15

Laura está sentada en la terraza de casa, como siempre que quiere aislarse, sintiendo únicamente la paz que los estímulos visuales que la contemplación de la cercana sierra de Collserola, engalanada con colores primaverales, le provoca; esa sensación de plenitud que la inflama por dentro y a la vez la relaja. Siente fluir su energía y la necesidad de concluir algo que ha empezado, sintiendo que mientras escribe está acompañada. Acompañada por las vivencias y los sentimientos de los personajes que describe, y que no son otros que su propia familia; haciéndolos suyos, comprobando que la inquietud y la necesidad de conocer que sintiese hasta hace poco se va mitigando, como si el desvelar los motivos y las razones que les impulsaron a obrar de una cierta manera diera sentido también a su vida, o por lo menos a sus incógnitas.

No está segura de querer publicar el libro que está escribiendo, lo hace sólo por ella, porque necesitaba conocer el pasado de su familia, entender el porqué de la actitud de su padre, de su abuela, de su tía y de los otros miembros que les acompañaron en sus vivencias. Los trabajos de investigación que ha realizado le han ayudado a comprender muchas cosas, a intuir otras… y a imaginar muchas más.

Intenta entender los sentimientos de su abuela, haciéndolos suyos y sintiéndolos ella también con cada escena que describe, como cuando saborea el té con crema de leche que ahora está bebiendo, lo mismo que ella lo saboreó tanto tiempo atrás, sintiendo que ahora ésta le pertenece, que forma parte de su vida, de sus costumbres y de sus hábitos. Dando otro sentido a cualquier acto que realiza, como saborear su taza de té, que ya no sólo es una práctica sencilla y placentera, sino que ha adquirido otro significado, dándole otra dimensión al deleite ahora consciente, aportándole una plenitud que no había sentido nunca antes mientras bebiera.

Deja la taza sobre la mesa y se pregunta cómo puede ser, que sin saberlo, tuviesen gustos tan similares, obviamente su parecido físico era pura herencia genética; pero sus preferencias alimenticias u otros hábitos y costumbres, sólo pueden adquirirse con la convivencia diaria, y ellas nunca convivieron, es más, apenas se conocieron. Se pregunta si aun en la distancia su abuela habría sido capaz de influir en ella, tan parecidas físicamente, de caracteres tan similares y tan diferentes en las vivencias que la vida les tenía reservadas.

Desvía la mirada hacia el montón de folios sueltos que se encuentran sobre la mesa, ha vuelto a imprimir los capítulos que lleva escritos después de corregirlos, ha tenido que modificar algunas cosas, preguntándose si ha sido del todo objetiva en sus apreciaciones. Igual que se pregunta cada vez que visita a sus tías, y repara en algunas de las casas que fueron del abuelo de Alex, o se encuentra con las personas que en su momento tuvieron algo que ver con su familia, si las estará juzgando imparcialmente. Después de todo no le corresponde a ella juzgarlos, indudablemente cada cual encerraba su verdad, su propia historia, y las razones que les obligaron a comportarse de una determinada manera. Seguramente a más de uno le costó cargar cada día con el peso de su conciencia, y posiblemente la muerte fue lo único que consiguió liberarlos de sus remordimientos.

Recoge las hojas con ánimo de empezar a leer una vez más, intentando ser ecuánime en sus observaciones, dispuesta a no dejarse invadir por el estado anímico de los personajes, aunque estos sean su propia familia; pero es tan difícil, ha tenido que cambiar tantas cosas, sólo una permanece invariable, el título: ESTEL, AMOR Y MISERIA.

Se ha cogido el día libre para dedicarlo a acabar la corrección, una vez concluido lo encuadernará y se lo dará a Alex para que lo pueda leer en el avión en su próximo viaje a Brasil, a final de la semana próxima. Le consta, aunque él no le dice nada, que le gustaría saber de sus avances, sólo al principio leyó los primeros capítulos; después, cuando estaba en Natal, su interés disminuía como si la distancia le alejase también de su propia realidad. O tal vez no, tal vez él no tenga la misma necesidad de saber qué había pasado tiempo atrás con su familia; después de todo él se había criado con la abuela, había tenido la oportunidad de conocerla, de amarla e idolatrarla según se percibía en sus palabras cada vez que hablaba de ella.

Ese fin de semana, el último que pasarán juntos, quiere darle una sorpresa: ha alquilado Mas d’en Bosch para ellos solos, no se lo ha dicho a pesar de que él ha intentado averiguar cual era el regalo que ella le había prometido antes de su marcha. Quiere empaparse de la esencia del lugar donde su padre vivió cuando era un niño, intentar entender porqué su atormentada mente infantil le obligó a comportarse de esa manera.

Sabe que ahora el entorno es muy diferente, pero no le importa, necesita pasar allí una noche, como si esperase que los espectros del pasado apareciesen en forma de quimeras, dotándola de la clarividencia que la haría comprender finalmente todo aquello que hasta ahora sólo había permanecido en su imaginación; las cosas que intuía y que había ido percibiendo conforme avanzaba en su búsqueda, cada vez que hablaba con su tía, su padre u otras personas que les acompañaron a lo largo de su vida.

Antes de dirigirse a la Baronía de Rialb harán un alto en el camino deteniéndose en Lleida, no le costó localizar el despacho de abogados donde ejerció durante tanto tiempo el antiguo novio de su tía. El bufete aún llevaba su nombre, posiblemente porque su hijo y su nieto, ambos del mismo nombre, también se dedican a la abogacía. Sonríe al pensar en ello, es normal en las familias que no vieron truncados sus destinos, los hijos prosiguen la historia familiar, y también los hijos de sus hijos, perpetuando e incrementando de esta manera el abolengo de aquellos que lo tuvieron.

¿Habría sido su primo abogado si su padre lo hubiese reconocido cuando éste nació?, ¿cómo le habría afectado a su tía haberse podido casar con el hombre del que se había enamorado cuando aún era una niña? Demasiadas preguntas para las que no tenía respuesta en ese momento, pero esas incógnitas estaban a punto de ser desveladas. Había quedado con Eduard… Eduard –piensa con dulzura al recordar el nombre–, la misma dulzura que su tía imprime a su voz cada vez que lo nombra, como si no hubiese rechazo o rencor, sino aceptación y resignación ante unos hechos inevitables en su momento.

Cuando llamó al bufete, la secretaria le pasó con su nieto, un hombre que por su voz aparentaba ser algo más joven que ella. Después de hablar con él unos momentos e indicarle que buscaba a un hombre de más de setenta años, éste le dijo que era su abuelo y que sólo venía un día a la semana por el despacho, más por entretenerse que por la necesidad de trabajar. Laura no quiso dejar ningún recado, como si temiese que él no se atreviera a contestarle al reconocer su apellido, prefirió llamarle el día en que sabía que le podía encontrar y hablar personalmente con él.

Realmente el hombre no consideró una coincidencia el que la persona que se encontraba al otro lado del teléfono tuviese el mismo apellido que la mujer de la que había estado enamorado hacía más de cincuenta años, es más, Laura tuvo la impresión que deseaba que ella le llamase. Accedió a quedar para el sábado siguiente a media mañana, sin poner ninguna objeción para reunirse con ella. Se habían citado en el despacho, como si fuesen a hablar de algún tema legal, aunque ambos sabían que no era así y que seguramente ése era el entorno que él necesitaba para sentirse protegido y seguro.

Llegaron hacia las once de la mañana, y después de estacionar el coche, mientras esperaban en la puerta para que les abriesen, Alex, perplejo, miraba la placa mientras intentaba discernir qué les esperaba tras la puerta. Laura había sido muy hermética con respecto a este fin de semana, cada vez que le preguntaba ella respondía con evasivas, alegando que era una sorpresa. Así que cuando se encontró ante el anciano de pelo blanco que les invitaba a pasar, aún se sintió más confundido.

–Eres Laura, ¿verdad? –confirmó más que preguntó.

–Sí, soy la sobrina de Luisa Sanz –aclaró Laura.

–No me cabe la menor duda, creo que te habría reconocido aunque te hubiese visto por la calle, eres idéntica a tu abuela, es así como yo la recuerdo.

–¿Conocía usted a nuestra abuela? –preguntó Alex atónito.

–Sí, aunque abandoné el pueblo hace mucho tiempo, pero ver a su nieta me la ha recordado como si ese tiempo no hubiese transcurrido. Lástima que no se pueda volver atrás.

Les precedió a través del pasillo hasta un despacho amplio y bien iluminado por altos ventanales, que contrastaba con las instalaciones modernas por donde habían pasado. Los muebles, incluidos los sillones y el sofá donde tomaron asiento, aunque perfectamente conservados, parecían tener más de cuarenta años. Quedando patente que el hombre se sentía cómodo en ese lugar, rodeado por enseres de otra época, como si hubiese querido quedar anclado en ella, como si quisiese negarse al paso del tiempo no permitiendo que la modernidad se impusiese en su universo particular.

Estuvieron hablando más de dos horas, o mejor dicho, él habló y ellos escucharon. Cuando Laura necesitaba alguna aclaración o requería más información, él no sólo no se sentía molesto, sino que accedía a contestar a sus preguntas como si para él fuese una liberación. Así se enteraron de que su mujer había muerto hacía unos años, momento en el que él aprovechó para jubilarse. Su hijo y su nieto llevaban ahora el bufete, él venía de vez en cuando, pero su presencia sólo era simbólica y le ayudaba a mantenerse ocupado.

Alex escuchaba atentamente, nunca habría creído que alguien fuese capaz de compartir su vida con unos extraños, sobre todo cuando les explicó cosas tan íntimas como que su mujer no había podido tener hijos, y que durante mucho tiempo esto la mantuvo sumida en una gran depresión; hasta que adoptaron un niño y ella encontró una razón para volver a sonreír.

El hombre se ausentó un momento para ir al baño y Laura aprovechó para mirar por los amplios ventanales, sin embargo se detuvo antes de llegar, atraída por el guardapapeles de piel antigua que presidía el centro de la mesa, paseó sus dedos por encima, como si acariciase la carpeta, Alex vio como levantaba la tapa y fijaba su mirada, que perpleja quedaba atrapada en algo que se encontraba en su interior. Oyeron los pasos del hombre que se aproximaban nuevamente a la habitación, y ésta volvió a ocupar su lugar rápidamente.

Alex observaba a Laura que permanecía absorta, como si se hubiese desconectado completamente de la conversación y se mantuviese ensimismada en sus propios pensamientos. Eduard, que a pesar de la edad se mantenía totalmente lúcido y era un buen orador, también observó el cambio que se había producido en ella y decidió dar por acabada la reunión, no sin antes invitarles a volver cuando quisieran.

–¿Qué pasa cariño, has visto un fantasma? le preguntó con cierta preocupación cuando estuvieron en la calle.

–No, no exactamente –contestó ella mientras fijaba su mirada en las ventanas del piso superior, dirigiendo una sonrisa enigmática y de complicidad a un posible observador.

–¿Y era ésta tu sorpresa?

–Ni mucho menos –contestó ella divertida, volviendo a su talante habitual–, la sorpresa viene ahora.

Emprendieron el camino dirección a Balaguer y Alex pensó que se dirigían a visitar a su familia, sin acabar de entender porqué Laura se había empeñado en llevar su coche y conducir ella, pues siempre que iban a Artesa de Segre era él quien conducía. Más se sorprendido aún cuando atravesaron el pueblo sin pararse a saludarles siquiera, intentó indagar cual era su destino, pero ella continuó sin hacer ningún comentario que le ayudase a desvelar la incógnita.

Siguieron en dirección a Ponts, y cuando recorrieron los catorce kilómetros de estrecha carretera que separaban ambas poblaciones, ella siguió conduciendo segura mientras ascendían por la montaña, como si hubiese hecho ese trayecto infinidad de veces. Aún recorrieron unos nueve kilómetros más antes de que ella se desviase a la derecha, cogiendo una carretera perimetral que bordeaba el embalse de Rialb.

Alex nunca había estado en ese lugar, y a pesar de que las imágenes del paisaje lo cautivaron, conforme avanzaban creyó entender cual era su destino, dejando de prestar atención al panorama que desfilaba a su alrededor, para intentar localizar la casa donde sabía que se había criado el padre de Laura. Observó su rostro radiante al girar en una curva y señalarle un cerro coronado por una masía de piedra, entendió que para ella era importante encontrarse en ese lugar y que sin duda lo quería compartir con él. Posó una mano en su rodilla y la presionó con delicadeza, manteniendo el contacto hasta que ella paró el coche en lo que antiguamente debió ser la era, y salió del vehículo para detenerse unos metros más allá mientras observaba el embalse que se extendía a sus pies.

–¿Era ésta tu sorpresa? –le susurró al oído mientras abrazaba su cintura por detrás, acoplando su cuerpo con delicadeza al de ella, dejando reposar la barbilla encima de su hombro.

–Sí –contestó mientras sujetaba sus brazos con fuerza–, ¿no es maravilloso estar aquí?

–Cariño, para mí cualquier lugar es maravilloso si estoy junto a ti.

–Sí, pero este es un lugar especial –contestó mientras se giraba para encararlo–, quería compartirlo contigo.

Por toda respuesta, él, que también había empezado a sentirse invadido por extrañas emociones, transportado a otra época, o a un momento intemporal donde sólo ellos dos existían, la atrajo hacia él para besarla. Disfrutando de ese momento único donde ningún sonido distraía su atención, sólo ellos, ninguna otra construcción que atrajese su mirada, ningún ruido que alertase sus sentidos, ningún olor que influenciase sus pituitarias.

Permanecieron un rato sentados en un banco, intentando abarcar con su mirada algo más de lo que sus ojos les mostraba, la dirección del viento, la quietud y el color del agua embalsada. Impregnándose con la serenidad que la simple contemplación les aportaba, sin atreverse a hablar para no profanar el silencio donde sólo los sonidos de la naturaleza tenían eco. Hasta que un pájaro se paró sobre una piedra para observarlos con curiosidad, como si quisiese recordarles que el tiempo no se había detenido y que había vida a su alrededor. Fue Alex quien rompió el silencio, intrigado aún por el cambio de actitud que Laura había adoptado en el despacho de abogados.

–¿Me vas a explicar ahora qué es lo que te ha pasado cuando estábamos hablando con Eduard?

–Digamos que de golpe todo dejó de tener sentido, la información que recibía iba complementando la que yo ya tenía, todo encajaba perfectamente; pero algo dio un giro total rompiendo mis esquemas, necesitaba reflexionar antes de volver a hacer más preguntas –contestó como si aún ahora necesitase analizar y valorar todo lo que esa mañana había oído… y visto.

–Y de todo lo que te dijo, ¿qué es lo que no encajaba?, yo no oí nada raro.

–No es lo que escuché, sino lo que vi –contestó, mirándolo con la misma expresión de perplejidad que él recordara de horas antes, mientras ella permanecía paralizada junto al escritorio del abogado.

–¿Qué es lo que viste?, ya me di cuenta que tu semblante cambiaba.

–No te lo vas a creer –guardó silencio unos momentos, como si ella misma aún estuviese dudando de lo que había visto– En la carpeta había una foto de la tía y de él juntos.

–Bueno, pero eso no es extraño. Quiere decir que también él sigue pensando en tía Luisa. Y si como tú crees, la tía sigue enamorada de él, ésta es una buena noticia.

–Sí, debería serlo, pero es que no consigo entenderlo –volvió a contestar confusa.

–¿Qué es lo que no entiendes? Muchas personas idealizan sus amores de juventud, y se siguen manteniendo aferrados a una imagen inexistente, porque el paso del tiempo la borró aunque ellos no sean conscientes.

–Alex, la foto no era de su juventud… la foto es reciente.

–¿Qué quieres decir con que la foto es reciente? –preguntó él, contagiándose de su confusión.

–Pues que es una foto de ellos dos, pero en edad adulta –y como veía que él la miraba cada vez más confundido, aclaró–. No creo que la foto tenga demasiados años, la tía está prácticamente igual que en estos momentos.

–Pero eso es imposible cariño, debe ser una casualidad, muchas personas se parecen, por ejemplo: la abuela y tú sois idénticas –argumentó, intentando encontrar un sentido a lo que ella decía.

–Yo sé lo que he visto, y aunque ahora no lo tenga, conseguiré encontrar su sentido.

–Testaruda –dijo antes de besarla para acabar una discusión que no tenía mucho sentido.

Entraron en la casa, y tras dejar los alimentos sobre la mesa de la primera cocina que vieron, donde para su sorpresa encontraron un surtido de embutidos típicos de la tierra, se dedicaron a mirar todas las habitaciones para elegir la que más les gustaba, ya tendrían tiempo de examinar el resto de las estancias en otro momento –pensó Laura–, ahora más que nunca necesitaba analizar cualquier dato, mantener su mente abierta a cualquier posibilidad por extraña que ésta pudiese parecer. Estaba claro que en el puzzle de su familia, que con tanto ahínco e ilusión había empezado a recomponer hacía poco, ahora había aparecido una pieza que no conseguía encajar, posiblemente porque la imagen que ella se había formado ya estaba preconcebida. ¿Cuántas sorpresas la esperaban aún? ¿Cuántas incógnitas debería desvelar para tener la seguridad de ser fiel a los hechos?

Pero ya tendría tiempo de pensar en ello en otro momento. Estaba en la casa donde su padre vivió de niño, donde engendró el odio y el resentimiento que lo separó de su madre durante casi toda su vida y que les marcó a todos para siempre, incluso a ella misma; porque al huir del entorno familiar, su padre también la había apartado a ella de su familia.

Decidieron dejar la maleta en una habitación presidida por una gran cama de matrimonio apoyada sobre una pared de piedra, con vistas al embalse y vigas de madera. Era hora de comer, y aunque no tenían mucho apetito, era necesario organizarse para aprovechar las pocas horas de luz natural que quedaban y examinar los alrededores mientras aún fuese de día. Encendieron la chimenea del salón, y como no querían perder tiempo, prepararon una ensalada y un poco de pan con tomate, acompañado de los embutidos que habían encontrado en la cocina.

Mientras comían no dejaban de mirar a su alrededor, por la ventana donde se contemplaba el embalse que sesenta años antes, cuando su padre había vivido allí, no existía. Intentando hacerse una composición del lugar, en tiempo pasado, por todos los elementos que la restauración había respetado, preguntándose cómo sería el resto de la Masía que aún no habían explorado.

Volvieron a salir a la calle para visitar la capilla, la era, el pajar, las cuadras, el horno presidido por la artesa donde se debió amasar el pan que les abastecería para toda la semana, la bodega con los grandes toneles, que seguramente se habían tenido que montar dentro, porque sus dimensiones no permitían que pasasen por la estrecha puerta de piedra.

Laura intentaba impregnarse de las imágenes, de los olores, de los sonidos, intentando reconocer la presencia de su padre cuando aún era un niño en las estancias que recorrían, aunque supiese que ya nada quedaba de aquellos momentos, había pasado demasiado tiempo, demasiadas personas, demasiadas lágrimas y tragedias. Desgraciadamente, sólo una cosa perduraba, el rencor que hacia su madre había ido engendrando cuando aún era una criatura y no podía entender el dolor que ella sintió cuando tuvo que separarse de él para poder sobrevivir.

Se sentaron cogidos de la mano en lo alto del cerro, el montículo desde donde se divisaba el camino que su abuela recorriera a pie cada domingo para ver a su hijo, hiciese frío o calor, sabiendo que no tendría el recibimiento que ella deseaba, con el corazón encogido, pero con la necesidad y el deseo de volverlo a abrazar, aunque él no correspondiera a su abrazo, e intentaban imaginarse la escena que tantas veces habían escuchado, el uno de labios de su abuela y la otra de su tía, como si esperasen ver aparecer en el recodo del camino la figura de su abuela, que les saludaría agitando el brazo en cualquier momento.

Laura, imaginando la escena, no pudo reprimir que las lágrimas aflorasen a sus ojos y que un escalofrío recorriera su cuerpo, se recostó en el pecho de Alex que la abrazó protector, intentando cubrirla creyendo que su temblor era causado por el frío.

–Vamos dentro cariño, empieza a hacer frío.

–Sí, será mejor que entremos, si no acabaré viendo fantasmas.

Una vez dentro, y después de avivar el fuego, se decidieron a recorrer las estancias que aún no conocían. Algunas habitaciones conservaban las antiguas vigas de madera, otras tenían los techos abovedados y grandes muros de piedra, las escaleras empinadas y de altos peldaños, como si en generaciones anteriores las personas hubiesen tenido las extremidades más largas.

La cámara en la parte más alta y ventilada, con los grandes arcos bajo el tejado que permitieron seguramente secar el grano y la matanza. Laura miraba la estancia ahora vacía e imaginaba los techos llenos de mazorcas colgadas, melones, tomates y toda clase de productos de la rica huerta de la que siempre había presumido la masía. También de los jamones, tocinos, chorizos, longanizas… Pensó en su padre y en lo que debía de haber sentido cuando llegó a ese lugar repleto de alimentos, él que venía de pasar hambre y privaciones, pero en vez de sentirse afortunado simplemente se sintió abandonado.

–Volvamos abajo –dijo apesadumbrada, cogiendo de la mano a Alex y dirigiéndose hacia la puerta.

–¿Estás segura que ha sido buena idea venir aquí? –le preguntó observando la tristeza que la invadía.

–Sí cariño, estoy segura –contestó mientras empezaban a descender–. Necesitaba verlo con mis propios ojos. Tú puedes imaginar cómo fue la vida de tu padre de pequeño, porque sigue en la casa donde nació y tienes fotografías que te lo recuerdan, pero yo no tengo nada.

–Sí, es cierto, tal vez tú das importancia a cosas que yo no aprecio porque las he tenido siempre –reconoció mientras ella se sentaba en el sofá y él añadía unos troncos a la chimenea.

–Además, sólo por ver esta panorámica valía la pena venir.

–¿Qué panorámica? –preguntó sin entender, mientras giraba la cabeza para sorprenderla con la mirada perdida en sus glúteos que él exhibía mientras alimentaba el fuego–. ¿Qué estás mirando? –se incorporó mientras la amenazaba con las tenazas.

–Ummm, la cena –respondió sugestiva.

–Ah sí, y, ¿tienes mucho apetito? –preguntó mientras se le acercaba.

–Tú no sabes el hambre y los instintos primitivos que en mí despierta la proximidad de un fuego.

–¿Más que a mí el mar? –quiso saber él, porque ella siempre le había dicho que cuando hacían el amor en el barco él se comportaba de una manera especial.

–Mucho masss –contestó con voz silbante mientras daba unas palmaditas al sofá, invitándole a sentarse a su lado.

–Ohhh, esto se empieza a poner interesante… –dijo mientras se sentaba sin poder acabar de hablar, porque ella le tapó la boca con sus labios, poniendo un ímpetu en ello que Alex no recordaba.

Hacía tanto tiempo que Laura no estaba delante de una chimenea, que casi no recordaba los efectos que en ella producía el calor del fuego. La excitación de ver reflejado el color de las llamas en el cuerpo desnudo del ser amado, el placer de reseguir las sombras de su movimiento danzarín con sus propios dedos, la necesidad de encenderse ella misma hasta arder completamente.

La noche había caído y la única claridad era la del fuego, que se extendía en forma de sombras claro oscuras y ondulantes que se alzaban hacia el techo, abrazándolos en el calor de su regazo. Laura notó los dedos de Alex que la empezaban a desvestir lentamente, acariciando con sus labios la piel que iba quedando desnuda, pero su estado de excitación no le permitía saborear los preámbulos que otras veces tanto apreciaba.

De un tirón se sacó por la cabeza la ropa que llevaba puesta, y mirando a Alex que la observaba sorprendido casi le arrancó su ropa también. Pasado el desconcierto inicial éste también se sumó a la urgencia que ella le solicitaba, y cuando sintió los dientes de ella sobre su cuello, con más fuerza de lo habitual, lejos de sentirse dolorido, sintió despertar una oleada desenfrenada de placer y deseo que lo invadió de manera fulminante.

Respondió a sus caricias con la misma contundencia, mordió cuando ella mordía, sometía cuando ella intentaba someterlo, dejándose llevar por el ritmo que ella había impuesto y que al parecer no era otro que gozar sin continencia, olvidado de las caricias dulces y tiernas para atraerla con fuerza por la cintura, mientras ella se movía a un ritmo frenético cuando se sentó encima de él después de envainarlo. Sujetándole con fuerza sus manos por encima de la cabeza cuando sintió la necesidad primitiva de ser él quien dominase, tendiéndola sobre el sofá y embistiendo con fuerza cuando sintió sus piernas rodearle los muslos, y acoplarse a sus movimientos enardecidos de una manera también frenética. Hasta que la sintió gemir con más fuerza de lo habitual y se contagió de su clamor, desatándose él también en un concierto jadeante, sin escamotear ningún sonido, sabedor de que nadie podía oír sus gritos, hasta caer encima de ella totalmente desfallecido.

–Nunca te había oído gritar así –escuchó la voz de Laura en la lejanía, indicándole que se había quedado amodorrado.

–Yo tampoco a ti, pero me gusta oírte gritar sin control, no conocía esta faceta tuya, desata mi parte más salvaje –respondió mientras mordisqueaba su oreja.

–Cromañón.

–¿Cromañón?, te recuerdo que has sido tú quien ha empezado, debo llevar tus dientes marcados por todo el cuerpo –se queja.

–Pobrecito, ¿dónde te duele?

–Aquí –responde él, señalando la parte del cuello donde ella asestó su primer mordisco en plena excitación, y que más que lastimarlo consiguió excitarlo de una manera descontrolada.

Laura pasea con delicadeza sus labios por la zona señalada, donde efectivamente se aprecia un leve color rojizo, y él, aprovechando la disposición de ella sigue señalando zonas donde ella no recuerda haber mordido, aunque fue tal su arrebato que no consigue recordar demasiado más allá de la enajenación que la llevó a la necesidad de poseerlo, y el deseo de ser poseída por él de manera animal y casi salvaje.

Observa que Alex vuelve a comportarse como siempre, y que cuando nota que su estado de excitación es latente, cambia de situación para ser él quien cubra su cuerpo de caricias, siente sus labios jugar con su cuello mientras sus dedos acarician la parte superior de sus senos, despertándolos y preparándolos para recibir después la succión de su boca. Siente sus dedos descender por su abdomen hasta llegar a su pubis, que ahora se ha acostumbrado a llevar rasurado, y donde se detiene trazando dibujos imaginarios porque sabe que ahora esa zona es más sensible, el placer más intenso y, por lo tanto, también las expectativas que genera.

Nota sus dedos descender suavemente por la parte externa de sus muslos, pararse a la altura de las rodillas y entretenerse en las corvas, mirándola a los ojos para observar sus gestos y la contracción involuntaria de sus labios cada vez que una oleada de placer la recorre. Le gusta observar los cambios que la excitación produce en ella, lo enciende y lo anima a seguir ascendiendo por la parte interior, notando como ella entreabre las piernas para facilitarle el roce de sus dedos, ofreciéndole sus zonas más íntimas.

Empieza a masajear su vulva, totalmente húmeda sin saber qué parte de fluidos le corresponden a él mismo, porque recuerda que horas antes se había desbordado dentro de ella, y el recordar el frenesí de esos momentos le hace sentir el deseo de recorrer esa zona con su boca. Aprecia el sabor levemente ácido de su propio semen mientras lo acaricia, y cómo ella arquea su cuerpo al sentir el contacto de sus labios para acercarse más a él, pasea su lengua por el clítoris hasta que la oye empezar a emitir los sonidos familiares que le indican que está en un momento álgido de excitación, empieza a succionar con los labios mientras con la lengua acaricia el glande totalmente hinchado, recuerda el placer que él siente cuando ella le regala esa caricia e intenta imitarla en sus movimientos, animado por el jadeo de ella, que va aumentando en intensidad e incrementa también su excitación y su necesidad de penetrarla. Sabe que sus orgasmos son mucho más intensos si sigue estimulando esa parte de su cuerpo, pero ya no puede retrasar por más tiempo su necesidad de estar dentro de ella.

La coge por la cintura y la ayuda a girarse hasta tener sus glúteos expuestos a su vista, una imagen que nunca se cansaría de ver, se coloca detrás de ella y la atrae con suavidad hasta perderse en su cuerpo caliente y húmedo, aunque antes de empezar a moverse acompaña su mano hasta sus genitales para que ella misma se siga estimulando, y cuando oye que ella empieza a gemir nuevamente, recobrando el ritmo antes marcado y el nivel de excitación que sigue incrementándose, empieza a moverse él también, ocupado ahora en su propio placer, porque sabe que ella no tardará demasiado en llegar a su momento más álgido, y que cuando sienta sus contracciones presionándolo, también él se precipitará en su orgasmo.

Nota su respiración mucho más agitada, indicándole que el momento ya está cerca y eso lo altera a él también, recuerda la excitación salvaje que sintió al oírla gritar horas antes y desea volverla a oír, volver a sentir ese deseo primitivo y animal de posesión y dominio.

–Quiero oírte gritar –ordena con voz alterada.

–Me gusta que me hagas gritar de placer –responde elevando su voz entrecortada, alternando las sílabas con los sonidos guturales que ahora no reprime.

–Más, quiero oír cómo te deshaces de placer.

–No voy a aguantar mucho más cariño –grita mientras deja de estimularse porque sabe que si continúa haciéndolo acabará derritiéndose en unos segundos.

–Más, grita más –la anima él gritando también, contagiado por sus gemidos entrecortados que aumentan su excitación y lo obligan a incrementar el ritmo de sus embestidas, hasta que oye como sus alaridos de placer decrecen, inversamente a los espasmos de su vagina que le rodean y le aprisionan; se queda quieto, con los ojos cerrados, concentrado sólo en sentir esos movimientos que constriñen la parte más sensible de su cuerpo, obligándolo a abandonar su contención para eyacular instantes después.

–No sabía que fuese tan buena la vida en el campo –susurra en la oreja de Laura mientras se deja caer encima de ella, notando como el sudor de su pecho se mezcla con el de la espalda de ella.

–¿A qué te refieres exactamente? –pregunta ella riendo.

–A poder gritar sin contención ni miedo a ser oído por nadie.

–Cariño, si había alguien cerca debe de haber salido huyendo – responde, después de soltar una sonora carcajada.

–Más grita más –susurra de manera sensual en su oreja, riendo mientras recordaba ese momento desenfrenado.

–Bárbaro.

–Pero, ¿a que te gusta? –pregunta mientras la libera de su peso y se tiende a su lado, encarándola para mirar sus ojos mientras espera su respuesta.

–Me encanta.

Hace rato que siente los dedos de él recorrer su espalda, Alex piensa que sigue dormida, pero se despertó antes que él, lo sabe porque siente su respiración acompasada detrás de ella, sus brazos protectores rodeándola, uno por el cuello y otro por la cintura, hasta que sintió como retiraba una de sus manos y empezó a acariciar su espalda: arriba y abajo, de manera acompasada, interrumpido solamente para depositar sus labios como una ventosa, suave, levemente; y volver a repetir los dibujos arabescos sobre su piel.

Es tan agradable la caricia que no quiere que pare, por eso no le dice nada, pero el fuego se está apagando y no puede prorrogar mucho más esa situación, alargar la sensación de plenitud en que se encuentra, no sólo física, sino mental también; esa placidez y sosiego que siempre siente cuando está con él. Lo pensaba mientras veía las llamas alzarse, y su sombra elevarse hasta las vigas de madera, las mismas vigas que un día cobijaron a su padre, y bajo las cuales él debió sentir un estado anímico totalmente diferente al suyo.

–Hola –dice al fin.

–Hola cariño –contesta mientras la vuelve a abrazar–. No te muevas, se está tan bien así.

–Hace rato que lo pensaba –asiente mientras se acomoda más al cuerpo de él.

–¿Hace rato que estás despierta?, ¿por qué no me lo decías?

–Estaba pensando.

–¿Pensabas?, ¿y qué pensabas?

–Pensaba en lo feliz que somos nosotros, y lo desdichado que debió de ser mi padre bajo este mismo techo.

–No pienses en ello cariño, tú no puedes hacer nada por cambiar el pasado.

–Ya lo sé, me alegro de ser libre de poder decidir cómo y con quién quiero vivir mi vida, nunca lo había valorado tanto, ahora entiendo las palabras de la abuela.

–¿Qué palabras? –pregunta incorporándose, porque sabe que desde que ella empezó a investigar sobre su familia a veces parece estar sugestionada.

–Un día, cuando yo era muy jovencita, me dijo que aprovechase cada momento, que fuese feliz y disfrutase por encima de todo, porque la vida da muchas vueltas y en un instante te puede arrebatar todo lo que te ha dado antes.

–Está claro que sabía de lo que hablaba –le contesta él mientras besa su espalda, entonando las palabras con adoración, como siempre que se refería a su abuela.