Niképhoros se ha marchado hacia alta mar a nado. Esta noche celebraremos su funeral en el bar. Vendrá un pope, y todos llevaremos algo de comer y beberemos hasta las tantas.
Se fumó varios porros de crack con Brian, el marinero del Dark Moon. Estaban sentados en la escollera. El sol se ponía a sus espaldas. Niképhoros aplastó el cigarrillo entre los dedos y se volvió hacia Brian.
—Estoy cansado —le dijo—. Creo que estoy demasiado cansado. Me voy. Vuelvo a casa.
Y se dejó caer al agua. Brian no pudo retenerlo. Niképhoros echó a nadar en línea recta hacia el horizonte. Brian se zambulló para alcanzarlo, trató de traerlo de vuelta.
—Déjame —le dijo Niképhoros—. Si de verdad eres mi amigo, déjame.
Y Brian lo dejó marchar. El cabello pelirrojo le pende alrededor del rostro descompuesto, aturdido. Lleva tres días bebiendo y no quiere volver a subir a bordo del Dark Moon. Grita y llora y vocifera.
Ryan, el hombre cansado que un día de verano estaba encarnando en su deteriorado barco mientras los Beatles cantaban «Llévame a navegar lejos…», me rescató cuando salía del bar.
—¿Adónde vas?
Había bebido demasiado y estaba en el borde del muelle mirando el agua oscura, preguntándome si Niképhoros habría vuelto a casa o seguiría nadando.
—No lo sé —respondí—. Tengo miedo de volver al Lively June. Quizá debería tratar de buscar a Niképhoros…
Entonces me cogió de la mano.
—Ven —me dijo—. Estás cansada.
Mientras recorríamos el pantalán le solté la mano. Un pájaro salió volando del mástil del Destiny cuando el hombre salvó la amurada. El rumor de alas me hizo estremecer. Ryan me tendió el brazo. Lo seguí. La cabina estaba oscura y sucia. La radio se oía en sordina. Inmóvil en la oscuridad, vacilé.
—Quítate las botas…
Ryan me acostó suavemente en el colchón atestado de ropa vieja y me puso su saco de dormir por encima. Se desvistió y se tumbó a mi lado. El corazón me palpitaba con mucha fuerza. Me dio miedo morir sola, como una rata, agazapada en el hueco de una litera fría. Oí partir el Arnie en medio de la noche, el ferry llamándome. Me abracé al hombre. En la oscuridad puse las manos en su rostro ajado. Tenía el pecho suave, sedoso, el vello rubio brillaba en la penumbra. No me tocó.
—Duerme —me dijo.
Le cogí la mano. Después se dio la vuelta y yo también me di la vuelta contra la espalda recia. Me aferré a él con fuerza, con las piernas flexionadas en la oquedad de las suyas, ciñendo su cuerpo grueso. Algo cayó en cubierta. Volvía a levantarse viento.
—Está soplando bastante —murmuré—, ¿crees que le molestará? ¿Crees que habrá llegado a su casa?
—¿Quién?
—Niképhoros —susurré.
—Todo va bien —me dijo—. Simplemente no prestes atención al viento.
Se dio la vuelta, me puso un brazo por encima cubriéndome la oreja con la mano. Yo gimoteaba. La litera resultaba demasiado estrecha para los dos. Él me aplastaba un poco, y estaba asfixiada de calor.
—Ryan, perdona que te vuelva a despertar… —le dije con voz tímida—. Siento el estómago pesado… Creo que me van a dar náuseas.
—¿No irás a vomitar aquí?
—No, claro que no.
—Sal entonces. Te metes dos dedos en la garganta y vomitas por la borda.
Me incorporé y, sentada en el filo de la litera, sumida en un leve sopor, dejé errar la mirada. Qué bonita resultaba la luz de la dársena a través del viejo portillo de madera cochambrosa. Me sentí muy sola. Me levanté y busqué mis botas a tientas en la oscuridad.
Fui hasta la punta del muelle. Los pies me colgaban por encima del agua negra. Me los mojé para refrescarme. Unas gaviotas formaban manchas pálidas en la escollera. ¿Dormían? Pensé en el gran marinero. En el mundo vacío y en nosotros dentro de él. «Nothing, nobody, nowhere…», murmuré. Pero yo sí que estaba en medio de él, viviendo aún, siempre viviendo. Y con intensidad, con tanta intensidad. Las luces del puerto danzaban sobre el agua oscura.
Me levanté. Caminé por el pantalán, tomé la pasarela, recorrí el muelle. La ciudad estaba desierta. Seguí hasta el embarcadero del ferry. El Tustumena se había vuelto a marchar. Tomé la carretera de Tagura. Los barcos dormían en el astillero, descansando sobre los puntales como sobre columnas antiguas. El océano brillaba bajo la luna. El rumor regular de las olas inundaba el mundo. Seguí por la orilla hasta el Ejército de Salvación. Al otro lado de la carretera, el Beachcomber. El gran edificio estaba desnudo bajo la luna, pero, frente al mar, el enorme fresco pintado en el muro se antojaba aún más salvaje a aquella hora. Los barcos y las olas parecían avanzar de verdad. Me trajeron a la mente los tatuajes de Niképhoros cuando hacía vibrar los músculos bajo su piel. Los viejos trucks destrozados no se habían movido de allí. Tiré de la puerta del que me quedaba más cerca, pero esta resistió antes de abrirse. El cristal de la ventanilla estaba roto. Me acurruqué en el habitáculo. Olía a moho. El asiento corrido estaba desfondado y húmedo. Sentí frío al pensar en Jude, en Niképhoros, que seguía nadando —¿dónde estaba?—, en mi náufrago de Manosque-les-Couteaux. Oía suspirar al mar. ¿Dónde estaban todos a esa hora?
Estaba amaneciendo y llevaba un buen rato despierta. Tiritaba hecha un ovillo, con las manos pegadas al calor de mi vientre. Una luz anaranjada penetró impetuosa en el truck. Me incorporé. Una boya incandescente horadaba el océano, que parecía querer retenerla. Subía y subía, despegándose del océano. La enorme bola quedó suspendida sobre el horizonte antes de seguir ascendiendo. El fresco parecía cobrar vida propia, incendiado por los fulgores rojizos que se reflejaban en el mar. Me levanté, bajo los párpados me bailaban unas manchas rojas y negras. La marea se había marchado. También ella. Allá lejos, una brisa ligera hacía correr olas cortas por la bahía. El rumor de las que venían a morir en la playa me llegaba regular, y, muy lejano, percibí aquel jadeo suave como un reclamo, el cacareo de un pájaro que se reunía con unos ostreros, cuyas patas rojas brillaban sobre la arena blanca. Me sacudí. Tenía el cuerpo entumecido. Estaba hambrienta. Anduve hasta la ciudad. La vida volvía a sus calles. Me tomé un café y una magdalena en el coffee-shop de los muelles, que acababa de abrir. Me senté en mi banco. Se acercó un cuervo. Luego otro. Esperaban la magdalena. Una sombra se tumbó bajo el monumento a los marineros muertos en el mar. ¿Sid?, ¿Lena? A lo mejor ya habían vuelto… ¿O tal vez el indio con el rostro atravesado de cortes? Alguien. Por un instante pensé que se trataba de Niképhoros. No me atreví a ir a comprobarlo.
Recogí mis escasas posesiones en el Lively June e hice el petate. Point Barrow o Hawái, tanto daba. El uno me terminaría llevando al otro. El Tustumena llegaría dentro de dos días. Pensé esperar en el muelle. Me senté en el embarcadero. Se me hizo largo. Me entraron ganas de comer palomitas de maíz.
Anduve un buen rato hacia la bahía de Monashka. Después hacia Abercrombie, al final de la carretera. Continué. Llegué hasta el acantilado. Caminé contra el viento deseando que me arrastrase. Una bandada de fulmares pasó casi rozándome. Sus chillidos roncos me envolvieron antes de perderse en ráfagas en el rugido del viento y el jadeo salvaje del flujo, que acometía contra la muralla. Miré a lo lejos. Ante mí, el océano se estremecía desde el horizonte, avanzaba hasta los confines del mundo. Deseaba que me tragara. Había llegado al final del camino y debía tomar una decisión.
Estuve largo rato esperando. Se hizo de noche. En la ciudad había bares, luces rojas y cálidas, hombres y mujeres que vivían, bebían… Quise acercarme un poco más al agua, pero tropecé en la raíz de un pino esmirriado y retorcido. Fue tal el impulso de la caída que creí echar a volar. Cuando por fin toqué tierra, el dolor de rodilla y la exhalación provocada por el susto me atravesaron como una lanza de fuego. A escasos metros de mí se encontraba el vacío. Para no seguir viendo me abracé las rodillas contra el pecho y aplasté la frente en los muslos. El ruido de las rompientes me llenaba la cabeza. Pensé en el gran marinero, que me esperaba entre el polvo, en su isla abrasadora de luz, o tal vez en un navío ya, bien plantado en cubierta, gritando consignas detrás de la línea loca que se hundía en el mar, con la sollozante bandada de aves blancas alrededor de la frente, como una aureola salvaje.
El oleaje rompía interminablemente contra el acantilado. Me acurruqué en un rincón que formaba la roca, el mismo en el que se había apoyado Jude una noche mientras se tomaba su ron, la noche de Abercrombie. Arrebujada en mi saco de dormir, pensé en los peces llevados por las corrientes. Qué grato debía de resultar ser un pez a aquella hora. Y nosotros los matábamos. ¿Por qué? Cerré los ojos. Jude se hallaba bajo mis párpados. Caminaba con paso inseguro, la piel quemada del rostro medio oculta tras unos mechones sucios, los hermosos ojos amarillos mirando más allá de la fila de hombres, más allá de aquellos seres humanos que esperaban un cuenco de chile con carne, más allá de las tierras, la frente amplia y enrojecida vuelta hacia el mar, hacia el Pacífico Sur, adonde iría a pescar algún día… Luego estaba en un bar oscuro. Unas mujeres macizas semidesnudas, atrapadas en el halo de un foco rojo como pobres mariposas deformes, contoneaban las orondas caderas, moviendo sus enormes nalgas al aire en un simulacro de amor, que él se tragaba con rabia, una copa de ron barato en los labios. ¿Se acordaba aún de nuestro ice cream baby?
El océano avanzando. Aquel cielo abierto. El mundo inmenso. Dónde encontrarlo. El vértigo me dejó sin aliento. A mi alrededor unas sombras se movían con el viento. Árboles muertos. Me entró miedo. El fragor del océano parecía haberse intensificado con la noche, y el cielo se abría como un abismo. Tuve la impresión de oír el chillido doloroso del colimbo atravesando la noche. Llegaba de muy lejos… Todo se me escapaba. Todo era desmesurado y amenazante. Estaba sola y desnuda. La risa demencial del ave retumbó en el bramido del mundo como si fuese su corazón. Había hallado lo que buscaba. Por fin había hallado el grito del colimbo en la noche. Me quedé dormida.
Soñé. Algo yacía en el suelo. Una rama, quizá. Me agaché para recogerla. Parecía el cuello de una oca salvaje. ¿El del colimbo, tal vez? ¿O era una escultura de arena? Trataba de asirla, pero se me deshacía entre los dedos. No había manera de darle de nuevo una realidad aprehensible. Lo que se disgregaba entre mis manos se asemejaba a la vida y la muerte de mi náufrago, la de Niképhoros, la del gran marinero algún día.