Niképhoros me para por la noche, cuando me dispongo a regresar a bordo. Me invita a una copa y a una partida de billar. Juego fatal. Se me acerca un chico, quiere enseñarme a sujetar el taco. Niképhoros se pone como loco. Arroja la lata al otro lado del local, donde roza la campana de cobre y está a punto de alcanzar el espejo. Joy la india pega un berrido. El hombre se bate en retirada. Niképhoros cierra los ojos e inspira hondo. Las aletas de la nariz se le estremecen como los ollares de un caballo enloquecido. Yo me hago pequeñita y vuelvo a sentarme ante mi caña. Bruce me sonríe desde el otro extremo de la barra.

Niképhoros se tranquiliza. Dice que me construirá un barco, que me llevará a Grecia para presentarme a su madre, que seguro que le caeré muy bien, que de hecho nos casaremos allí, y que entonces permaneceremos juntos hasta que la muerte nos separe, y que matará a todo aquel que me falte al respeto.

—Grecia… —repite. Sus pupilas negras poseen la triste suavidad del terciopelo—. Hace más de veinte años y sigo añorándola como el primer día. Los olores… cuando caminas por las colinas y cierras los ojos… Sabes que serás capaz de reconocer cada planta, cada hierba, cada flor que tus pies han hollado de lo caldeada que está la tierra, de tan potentes como son las fragancias allí.

—Sí —murmuro yo—, y las cigarras…

—Y las cigarras también, chirriando bajo la luz y el fuego del sol. El sol, un cuchillo blanco entre nuestros hombros…

El local se pone de bote en bote. Los muchachos del Mar del Norte. La trainera ha tenido una buena pesca. La dueña toca la campana. Invita la casa.

Do you want to go to Hawaii? —me vuelve a preguntar Niképhoros.

Sí que quiero ir, tal vez, pero no con él. Así que salgo del bar.

El enorme termo de café y las galletas siguen en el mismo sitio cuando franqueo la puerta del albergue. En la entrada, Jude padre alza su penetrante mirada hacia mí.

—Buenas noches, Lili… ¿Mucho trabajo hoy? ¿Sabes algo de Jude?

—Llevo tiempo sin saber de él —murmuro sonrojándome una vez más—. En su última carta decía que estaba trabajando duro. En cuanto a mí, el Blue Beauty ha regresado al agua… He estado encarnando en las fábricas de conservas y me han dicho que hay trabajo para los próximos días en el Alutik Lady. Pero solo quería saber si puedo dormir en el albergue.

—¿Ya no tienes el Lively June?

—Podría si quisiera.

Me alarga el registro. Relleno un formulario. Hay mucha gente en torno a la mesa, tres tableros que descansan sobre dos caballetes en un rincón de la entrada. Los muchachos, sentados ante un descomunal plato de pasta con carne picada, se echan a un lado para hacerme sitio. Me reúno con mi familia, con mis hermanos, lo que pasa es que llego tarde a la cena.

—Llegas a tiempo… —me dice mi vecino, un hombre escuálido con una enorme nariz aguileña y dentadura caballuna—. Aunque la comida se ha enfriado. Deberías meter el plato en el microondas.

—No sé cómo funciona… —murmuro azorada.

Los hombres ríen suavemente. El viejo caballo cansado se levanta y lo hace por mí. Devoro la comida. De pie, en la esquina de la estancia, Jude nos observa mientras comemos, con los brazos cruzados y la sonrisa dulce y bondadosa que un padre posa en sus chiquillos. Es él quien prepara la comida.

Nos tomamos el café en los escalones de cemento. Ante nosotros, el cielo se cubre sobre el monte Pillar y unos jirones de bruma se enganchan en el verde oscuro de los pinos. Tres mexicanos de piel cobriza hablan entre sí en español. Un chico que me suena haber visto en la cubierta del Guardian se sienta a mi lado. Le doy un cigarrillo. Él me tiende un mechero.

—¿Dónde están Sid y Lena? ¿Y Murphy? ¿Y el gran físico? ¿Lo sabes? —le pregunto a Jude cuando entramos en los dormitorios (los hombres a mano derecha en apretada manada; yo, sola a la izquierda).

—Todavía no han vuelto de Anchorage… Es verano, tienen que disfrutar. Murphy debe de estar en casa de sus hijos. O en el Bean’s Café. Y Stephen, por su parte…, a lo mejor ha encontrado ya el libro, sabes, el libro que lo ayudará a cambiar la teoría de la relatividad.

—Sí, lo sé, me habló de él.

Llueve durante tres días y después llega el otoño —the fall—, lo llaman. ¿La caída de qué? De las hojas, de la luz… ¿La nuestra? El sol del estío nos ha quemado las alas y caemos igual que Ícaro. La luz sobre las aguas del puerto es como una bofetada; recorro los muelles, las calles se encuentran desiertas. Un cab aguarda delante de los aseos del puerto. El taxista, un hombre grueso y coloradote, se ha quedado frito con la cabeza echada hacia atrás. Atravieso la plaza. El hedor dulzón de las fábricas de conservas es hoy más denso. Parece rezumar de las pequeñas fachadas ordinarias. Pero del mar abierto llegan otros aromas más intensos. Se diría que se está levantado viento. ¿Viento del norte? Sube la marea. Dos chicos cubiertos de harapos se increpan en un banco. De las puertas abiertas de par en par del Breaker’s salen voces acaloradas, gritos, la música de la escandalosa máquina de discos. Cruzo la calle. Vacilo, entro con el corazón desbocado. Me deslizo hasta el final de la hilera de ancianas indias sentadas en la oscuridad, muy tiesas y dignas ante un vaso de whisky. La última de la fila me saluda con la cabeza. Le devuelvo el saludo. Su rostro no muestra reacción alguna. Saca un cigarrillo y, sujetándolo entre las yemas de los dedos, se lo lleva a la boca. La camarera se le acerca tras la enorme barra de madera en forma de U donde están grabados unos nombres.

—Ya ha llegado tu taxi, Elena…

Entonces ella se levanta. El hombre grueso y coloradote que dormía en el taxi la toma del brazo con suavidad y la ayuda a caminar hasta la salida. Sus vecinas no dicen ni pío. Se limitan a menear la cabeza.

—Elena está cansada hoy… —dice una.

—Pues sí… —contesta la otra con dulzura.

Pido una Bud y palomitas de maíz, extraigo un cigarrillo del paquete que llevo metido en la bota y me encorvo en el taburete. Yo también hago de anciana india. Ya podrían picar los hombres. Así no me darían la lata. Un tiarrón me pone una manaza en el hombro.

Are you a native, girl?

—No —contesto volviéndome hacia él.

—Te invito a una copa… Rick. Crabber ante Dios Todopoderoso y todas las fuerzas de la Creación.

—Lili… Pequeña Lili ante el Padre Eterno, y un día yo también iré a pescar cangrejos al mar de Bering.

El hombre se sobresalta.

—Si te invito a una copa no es para oírte decir gilipolleces. Háblame de otra cosa, quieres, de cómo te ha ido la pesca del salmón, la temporada del arenque, si acaso de la trainera en la que curras… Pero no de la pesca del cangrejo, no tienes ni idea de lo que es. Lo que está en juego es la vida de los hombres. No te metas en asuntos de hombres… No serías capaz.

—He hecho una temporada de bacalao negro en un palangrero —murmuro.

Rick el crabber se suaviza.

—Vale, sweetheart. Pero ¿qué diantres se te ha perdido allí? ¿Por qué quieres castigarte?

—Vosotros lo hacéis… ¿Por qué no tendría yo derecho a hacerlo?

—Tienes cosas mejores que hacer… Tener tu propia vida, un hogar, casarte, criar a tus hijos.

—Vi una película con mi patrón… Las nasas gigantes que caían al mar… El océano borboteaba, era como estar en las entrañas mismas de un volcán, las olas formaban unos tubos negros, aquello parecía lava, no se detenía nunca… Me atraía. Yo también quiero experimentarlo. Allí es donde está la vida.

La camarera nos trae dos cervezas. Rick se queda callado.

—Quiero luchar —continúo con un hilo de voz—, quiero ir a ver a la muerte de frente. Y tal vez regresar. Si es que soy capaz.

—O no regresar —murmura—. Allí no te encontrarás con una película, sino con la realidad, la de verdad. Y esta no te lo pondrá fácil. Es despiadada.

—Pero estaré en pie. Estaré viva, ¿no? Lucharé por mi vida. Es lo único que importa, ¿no? Resistir, ir más allá, superar. Todo eso.

Al fondo del local dos hombres se lían a tortas. La camarera los llama a capítulo. Se calman. Rick mira a lo lejos, con una leve sonrisa en los labios gordezuelos, y suspira.

—Esa es la razón que nos incita a todos a hacerlo. Resistir. Luchar por nuestra vida expuestos a unos elementos que siempre nos superarán, que siempre serán los más fuertes. El desafío, ir hasta el final, morir o sobrevivir. —Le da vueltas a una bola de tabaco y se la introduce entre el labio y la encía—. Pero es mejor que te busques un novio y que te quedes en un lugar calentito, al abrigo de todo eso.

—Me moriría de aburrimiento.

—Yo también me habría muerto de aburrimiento de haber tenido que elegir un trabajo fácil… —Suspira, sorbe la cerveza y sigue diciendo—: Aun así el barco no es vida, no tener nada que te pertenezca, que te utilicen de un barco a otro. Y tener que liar el petate, el petate de tu mísera vida, una y otra vez. Volver a empezar en cada ocasión… A fin de cuentas resulta agotador, desesperante y agotador.

—Habría que encontrar el equilibrio —le digo— entre la seguridad, el aburrimiento mortal y esta vida demasiado brutal.

—No existe —contesta—. Siempre es todo o nada.

—Es como la propia Alaska —prosigo—. Oscilamos continuamente entre la luz y la oscuridad. Ambas corren siempre y se persiguen, siempre hay una que quiere ganarle terreno a la otra, y pasamos del sol de medianoche a la larga noche de invierno.

—¿Sabías que ese era el motivo por el que los griegos llamaban al Gran Norte el país de la luz?

Niképhoros me pilla saliendo del bar. Una furgoneta negra frena delante del Breaker’s levantado una nube de polvo. Hermosos tanto una como el otro. Se asoma a la ventanilla y me llama, las sirenas de sus brazos parecen balancearse en las olas cada vez que tensa los músculos.

—¡Ven a dar una vuelta conmigo, Lili! Vamos a probar esta preciosidad…

—Tenía que ir al Alutik Lady —dudo—, a lo mejor hay trabajo encarnando.

—Luego te llevo, solo es una vuelta.

Subo. La música suena a todo volumen. Me alarga unos cigarrillos y arranca haciendo chirriar las ruedas. Me hundo en el asiento de escay violeta. Atravesamos la ciudad como locos, nos saltamos tres semáforos envueltos en un halo de luz, zigzagueamos entre dos niños en bicicleta. Niképhoros está exultante. El aire entra con fuerza por las ventanillas; él me alarga una cerveza tras abrirla entre sus muslos.

—¡Tienes una camioneta muy chula, Niképhoros!

—Acabo de llegar de Acapulco. Este año he ganado bastante…

—¿Has estado pescando allí?

Ríe sordamente. Los rizos negros le bailan sobre la frente abombada y las mejillas oscuras y atezadas. Su carnosa boca se abre descubriendo unos dientes muy blancos.

—Embarqué en un barco cuando no era más que un crío, me fui de Grecia con quince años… No he parado de pescar desde entonces. He surcado los sietes mares… De vez en cuando es bueno tomarse unas vacaciones. En Acapulco me lanzo desde lo alto del acantilado para los turistas.

Y al decir esto se despoja de la camiseta y la tira a la parte trasera. Los tatuajes de los brazos continúan por todo el torso. Infla el pecho, hace vibrar los pectorales, me mira y sonríe. Abandonamos el puerto, dejamos atrás la base de los guardacostas, Sargent Creek, Olds River, y seguimos por la carretera rumbo al sur.

—¿Adónde vamos Niképhoros?

—Al final de la carretera. De todos modos es la única. Una de dos, o te diriges al norte o te diriges al sur. Te llevo a donde brilla el sol. ¿Qué te parece México? Te enseñaré la Quebrada de Acapulco y daré el gran salto para ti.

—¿Saltas desde muy alto?

—Desde unos ciento quince pies… —dice riéndose otra vez—. Lo más difícil no es la altura, sino calcular cuánto tardarás en llegar al mismo tiempo que la ola… Si fallas, te estampas contra la roca.

—Oh… Y yo que me creía buena por subir a lo alto del mástil.

Circulamos durante largo rato. Hasta el final de la carretera. Niképhoros aparca la camioneta en un claro. Los abetos de Douglas se entremezclan con las píceas y las altas tsugas. Los amentos púrpura de los alisos rojos cuelgan en gruesos racimos a la vera del camino. Un olor a musgo y a setas asciende en el halo de la noche, unos fragmentos dorados. Ha cesado la música. Tomamos otra cerveza y nos fumamos unos cigarrillos. El monte alto es tupido y oscuro.

—Qué silencioso está todo, Niképhoros. ¿No hay pájaros?

No me escucha, la mirada le brilla, tiene un brazo puesto alrededor de mi asiento y con el otro se acaricia el hermoso pecho cubierto de vello que recuerda a un pelaje sedoso. Su sonrisa se hace más vaga.

—Niképhoros, debería volver. Tengo que ir a ver ese barco.

—¿Quieres un barco…? Elige uno, yo te lo compro. Iremos juntos a pescar. Tú serás el capitán, yo el marinero.

—Quiero volver, venga Niképhoros, arranca…

Al menos treinta millas para volver al puerto. Oteo los bosques opacos. ¿Habrá osos? Niképhoros no dice ni mu. Ha encendido otro cigarrillo y me pone una mano en el hombro. La cólera se adueña de mí, de una manera tan súbita como brutal. Abro la portezuela y me apeo de la camioneta cerrándola de golpe. Doy patadas a las piedras de la carretera. La camioneta se pone por fin en marcha, la tengo a mi espalda.

—No te cabrees, Lili… Sube, ¡deprisa!

—¡Que te zurzan! —le contesto tirando una piedra a la cuneta.

El sureño se ha ofendido. Lo oigo gritar a mi espalda.

Fuck you! Pero bueno, Lili, ¡que vuelvas!

Ando con paso furioso por el camino. Él insiste, el motor ruge, luego se calma, yo continúo, cuando la camioneta me adelanta, temo que me atropelle, pero da marcha atrás y se pone a mi altura, solo intentaba cerrarme el paso… Entonces levanto los ojos hacia Niképhoros y solo tengo ganas de reír. Subo a la camioneta. Él también sonríe.

—Me has faltado al respeto, Lili —me dice con severidad, la mirada fruncida vuelta hacia la carretera.

—¡Pero si yo te respeto, Niképhoros!

Me hace un ademán para que me calle y me alarga un mango que extrae del morral.

—Anda, prepáralo, por favor.

Saco la navaja que pende de mi cuello, parto la fruta por la mitad, la corto en forma de rombos, le paso la primera mitad. Sonríe, me pide que la muerda yo primero. Al hincar los dientes en la pulpa naranja y dulce, el jugo me resbala por la barbilla. Le devuelvo su parte y la muerde entornando los párpados. Regresamos en silencio. Me pongo derecha. Ambos sonreímos.

—¿Por qué te fuiste del Kayodie? —le pregunto cuando pasamos junto a los muelles de combustible.

Ríe con amargura. Su hermosa boca perfilada se hincha en una mueca desdeñosa.

—Cody está loco de remate… Estábamos de juerga en la bahía de Izhut cuando le dio otra vez eso (tuvo otro flashback), ya no sabía quién era, de buenas a primeras le dio por creer que era un vietcong y blandió la navaja. Entre tres nos las vimos y nos las deseamos para dominarlo… Salté a bordo del primer tender que pasó y me las piré. ¿Qué habrías hecho tú?

Es demasiado tarde para pasar por el barco cuando Niképhoros me deja en el puerto. Estoa de pleamar. Camino por el muelle hasta el albergue. Olor a cieno. Levanto la cabeza. Un cielo enrojecido forma olas. Sigo con la mirada el vuelo fluctuante de un dardabasí. Pasa muy bajo sobre la montaña, gira largamente sobre sí mismo y se abalanza sobre el suelo con las alas levantadas en forma de V. Entonces lo pierdo de vista.

El Morgan ha salido del astillero. Lo echan al mar una bonita mañana de septiembre. Dentro de dos días salimos a pescar fletanes. Estoy encarnando en cubierta cuando llega John. No me ha visto. Lo oigo vituperar a media voz. Dos marineros se burlan en la cubierta de al lado.

Hello, John! —lo saludo tímidamente.

Está avergonzado. Me entra la risa. Se deja caer a plomo sobre el cuartel de escotilla y se pasa una mano vacilante por la frente cerosa como si tratara de pensar con claridad.

—Vamos a llenar el depósito de gasóleo —dice—, quizá eso haga que me sienta mejor…

Le tiendo un brazo y lo ayudo a incorporarse. Se cae. Nos echamos a reír. Al fin consigue ponerse en pie y entra en la cabina. Los muchachos de al lado me hacen señas con la mano. John ha puesto el motor en marcha, yo guardo los cajones y suelto las amarras. Abandonamos el punto de amarre y estamos a dos dedos de destrozar tres cascos. El Morgan zigzaguea al salir de la ensenada y pone rumbo a alta mar. John hace virar el barco, roza la boya. Por el cielo corren nubes. Estoy contenta. Las gaviotas también están borrachas de dar vueltas en la luz, gritando en torno a las grandes cisternas blancas. John se ha recompuesto y atraca sin dificultad en los muelles. Aunque en realidad no hay nadie más. Desenrosco el tapón de llenado cuando John logra encontrar la llave. El empleado me alarga el surtidor y lo introduzco en el orificio y presiono. Un géiser de gasóleo me salpica la cara.

—Parece que el depósito estaba lleno… —dice John—. Si es así cojamos agua entonces…

Me limpio con un trapo de aspecto dudoso. Las nubes siguen corriendo sobre las montañas. Unos frailecillos pequeños vuelan a ras de las olas. El chillido lánguido de los pájaros se prolonga… Hace bueno. Nos sentamos en el cuartel de escotilla. John me alarga una cerveza.

—Había olvidado lo mucho que te quería —dice eructando—. Pero ahora tengo mujer, una novia buena… Se llama May.

—¿Como la primavera?

—Eso es, como la primavera. Pero eso no tiene que ver con nosotros: tú y yo somos artistas —continúa, cabeceando—: Me gustaría darte acero. Tú crearías con él. A gran tamaño. Muy grande.

—¿Por qué acero, John?

Entonces lanza un fuerte gemido y luego un grito. La cara se le crispa en un rictus doloroso. Parece que está llorando. Pero se echa a reír de repente. Me río con él. Me alarga otra cerveza. En el muelle, justo por encima de nosotros, una camioneta frena con violencia. Alzamos la cabeza: una mujer se apea de ella. Sus cabellos se arremolinan furiosamente con el viento. John palidece.

—¡John! Otra vez borracho… ¡Te doy una hora para que vuelvas a casa! ¡Y nada de volver a probar una sola gota de whisky, ni de cerveza!

La mujer se marcha como ha venido. La dársena vuelve a quedarse vacía. John guarda las cervezas. Agacha la cabeza y capea el temporal.

—¿Esa era May? —le pregunto.

—Sí, era May. Como la primavera. Venga, larga…

Suelto amarras. Regresamos a puerto. Es la hora a la que el albergue abre sus puertas.

Gordy me ve cuando estoy subiendo la cuesta. Llego al albergue, la radio anuncia una alerta por tsunami. Ya han evacuado Dutch Harbour.

—¡Vayamos todos al monte Pillar —grito—, así lo veremos llegar!

Los muchachos están de acuerdo.

—Aún no ha llegado —se ríe Jude—, os da tiempo a cenar antes.

Un grupo de mexicanos posa para la foto de espaldas al puerto. Me han pedido que me coloque delante; todos sonreímos al objetivo mientras imagino la ola a nuestra espalda, enorme, y a los muy pánfilos, risueños, a punto de verse sumergidos… Gordon nos interrumpe y me lleva a su casa, como la mala hija a la que se ha pillado dando vueltas por los barrios prohibidos. En ella hay un estanque, árboles y un pequeño hidroavión posado entre unos nenúfares.

—¿El avión es tuyo, Gordy?

Pero Gordon parece ofendido. Una libélula se ha posado en su cabeza. Su mujer me lleva a una habitación inmaculada. Aguardo a que se queden dormidos para huir entre las sombras. Aunque hace rato que la hora ha pasado, el guardián del albergue me deja entrar. Los muchachos duermen en el dormitorio superpoblado. Han retirado la alerta.

Pero a partir de ese día —pienso en ello y me entristece—, acudo a la llamada del albergue cada noche a las ocho… Toda esa comida lista y caliente que nos espera, que solo nos espera a nosotros, exclusivamente para nosotros, los bums… Los enormes pastelillos de crema, el termo de café y las galletas a voluntad… Y las duchas y las sábanas limpias, la cálida amistad de los hombres, su voz áspera y cariñosa y su penetrante olor. En definitiva, resulta desolador descubrir que una es tan débil, tan frágil, conmovida y desarmada ante unos alimentos; la abundancia, tanta abundancia y semejante calidez, y yo, que pronto sería pescadora de cangrejos…

Entonces me digo que no me quedará más remedio que volver a dormir en la primera chatarra que encuentre. Es una cuestión de orgullo, por lo que piensen Gordon y los demás, no me queda otra.