El ferry me llama constantemente. Brama en medio de la noche: Ven, Lili, ven… Y yo clavada en el puerto. Los barcos zarpan y regresan. El gran marinero me escribe desde Honolulú: Ven, Lili, ven… Tengamos de una vez por todas a nuestro ice cream baby… Y yo atada al muelle como un barco enfermo. Sentada en el muelle, con la calle, la Lavomatic, las duchas demasiado caras, el coffee-shop de las camareras bonitas, a mi espalda, y, más allá, el bar y la liquor store antes de las fábricas de conservas de Alaskan Seafood. Delante de mí, el puerto, la flota de barcos que zarpan y regresan. Las águilas planean en un cielo demasiado blanco, las gaviotas vienen y van y graznan, se burlan o gimen, clamores que se prolongan agudos y cansados, que se intensifican hasta morir con unos acordes tristes.

Yo, una inútil. Que ve partir los barcos, las mareas morir y renacer, que oye bramar el ferry dos veces por semana: «Ven, Lili, ven…». Que relee las cartas del gran marinero, escritas rápidamente en el dorso de unas viejas hojas de papel manchadas de grasa y cerveza: «Lili, amor mío, ven…». Que contempla las gaviotas las águilas y los barcos.

La isla ha cerrado sobre mí sus brazos de rocas negras. La verde ensenada de colinas me domina silenciosa y desnuda. Los epilobios en flor ondulan cual marea malva. La sombra del marinero que se acostó sobre mí no me ha abandonado desde que se fue, bajo esta llovizna suave, en un ferry blanco en la inmensa oscuridad de la noche. Permanece a mi lado cuando camino con dificultad por estas calles, pobladas por hombres altos con botas que van tambaleantes de un barco a otro, luego de un bar a otro, y regresan al mar con paso garboso y ágil.

Anochece otra vez. La isla vuelve a cerrar sobre nosotros la ensenada oscura de sus brazos. Camino por el muelle desierto, tomo la última pasarela, la marea está alta, recorro el pantalán hasta el seiner azul, el Lively June. Percibo ese olor tan querido a diésel e impermeable mojado, a café y mermelada. No tengo hambre. Me tiendo enseguida en la litera, apoyándome en el costado de madera rugosa de la proa. Todo está a oscuras. Alzo la cabeza. Las luces del puerto bailotean dibujando sombras. A través del ojo de buey del castillo se distingue un cielo muy oscuro y vasto. Oigo pisadas por el pantalán, gritos, el suave jadeo de la marea creciente contra el casco. Es la hora a la que el Arnie sale de la ensenada y el motor se hincha y luego disminuye; cuando eso ocurre, sé que el remolcador ha cruzado la bocana del puerto. Con los ojos abiertos, inmóvil, suspiro. El ferry me llama en medio de la noche… La noche en que el gran marinero se fue, el ferry lloró de esta manera, el sonido remoto de una sirena llamaba en la bruma, triste, tristísimo… «Ven, Lili, ven…». ¿Acaso me marcharé algún día?

Camino veinte metros por el muelle. El vetusto seiner de madera azul turquesa no se ha movido desde que nos fuimos, el antiguo barco de Gordon, adonde me llevó un día, cuando tuve que quedarme en tierra tras perder el puesto prometido a bordo: Lili la clandestina; el armador no quería correr ningún riesgo ante los de Inmigración.

Encuentro la llave escondida bajo el reborde de la pasarela. La puerta, que ha seguido hinchándose, resiste y gime. Desciendo los tres peldaños estrechos y me encuentro de nuevo en la guarida oscura. Huele a gasóleo, como de costumbre. Abro una alacena; queda algo de café, una lata de fruta en almíbar, tres latas de sopa. Unas galletas. Tiro el saco de dormir a una de las dos exiguas literas situadas en la proa del barco, que se estrechan aún más en los flancos húmedos a medida que avanzan hacia la roda. Con los pies en equilibrio en el filo de los catres, abro la butaca plegable y me subo a ella. Sentada frente a las pantallas agito las piernas en el vacío. Ante mí, la montaña imponente y verdísima, y más abajo, los mástiles, los barcos, el remolcador rojo que sale cada noche —cuando oyes el sonido del motor que viene a buscarte hasta tus sueños—, los muelles, el pantalán que conduce a los bares y a la ciudad. En derredor hay gaviotas por todas partes. Por encima, águilas. Entre ellas, cuervos.

La calle está blanca de luz. Marea baja. Al otro lado de la carretera, en el terraplén de tierra y rocas, no queda más que cieno. Al final de la calle, apoyados en el pequeño edificio cuadrado de los aseos públicos y la oficina de taxis, hay tres hombres sentados en la ribera verde. Hombres de la plaza. Esperan. Días semanas estaciones, hasta las seis, hora a la que el albergue abre sus puertas, y entonces llega la sopa, el café los pastelillos una buena ducha caliente y el dormitorio. De lejos reconozco a Stephen, el hombrecillo entrecano y achaparrado que me dijo que era investigador, un insigne físico, que está esperando un libro, «el libro» que su hija debe enviarle y no le envía… Pero ¿qué estará haciendo la hija, se habrá olvidado del padre? A su lado, un indio alto, sombrío y flaco, y el hombre rubio de rostro devastado. Murphy el gordo se une a ellos. Forman una mancha negra en el talud verde. Parecen águilas que se han posado ahí.

Los hombres del albergue… Esperan en la plaza, también en las orillas del puerto. Se aburren un poco. Hace mucho tiempo que renunciaron a la pesca. En ocasiones van de barco en barco para encarnar las líneas, así se ganan cuatro perras gordas para bebida o crack. Entonces beben para pasar el tiempo. Sablean al que acaba de llegar del mar. Si la pesca ha sido buena, este da sin contar demasiado. Los hombres de la plaza y los pescadores tienen la misma cara, tal vez algo más enrojecida y ajada en el caso de los primeros; hay más indios entre ellos, también mujeres. Las mujeres, por su parte, están cansadísimas, suelen quedarse dormidas, con la frente apoyada en el hombro de alguno que todavía no se ha caído ni ha salido rodando bajo un banco o por un parterre, o por la parte inferior del terraplén cuando baja la marea. Alcohol o crack. El gran marinero era amigo de todos ellos. Lo conocían y lo respetaban.

El gran marinero me llevaba al motel. Me acostaba en una cama. Se acostaba encima de mí. «Tell me a story», me pedía. «Oh, Dios…», murmuraba. La sombra de una sonrisa lánguida e incrédula le cruzaba el rostro de gran quemado. «Cuéntame una historia… Eres la mujer con la que quiero vivir siempre…, quiero follarte, amarte, estar contigo siempre, solo contigo… Quiero que me des un hijo. Cuéntame una historia…». Lo sentía grande y pesado sobre mí, lento y abrasador dentro de mí. «Sí —murmuraba yo—, sí». No me sabía ninguna historia… «Tell me a story». «Sí», le decía yo. Sus ojos de pedrería clavados en mí, sus ojos como puñales, salvajemente enamorados, sus ojos de fiera amarillos que no se despegaban de mí hasta que me hacían sucumbir. «Me gustaría que esto me matase», le decía yo. Y entonces él me mataba, detenidamente, con sus muslos robustos y potentes, sus lumbares de piedra, el venablo que hundía en mi interior, con el que apuñalaba de amor mi vientre pálido y terso, mis caderas estrechas, como dos amagos de alas pegadas a la tierra, clavadas a las sábanas blancas manchadas de ice cream. Con los ojos leonados, que no se despegaban de mí, los calculados arponazos, aquella lentitud, aquella quemazón. Su boca se hundía en mi cuello, su beso voraz me hacía temblar, toda mi vida me atravesaba en un largo estremecimiento, me subía hasta la garganta, abierta tal vez para ofrecerse mejor a aquellos dientes; él, el león; yo, la presa; él, el pescador; yo, el pez de blanco vientre.

Anochece de nuevo. La marea se aleja. Un ave grita en la escollera. Aguardo la sirena del ferry. Se llama Tustumena, el ferry.

Conocí al gran marinero en el mar. Gritaba ante las aguas grises, negras cuando se hacía de noche. «¡Último palangre!», «¡Ancla echada!», voceaba en medio del estrépito del motor, cuando la estela rugiente engullía el ancla oscura tras el extremo del último palangre, entre los graznidos de las gaviotas que trazaban nuestra estela en el cielo. El buque de acero negro ganaba velocidad. El gran marinero continuaba gritando. El pecho se le inflaba desmesuradamente y con aquella voz suya potente y terrible profería un último bramido. Gritaba, era el único frente al mar, de pie contra el océano inmenso, con los mechones sucios, apelmazados a causa del salitre, barriéndole la frente, la piel enrojecida, hinchada, los rasgos quemados y la mirada amarilla iluminada por unos destellos leonados… A la sazón me daba miedo, siempre me daba miedo, me colocaba a su sombra, dispuesta a apartarme, a desaparecer en cuanto hiciera el menor movimiento de retroceso. Seguía cada uno de sus gestos, le pasaba los pesados cajones, que me hacían tambalear, prendía una bolsa de piedras de cada palangre, los empalmaba con un nudo vuelta de escota que él siempre comprobaba sin proferir palabra, sin jamás esbozar una sonrisa.

He soñado que todo volvía a empezar. De nuevo el frío, el agua dentro de las botas, las noches de pesca, el mar oscuro y brutal como lava negra, mi rostro embadurnado de sangre, el vientre liso y pálido de los peces que abríamos, el Rebel más negro que la noche, rugiente, sumergiéndose en un terciopelo helado, las tripas esparcidas por la cubierta. Las horas desfilaban, el tiempo carecía de sentido. El gran marinero gritaba, aún de pie y solo frente al océano. Y yo había decidido que todo sería así siempre, que navegaríamos por la tinta la noche y el terciopelo con una estela de aves pálidas y chillonas a la zaga; que no regresaríamos nunca, que no volveríamos a ver tierra firme jamás, y todo ello hasta la extenuación, permanecería junto al hombre que grita para verlo oírlo siempre, y seguirlo en la alocada carrera, pero jamás lo tocaría, tocarlo ni siquiera se me pasaba por la cabeza.

Tal vez un día la temporada llegaría a su fin y todos abandonarían el barco. Pero me había olvidado de eso.