Anchorage está cubierta de bruma. Mi avión despega bajo un cielo opaco. Sin embargo, en cuanto tomamos altura hace un día de verano. No volveré a Anchorage. El gran marinero duerme aún, acostado en el hueco tibio que he dejado en las sábanas. Conservo el olor de su piel. La azafata me sirve un café con una galleta. Los hombres que van sentados delante de mí piden una cerveza. Hablan de Dutch y de un barco que al parecer ha zozobrado. El avión desciende hacia la isla de Kodiak. Se me pone un nudo en la garganta, voy a regresar al mar… De repente, cuando vuelvo a ver las grandes traineras en reposo en la ensenada, el océano moteado de barquitos, su estela de espuma, me doy cuenta de que tenía que regresar. Se me acelera el corazón, voy a pescar de nuevo.
Recojo el petate a los pies del grizzly disecado, en el diminuto vestíbulo del aeropuerto. Unos hombres calzados con botas agarran el suyo. Salgo. El sol. Aún es temprano. Camino hasta la carretera desierta. Levanto el pulgar. Se detiene un taxi. El taxista se inclina para abrirme la portezuela.
—Voy a la ciudad —dice—. El trayecto está pagado. Te llevo.
Subo. Deposito mi magro equipaje a mis pies. El hombrecillo, de edad incierta, tiene una cabeza de pájaro enteco y pálido, ojos de un tono gris desvaído y una voz muy aguda que se le casca. Me tiende un cigarrillo. Sus manos son tan finas y translúcidas que parecen hechas de cristal.
Bordeamos el mar. La carretera discurre recta hasta la base de los guardacostas. No se ve ni un árbol, solo la tierra negra y yerma. Luego llegamos a Gibson Cove y a los primeros algodoneros. Seguimos avanzando. Los bosques, poco frondosos, se tornan más espesos. A mi derecha se aprecian los muelles de combustible y los gigantes silenciosos, amarrados junto a las primeras conserveras. Que hacen que me duela el alma, que se me retuerzan las entrañas, que me llaman con la misma fuerza con que lo hace Jude. El Topaz ha vuelto. El Lady Aleutian y el Saga no se han movido de su sitio desde que me fui.
El taxista habla mucho y deprisa: Edward, nació y creció en Arizona, llegó a Kodiak por una serie de casualidades. El cenicero desborda de colillas. En el asiento de atrás, un batiburrillo de libros. La radio lo interrumpe, lo llaman para un viaje.
—Pasa por el Tony’s una noche de estas y te invito a una copa —dice al dejarme delante del primer pontón, donde lo espera un tipo alto y desgreñado con un chándal y una sudadera rotos y una bolsa de basura al hombro.
La cubierta del Rebel se halla desierta. Luce un sol espléndido, de modo que echo a andar hacia la bahía de los Perros. En medio del puente me asomo al pretil. Por debajo de mí, las gaviotas, el agua azul oscuro que avanza formando ondulaciones profundas y lentas. Escupo para imitar a Jude. Sigo mi camino. Los bosques profundos de Long Island aparecen oscuros ante mí bajo un cielo aborregado de un intenso color azul. Llego al puertecito. Doy varios pasos y cierro los ojos, el olor del agua se mezcla con los efluvios del tupido bosque que hay al otro lado de la carretera. Tras aspirar largo rato el aire, el cansancio me aturde y me siento muy ligera de pronto.
Camino hasta el Milky Way. No se oye absolutamente nada. Jason debe de estar durmiendo todavía. Me tiendo sobre la cubierta, noto la madera caliente bajo la curva de mi espalda. El agua chapotea contra el casco. En lo alto del mástil, un cuervo de plástico mira fijamente la montaña. El cielo huele a algas y a marisco. Estoy adormecida cuando Jason sale de la cabina despeinado, con el rostro abotagado por el sueño.
Gordon está ante la mesa del comedor con una taza entre sus dedos gordezuelos. Al verme entrar ladea la cabeza y sonríe. Una mujer me saluda con un breve gesto de la cabeza y sale.
—Es Diana… —se apresura a decir Gordon y carraspea—. ¿Te lo has pasado bien en Anchorage?
—Sí… Pero sienta bien volver.
Se aclara la garganta.
—Tengo una mala noticia, Lili… Lo siento, de verdad… El seguro del barco no ha querido pagar lo de tu accidente. Andy no quiere contratarte para la temporada. Cree que tus documentos no están en regla. Dice que es demasiado arriesgado. —El hombrecillo balbucea disculpas, con esos inmensos ojos suyos clavados en sus manos entrelazadas—. No tengo arte ni parte en este asunto. —La mirada nomeolvides vuelve a posarse en la mía. Es clara como la de un niño—. Pero puedes quedarte a bordo mientras el Rebel esté en el puerto.
Me encuentro con Jason en el bar, sentado ante una pinta de Guinness.
—Jason, ¡podemos ir a pescar juntos!
Jason no cabe en sí de gozo. Lanza la gorra al aire gritando un yuju feroz.
—¡Tenemos que celebrarlo, marinero! Esta noche pintamos la ciudad de rojo… ¡Que sean dos tequilas, dos!
Pienso en el gran marinero. ¿Qué dirá, qué hará cuando se entere? ¿Hundir el barco?
—Jason —murmuro—, I’m in trouble…
Viniendo de una runaway, Jason se espera lo peor.
—Tengo un amigo, un gran, grandísimo marinero… —Tomo aire, continúo en voz más baja—: Es tremendamente celoso. Si nos ve juntos, a lo mejor nos mata.
Jason pone ojos de susto con el entrecejo fruncido.
—¿Y dónde está?
—En Anchorage. Y dentro de poco en Hawái.
Suelta una carcajada y pide otros dos tequilas, vodka, ron y un par de white russians.
—¡Seremos los locos del mar! —exclama erguido en su silla—, ¿cuándo me enseñarás a escupir fuego? ¿Cuándo nos haremos a la mar de una vez por todas para hacer contrabando y emborracharnos en todos los puertos de Alaska?
Vuelvo al Rebel, el puerto espejea y bailotea. Voy directa a la litera. Me hundo en ella y sucumbo al sueño. A la mañana siguiente, cuando despierto, descubro que Joey me ha tapado con su saco de dormir.
Hace muy buen tiempo. Tengo un apetito de oso. Jason y yo volvemos a pintar el Milky Way. A veces, al caer la noche, nos encaramamos a la arboladura y jugamos a pasar miedo con las piernas colgando en el vacío. El viento brama al meterse entre los arcos con el mar deslizándose por debajo. La cabeza nos da vueltas. Unos charranes pasan casi rozándonos, descienden en picado entre chillidos estridentes. Las notas nasales, agudas, se mezclan con los sollozos de las gaviotas argénteas. Cuando, con el corazón palpitante y las pupilas dilatadas, volvemos a poner los pies en el suelo, nos entran mareos. Entonces nos vamos a beber ron y vodka, aunque a menudo prefiero la inocencia de un batido: «Es como en la infancia», le digo a Jason.
Hoy hemos llevado el Milky Way al puerto grande. Lo amarramos al muelle, en el lugar donde se carenan los barcos cuando la marea está baja. Tuvimos que esperar a que el agua se retirase para rascar las algas y las lapas del casco y darle una mano de pintura antiincrustante. Chapoteábamos en el cieno. Las gaviotas revoloteaban en un cielo poblado de nubes que corrían de vuelta hacia el mar abierto. La marea volvió a subir casi de inmediato. Todo bailaba y avanzaba en bandadas y en haces dorados. Nosotros, por nuestra parte, estábamos naranjas y negros, con antiincrustante hasta en el pelo, pringoso a causa de la pintura y el cieno. Murphy pasó por el muelle y agitó la mano.
—¿Sabes algo de Jude? —gritó.
Alcé la cabeza y tropecé con la cuna[36]. Tendida en el barro cuan larga era, reía de tal modo que no podía ponerme en pie.
—¡Está bien! —dije cuando recobré el aliento—. ¡Sigue en Anchorage, y en cuanto tenga dinero iré con él a Hawái!
Pasaron unos pájaros por encima de Murphy, su silueta oscura recortada contra el cielo, el rostro radiante de girasol gigante. El sol hacía surgir manchas doradas bajo mis párpados. El mar nos llegaba a la pantorrilla. Era hora de subir a bordo.
Mientras esperábamos el agua para hacernos de nuevo al mar, Jason me mostró una boya de cristal que pendía sobre su litera.
—Es antiquísima, del siglo pasado quizá. O tal vez de la guerra, no sé… Viene de Japón. Llevaba décadas navegando en el mar antes de que llegase hasta mí. Encontraremos otras cuando salgamos a pescar… En las playas de la bahía de Uganik y a lo largo de la costa oeste, en Rocky Point, Karluk, Ikolik…
—Oh… —digo con expresión soñadora al mismo tiempo que toco la bola azulada, irregular, moteada de burbujas de aire aprisionadas en el vidrio soplado—. Cómo me gustaría ser una boya…
«Abrázame… Abrázame fuerte». El hombre de rostro devastado, rostro de piedra laminada que siempre anda entre la plaza ajardinada y los aseos públicos, me detiene y se pega a mí. Lo abrazo con todas mis fuerzas.
—Gracias —me dice, y prosigue su camino.
Me cruzo con Murphy, que sale del McDonald’s con una hamburguesa en las manos.
—¿Sigues trabajando?
—Pues sí, Murphy, a finales de mes salimos a pescar bueyes de mar.
—Trabajas demasiado, Lili, haz como yo, tómate unas vacaciones. Ven a vivir al shelter, tendrás rancho todas las noches, duchas y un dormitorio para ti sola o casi. Te tomas unas vacaciones…, una ducha, te pones un vestido y sales a emborracharte.
Me echo a reír.
—Si es que me está esperando el patrón, debería darme prisa…
Desde entonces, cuando me ve, por muy lejos que esté, grita:
—¿Ya está? ¿Has ido a emborracharte de una vez?
—¡Todavía no! —respondo alzando la voz por encima de la calle y la dársena.
Habíamos vuelto a pintar el Milky Way. Jason esperaba las nasas. Que no llegaban. El Rebel se hacía al mar otra vez. Me fui a vivir al Lively June. Caminaba ociosa desde el astillero de Tagura y al llegar al parque Baranof me metía entre los groselleros negros. En ocasiones me quedaba dormida tras un matorral, bajo el alto cedro o tras la gigantesca tsuga[37]. Siempre me despertaban unos graznidos insistentes y roncos, los de los cuervos posados en círculo a mi alrededor, en los alisos rojos. Intentaba darles de comer de mi mano, pero las palomitas de maíz no eran de su agrado. Entonces me levantaba e iba al embarcadero del ferry, donde me sentaba a ver pasar los barcos. El gran marinero seguía en Anchorage con Elijah y Allison, en la hermosa casa de la alfombra de lana roja. Lo llamaba cada noche desde la cabina del puerto.
—¿Duermes sola? —Su voz sonaba severa al teléfono.
—¡Por supuesto! —respondía muerta de risa.
Solo me creía a medias.
—Hum… —seguía diciendo—, todos los cachorros del puerto deben de andar rondándote.
—A lo mejor voy a pescar bueyes de mar con Jason.
—¿Con quién?
—Un chico del Venturous que está buscando un marinero.
—¿Vas al bar?
—No mucho. Prefiero ir a tomarme un helado al McDonald’s.
—¿Vendrás conmigo a Hawái?
—Hey kid!
Suena un bocinazo a mi espalda. Estoy contando lo que me queda de dinero sentada en mi banco favorito, ese desde el que se domina todo el puerto. Me vuelvo. Es John al volante de una vieja furgoneta que fue blanca en su día. Me llama desde la ventanilla abierta.
—Necesito que mañana me ayudes a preparar una zanja para instalar una cañería. A veinte dólares el día, ¿te parece?
—Sí —contesto.
—¿Vais a salir a faenar pronto?
—No lo sé. A Jason no le han llegado las nasas.
—Pasaré a recogerte mañana a las siete.
Arranca y se detiene en el B and B, donde el truck frena gimiendo. Lo veo salir rodeado de una nube de polvo. Hace una tarde casi calurosa. Un tipo recorre el muelle, con la incipiente panza echada hacia delante y los hombros caídos; cuando llega a mi altura, afloja el paso.
—¿Puedo? —pregunta en un murmullo señalando el banco.
Abre los redondos ojos desmesuradamente y esboza una sonrisa con una boca pequeña y laxa. Por la cara aniñada y marchita le caen unos mechones tiesos y descoloridos.
—Sí —respondo.
El hombre se sienta a mi lado. Contemplamos la ensenada en silencio. La flota de seiners está casi al completo. Los salmones se hacen esperar. La pesca ha cerrado durante tres días.
—Toma, coge esto… —me dice con voz inaudible a la par que me tiende unas hojas arrugadas.
El hombrecillo se levanta apresuradamente y se aleja. Desdoblo los tres cupones de comida. Me pongo de pie para alcanzarlo, pero ha desaparecido tras la esquina de la oficina de taxis.
John me dejó por la mañana con una pala, un nivel, una regla y una montaña de grava, tras darle una pasada rápida al terreno con una pequeña excavadora. Yo solo tenía que nivelarlo. A lo largo de casi cien metros. Volvió por la tarde. La zanja estaba nivelada, se podía instalar la cañería. Se me cerraban los ojos de agotamiento. Él los tenía turbios y también se le cerraban. Desprendía un fuerte olor a whisky. Me alargó los veinte dólares, eructó ruidosamente y me pidió que estuviera a las siete de la mañana siguiente en el astillero de Tagura.
El barco está en dique seco desde que John chocara con un peñasco el mes pasado. Creo que había bebido demasiado. Rocío el casco de la diminuta goleta de madera con agua para evitar que la tablazón encoja y que el calafateo se agriete, y ello varias veces al día. Froto, lijo, vuelvo a barnizar y a pintar. El Morgan es una maravilla de barco. Veintiséis pies, quilla esbelta para navegar por aguas profundas y un casco redondeado como el vientre de una chiquilla para aguantar la mar gruesa y ahusado con gracia hasta la roda.
—Es el barco más marinero que jamás he tenido. Se construyó el año en que Lindbergh cruzó el Atlántico, en 1927, ¿te das cuenta? Y está como nuevo… —me dice John con orgullo.
Almohazo la obra viva como si se tratara de un caballo de gran alzada. Entro a tomarme un café en la cabina de madera barnizada y me arrellano en la silla del piloto. Coloco las manos en la antigua rueda del vuelo de Lindbergh; a mi espalda zumba la pequeña estufa de hierro colado, vuelvo a posar la mirada en la mesa de derrota, en esas cartas abiertas salpicadas de manchas pardas, ¿café? Retomo el trabajo.
A veces oigo la sirena del ferry. Salgo a la carrera para verlo pasar. Una noche, cuando estaba terminando de trabajar en el Morgan, quise alcanzarlo. Me había quedado hasta tarde. Al bajar la escala estuve a punto de resbalar. Corrí hasta la orilla, pero el ferry ya estaba franqueando la línea de boyas del canal. Vi cómo desaparecía. Agité los brazos durante largo rato, pero mi saludo ya solo se dirigía al mar. El Tustumena se había vuelto a marchar y se alejaba cada vez más de mí. Regresé. Bañados en la suave luz del sol de la diez, los viejos trucks proyectaban sombras doradas al borde del camino.
Una mañana, mientras estoy encaramada en lo alto del mástil con la vieja chaqueta manchada de pintura que Jason me ha dado, bajo la vista y ahí está el gran marinero, ha venido para llevarme con él a Honolulú. Llega en el ferry de la mañana, y John me deja marchar.
—Ve, kid, tómate un par de días libres… Peggy anuncia lluvia, no hará falta que riegues el barco, y por mucho que quisieras no podrías pintar.
Nos alejamos del pequeño astillero de Tagura por el camino de grava, entre taludes de epilobios y zarzamoras en flor, pilas de nasas oxidadas, trasmallos rotos, un chasis de truck y un barco ruinoso invadido por las zarzas. Hace un día buenísimo, demasiado fresco aún, y en el aire flota un agradable aroma a cieno y a tierra, así como un olor más impreciso a herrumbre y madera en descomposición. El gran marinero está rojo y se mueve torpemente, yo bailo a su lado mientras los ojos de fiera se me clavan en los hombros al aire. Me coge de la mano y se para.
El puente de la bahía de los Perros, las amplias arcadas de hormigón por encima del descampado donde yacíamos un día, colorados sobre la hierba bajo un cielo azul. Llegamos a la ciudad y nos detenemos en el primer bar que encontramos. Nos tomamos unas cervezas. Jude va al retrete a vomitar. Vuelve. Intenta seguir bebiendo, pero la cerveza no le baja.
—Ven, vamos a coger la habitación.
Compramos Canadian Whisky y vodka en la liquor store; cigarrillos, zumo de fruta e ice cream en el supermercado. Volvemos al Shelikof’s porque es más bonito. Ya no me dan tanto miedo las mujeres de la recepción. En la habitación, el sol se precipita sobre la colcha. Me entra hambre, así que Jude me alimenta con ice cream y me da de beber acostado sobre mí, ahorquillando los muslos alrededor de mi talle. Me da de comer como un pájaro a su cría. El helado resbala por la cucharilla inclinada sobre mis labios y fluye por mi cuello.
—¡Uy, qué frío! —exclamo.
Lo vuelve a atrapar con la lengua, el contacto ardiente sobre el frío es una delicia. Estoy toda embadurnada, y las sábanas se han puesto pegajosas. Jude retira el tapón de la botella con los dientes y se toma un trago, acto seguido me besa, y el vodka se derrama entre mis labios. Me echo a reír y me atraganto.
—You are mine —me dice.
Dormimos. A menudo, pero no mucho. Cuando se despierta enciende el televisor. Y un cigarrillo. Agarra la botella y le da un trago. Cierro los ojos. Me hago la dormida. Oigo el largo suspiro que exhala cuando bebe. Es como estar dentro de él. El corpachón descansa a mi lado como un barco a la deriva, uno de esos titanes míticos que fondean junto a las estaciones de suministro de combustible. Pero no soporto la televisión, me da ganas de huir como si me hubiera hecho caer en una trampa, de correr por los muelles hasta quedar sin aliento. Cuando me atrevo, le pido que la apague.
—¿Lo entiendes? Al final es como si esa gente y esas voces estuviesen aquí con nosotros en la habitación, y yo lo que quiero es estar a solas contigo.
Entonces la apaga. E inmediatamente después la vuelve a encender. No puede evitarlo. Miro por la ventana. Pienso en el viento, en los barcos en el puerto, en los pájaros, en los colores del cielo. Siento que mi cuerpo rebelde querría echar a correr. Me aburro un poco, pero no me resulta del todo desagradable. Él se aprieta contra mí y me da de comer otra vez. Ha comprado pan, pollo y unas nectarinas de California preciosas y jugosas. Me tiende un pedazo de pollo.
—Este pollo está tan tierno que te puedes comer hasta los huesos. Encima no me ha costado caro…
El zumo de las nectarinas me corre por la barbilla, el cuello, el torso pálido, la oquedad de las costillas. Como buena mamá gata, me lame la piel y me limpia. Su lengua áspera se esmera alrededor de mis senos. Me hace cosquillas. Me río…
Me cuenta una historia.
—Había un río al que solía ir a pescar. Las hojas de los árboles hacían danzar sombras doradas en el agua, negra bajo los sauces. Éramos unos críos… Mi hermano había encontrado un viejo kayak. Nos marchábamos. Con una manta en el fondo del kayak, una lata de conservas para hacer café, un poco oxidada de tanto usarla, un pedazo de pan y una lata de judías pintas para cuando no pescábamos nada… Y cerillas. Yo tenía un cuchillo. Había esculpido un pequeño tótem con cabeza de cuervo en el mango. Lo utilizaba para abrir las truchas. La sangre de estas, rojísima, fluía por la hoja tiñendo el cuervo de rojo… Era hermoso… Cuando empezaba a oscurecer hacíamos una hoguera. Mi hermano traía la leña y yo preparaba las truchas. Y la hoguera; yo era el mayor. La noche caía y yo le enseñaba las estrellas. Había lechuzas… A veces se oía un aleteo cuando echaban a volar (mi hermano tenía miedo), el ulular grave de un búho real, unos chillidos secos y otros más agudos y lastimeros. Y también una suerte de cantos monótonos, tristes, tristísimos… Un día, mi hermano trajo una botella. De veinticinco onzas de whisky añejo, un matarratas que mi padre se había dejado en el truck. Aquel día debía de estar demasiado borracho para acordarse de cogerla. Nos la bebimos bajo las estrellas. Era maravilloso. Luego terminamos echando las tripas. Casi se nos quema la manta. Y yo caí al río. Estaba frío. Nos prometimos que nunca volveríamos a probar aquella mierda.
Me entra la risa. Se incorpora y frunce el ceño, estamos tendidos en la cama, entre las sábanas manchadas de ice cream.
—No te rías. Estuvimos al menos dos años sin probarla. Yo tenía doce, él once. Después la cosa cambió… Después vinieron las chicas, los bailes del condado, y los bailes a secas, y luego los bares… Y las chicas, siempre las chicas. Queríamos ser hombres hechos y derechos. El río y las estrellas eran agua pasada.
Miro el cielo tras el cristal. Pienso en el río y en sus aguas negras, en las hojas doradas danzando en lo alto.
Sonríe para sí.
—Crecí en los bosques, sabes. Fue bonito. Me iba por ahí con mi hermano. Mi madre nos esperaba. Durante días y noches. Regresábamos al clarear el alba o con la oscuridad de la noche, que se extendía por los bosques (recuerdo aquel escalofrío en la piel), hambrientos, cubiertos de fango y rasguños y con la frente quemada por el sol, plagada de cicatrices por culpa de las zarzas, como una aureola gloriosa. Éramos jóvenes leones. —Prosigue con su voz baja, casi en un murmullo—: Luego vino la cerveza… Todo eso se había acabado, recorríamos los bares tras las chicas. Luego recorrí las carreteras con mi padre. Nos ofrecíamos para trabajar como leñadores. Los bosques otra vez, pero ya no era lo mismo. Íbamos de una ciudad a otra, de zonas rurales a aldeas, de tabernas a bares, de Maine a Tennessee, de Arizona a Montana pasando por California… Los extensos bosques de Oregón, la brumosa costa del Pacífico… Cogíamos unas cogorzas de órdago. Nuestra vida eran los bares. Y matarnos a trabajar. Pasábamos de barracas a moteles, de moteles a albergues nocturnos, de albergues nocturnos a barracas. Las habitaciones de motel se habían convertido en mi hogar. —Sonríe—. A veces traíamos a chicas, cuando nos daban la paga y conseguíamos una habitación. Si no nos habíamos pulido la pasta en bebida… Una noche terminamos en la cárcel de la zona; nos habíamos peleado. Por una stripper.
»El mar me salvó —continúa—. Bebí sin parar hasta los veintiocho años. De los bosques de mi infancia a los de Alaska estuve borracho. Después me embarqué. Aquí. Me gustó. Muchísimo. A partir de entonces solo podía emborracharme cuando volvíamos a tierra. Muchísimo.
El gran marinero sigue hablando, una noche de verano en el gran norte de Alaska, en esta habitación dorada por los grandes cobres de las diez; está tendido, vuelve hacia mí su rostro quemado y dice con esa voz baja y lenta, algo tomada, suavemente ronca, dice:
—Para dormir siempre me ha hecho falta caer rendido, por lo que sea, siempre. Alcohol, sexo o trabajo.
Se hace de noche. Nos duchamos. De pie, contra mí, me parece altísimo. Lo lavo: los potentes brazos, el generoso hueco de las axilas oscuras, el pecho, la flor rosada de los pezones, oculta entre la pelambrera rojiza que desciende hasta el estómago abombado, va clareándose hasta no ser más que un hilillo, y renace en el vientre para florecer en la oscura oquedad de los muslos, en la que anida ese extraño animal que lavo con respeto y un atisbo de temor: cobra vida bajo mis dedos. A continuación las nalgas duras, las columnas de blanco mármol de las piernas, los pies, que siempre me traen a la mente una alfombra de lana roja… Contengo la risa. Mis manos se deslizan abiertas por su cuerpo, suben hasta el ancla de los hombros, de los que me cuelgo unos instantes. El surco sombreado de la nuca entre los tendones potentes, las amarras del cuello. Cierra los ojos. Sonríe. Le froto la barba con un poco de jabón para que se le forme espuma, paso los dedos por el contorno de los párpados pesados, las cejas, espesas, la frente despejada… Ahora le toca a él, sus anchas manos me enjabonan la espalda detenidamente, las nalgas, pequeñas y duras, los pies, con más delicadeza… Por último el cabello. El champú se esparce bajo el violento chorro y me escuece en los ojos… Me besa. Sabor a jabón. Me río.
Es de noche ya cuando salimos. No vamos muy lejos. Andamos hasta el puerto y nos sentamos al pie del monumento al marinero muerto en el mar, inmerso en las sombras. Jude ha vuelto a comprar whisky por el camino, o vodka. O ron. Quizá algo de pollo, el que está tan rico que hasta te puedes comer los huesos. Café para la cafetera de la habitación. Galletas para mí. Contemplamos los barcos en la ensenada. Dice algo. Me vuelvo hacia él, la sombra del marinero de piedra le oculta la mitad del rostro. Me sirve un drink. Me río… Alzo la cabeza y observo detenidamente la estatua: el salitre y el viento le han roído los rasgos. Entonces me viene a la mente aquella mujer en una playa del canal de la Mancha que miraba hacia el horizonte, con esa misma máscara devorada por el mar, los vientos y los tormentos propios de la espera.
—Oh, Jude, el marinero muerto en el mar ya no tiene cara.
—Sí…
—En Francia vi un monumento, una mujer que espera a que regrese su marinero. Tiene la cara roída de la misma forma.
Jude suelta una risa breve y amarga.
—Las mujeres no esperan demasiado por aquí, se van a Hawái, o con otro tío cuando están hasta la coronilla. O ambas cosas.
—¿Por qué dices eso? Además, aquí el que se va a Hawái eres tú, no yo.
—¿Acaso tú me esperarías?
—¡Claro que no! Saldría a pescar, contigo o sin ti. Ni siquiera me gustaría que me esperaran en tierra.
—¿Lo ves?
—Tú no lo entiendes… ¡No es lo mismo! Yo no quiero una casa, quiero más, ¡quiero vivir! Quiero partir e ir a pescar como vosotros. Yo no espero. No, no espero. Corro. Vosotros partís y os pasáis la vida corriendo… Yo también quiero estar en el mar, no en Hawái.
—¿No irás a Hawái a verme?
—Sí, Jude, claro. Algún día. Pero primero necesito ir a pescar.
Se queda callado. Me acerco tímidamente a él y oteo el horizonte negro. Me pasa un dedo despacio por la mejilla. Volvemos al motel. Enciende el televisor. Lo apaga. Lo vuelve a encender.
De su vida de marinero sigue conservando ese estado de semivigilia. Noches interrumpidas. Duerme dos, tres horas. Se levanta, coge un cigarrillo. Camina un poco, pasea arriba y abajo por la habitación, se sienta frente al televisor tras encenderlo con cuidado o junto a la ventana. Fuma, coge la botella de la mesita de noche. Mira. La luna, cuando esta ha salido; el cielo, siempre. El mar, que adivina tras las casas.
Termina despertándome una respiración apremiante contra la sien. El corpachón vuelve a tumbarse sobre mí. Un manto abrasador. El resplandor rielado del aparato, puesto al mínimo, le pasa por el rostro, inclinado sobre el mío, y juguetea con la textura irregular de su piel. En la oscuridad se oye su voz sorda:
—Tell me a story… —Y es él quien vuelve a contar otra.
—Había un colimbo; probablemente varios, pero para nosotros era el colimbo… Sabes, esos pájaros que vuelan muy alto, con unas alas enormes sobre todo… Estaba aquel lago al que íbamos a pescar tras vadear el río. El cielo y el agua…, todo era inmenso. Allí capturamos unas carpas preciosas. También peces gato, salvelinos y amias calva… Nos daba miedo ir hasta allí. Para empezar porque quedaba lejos y porque el kayak hacía aguas. En realidad era una porquería. Y cuando se levantaba viento… Tuvimos suerte, sabes. La noche parecía más vasta cuando llegábamos hasta allí. Dormíamos en la orilla. Yo encendía la hoguera. Mi hermano traía la leña. Yo preparaba el pescado… El ritual, vamos. Cuando pienso en ello, caigo en la cuenta de que fue el principio de mi relación con el mar. Fue allí, en aquel lago, donde experimenté por primera vez esas tremendas ansias de océano. Pero aún no lo sabía. Desde luego que aún no lo sabía… —Se endereza apoyándose en un codo, abre la botella con los dientes y se toma un lingotazo. Cuando me atrae hacia él, percibo su aliento cálido, el aroma del whisky. Prosigue—: Bueno, pues como te iba diciendo, estaba ese colimbo, esos colimbos… Sus chillidos en medio de la noche. A veces oíamos unas risas burlonas que nos dejaban helados, sobre todo cuando la luna alumbraba el lago y veíamos la sombra de los árboles moviéndose… También aquellos chillidos desgarradores y quejumbrosos que se volvían graves, avanzaban por el agua, el agua, que era profunda y negra, y ascendían hacia la luna como una risa demencial. Nos apretujábamos el uno contra el otro bajo la manta. Nos prometíamos que saldríamos de allí pitando en cuanto amaneciera. Por la mañana, en la orilla no había más que un montón de ramas en el punto desde el que subían los gritos nocturnos: el nido del colimbo, del que salían unos maullidos ridículos que nos hacían reírnos de nosotros mismos. A veces cuando cierro los ojos, me parece oír ese grito. Se me pone la piel de gallina. Y siento el mismo escalofrío recorriéndome el espinazo.
—¿Y tu madre?
Suelta una risa breve y triste.
—Se las hicimos pasar pero que muy mal. Creo que ahora que nos hemos marchado está descansando un poco. Mi padre, en cambio, sigue cuidando de mí. Ha dejado de beber. Le gustaría que yo hiciera lo mismo, pero no habla de ello. De hecho, no me apetece hacerlo. Me manda un poco de dinero cuando estoy con la soga al cuello. En una ocasión me regaló un saco de dormir, uno de los buenos, debió de gastarse un dineral en él… Fue durante un invierno que pasé vagabundeando por las calles de Anchorage.
—¿No ibas al Bean’s Café?
—Muy poco. A veces por la sopa. Pero volvía a marcharme enseguida. Nunca me ha gustado vivir en manada, prefería dormir en los parques con otros bums. O solo. Me cavaba un hoyo en la nieve. Con el saco de dormir no tenía frío. Estaba a gusto.
Me abrazo a él. Estamos juntos bajo la nieve. Enrosco las piernas alrededor de las suyas. Se nos pasa el frío.
—Hubo un año en que no me dediqué a pescar y quise construirme una casa. Mi padre se había agenciado un pedazo de tierra en el bosque por muy poco dinero. Yo había hecho una buena temporada a bordo de una trainera. Trabajé como un poseso. La cabaña avanzaba… Pero entonces llegó el invierno y la nieve bloqueó el camino. Había almacenado reservas de bebida. Siempre he sido muy previsor… —dice—. Me encontraron medio muerto un par de semanas más tarde.
—¿Medio muerto…? ¿Por qué?
No contesta.
—Cuando te encierras con el monstruo… —murmura por fin, tras encender un cigarrillo.
Al cabo de tres días no nos queda otro remedio que levantarnos.
—Me voy esta noche —dice—. Ven conmigo.
—Primero quiero ir a pescar cangrejos.
—¿Quién es ese tal Jason?
—Un chico jovencísimo que posee un barco pequeño. Lo viste pasar por el muelle cuando trabajábamos en el Rebel. A veces se detenía a última hora de la tarde. Es la primera vez que sale a pescar solo y que será patrón.
—¿Te acuestas con él?
—¡Eso nunca! Solo quiero volver a pescar.
—Ven conmigo a Hawái, encontraremos un barco en el que embarcar en Honolulú.
—Todavía no. Aún no quiero irme de Alaska.
—Cásate conmigo.
Vamos a dar una vuelta por los muelles. Me he soltado mi larguísimo pelo por primera vez. Estoy orgullosa de caminar al lado del gran marinero, con el cabello suelto, la melena de mujer al viento. Él también lo está.
—Dime algo —le pido—. De lo contrario me siento sola.
Su voz baja enseguida me hace bien. Así que me habla, despacio.
—Quiero que estés siempre conmigo.
Resulta hermoso y agradable. Estamos solos en la playa. Cae una llovizna finísima. Todo es gris, todo. Los pájaros y sus gritos se han desvanecido entre la bruma. Tenemos frío. Aun así, intentamos hacer el amor sobre la arena mojada, entre dos rocas negras.
—Dime algo —le pido otra vez—. De lo contrario me siento demasiado sola.
Está encima de mí, avanza con suavidad, la lluvia se nos mete en los ojos, las rocas me magullan las costillas, la ropa obstaculiza nuestros movimientos.
—Yo también me siento solo —dice y ríe levemente—. Por lo menos lo hemos intentado…
Tenemos que regresar cuanto antes porque ya repunta a creciente la marea. El camino que hemos tomado al venir está bloqueado. Nos sentamos sobre un tronco en la linde de la playa y el camino. Jude saca del morral la botella de vodka y el helado. Me sirve un vaso recubierto de helado. Me presta el walkman para que lo escuche. Tom Waits. A veces apoya la cabeza en la mía para escuchar él también. «We sail tonight for Singapore».
Por delante de nosotros pasa un chico. Nos dedica un vago saludo.
—¿Qué porras hace este aquí? —dice muy bajito el gran marinero—. Es nuestra playa.
—Sí, quizá haya que matarlo por ello.
—Ven conmigo a Hawái.
—Todavía no, esta noche no, quiero ir a pescar cangrejos.
—Cuídate.
—Sí —contesto.
—No vayas a Point Barrow.
—Aún no.
—Y si te quedas sin barco, si Gordy tiene que recuperar el Lively June, ve al shelter. Allí estarás segura.
—Siempre habrá algún coche viejo en el que pasar la noche. Hay un montón de camiones arrumbados junto a la playa, cerca del Ejército de Salvación.
—Estás loca. No debería irme. Debería quedarme y hacerte un hijo.
Me río quedamente.
—¿Por qué hacerme un hijo?
—Para alejarte de esa porquería de coches.
Estamos esperando el ferry. La noche ha caído hace rato, mientras aguardábamos en la playa grande envueltos en la bruma. Nos hemos refugiado en su coche, un viejo montón de chatarra que nunca se mueve de detrás del shelter. Me rodea el rostro con sus anchas manos. Bajo el resplandor blanco y crudo de la farola, miro sus rasgos hinchados, la piel cobriza y granulosa, la gema húmeda de sus ojos. Me parece guapo. Me parece el más guapo, el más alto, el más apasionado. Quiere que lo vuelva a amar. Nunca se sentirá saciado de amor, de sexo, de alcohol.
—No… —murmuro—, no, podrían vernos… Dentro del viejo coche al lado del shelter, rodeados de barro…
Insiste, de modo que le hago el amor con la boca. Termino llorando. A él le sienta bien. Advierte las lágrimas en mis ojos.
—¿Estás molesta conmigo? —pregunta abrazándome.
—No, ¿por qué habría de estarlo?
Vuelve a tomar mi rostro entre sus manos. Los ojos amarillos escrutan los míos.
—Lo siento —añado.
—Irás al shelter —dice entre las sombras—. Preguntarás por Jude. Mi padre. Es el encargado. Se llama Jude. Mantenlo al corriente de lo que haces. Me hará llegar tus noticias y te dará noticias mías si no recibes mis cartas.
—¿Jude como tú?
—Sí. También Jude. Y yo pasaré un tiempo con mi hermano en Hawái. En tierra. Lo que tarde en encontrar trabajo. Te esperaré.
—¿Tu hermano sigue viviendo allí?
—En parte. Jude tiene una casa en la isla grande. Trabaja en la construcción. En estos momentos se encuentra en una obra en Kawái. Ahí es adonde voy.
—¿Jude, tu hermano? ¿Él también se llama así?
—Sí, él también.
—¿Así que os llamáis todos Jude?
Se ríe con esa voz baja, un leve bufido, me estrecha contra sí y se toma otro trago de whisky.
—Yo soy Jude Michael. Pero prefiero que me llamen Jude. Y juntos tendremos otro pequeño Jude.
Llueve de nuevo. El agua corre formando regueros por el parabrisas. Los riachuelos enloquecidos nos esconden al fin de los escasos transeúntes. Jude enciende otro cigarrillo.
—Ocurrió hace mucho tiempo —dice—. Mi abuelo era leñador en Carolina del Sur. Estaba muy mal, se le había caído un árbol encima. Probablemente iba a morir. Mi abuela, que todavía era joven, fue a rezarle a san Jude. Le prometió que todos sus descendientes llevarían su nombre si el marido salía de aquella. Encendió cirios todos los días. Y mi abuelo salió de aquella.
—¿Y las mujeres, se llaman Judith?
Bebe un trago, me besa, me rodea las sienes con sus palmas encallecidas.
—Desde entonces no ha habido ninguna mujer.
El ferry ruge en medio de la noche. Lleva rato haciéndolo. Tenemos que irnos. Jude agarra el petate de marinero y se lo echa al hombro. La lluvia se abate fresca y ligera sobre nuestra frente. El viento le pega los rizos oscuros al rostro chorreante. Me hace pensar en un cuadro que vi siendo niña, quizá el de los hijos de Caín huyendo bajo la tormenta.
—Te pareces a alguien que sale en una imagen muy antigua —le digo.
—¿A Sísifo?
—También, quizá…
Jude Michael Lynch, Sísifo, tal vez, aplastado por el mundo, quemado por el furor y la pasión, el alcohol, el salitre y el agotamiento. O quizá aquel otro al que un águila le devora el hígado hasta el final de los tiempos por haber entregado el fuego a los hombres. No lo recuerdo, pero en el fondo da igual, es todos ellos.
Llegamos al ferry. Aguardamos bajo la llovizna, que se entrevera con las salpicaduras. La mujer que coge los billetes abajo, en el embarcadero, le pregunta si lleva alcohol en el bolso. «Por supuesto que no», responde él.
—Vete ya —me dice.
—Quiero quedarme un rato más.
Entonces me besa muy deprisa y muy fuerte.
—Eres lo mejor que me ha sucedido en mucho tiempo.
—Ya me lo has dicho —murmuro.
—Y te lo volveré a decir. Vas a coger frío. ¿Dónde tienes el fular?
Le acerco la cara y el fular desanudado. Sopla el viento. Me lo vuelve a anudar. Le acercaría la cara una y otra vez si no fuera porque el ferry está bramando. Nos despedimos de nuevo.
—Deberíamos casarnos.
—Sí. A lo mejor deberíamos casarnos —respondo.
—Nos casamos y este invierno vamos a Dutch Harbor para buscar un puesto a bordo de un barco.
Regreso bajo la finísima lluvia. Más tarde, desde mi litera, oigo el ferry llorando en medio de la noche. Me doy cuenta de que he olvidado su trenza, la pequeña trenza que me pidió que le hiciera.
Salí a primera hora de la mañana. El cielo estaba raso. Hacía buen tiempo. Anduve hasta la oficina de taxis. Detrás de esta se encontraban los aseos. De ellos salió una mujer, luego un hombre, ambos arrebujados en sendos abrigos mugrientos. Iban de la mano. La mujer parecía jovencísima, tenía las mejillas redondas y bronceadas bajo el cabello negro, que le caía en mechones despeinados, y unas manchas amarillas alrededor de la boca. A lo mejor había vomitado. Estuvo a punto de caer, pero el hombre la sujetó y la apoyó contra él.
—Deja de moverte —la reprendía suavemente—, yo camino y tú te sujetas a mí… De este modo, sí.
Ella se echó a reír y se dejó guiar con los ojos entornados. Era como si el hombre estuviese abrazando una muñeca de trapo. Él alzó la cabeza. Desde aquel rostro rugoso y lleno de hinchazones que aprisionaban los ojos, se deslizó hasta mí el fulgor límpido de dos pupilas verde esmeralda rodeadas de venitas rojas.
—¿Y mi amigo Jude? ¿Le va bien?
—Sí, bien. Está en Anchorage. Dentro de poco en Hawái e iré a reunirme con él…
—Salúdalo de nuestra parte. Sid y Lena, dile…
Se marcharon trastabillando, dos escarabajos negros que se recortaban entre el cielo y las aguas claras del puerto. Andaban despacio por el muelle, se detenían, parecían dudar, perdían el equilibrio unos instantes, se erguían y reanudaban la marcha, tal vez hacia la plaza.