Luis y Jesús no estaban presentes. Me estremecí cuando los hombres largaron amarras y noté cómo el Rebel se ponía de nuevo en movimiento hacia alta mar; me atravesó una corriente de pánico. Respiré con fuerza y volví la cabeza hacia el mar. Se me pasó. Me di cuenta de que tenía que mantener la confianza en ellos, siempre, pasara lo que pasase. Zarpamos. Adujé los cabos y los guardé en el arcón. Jude parecía aliviado de haberse hecho a la mar de nuevo. El pecho se le ensanchó. Se irguió y tensó la barbilla, que ahora llevaba levantada. Volvía a ser el hombre león, y yo bajé los ojos ante su mirada. Jude contemplaba el mar en lontananza, más allá de los estrechos de todos los continentes del mundo. Después estuvo escupiendo un buen rato y se sonó la nariz con dos dedos.
Hemos reanudado las faenas. La marejada nos zarandea. Llega en olas amplias y largas desde donde alcanza la vista. Simon ha cogido la litera de Jesús. Me ha dejado el suelo. Me he acostumbrado, es mi sitio a bordo, bajo los múltiples ventanales por los que siempre veo el cielo. Los hombres duermen, abandonados los cuerpos, desparramadas las extremidades en las cálidas entrañas del barco, con el rugido sordo de los motores, el olor denso y húmedo de la ropa que no se han quitado, el hedor acre de los calcetines tirados en el suelo.
Se me hincha la mano. Enrojece. Pescamos. Los hombres escrutan el mar silenciosamente. Los peces se han ido a otra parte. El mar parece vacío y nos agotamos en vano. Jude ha traído un viejo radiocasete y lo ha atado a una columna de acero. Una música country suave y triste mece las interminables horas que pasamos encarnando. El cielo se despeja una tarde. Frente a mí está el hombre león, con el muslo flexionado contra el pecho y el pie derecho encima de la mesa para descansar las lumbares, desenredando con paciente obstinación un palangre que el mar nos ha devuelto hecho un montón de nudos. Un rayo de sol se posa en su frente, le ilumina la sucia melena, le arrebola los pómulos ya quemados. Tiene restos de sal pegados en los párpados y suspendidos de las pestañas. La luz del atardecer se derrama sobre nosotros y la música emana en forma de olas con el vaivén regular del agua sobre la cubierta, que se derrama por los imbornales y resurge al instante cuando el barco oscila, rumor de resaca, un soplo lento, el ritmo uniforme del flujo y el reflujo. Canto de eternidad. Vuelvo la cabeza hacia el mar, que se torna rojizo bajo los últimos cobres del ocaso. Tal vez naveguemos siempre así, hasta el final de los tiempos, por el océano enrojecido, hacia el cielo abierto, una delirante y soberbia carrera por ningún lugar, por el todo, con el corazón ardiendo y los pies helados, escoltados por una bandada de escandalosas gaviotas, con un gran marinero en cubierta, el rostro apaciguado, casi dulce. En algún lugar sigue habiendo… ciudades, muros, multitudes ciegas. Pero eso ya no existe para nosotros. Para nosotros, nada más. Salvo avanzar por el gran desierto, entre el cielo y las dunas en constante movimiento.
Y seguimos encarnando durante horas y horas, hasta que se hace completamente de noche, trazando una ruta de espuma, esa estela efímera que rasga el oleaje y desaparece nada más formarse, dejando el anchuroso mar virgen y azul, negro después.
Tengo la mano enrojecida y tumefacta. Pienso en el hospital al que no quise ir. Por unas palomitas, por vagar por la ciudad y tomarme un par de cañas con los chicos… Jude me sorprende vaciando el frasco de aspirinas.
—¿Te duele?
—Un poco.
Y luego en cubierta, cuando apunto una mueca de dolor y dejo escapar un anzuelo. Los ojos amarillos me observan.
—Enséñame la mano. —Jude mira mi piel cárdena y tirante—. Tengo algo para las infecciones…
Más tarde me lleva hasta su litera, extrae un botiquín de detrás del traje de supervivencia que le hace las veces de almohada, saca meticulosamente todo tipo de tubos y frascos y elige dos de ellos.
—Tómate esto, penicilina, y esto…, cefalexina. Es bueno contra todos los gérmenes que se pillan en el mar.
Me muestra las cicatrices blancas de sus dedos nudosos. Me habla de los anzuelos que se ha clavado, de las cuchilladas y las heridas que se ha hecho faenando. Miro esas manos que le producen tanto dolor que lo despiertan por la noche. No me siento orgullosa, no soy más que una mujercita flaca que ha huido de un pueblo polvoriento y lejano. Escondo la mano en la manga sucia. Para ser digna de permanecer a bordo cerca de Jude, no me quejaré nunca. Por su respeto, estoy dispuesta a morir.
—Lili, por cierto, ¿qué tal la mano, bien?
He dejado un brazo sobre la mesa como quien no quiere la cosa. Estamos comiendo.
—Sí —le contesto a Ian, que mira hacia otro lado.
Albergaba la esperanza de que alguien lo viera, pero nadie ha reparado en él. Excepto los ojos amarillos, que doblan la dosis de penicilina.
El viento y el frío arrecian aún más. Arrodillada en cubierta, me afano por desenredar un palangre. Mis guantes, agujereados desde hace mucho, están llenos de un jugo glacial de calamares podridos y agua salobre. He tenido que agacharme para no caerme. Lloro de rabia y de dolor. La lluvia oculta mis lágrimas. Por fin llega el descanso y el patrón se dirige a nosotros:
—Chicos, entrad en calor. Comed. Recuperad fuerzas. Esta noche no descansaremos. El tiempo apremia.
«De modo que voy a morir», pienso. Veo ráfagas de agua crepitando contra los cristales y rompiendo en cubierta. Las punzadas han alcanzado el hombro. He dejado de mirarme esta mano deforme, con la piel tensa a punto de estallar. Me termino el café. Tenemos que regresar. Los chicos se levantan. Los sigo. Retomamos la pesca. Trabajamos en medio de la grisura, cielo y mar se confunden. Los hombres apenas gritan, realizan movimientos mecánicos y precisos, con la mente pronto tan entumecida como el cuerpo. La bruma se adensa hasta volverse opaca. Entonces se hace de noche. No hemos parado. El barco sigue su rumbo.
A las tres, Ian nos pide que entremos.
—Ya es suficiente por hoy.
—Pero si dijiste que…
—Sigue tú sola si quieres.
A los hombres solo les quedan fuerzas para reír. Van desapareciendo uno a uno por el camarote, en dirección a las literas, donde se hunden, deshechos. Vuelvo a mi pedazo de suelo bajo la mirada cariñosamente burlona de Dave.
—Buenas noches, francesita… ¿Sabes que te las apañas cada vez mejor?
—Buenas noches —murmuro.
Estoy perdiendo la batalla. No tardará en ocurrir algo. Sepulto la cabeza bajo el saco de dormir. Me gustaría berrear como un niño. Me muerdo esta muñeca que tanto me hace sufrir. Me gustaría arrancármela, ser libre de nuevo, estar abierta a todas las posibilidades, como en los primeros tiempos a bordo. No consigo conciliar el sueño, o tan solo a intervalos confusos. Sigo las diferentes guardias de los hombres. Estas se suceden en una dolorosa duermevela. A las siete el patrón se pone de nuevo al timón. Tenemos que volver al trabajo. Empujo la puerta que conduce a la cubierta, pero Jude me retiene.
—Enséñame la mano… No puedes seguir trabajando. Tienes que enseñársela a Ian.
—Me mandará a tierra.
Aparto la mirada de la suya y la clavo en la puntera de mis botas.
—Tienes que decírselo al patrón.
—No —contesto agitando la cabeza con obstinación—. Me mandará a tierra.
—Si no se lo dices tú, lo haré yo.
Vuelven los dos juntos. Ian frunce el ceño.
—¿Por qué demonios no me habías dicho nada?
—Creía que se me pasaría… Jude me ha dado antibióticos.
—Dice que no quiere volver a tierra —murmura Jude.
Los hombres han retomado las faenas en cubierta. Fuera hace un tiempo gélido y brutal. Dave me ha prestado su litera y su walkman. Pronto volveré a reunirme con ellos, cuidan de mí y se me curará la mano. He aguantado como una jabata. Jesse ha dicho que era «Super Tough», como las botas de pesca auténticas de dicha marca. Me han dejado una litera… Mi corazón se ensancha de gratitud.
El retrete se anega de agua. Retiro los trapos con los que alguien ha llenado la taza del váter, me siento y recibo un chorro de agua del mar. Me levanto con el culo empapado. El barco va hasta los topes y un reflujo sube con violencia cada vez que atravesamos el seno de una ola. Me veo en el espejo, bajo la luz demasiado blanca del neón. En la comisura de los ojos y en los pómulos se descascarillan unos churretes finos y blancos. Mi mano sigue envuelta en una maraña de lazos y nudos endurecidos por la sal, pegados entre sí por la espuma y la sangre seca. Al pasarme los dedos por la melena desgreñada descubro la línea roja. Esta arranca en la palma de la mano y sube hasta la axila. Entonces recuerdo que uno muere cuando la línea le llega al corazón.
Contemplo las aves que dan vueltas sobre la proa del barco, una nube gimiente y fatigada. La enorme ancla herrumbrosa parece hender la bruma. Unas olas amenazadoras avanzan con nosotros. El patrón descuelga el transmisor. Busca un rato entre las ondas para comunicar con el hospital y después llama a los barcos de los alrededores.
—Prepara tus cosas, tu saco de dormir. Lo mínimo. Recogerás el resto más adelante. El Venturous va camino de Kodiak para descargar. Subimos los aparejos a bordo y salimos corriendo a su encuentro. Es una suerte. Hemos perdido demasiado dinero esta temporada. No podemos permitirnos volver tan pronto.
El tipo alto y flaco no se explaya demasiado. Se ablanda un poco.
—Ve a acostarte, todavía tardaremos dos o tres horas.
Agacho la cabeza y vuelvo a la litera. El mar me acuna. Lo he perdido todo. Lejos del barco y del calor de los hombres me sentiré como un animal huérfano, una hoja a merced del viento y del insoportable frío del exterior. Oigo a los hombres en cubierta. Aún no los he perdido. Me planteo esconderme… Pero eso no solucionaría nada, ya no me quieren a bordo. Uno no se queda con una inútil que acabaría muriendo en un armario. Pero tal vez muera antes. Si la línea alcanza el corazón antes de que terminen de virar los palangres.
El Venturous ya no está lejos. He vuelto a subir al puente. Ian está al mando, con Dave a su lado. Llevo el saco de dormir y el pequeño petate. Me aplasto las lágrimas con la mano ilesa. El patrón me mira con ternura.
—¿Llevas dinero?
—Sí —sollozo—, tengo cincuenta dólares.
—Toma otros cincuenta… y atiende bien —dice despacio—: si dentro de dos o tres días está la cosa resuelta, puedes volver con nosotros. Ve a la fábrica, dirígete a las oficinas, nos comunicamos con ellos por radio a diario. Les dices que necesitas volver al Rebel, que formas parte de la tripulación. Te encontrarán un barco que vuelva por esta zona.
—Sí —contesto.
Me enjugo la cara con una manga sucia. Me sorbo la nariz.
—¿Adónde puedo ir a dormir? —le pregunto otra vez, como el primer día.
—Ve al shelter, el albergue del hermano Francis, o no, mejor ve al local donde estuvimos reparando las líneas. En él se aloja Steve, el mecánico de Andy, un buen muchacho. Seguro que lo has visto por allí… ¿Te acordarás de todo?
—Creo que sí.
Los dos hombres me miran con triste dulzura.
—Te echaremos de menos —dice Dave.
No respondo. Sé perfectamente que está mintiendo. ¿Cómo es posible que vayan a echar de menos a alguien que ha fallado a los demás? Me trata como si fuera una niña. No como a una trabajadora del mar. Sentada en un rincón del puente, como tiempo atrás, durante las primeras mañanas a bordo, clavo los ojos en el mar sin pronunciar una palabra. El Venturous no tarda en aparecer.
Y salté a las aguas grises. El mar estaba alborotado, gruesos ribetes de espuma se deslizaban con las olas. El enorme buque se acercó al Rebel cuanto le fue posible. Jude, inclinado en la proa, abofeteado por los rociones y las ráfagas de agua, mantenía las boyas entre los dos gigantes, una maniobra peligrosa debido a la violencia de las olas. El patrón me dio un abrazo; Dave un fuerte apretón de manos; Jesse, que nunca se despegaba del chaleco salvavidas cuando trabajaba en cubierta, me lo puso alrededor del pecho. Volví la cabeza hacia ellos una última vez y luego hacia el hombre león congestionado por el esfuerzo, pensé que no volvería a verlos nunca más, y me lanzaron al Venturous como si el barco me expulsara. Enfrente aguardaban tres hombres con los brazos abiertos, inclinados sobre la regala, preparados para sujetarme si resbalaba. No resbalé. Instantes después nos dirigíamos hacia Kodiak.
En el Venturous nadie grita. Brian, el patrón, un hombre alto, me sirve un café. Posa en mí unos ojos castaños y pensativos. Me da una galleta.
—Acabo de hacerlas —comenta.
—Quiero volver a pescar —le digo—. ¿Cree que me dejarán marchar?
No lo sabe. No debo preocuparme, ahora lo que tengo que hacer es descansar, barcos siempre habrá. Pero yo pienso en el Rebel, que a esta hora navega hacia el horizonte. Me como la galleta. Brian se coloca de espaldas a mí y se inclina sobre los fogones. En los mamparos hay colgadas unas fotografías bonitas: el Venturous recubierto de hielo, hombres rompiéndolo, un niño sonriendo con la boca desdentada en una playa, una mujer riendo bajo un paraguas… Un hombre se sienta a la mesa. Es aún más alto, pero rubio. Lleva el pelo recogido con una bandana roja.
—Este es Terry, el observer[15] —me dice Brian—. Trabaja para el gobierno y controla nuestras capturas.
—Deberías dormir un poco —me sugiere el hombre—. Si quieres te presto mi litera.
—¿No estoy demasiado sucia?
—No, no lo estás. —Se ríe.
Su litera huele a loción de afeitar. Hay incluso un ojo de buey. Observo las olas oscuras rompiendo bajo un cielo encapotado. En ocasiones entra alguien y luego sale. No abro los ojos por temor a cruzarme con la mirada de un hombre que regrese de cubierta. Fuera debe de hacer mucho frío. A bordo la gente es amable. Me han prestado una litera. Me dejan dormir mientras ellos trabajan. ¿Cuánto falta para llegar a Kodiak, cuántas horas, cuántos días? ¿Llegaremos antes de que la línea roja alcance el corazón? La frente me arde. Me han dado café y una galleta.
Me despierto. Ha anochecido. Las punzadas bajo la axila se agudizan. Por el ojo de buey solo veo la oscuridad y la cresta blanca de las olas, que parecen avanzar presurosas. Me flaquean las piernas apenas me levanto. Los hombres siguen pescando. El observer está en el pasillo.
—¿La línea roja suele llegar deprisa al corazón? —le pregunto.
—Sé algo de medicina también —me dice sonriendo amablemente—, déjame que la vea… Vamos al baño, hay más luz.
Lo sigo. Cierra la puerta. Me levanta los incontables jerséis y sudaderas que llevo puestos unos encima de otros. Me palpa los ganglios del codo, los de la axila. Noto la suavidad de sus bonitas manos sobre mi piel. Alzo los ojos porque es altísimo. Lo miro con confianza. Lo escucho. Él también cuida de mí.
—No estás gorda —dice.
Bajo la mirada hacia mi torso blanco. Las costillas forman una sombra azulenca en el nacimiento de los senos. Observo este cuerpo con extrañeza, había olvidado lo liviano que era. Me recoloca los jerséis atropelladamente. Alguien ha entrado. Sin saber por qué, me siento avergonzada.
Volvemos al comedor. Una chica se sirve café y nos ofrece uno. Miro en derredor. Me fijo en las fotografías y las notas que recubren los mamparos. Me siento como en una casa calentita. La chica cuelga los guantes por encima de la cocina y se pone crema en la cara, luego en las manos. Observo maravillada su cabello limpio y bien recogido, la piel extraordinariamente tersa del rostro, los dedos blancos y esbeltos. Parece no tenerle miedo a nadie. Después llega un chico de la sala de máquinas. Lleva un balde lleno de aceite negro. Me hago a un lado en el banco. Frunce unas cejas pelirrojas en su cara menuda. Es muy joven. Otros hombres empujan la puerta dejando pasar el viento unos instantes. Se soplan las manos abotargadas y rojas. Cada cual se sirve café y va a sentarse a la mesa. Una mujer desciende del puente, cruza unas palabras con el patrón, este desliza un dedo lento por la mejilla y los labios de ella y se despereza largamente antes de subir a reemplazarla. Ella se prepara un té y se sienta con nosotros. Los hombres quieren ver mi herida y la línea roja.
—Está haciendo sus pinitos en el oficio —dice uno de ellos.
Todos cuentan unas anécdotas espantosas sobre heridas infectadas, miembros arrancados, rostros desfigurados por anzuelos de cuatro puntas en acero.
—La suya no está nada mal… —observa otro.
Las mujeres asienten. Me pongo colorada. Me siento orgullosa.
—Es hora de volver a tierra —dice el joven de las cejas pelirrojas—, llevamos tres días sin cigarrillos.
—¡A mí aún me quedan muchos! —exclamo sacando trabajosamente una cajetilla arrugada de la manga. Sonríe por primera vez.
—Vamos a fumarnos uno a cubierta.
Un hombre sale con nosotros. Las ráfagas de agua nos obligan a colocarnos bajo el toldo. Los dos hombres fuman dando profundas caladas. El marinero pelirrojo, Jason, apura el cigarrillo y enciende otro al instante. Deja escapar un largo suspiro de alivio. El otro entra. Sopla un aire glacial. Pienso en los rostros de los hombres a bordo del Rebel, que el frío ha de estar devorando a estas alturas. ¿Ya se habrán olvidado de mí?
—Quiero regresar al Rebel —le digo a Jason—, ¿crees que me dejarán ingresada mucho tiempo?
—A lo mejor no te ingresan, igual solo te ponen una inyección, te dan un par de comprimidos y mañana podrás irte. El mismo Venturous podrá llevarte de vuelta al Rebel, pescamos en el mismo sector. Y si necesitas quedarte varios días en tierra, siempre puedes alojarte en el Milky Way. El Milky Way es mi barco, lo compré con la paga de crabber[16] del invierno pasado. —Al decirlo, sonríe ferozmente—. Veintiocho pies… Todo de madera. Pronto saldré a pescar en él, quizá bueyes de mar… Brian me pasará un par de nasas. —El tono de su voz suena entrecortado y los ojos le brillan mientras observa el mar. Se vuelve hacia mí—. Soy igual que tú, sabes, no soy de aquí. Crecí en el este, en Tennessee. No estaba haciendo nada con mi vida. Un día lie los bártulos, me despedí de todo el mundo y me largué… Vine por los osos, los más grandes del mundo, esto me gustó… Brian me contrató para la pesca del cangrejo. Y ahora lo único que quiero es pescar. —Se le vuelven a iluminar los ojos, emite algo así como un ligero rugido, pero de cachorro de león—. El frío, el viento, las olas en toda la jeta, y todo eso durante días, noches… ¡Luchar! ¡Matar peces!
Matar peces… No contesto. Ya no sé hacerlo. Volvemos a entrar al calor del comedor. Algunos hombres se han ido a dormir. La mujer del patrón está comiendo. El observer guarda silencio. La chica guapa se está tomando un té. Me piden que les hable de Francia.
—En mi país dicen que los norteamericanos son como niños grandes —digo.
Los ojos de Jason resplandecen de nuevo bajo las pestañas transparentes.
—¡Pues entonces los de Alaska son los niños más salvajes! —dice, y se echa a reír como si fuera a morder a alguien—. Está previsto que el Venturous llegue avanzada la noche —sigue diciendo—. Yo mismo te llevaré al hospital. Preferiría llevarte a que te tomaras un par de white russians al Tony’s, los hacen buenísimos, pero otra vez será, amiga. Te lo prometo.
Cogemos un taxi nada más llegar a puerto. El taxista es filipino. Sus ojos negros relucen en la oscuridad.
—¿Qué tal la pesca? —pregunta.
De fondo se oye el chisporroteo de la radio: lo llaman para otro trayecto. Toma nota.
—No podemos quejarnos —contesta Jason—, esta vez hemos rebasado las veinte mil libras. Pero mi amiga se ha lastimado. Tiene que ir al hospital para que la curen deprisa, la necesitan a bordo.
Sonrío envuelta en la sombra. Dejamos atrás la ciudad y sus luces, los bares, que brillan. El taxi se adentra entre las grandes hileras de árboles. El cielo es profundo por encima de nuestras cabezas. Aprieto el saco de dormir entre los muslos, el petate contra mí. Reconozco la carretera de tierra que conducía al local donde trabajamos con las líneas. El taxi aminora la velocidad, dobla a la izquierda. En la linde de un bosque, un edificio de madera blanca iluminado por dos farolas. Jason no me deja pagar.
—Hasta pronto, amigo —le dice al taxista.
El pequeño hospital se encuentra desierto. Jason me ha dejado en la sala de espera. Enseguida me atiende una enfermera.
—Por fin ha llegado… Empezábamos a preocuparnos.
—¿Cuándo podré salir de nuevo a pescar?
Me acuestan en una camilla. Dos enfermeras me examinan la mano y el brazo minuciosamente, me palpan los ganglios de las axilas. Me ponen una inyección de antibióticos.
—¿Cree que podré salir de aquí mañana?
Las mujeres sonríen.
—Ya veremos… Ya era hora de que llegara. Estábamos muy preocupados. Se puede morir muy deprisa por envenenamiento de la sangre, sabe.
—Sí, lo sé… Pero ¿cuánto tiempo me tendrán ingresada?
—Dos o tres días tal vez —responde una de ellas.
—Pero díganos, ¿es cierto que la arrojaron al mar con un traje de supervivencia para que pasase de un barco al otro? —pregunta la otra.
Me hacen una radiografía. En el hueso del pulgar se me ha quedado clavada una espina caudal.
—Hay que esperar a que la infección remita antes de extraerla —dice el médico.
Esta noche no iré a tomarme ningún white russian. Jason se ha ido. Estoy sola en una habitación, entre unas sábanas muy limpias y blancas. La enfermera me pone un gotero. Es delicada y lenta. Ahueca una almohada, me dice que no me preocupe. Se dispone a salir.
—¿Cuándo podré irme?
Se vuelve, no lo sabe.
—¿Mañana?
—Tal vez… —contesta.
Me quedo dormida. Pienso en el Rebel, en los hombres adormecidos en su vientre, en el ruido de los motores como un corazón enfurecido, y en ellos, que habitan ese vientre y ese corazón en medio del interminable balanceo del oleaje. En el que está de guardia. Tengo frío, sola en tierra firme. Me han separado de ellos y heme aquí de pronto alejada de ese tiempo irreal en que pescábamos juntos. Pienso en el canto de las olas y en los largos estremecimientos de la marejada, tambaleantes el océano y el cielo. Aquí todo está inmóvil.
Ya ha amanecido. Viene a verme un médico. Intenta hacerme reír, me ha traído unos cigarrillos.
—Llévese el gotero con usted y váyase a fumar afuera. Tendrá que quedarse un poco más con nosotros. No podemos dejar que se vaya usted de aquí con eso en la mano.
—No suelo fumar mucho.
—Ande, aun así vaya a fumar, le sentará bien.
Se está bien bajo los pinos oscuros. Adivino el océano tras los árboles. Enciendo un cigarrillo y de repente aparece Jason. Se apea de un taxi que ha dejado el motor encendido. En las manos sostiene un libro y un pedazo de cuerda, me los tiende.
—Toma, es para ti… Para que aprendas a hacer los nudos marineros. No puedo quedarme más tiempo, el Venturous está a punto de zarpar del puerto y ya se me ha hecho tarde…
A pesar de todo acepta un cigarrillo.
—Volveremos a vernos, prometido… En el puertecito de la bahía de los Perros, tercer pontón, el Milky Way… Ánimo, amiga, avisaré a los del Rebel por radio. También les diré que pronto regresarás.
Jason se ha marchado de nuevo. No quedan más que la carretera vacía y los altos pinos oscuros. Regreso a la habitación. Por la ventana se distinguen las gaviotas. Me vuelvo a acostar. Espero.
El timbre del teléfono resuena en el silencio de las cuatro paredes. Lo cojo con la esperanza estúpida de que sea el tipo alto y flaco, que llama desde el puente.
—¡¿Diga?! —exclamo.
—Hola, la llamo de Inmigración… —me responde una voz impersonal de hombre—. Nos hemos enterado de que está trabajando ilegalmente a bordo de un pesquero…
Doy un respingo, recorro la habitación con la mirada, vuelvo a posar los ojos en el brazo, el gotero es una cadena que me ata a estas paredes.
—No, no es cierto… Nada de eso… —farfullo.
El pescador de Seattle se ríe a carcajadas al otro lado del teléfono.
—No se debe… nunca se debe hacer algo así —balbuceo, y la voz se me llena de lágrimas.
Se deshace en disculpas antes de colgar. Permanezco junto a la ventana hasta que el cielo se oscurece. No me han llamado del Rebel.
Me traen una hamburguesa, una ensalada y un pastelillo rojo y cremoso. Lloro en silencio sobre el pastelillo. El Rebel se aleja cada día más. No volverán a aceptarme a bordo. Ya no les pregunto nada a las enfermeras. Pierdo la esperanza de que me liberen. Solo me traen comida. Goteros. Cigarrillos. Por la noche siento frío. Gimo en sueños.
Una mañana, sin embargo, me dejan salir. Pero tengo que volver tres veces al día para los cuidados. Me pinchan una cánula de plástico blanco en el dorso de la mano. La espina sigue ahí. Las enfermeras se quedan mirándome como madres mientras me alejo.
—¿Tiene un sitio calentito y limpio en el que quedarse? Esperemos al menos que no vaya al albergue del hermano Francis.
—No, qué va. El patrón me dijo que fuera a la nave en la que trabajábamos para el barco. Hay un cuartito.
Y me voy con la blanca claridad del día. El petate choca contra mis caderas, aprieto el saco de dormir entre los brazos. La lluvia empieza a caer en gotas finas y apretadas. Aligero el paso hacia el camino de tierra que se aprecia en la curva.