemente omitiendo parte de la verdad.
–Está bien, pero si no te importa prefiero que nos veamos en mi casa –oyó su voz al fin, después de un largo silencio.
–Allí estaré –contestó después de apuntar la dirección y quedar para el día siguiente.
Llegó a Lleida a media mañana y aparcó delante de la casa, situada en una zona residencial que seguramente fue la más elegante de la ciudad a mitad del siglo anterior, los cuidados jardines que se adivinaban tras las vallas de los edificios, la mayoría de dos plantas, permitían adivinar sin dificultad la buena situación económica de sus moradores.
Llamó al timbre y le abrió una sirvienta que la acompañó hasta una sala abierta al jardín posterior, y que por su luminosidad y mobiliario, seguramente en estos momentos servía de sala de estar y lectura a la vez. Se dirigió hacia los amplios ventanales atraída por el aroma del césped recién cortado, que activó su órgano olfativo, estimulando a la vez el resto de sus sentidos, y mientras se dejaba embriagar, intentando imaginar lo placentero que habría sido ver la vida pasar desde ese lugar idílico un año tras otro, oyó un ruido de pasos a sus espaldas.
–Laura, por un momento mi memoria me jugó una mala pasada, creí volver a ver a tu abuela –dijo apesadumbrado.
–Ni mi abuela ni mi tía habrían tenido cabida en esta casa. Si no me equivoco soy el primer miembro de mi familia que entra aquí, ¿no es cierto? –esperó un momento, dándole tiempo a desmentirla, y viendo que no obtenía respuesta prosiguió–. ¿Sabe?, mientras le esperaba me preguntaba cómo debió ser contemplar la vida pasar desde un lugar tan agradable como éste.
–Sí, seguramente muchas personas envidian la posición que me ha permitido vivir en un lugar tan fantástico, pero eso no quiere decir que haya disfrutado de ello –contestó como si necesitase justificar sus actos, alertado por la pregunta que ella hiciera con anterioridad, ya que estaba seguro que no le iba a resultar fácil evadir las respuestas que ella quería obtener.
–Pues es una pena que tanto sacrificio y tanto dolor no haya servido para nada. Si por lo menos uno de los dos hubiese sido feliz, el otro se habría sentido recompensado por su renuncia –lamentó, dando a entender que consideraba totalmente inútil el acto de generosidad de su tía.
–Laura, no puedes juzgarnos por lo que pasó, ambos fuimos utilizados, y en aquellos difíciles momentos nosotros no éramos lo suficientemente fuertes ni maduros para impedir que nos manipulasen –se justificó, como si necesitase hacerle entender que su vida no había sido mucho más fácil que la de Luisa.
–Sí, pero fue mi tía quien tuvo que soportar el escarnio público día tras día. Tampoco debió de ser nada fácil para mi primo Martín escuchar que su madre era una puta.
–Intenté evitarlo, pero nunca me dejó –se defendió–, aún ahora sigue haciendo lo mismo.
–¿Ahora? –Preguntó asombrada, no porque hiciese mención al presente, sino porque reconociese ante ella que había seguido habiendo comunicación entre ellos– ¿Entonces realmente siguen en contacto?
–Siéntate Laura, creo que es necesario que tengamos una larga conversación –tomó asiento y le señaló la butaca cercana con un gesto–. Alguna vez temimos que nuestros padres o nuestros hijos nos pidiesen explicaciones sobre nuestros actos, pero nunca se nos ocurrió pensar que ahora, a nuestra edad, tú acabarías atando cabos sobre nuestra relación y haciendo preguntas sin permitir que mantuviésemos el secreto.
–Presumo que dos personas que se han querido tanto como vosotros dos no pueden darse la espalda ni dejar de amarse tan fácilmente. ¿Me equivoco? –empezó a tutearlo, invitándolo a hablar, consciente de que el hombre había decidido hacerlo.
Laura abandonó la casa al final de la tarde. Durante su estancia apenas habló, preguntó poco y escuchó mucho, sólo un pequeño descanso durante la comida, que les sirvieron en el jardín, invirtiendo los papeles y siendo Eduard quien preguntaba y Laura quien respondía sobre su trabajo, sus hijos, su relación con Alex. Se dio cuenta de que éste se alegraba sinceramente de que la familia finalmente se hubiese vuelto a unir gracias a los hijos de los que antes se habían separado irremediablemente y esto le dio a entender que seguía sintiendo afecto hacia su familia.
Después de comer llegaron a la parte que a Laura realmente le interesaba, y que durante todo la mañana había estado esperando pacientemente, permitiéndole al hombre imponer su ritmo para argumentar los hechos según su propia visión, ya que antes de comer él se dedicó a explicarle su propia vida; los inicios de su carrera, su entrada en sociedad, el apoyo de su familia política, su correcta relación matrimonial, y sobre todo, la insatisfacción personal y la imposibilidad de ser feliz con todo aquello que había ansiado tener en su juventud.
Se despidieron con un abrazo y una mirada de complicidad, como si el uno y el otro se conocieran de toda la vida, Laura con una idea totalmente cambiada de él, de la imagen preconcebida a través de una información incompleta; Eduard, con la esperanza de que tal vez ella podría ayudarlo en una contienda de la que no había conseguido salir airoso a lo largo de los años.
En vez de regresar a su casa se dirigió hacia Artesa de Segre, su tía, que no la esperaba, se sorprendió al encontrarla en la puerta.
–Laura, qué sorpresa más agradable, no te esperaba –le dijo mientras la besaba.
–Ya lo sé tía, hay muchas cosas que no esperabas de mí.
–No te entiendo –respondió alertada, porque el tono y la mirada condescendiente de su sobrina no le permitía discernir a qué se podía estar refiriendo.
–He pasado el día con Eduard –observó que ella intentaba mantener su rostro imperturbable, y por si necesitaba alguna aclaración continuó–. Con tú Eduard –y acentuó y arrastró el determinante posesivo para darle más fuerza y sonoridad, más que para convertirlo en pronombre personal, como si no quisiese dejar lugar a dudas de a quien se estaba refiriendo.
–¿Te quedarás a dormir? –preguntó con resignación su tía mientras empezaba a caminar por el pasillo, presintiendo que habría mucho de qué hablar.
Llegó a casa a media mañana, con las ideas claras pero la cabeza totalmente embotada ¿Cómo podía ser que las personas se empeñasen en persistir una y otra vez en los mismos errores, aunque con ello se perjudicasen a sí mismos?, ¿acaso asumían y se aferraban a su rol de victimas llegando a disfrutar con ello y negándose a abandonarlo?, ¿o era tal vez el miedo a ceder en sus principios básicos de supervivencia, que les había marcado a lo largo de su existencia aunque fuese como un estigma? Dedicó la mañana a reflexionar sobre todo lo que pasó y escuchó el día anterior, y al final, decidida a cambiar el curso de la historia que un día emprendió, se volvió a sentar frente al ordenador y empezó a escribir nuevamente...
Cuando la madre de Eduard se fue, Luisa siguió sentada sin poderse mover un buen rato, contemplando las cartas sin atreverse a abrirlas, consciente de que si lo hacía su estado sería mucho más vulnerable y su actitud hacia Eduard podría cambiar. Finalmente, sin poderse resistir, y por orden cronológico del matasellos, empezó a abrirlas; entonces sí, después de leer la primera carta de Eduard, porque las suyas no necesitaba leerlas, las devoró una a una sin darse tiempo ni siquiera para analizarlas. No lo necesitaba, todas decían lo mismo, el mensaje en todos sus escritos era repetitivo, aunque no por eso la cansaba; la quería, la necesitaba, notaba tanto su falta que sólo esperaba el día en que ese calvario acabase y pudiesen por fin volver a estar juntos.
Efectivamente no había recibido sus últimas cartas, aquellas en que lo liberaba de cualquier responsabilidad para con ella o con su hijo, por eso había seguido escribiendo, y cada vez sus escritos transmitían más inquietud y sufrimiento; hasta que se cansó de no recibir su respuesta y dejó de hacerlo.
Lo imaginó en su soledad, lleno de dudas, como ella misma lo había estado en aquellos momentos de incertidumbre, esperando una nueva misiva que le trajese un poco de ilusión y esperanza; y su espera vana, la desesperación creciendo cada día un poco más, y la ilusión desapareciendo por momentos, hasta romperlo de dolor –Maldita sea–. Masculló en voz alta, sin saber si se refería a la situación en general o a la madre de Eduard en particular.
Se levantó y se dirigió a su habitación, puso las cartas sobre el tocador y buscó en el fondo de un cajón hasta dar con la tarjeta que él le dejase en su última visita por si algún día necesitaba localizarlo. También él tenía derecho a saber lo que pasó, la situación no cambiaría en absoluto, pero ni el uno ni el otro podían seguir albergando dudas sobre los sentimientos reales del otro en aquellos momentos que tan decisorios fueron tiempo atrás, justificar su comportamiento, eliminar el resentimiento y… tal vez, empezar a olvidar.
Salió temprano de casa, en el primer autobús de la mañana, no quería visitarlo en la oficina y arriesgarse a ser interrogada por una secretaria, hizo guardia toda la mañana junto a la puerta del edificio donde se encontraba su despacho y, por fin, casi a medio día, lo vio aparecer. Su corazón dio un vuelco a distinguir su figura a lo lejos, acelerándose conforme él se acercaba. Miraba hacia adelante, pero estaba tan ensimismado en sus pensamientos que no parecía ver a nadie de su alrededor, su semblante no denotaba la felicidad que debería reflejar un hombre joven y brillante como él, su atuendo elegante de hombre triunfador no conseguía encubrir la tristeza de su mirada vacía.
Salió a su encuentro y se paró cuando aún faltaban unos veinte metros para que sus caminos se cruzasen, pero él seguía mirando al frente sin ver ni reconocer a nadie, sorteando los cuerpos que encontraba a su paso como si sólo fuesen obstáculos que le impedían proseguir su avance, hasta que ella se vio obligada a llamar su atención.
–Eduard –le llamó, recuperando su voz dulce de tanto tiempo atrás, y vio su cara de incredulidad al reconocerla, de alegría primero y de inquietud después.
–Luisa, ¿qué haces tú aquí?, ¿pasa algo? –preguntó preocupado.
–No, tranquilízate, sólo quería hablar contigo.
–Está bien –respondió él más tranquilo–, nunca pensé que te volvería a ver, creí que pasaba algo grave. Ven, vayamos a mi antiguo despacho, desde allí podré llamar a mi secretaria para informarle que me voy a retrasar.
Caminaron el uno al lado del otro, sin atreverse a hablar, hasta llegar a un edificio del casco antiguo de la ciudad. Entraron en el despacho, donde se notaba que hacía tiempo que nadie entraba por el polvo acumulado y las cajas de embalar que se apilaban en los rincones. Eduard la invitó a sentarse mientras hacía la llamada anunciada, y después otra a Clara comunicándole que no iría a comer a casa, una vez hubo colgado el auricular la miró sin dar crédito a sus ojos.
–Aún no puedo creer que te tenga aquí delante, supongo que si te has atrevido a venir debe ser algo muy importante.
Por toda respuesta ella le tendió las cartas, poniéndolas sobre la mesa en dos pilas separadas, las que él había escrito, que ella había abierto y leído, y las de ella que continuaban sin abrir. Él se la quedó mirando sin entender, ella se limitó a coger un abrecartas que había encima de la mesa, y tras abrir la primera, le indicó que empezara a leer. Levantó la mirada varias veces, pero ella no le permitió hablar, y cuando él acababa de leer, ella volvía a abrir otra y le instaba a continuar leyendo. Siguió el ritual hasta que las hubo leído todas, y entonces fue ella la que tomó la palabra.
–Estas otras son las que tú escribiste y que yo no llegué a leer hasta ayer –dijo señalando las otras cartas.
–¿Hasta esto controlaban? –preguntó con amargura.
–Sí, hasta esto –respondió ella con resignación.
–¿Habría cambiado algo si estas cartas hubiesen llegado?
–¿Qué importa eso ahora?, yo sólo quería que tú también lo supieses, para mí ha sido importante saber que nunca nos olvidaste ni nos abandonaste.
–¿Cómo pudiste creer algo así?, ¿de verdad pensabas que os había abandonado? –preguntó con tristeza.
–Quise creerlo Eduard. Era necesario que lo hiciese para reunir las fuerzas necesarias que me permitiesen renunciar a ti.
–Me querías mucho, ¿verdad? –afirmó más que preguntó.
–Sí, más que a mí misma, por eso no te podía perjudicar, necesitaba que lo entendieses y que no me guardases rencor, quería que supieses que yo tampoco te lo guardo a ti.
–¿Me sigues queriendo, verdad? –le preguntó con un hilo de esperanza en su voz.
–Ahora ya no tiene sentido Eduard, nuestro futuro ya está decidido, ¿qué más da?
–Vuelves a no contestar mis preguntas, no permitiré que te escapes una vez más –dijo mientras se acercaba a ella y la obligaba a levantarse para encarar su mirada –lo formularé de otra manera, dime que no me quieres –pidió mientras alzaba su mentón.
Pero Luisa no pudo contestar, primero porque sus ojos se empañaron y su voz la traicionó sin permitirle decir lo que quería decir, aunque no fuese lo que desease; y segundo, porque esos momentos de indecisión permitieron que Eduard entendiese lo que siempre había sospechado aunque ella lo negase.
–Pues me alegro, porque yo también te sigo queriendo, ni un solo día he dejado de pensar en ti –confesó antes de besarla, a pesar de que en un primer momento ella no correspondió aunque tampoco rechazó la caricia–. ¿Vas a seguir haciéndome creer que ya no significo nada para ti? –le volvió a preguntar separándose de ella obligándola nuevamente a mirarlo–. ¿Es por eso por lo que has venido?, ¿para decirme que ya no me amas y que por eso te preocupa que te guarde rencor o que sufra por tu culpa?
–Eduard, todo esto no tiene sentido –intentó zafarse de sus brazos–. Tal vez no debí venir.
–Esto es lo único que tiene sentido –le dijo aferrándola con más fuerza–. Dime que no me quieres y te soltaré.
Pero ni ella pudo decirlo, a pesar de que él esperó paciente mientras desafiaba su mirada, ni él la soltó, sino que al notar que ella relajaba la tensión de su cuerpo la volvió a besar, y esta vez ella sí respondió. Y se besaron y abrazaron como si fuesen los dos jóvenes que se encontraban en la caseta del jardín tanto tiempo atrás, olvidándose por unos momentos de las circunstancias que rodeaban sus vidas, para crear una nueva realidad donde sólo ellos dos existían.
–Eduard, esto no puede ser –dijo Luisa, recuperando la cordura mientras se separaba de él.
–¿Por qué no puede ser?, es lo único que deseamos, ¿crees que te voy a dejar escapar otra vez? –preguntó mientras la volvía a atraer hacia él.
–Pero Eduard, ¿no te das cuenta que ahora la situación aún es peor?
–¿Peor?, ¿por qué?, ahora ya no pueden hacernos nada, ya no tenemos nada que temer, nada puede ser peor que saber que tú también me quieres y que no puedo estar contigo.
–Pero tú estás casado, tienes una buena posición, todo lo que siempre habías deseado.
–Todo lo que yo deseaba para compartirlo contigo, ¿crees que me hace feliz?, ¿sabes lo que es fingir y engañar cada día para no defraudar a los que tienes a tu alrededor? No Luisa, eso no es ser feliz. No me importa lo que pase, yo sólo quiero estar junto a ti.
–¿Y Clara?, le harás daño. ¿Cómo crees que se sentirá ella si la abandonas?
–No le faltará de nada, yo me ocuparé de ella. Desde que asumió que no tendríamos hijos ya no tenemos intimidad, ni yo la busco ni ella la encuentra a faltar; Clara es muy religiosa, para ella el contacto físico sólo tiene sentido si es para procrear, y si no es así casi es como pecar. Estar contigo era como tocar el cielo, estar con ella se convirtió casi en una penitencia. Hace mucho tiempo que nos limitamos a mantener una relación de conveniencia, ella goza de la situación y los privilegios que siempre tuvo y yo me limito a dejarme llevar y hacer lo que todos esperan de mí.
–Eso que dices es muy triste Eduard –reconoció al notar que él hablaba sin ningún tipo de resentimiento ni pasión, como si esa faceta de su vida estuviese realmente muerta.
–Sí, pero yo ya lo había asumido y había aprendido a sobrellevarlo con resignación –confesó rendido–, pero ahora no, sería mucho más desdichado si supiese que tú también me quieres y que seguimos lejos el uno del otro.
–Pero Eduard, perderías todo lo que tienes –protestó.
–No, te equivocas –contestó ilusionado–, conseguiría todo lo que deseo –observó su mirada interrogativa y aclaró–, y lo que más deseo en este mundo está ante mí en este momento.
Luisa levantó sus brazos para rodear su cuello y él la atrajo por la cintura para descansar su cabeza sobre la de ella. Permanecieron un momento así, abrazados, recuperando el contacto del otro, recordando los momentos de dicha que antes habían tenido, hasta que sus bocas se buscaron nuevamente y se olvidaron de todo lo demás, porque sus manos se empezaron a mover con urgencia, intentando reconocer el contorno de los cuerpos que hacía tanto tiempo no sentían entre sus brazos, encendiendo nuevamente el deseo de estar juntos que nunca se había conseguido extinguir.
Eduard la cogió en brazos y se dirigió a la habitación contigua, la antigua sala de espera, donde se conservaban dos sofás y algunas butacas, y tras tenderla en uno de los sofás se arrodilló a su lado.
–Es lo único que puedo ofrecerte de momento –se disculpó mientras cogía una de sus manos y la recorría con sus labios.
–Es más de lo que nunca tuvimos –respondió ella antes de besarlo.
A pesar de hacer tanto tiempo que no estaban juntos, sus cuerpos respondieron como si se hubiesen amado la noche anterior, reconociendo cada uno de los rincones que antes les había pertenecido y que se habían visto obligados a abandonar muy a su pesar. Amándose de nuevo como si el tiempo no hubiese pasado, incrementando su gozo por la dicha de creer que finalmente ellos habían sido más fuertes y habían conseguido ganar.
–Te quiero Luisa, te quiero aún más que antes, porque ahora sé lo que es no tenerte y eso hace que te desee mucho más.
–Yo también te quiero Eduard, tanto que si tuviese que renunciar a ti nuevamente para no hacerte daño, lo haría sin dudar.
–No digas eso –contestó mientras tapaba su boca con los dedos–, no lo digas nunca más –y para evitar que siguiese hablando la volvió a besar.
–¿Qué haremos ahora? –preguntó Luisa mientras acariciaba el pecho desnudo sobre el que estaba recostada.
–Lo primero vestirnos y comer algo, yo tengo hambre, ¿tú no?
–¿Es prudente que nos vean juntos?
–De momento tal vez no, pero tengo una idea, saldré a comprar algo y podemos ir a mi piso de soltero, no se me había ocurrido antes, pero es el contiguo al despacho.
Cuando Eduard volvió, Luisa le estaba esperando en el comedor del piso que él le había enseñado antes de salir, había preparado la mesa con un mantel y los cubiertos que encontró en la cocina. Durante la comida no pararon de hablar entusiasmados, olvidando el pasado y centrándose en el presente, pero sobre todo, haciendo planes para el futuro, una vez más.
Eduard propuso rehabilitar el piso para instalarse cuando abandonase su casa, convirtiéndolo en su nuevo hogar, y si era necesario también el despacho por si se veía obligado a dejar el que ahora ocupaba. Hablaron de Martín, de su futuro, de la alegría que sentiría el niño de poder vivir con sus padres, sintiéndose ellos mismos como si ya fuesen una familia normal.
–Eduard, hagamos las cosas bien esta vez, sabes que mucha gente se sentirá molesta y que volverán a presionarte. Prepáralo todo antes, hemos esperado mucho tiempo, podemos esperar un poco más –dijo Luisa con sensatez, consciente de las dificultades del paso que habían decidido dar.
–Pero yo no quiero esperar más, quiero vivir contigo ya –protestó.
–Estamos hablando sólo de unos meses, Martín tampoco puede abandonar el colegio ahora.
–Es cierto, perdóname cariño. Es tanto mi deseo de recuperarte que me olvido de todo lo demás; pero no quiero estar meses sin volverte a ver, no lo podría soportar.
–Podemos seguir viéndonos, podemos arreglar primero el piso y después el despacho, trasladamos algunos muebles y ya está.
–Me gusta esa idea –respondió con alivio–, ¿y qué muebles podemos trasladar?
–Pues… –dudó mientras miraba a su alrededor–, podemos improvisar un comedor, una pequeña cocina y un dormitorio.
–Huuum… el dormitorio. Tú y yo nunca hemos tenido un dormitorio.
–No, no lo tuvimos pero eso no impidió que fuésemos dichosos mientras hacíamos el amor.
–Pues imagínate cómo sería si nos amásemos en una cama.
–Puedo imaginarlo, pero no creo que lo pudiésemos superar –contestó con seguridad, recordando lo felices que habían sido mientras se amaban a escondidas en la caseta del jardín.
–Yo hay cosas que prefiero no imaginarlas si las puedo comprobar in situ –y viendo su cara de sorpresa, se incorporó y se dirigió a ella con una sonrisa traviesa, cogiéndola en brazos para llevarla hasta la habitación que desde ese momento harían suya.