Cruzamos la estrecha bocana del puerto, pasamos las primeras boyas. Se está tan bien entre todos estos gritos… En el puerto brillaba un sol casi tibio, pero en cuanto abandonamos el abrigo de la escollera, la brisa nos pone la piel de gallina erizándonos los brazos desnudos, nos mete el pelo en los ojos y me embriaga con ese olor a algas, esos aromas ásperos y potentes como una llamada hacia el mar abierto. La risa en cascada de las gaviotas enloquecidas sube in crescendo. Rebasamos los depósitos blancos de los muelles de combustible. Los hombres se afanan por despejar la cubierta de proa. Simon y yo, y tres estudiantes que Ian ha contratado para un día de trabajo, encarnamos. Al poco llegamos a las conserveras. El barco aminora la marcha. El patrón realiza una compleja maniobra para meterse entre el Midnight Sun y el Topaz. Los muchachos amarran el Rebel a los pilares de madera, en torno a los cuales flota una espuma sucia. Un operario mexicano grita algo desde el muelle y guía hasta nosotros un enorme tubo de plástico. Dave se ha puesto el impermeable y salta a la bodega. Jude dirige el tubo hacia Dave, que lo agarra. «¡Hecho!», grita. Entonces el tubo escupe varias toneladas de hielo picado que Dave va dirigiendo cuidadosamente hacia cada rincón de la bodega. Se diría que estuviera atrapado en una ventisca.

Cargamos las provisiones que el Safeway nos ha traído hasta el pantalán. Dave se regocija ante la pila de palangres listos para ser arrojados al agua. Simon se pavonea al coger la factura del repartidor. Un hombre de mediana edad sube a bordo y tira su bolsa en cubierta.

—Hola, chicos… Soy Joey, el nuevo marinero para la pesca del fletán.

A continuación entra en el camarote para dejar su equipaje. Jude ha salido a por cigarrillos. El patrón ha debido de ir a llamar a Oklahoma. Jesse se fuma un porro en la sala de máquinas. Doy vueltas y más vueltas por cubierta sin saber qué hacer con mis manos.

—Espero que llenemos la bodega, que pillemos a esos condenados bastardos —dice Dave.

—Yo espero que no gritéis demasiado —contesto.

Se echa a reír. Jude ha vuelto. El patrón salta a bordo instantes después.

—Nos largamos, chicos. ¡Fuera amarras!

Son las nueve de la noche. La ciudad se aleja. El sol baña la cubierta y dora la frontera del cielo con la montaña verde, la arena blanca de las remotas playas del sur.

—Un día iré allí —pienso en voz alta—. No llevaré más que el petate y el saco de dormir. Iré cuando se termine la pesca, después de Point Barrow.

—Te recomiendo que lleves un revólver. Hay osos.

Joey está de pie junto a mí. Sonríe con amabilidad… Me fijo en el hombre achaparrado, con la cabeza enterrada entre los hombros como para concentrar su fuerza en ellos, y ojos negros hundidos profundamente en las órbitas, alojados entre unos párpados oblicuos y ojeras de fatiga.

—Las madres grizzly son peligrosas en verano. Un día estaba cazando corzos… —Se queda callado, prosigue—: Soy nativo de la isla, de Akhiok, un pueblo del sur, conozco esas montañas como la palma de mi mano. Es arriesgado marcharte sola, sobre todo si no lo has hecho nunca. Si quieres podría acompañarte. Te enseñaría cómo y sobre todo hacia dónde apuntar. Cuando el oso se abalanza sobre ti no puedes permitirte ningún fallo. Si le disparas al cráneo estás muerta.

—Ah —contesto.

—¿No ha sido demasiado dura la primera temporada de bacalao?

—Dicen que lo más duro es la pesca del cangrejo.

—Ya lo creo. Un año perdí a siete miembros de mi familia. Todos a bordo de distintos barcos. En el mar de Bering.

—A lo mejor voy este invierno. El patrón me llevará con él si hace la temporada —digo a media voz.

Joey permanece un momento en silencio sin apartar la vista de las crestas.

—Espero que no vayas —murmura—. No le deseo ese infierno a nadie.

—Otros van, también mujeres, ¿por qué yo no?

—Porque eres pequeña, no sabes nada al respecto y nadie te obliga a hacerlo. Espero que el gilipollas de tu patrón no regrese de Oklahoma… ¡Que se vaya al diablo!

—Parece que no te cae muy bien…

—Es un soplagaitas. No sabe lo que hace ni lo que dice.

Los muchachos se están tomando un café en el comedor. Joey me tiende un cigarrillo.

—¿Por qué has venido hasta aquí?

—No lo sé. Me fui. Bueno, sí que sabía, claro que lo sabía… Eso era lo único que tenía claro, que aquí todo sería diferente. Me decía que en el océano todo sería limpio.

El Rebel ha dejado atrás el río Buskin y la bahía de las Mujeres, una gaviota ebria gira alrededor de la luz.

—A lo mejor lo que quería era luchar por algo potente y bello —continúo mientras sigo el ave con la mirada—. Arriesgarme a perder la vida pero al menos encontrándola antes… Además, soñaba con ir a los confines del mundo, encontrar el límite, allí donde se acaba.

—¿Y después?

—Después, cuando llegue al final, saltaré.

—¿Y después?

—Después echaré a volar.

—Nunca echas a volar, mueres.

—¿Muero?

—De hecho es lo que puede sucederte aquí, y antes de lo que crees. No es una región fácil.

Observo la costa y sus perfiles, que se difuminan, el océano dorado. Suspiro.

—Tengo una guitarra —prosigue Joey con voz dulce, casi melodiosa—. La toco en los bares cuando he bebido más de la cuenta. Trabajo la madera y la piel. La curto a la vieja usanza… Me he hecho una prenda de cuero. A veces me la pongo cuando estoy borracho, cuando voy por los bares con la guitarra. Me toman por un indio loco. Un asqueroso indio negrata —agrega.

Oímos la voz de Ian proveniente del puente de mando. Vocifera. Los muchachos salen a cubierta. Volvemos a sacar los palangres y nos ponemos manos a la obra. El mar estaba algo encrespado cuando pasamos junto al cabo de la bahía de Chiniak. Sigue agitándose. Hasta donde alcanza la vista se distinguen crestas blancas corriendo sobre las olas.

Jude mira el océano fijamente. La mirada le brilla con reflejos de oro bajo las tupidas cejas. Lleva dos días sobrio. Sus rasgos han recobrado los contornos enérgicos del gran marinero. El motor del Rebel funciona al ralentí. Encarnamos en la cubierta de popa, con el vaivén regular del agua. Una brisa fuerte nos araña la cara. El rumor de las olas barriendo la cubierta es un sonido infinito.

—Y si llenásemos la bodega, veamos…, eso serían unas cincuenta mil libras.

—Con la bodega pequeña no estaríamos lejos de las cien mil. A noventa centavos la libra…

—El precio no se ha fijado aún, podría ser mucho más. En la fábrica me han dicho que…

Simon se une a ellos. Ha adquirido seguridad desde que Ian lo ha vuelto a contratar para esta última pesca.

—Simon, ¿a ti cuánto te pagan? ¿La mitad de una parte?

—Sí, la mitad de una parte.

—¿Y a mí?

Me vuelvo hacia Simon.

—¿A ti? Seguramente lo mismo que a mí, tienes que hablarlo con el patrón.

—¿No irán a darme un cuarto de una parte?

Simon pone cara de no saber.

—Yo diría que no. ¿Se suele hacer?

«Ya lo creo que sí», pienso para mis adentros.

—¡Eh, Simon! ¿Esta noche toca arroz de nuevo?

—He cogido unas latas de beefstew[28] para ir más deprisa.

—¿Latas? ¿De beefstew, encima? Pues menudo chasco, Simon, prefería mil veces tu arroz quemado.

Simon fuerza una sonrisa. Vuelvo los ojos hacia la costa. En la bahía hay un barco azul fondeado.

—Tenemos vecinos —digo.

—Es Adam, ¿no reconoces el Anna?

Dejo caer el pasador y agito los brazos de un lado a otro. Una forma minúscula me contesta. El cielo se afosca. Su barco se pierde de vista en la niebla y un chaparrón se abate sobre nosotros.

Los bandazos son fuertes. Vacilante debido al cajón que me dispongo a guardar, salgo despedida contra un travesaño de metal con un balance más violento. Me apoyo en la barra tratando de incorporarme, pero el palangre me arrastra. Una torsión del busto me deja doblada provocando un ruido seco. Gesticulo y contengo las lágrimas. Pese a todo, estas terminan perlándome el rostro. Jude y Dave han presenciado la escena con una expresión impasible en la que me parece leer un reproche: no pinto nada a bordo si no soy capaz de mantener el equilibrio. Me levanto. Simon se preocupa. Me encojo de hombros, suavemente, dado que duele.

—Joder, he debido de romperme una costilla.

—¿Una costilla rota? ¿Cómo lo sabes?

—Porque lo noto.

Se aproxima la hora de la señal. Falta poco para mediodía. Cada cual está en su puesto. Ian al timón, pegado a la radio que da la cuenta atrás. Simon erguido en el puente, preparado para lanzar la baliza y la boya. Dave está plantado contra la amurada, con las primeras vueltas del orinque enrolladas alrededor del brazo inmóvil, listas para salir a continuación, y el ancla al alcance de la mano. He terminado de ayudar a Jude a lastrar y empalmar los primeros palangres. Me coloco detrás de Dave, preparada para pasarle el resto del orinque. Permanecemos en silencio. Aprieto nerviosamente la pequeña navaja roja que llevo prendida del cinturón. El miedo me retuerce el estómago. De súbito, un grito sale del puente de mando: «Let it go!»[29].

La pesca comienza. Simon lanza, Dave arroja el ancla y acto seguido tira las vueltas de orinque, le voy pasando las siguientes, los anillos de cuerda se hunden en el mar. Les sigue el primer palangre… Vuelta a empezar. Una bandada de gaviotas se despliega por encima de nosotros. Calamos tres sets uno tras otro. Un cuarto en otro sitio. Las líneas descienden entre los gritos de alegría de Dave y Jesse. Ian nos pide que entremos.

—Coged fuerzas, va a ser difícil…

Cogemos fuerzas. Estamos seguros de nuestra suerte. Voy una última vez hasta el puente de mando para ver al tipo alto y flaco, más demacrado y pálido que nunca.

—Volvemos a vernos… —dice—. Hacía mucho tiempo. Demasiado que hacer en tierra. Me estaba volviendo loco. Y de noche a ti te gusta ir a dar una vuelta por los bares.

—No siempre a los bares. También me gusta deambular por el parque Baranof, tomarme un helado de McDonald’s y pasear por la ciudad.

Sonríe mientras sigue mirando a lo lejos.

—Las cosas no van bien entre mi mujer y yo. Vamos a separarnos. Quiere pedir el divorcio. Tal vez sea mejor así. Tengo dos hijos preciosos. Un chaval de once años y una niña de nueve.

No me atrevo a decir nada más. Contemplamos el mar, resplandeciente.

—La noche va a ser movidita, ¿verdad?

—Ya lo creo —contesta—. A medianoche estaremos en el peor momento.

—¿Por qué siempre hay mar gruesa para la pesca del fletán?

—¿Cómo quieres que lo sepa…? La de tonterías que llegas a decir. No soy amigote del que decide allá arriba.

—No, claro, qué boba soy… —murmuro—. ¿Yo también podré limpiar los fletanes?

—Tienes que hablarlo con los chicos. Es probable que te toque adujar. O a Simon. En cualquier caso tendrás con qué entretenerte.

—Espero aprender a destriparlos. Los hombres no dejan de repetir que son los mejores y los más rápidos. Quiero saber si yo también puedo llegar a ser insuperable. Además, me servirá la próxima vez que me embarque.

—Tengo una hija preciosa… —sigue diciendo el patrón—. Podría pedir la custodia. Su madre estaría de acuerdo si le encontrase una buena niñera. ¿Te apetecería venir a faenar conmigo a Hawái?

—Ah, no, a Hawái no. Si es en Alaska sí.

A medianoche calamos los últimos palangres. Hemos cobrado las primeras líneas. Los peces no abundan, los bancos están en otro lugar. Arrancamos del agua algún que otro fletán solitario. Llegan a cubierta arrastrados por el gancho de Jude, batiendo el aire nocturno con su enorme cola. Algunos son más grandes que yo. Los gigantes planos y lisos se agitan sacudidos por espasmos. En la cara oscura, dos ojos redondos nos miran pasmados. La otra cara es blanca y ciega. Jude desengancha los más jóvenes y los vuelve a arrojar al agua. Con frecuencia no son más que cadáveres que se alejan a la deriva, balanceándose en las olas antes de hundirse lentamente, como si se borrasen, engullidos por el agua negra.

En la punta de los anzuelos luchan bacalaos relucientes, bacalaos de piel verde y dorada, peces de roca carmesís, anémonas y estrellas de mar descomunales.

—¡Guardad el bacalao negro, el bacalao y los peces de roca!

Simon aduja los palangres sentado sobre un cajón bajo la polea. Jude está inclinado por encima de la regala, atento a la línea. En cuanto el fletán surge del agua, lo coge con el bichero apoyándose bien en la regala, con los riñones en tensión, los dientes apretados, el rostro chorreante. A continuación, lo iza a bordo y desprende el pescado con una torsión breve del gancho. Joey, Dave y Jesse descabezan y evisceran. Yo raspo el interior de los vientres abiertos, les limpio la sangre. Desplazo y cambio los cajones a medida que Simon los llena de palangres despojados de sus presas. Un fogonazo de dolor me atraviesa cuando me agacho para levantar los cajones llenos y llevarlos hasta la otra punta de la cubierta, tambaleándome debido al intenso balanceo. Tripas, jirones de carnada y criaturas semivegetales barren de borda a borda la cubierta.

Pero las capturas no son buenas. En cuanto subimos los palangres tenemos que volver a encarnarlos. El mar nos zarandea. Tenemos los pies helados. Trabajamos en silencio de pie en la cubierta de popa, con el cuello hundido entre los hombros y los brazos pegados al cuerpo. Nuestros gestos son mecánicos. Nuestras caderas vienen y van al ritmo de los bandazos. El sonido ronco, lento y repetitivo del oleaje… Me quedo dormida unos instantes a la par que sigo encarnando. Sueño con peces y con el sol de medianoche. Me despierta la risa de Dave.

—¡Lili, estás dormida!

—Estaba soñando… —digo, poniéndome derecha—, pero ¡estoy trabajando!

Jude, de pie frente a mí, me alarga un cigarrillo. Una sonrisa casi dulce le cruza el rostro enrojecido por el frío, los labios agrietados bajo la barba hirsuta, en la que se ha quedado prendido un moco. Ian se une a nosotros. El tiempo apremia. Dave está preocupado.

—La pesca del bacalao negro ha cerrado y empezamos a tener bastantes piezas. Ya sé que tenemos derecho a…

—No te preocupes —dice Ian—, estamos muy por debajo de lo que permite la cuota. ¡Aún podemos seguir capturando!

—Pues yo no las tengo todas conmigo —murmura—. Me parece que ya hay demasiados…

Jude desaparece unos instantes en el comedor. Regresa y me tiende una taza de café. Tenemos unos treinta palangres listos para ser arrojados al agua.

—Con esto es suficiente —dice Ian—. Despejadme la cubierta. Preparad el próximo set. Calad los aparejos. Y cobrad los anteriores.

Son las dos de la madrugada. La suerte cambia. Aparecen los fletanes.

Stop! —grita Simon—. Tengo un anzuelo en la mano…

El patrón tarda en detener la línea. Parece exasperado.

—¿Y ahora qué?

Simon retira a toda prisa el anzuelo que se le ha clavado en el guante. Sangra un poco. Se ha llevado un buen susto. Ian vuelve a poner en marcha el motor. Simon coge la línea azorado.

—Si a eso lo llama clavarse un anzuelo… —ríe con sarcasmo Jesse.

Jude pronuncia varias palabras, en el mismo tono. Dave sonríe. Cambio el cajón lleno y procuro sonreírle a Simon. Pero este no me ve. Me duele la costilla. Joey sustituye a Jude. Inclinado sobre el agua negra y encrespada, iza los magníficos gigantes de labios carnosos entreabiertos y boca ancha estirada por el peso del enorme cuerpo, que se arquea, ondula y se retuerce en furiosos espasmos mientras el anzuelo se clava más y más con cada brinco del animal. El pez cae sobre la cubierta, en el agua sanguinolenta, la espuma y las vísceras. Joey no se molesta en perdonarles la vida a los más jóvenes. A pesar de todo, les clava el bichero a fin de desengancharlos mejor con la otra mano y les arranca la boca antes de arrojarlos al mar.

Los demás se asfixian sobre la cubierta. Los hombres cogen los más grandes por la mitad del cuerpo para levantarlos hasta la mesa con menos dificultad. El animal se resiste y se tensa. Ellos se las ven y se las desean, pero logran depositarlo sobre la mesa. El animal sigue luchando. Los coletazos brutales nos salpican de sangre. Entonces los hombres le clavan el cuchillo en la garganta, cortan la membrana de las agallas, deslizan rápidamente la hoja hasta la membrana que separa las vísceras, luego lo agarran todo y tiran de tripas y branquias, que salen juntas. Las lanzan al mar y empujan hasta mí los vientres palpitantes. Solo tengo que arrancar las dos bolas enterradas en lo más profundo del vientre así como una piel blanquecina. Vuelvo a tener la cara llena de sangre y de una espuma viscosa. Jesse dice algo mientras me mira y se echa a reír. Jude levanta la vista y se encoge de hombros con una actitud que se me antoja desdeñosa. Me duele la costilla. Tengo frío. Me gustaría volver a Kodiak. Joey me horroriza, ayer era dulce, me hablaba de los animales y de los bosques, decía con pena: «Soy un indio negrata», y helo aquí convertido en un bárbaro. Tenemos que matar tan rápido como podemos. El tiempo es oro, los pescados, dólares, y cuando aparece una estrella de mar, con frecuencia de mayor tamaño que mis dos manos juntas, y cae flácidamente sobre la mesa de limpieza colgando del anzuelo que chupa con avidez, él la estampa contra un montante de acero.

En otras ocasiones, unos pececillos de roca quedan hechos trizas en la polea o despedazados contra las barras metálicas entre las que pasa la línea. Arrojo al mar los que llegan hasta mí con un gesto furtivo e irrisorio que trato de ocultar a los demás, a estos hombres míos, asesinos de dilatada experiencia, unos mercenarios, estos bárbaros que me dan miedo, convertidos en animales que destripan en medio de una inmensa carnicería, el estrépito de los motores y la furia del océano. Después ya no dispongo de tiempo ni energía para seguir haciéndolo. Me atemorizan los ojos amarillos, el patrón, que va a empezar a dar gritos, los hombres, estos hombres corpulentos y fuertes que clavan la navaja en los vientres blancos con semejante destreza.

Dave me pide la piedra de afilar.

—El cajón está casi lleno —le contesto.

—¡Haz lo que te digo! —Me regaña.

Lo miro con estupefacción, pavor, indignación. «Te aborrezco —pienso—, ¡oh, cuánto te odio!». Me invade la desesperante sensación de que me ha traicionado. Él, Dave, un hombre como los demás, un hombre que ordena y pretende que le obedezcan en el acto, uno de esos que me robaron la litera y me dejaron dormir entre sus pies mientras estaban de guardia, que no me han permitido aprender a limpiar los fletanes, que cuando gritan me hacen temblar y a los que, cuando pronuncian palabras reconfortantes, me da por amar ciegamente. Que tal vez ni siquiera me paguen la mitad de una parte. Le llevo la piedra y se la tiendo con la mirada gacha.

—Gracias, Lili —dice como si me hubiera perdonado.

—¡Lili! ¡Un pez en el halador! ¡¿Pero qué cojones haces?! —grita el patrón.

Corto la cabeza de los peces de roca rojos. Los empujo a la izquierda y descienden hacia la bodega. Encima de la mesa, un corazón de fletán palpita bajo el neón. ¿Seguirá latiendo aún durante mucho tiempo si lo tiro junto con las tripas y la sangre? Tal vez debería devolverlo al mar. Parece que nunca va a hacerse de día… La tensión me oprimía, ahora me anquilosa. Jude ocupa el puesto de Joey, este se coloca de nuevo a mi lado. En la línea veo el nudo que anuncia el final de un palangre. Cojo un cajón vacío, lo cambio por uno lleno y deshago el nudo vuelta de escota. Unas mandíbulas de pescado han quedado prendidas de los anzuelos del cajón que sostengo. Joey me lo arrebata de las manos.

—¡Pesa demasiado para ti!

Lo miro con sorpresa y luego aprensión. Se lo quito negando con la cabeza.

Así y todo amanece. Solo faltan nueve horas. Al filo del mediodía tendremos que haber subido la última baliza. Recogemos el último set a un ritmo infernal y arrojamos los peces desordenadamente a cubierta, que ya no es más que un caos sangriento. Envueltos en el denso olor a vísceras, los hombres continúan destripando entre estrellas de mar hechas trizas e idiot fishes de ojos desorbitados. Trato de subir uno de los gigantes a la mesa. Es muy grande y pesado. Se debate enérgicamente, y resbalo con él. No lo suelto. El dolor de la costilla podría hacerme llorar de rabia. Yacemos juntos rodeados de tripas. Mi primer cuerpo a cuerpo con un fletán, este apretón sobre la sangre y la espuma… Me aferro a él con todas mis fuerzas y lo abrazo con renovado ímpetu. Empieza a flaquear. Los hombres lo han desangrado, no tardará en morir. Ya casi no tiembla. Meto una mano en las agallas, pero las cierra, lastimándome la mano a través del guante. Logro tenderlo sobre la mesa. Ha dejado de moverse. Es muy liso, es el pez más hermoso que he visto nunca. Cojo un cuchillo y lo planto en la agalla, reproduciendo el gesto de los hombres.

He destripado mi primer fletán. Lavo el vientre blanco por dentro. El corazón ha caído en la mesa, sigue latiendo. Titubeo. Me trago ese corazón que no se resuelve a morir. Ahora ese corazón solitario se halla en un lugar calentito dentro de mí.

Ian me pega un empellón.

—¡Apártate y alcánzame los fletanes!

Jude levanta la vista y me lanza una mirada glacial. Las lágrimas me asoman a los ojos. Me sueno con los dedos. Joey el asesino no anda lejos. Me cruzo con su mirada y me lo quedo mirando, me sonríe.

—Ánimo, Lili, que ya queda menos.

Almacenamos las últimas capturas en la bodega. Jude y yo terminamos de destripar los bacalaos. Con ayuda del cepillo, empujo los desperdicios hasta los imbornales. El patrón coge la manguera y rocía la cubierta violentamente. Me quedo atravesada en su camino, y me salpica sin siquiera verme. Tiene la cara agotada.

—A lo mejor dieciocho mil…

—¡Muchísimos más! Veinticinco mil al menos.

—Yo apostaría que son veinte mil.

Nos comemos la tortilla y las judías pintas que nos ha preparado Simon mientras limpiábamos la cubierta. No me he lavado la cara. El patrón asigna las guardias. Me termino el café. No miro a nadie. Me levanto y me voy al camarote. Me quito las botas y regreso para colocarlas contra la salida de aire caliente. Mi litera. Me tiendo dándole la espalda al resto del barco. Me hago un ovillo. Soy una asesina como los demás, he destripado mi primer fletán. Incluso me he comido el corazón aún vivo. Ahora la que mata soy yo. La sal me abrasa la piel de la cara, la sangre me ha dejado el pelo apelmazado, los mechones pegados unos con otros. Me quedo dormida bajo ese casco barroco, con las mejillas ardientes y un poco de sangre seca en la comisura de los labios.

Simon me despierta. Son las nueve de la noche. He dormido profundamente. Se ve obligado a sacudirme un buen rato. Un gran vacío en mi mente. Durante varios segundos he de esforzarme por recordar cómo me llamo y dónde estoy y por qué. Me incorporo. El dolor en el costado me hace pensar en la costilla, en mis manos entumecidas, enormes, en mi cuerpo magullado. Atravieso el comedor, pongo café a calentar y cojo una chocolatina del cajón. Le echo un vistazo a la cubierta a través del cristal de la puerta. Los palangres están bien estibados. Un cajón se desliza de derecha a izquierda sobre la cubierta con el mar que refluye por los imbornales y termina de lavar los colores de la noche. Aunque están bien amarrados, el polipasto y el halador chirrían sin cesar con cada sacudida, estremeciéndose con furia cuando el barco se eleva sobre las olas. ¿Se habrá ido a pique algún barco durante estas veinticuatro horas? El sol nocturno horada las nubes, rebota en la hoja de un cuchillo y me ciega. Me froto la mejilla. Las comisuras de los labios me tiran y me escuecen. Dave decía hace un rato: «¿Conque eso es un French kiss? Me das miedo…». Todos se reían de la sangre que tenía alrededor de la boca. Yo no.

Subo la escalerilla del puente. Joey está ante la consola. Frente a nosotros, el sol. Un cormorán se ha posado sobre la roda.

—Te dejo el sitio ahora mismo —me dice—. He ajustado la visibilidad. Simon no se entera de nada.

—Yo tampoco me entero de nada. Pero aun así podemos hacer nuestras guardias. No nos quedamos dormidos, sabes.

—Lo sé… A veces los greenhorns son los mejores, lo único que les falta es experiencia, y eso requiere tiempo. Es preciso que alguien les explique. Te voy a enseñar, es muy sencillo.

Lo escucho. Trato de comprender. ¿Cómo es posible que el Joey de anoche sea este hombre paciente y bueno cuya mirada viaja más allá de las crestas? Acabo dándome por vencida, estoy demasiado cansada.

—¿Y la costilla? —pregunta—. Simon me ha dicho que te has roto una costilla.

—Es posible. Suele pasarme. Pero tal vez no. Oí un ruido similar al de… Dentro de quince días me sentiré mejor. No se lo digas a los demás, no me querrán en ningún barco si me lastimo tanto.

—Tienes que cuidarte —murmura cabeceando—. El dolor no es algo que deba ocultarse. No acostumbro a decir esto, pero anoche no me gustó verte así. Estabas a punto de llorar cuando trasladabas los cajones, pero no se lo habrías dicho a nadie. Sabes, siempre he estado en contra de que haya mujeres a bordo de un barco. Pero hasta ahora no había pescado con ninguna. Esto es un mundo de hombres, un trabajo de hombres, encima ya no puedes ni mear en cubierta, tienes que ocultarte para que no te vean. Y sin embargo, ya me gustaría a mí tener en mi barco a mujeres como tú que trabajen como los tíos, veinticuatro horas sin rechistar.

Llegaremos a Kodiak en mitad de la noche. Oiré el motor cambiando de régimen, a Dave y a Jude levantándose, los gritos del patrón, y de nuevo el motor, aminorando la velocidad hasta casi extinguirse antes de volver a rugir con más fuerza durante la maniobra.

«Quédate acostada», me dirá Dave al ver que me incorporo en la litera, dispuesta a regresar a cubierta.

Después todo volverá a la calma. Silencio. Apenas un leve balanceo. Alivio. Sabré que un par horas más tarde dejaré a los hombres sumidos en un sueño plomizo y me marcharé con la mañana, libre otra vez.

Me despierto soñando de nuevo con la pesca, con fletanes que abrazo para poder degollarlos mejor, con líneas que salen disparadas y se nos escapan. Me despierto del todo al recibir el aire cegador de cubierta. Es la hora del ferry y de su llamada. Corro hacia la montaña por la madera húmeda del pantalán. Aún no me he limpiado las pinturas bárbaras del rostro, sus marcas escarlata, los emblemas guerreros de mi primera caza del fletán. Me los lavo en el grifo de la dársena. Al ponerme en cuclillas me atraviesa un fogonazo de dolor. El agua mana y corre a lo largo de mis antebrazos. Me incorporo y me sacudo, me seco con la parte más limpia de la sudadera. Frente a mí, el barco abigarrado, el Kayodie. Por la cubierta han rodado varias latas vacías. Echo a correr de nuevo hacia los muelles y me siento en un banco a contemplar la flota dormida. Muy de tarde en tarde un barco enfila la bocana del puerto. Todavía no han vuelto todos. El Mar del Norte pasa junto a la boya. Parece pesado y se desliza con lentitud.

En el bar me encuentro con Jason. Los lóbregos locales están a tope a partir de mediodía. Los hombres hablan a grito pelado y se emborrachan, las manos desolladas sobre las barras de madera. Los dedos hinchados juguetean con la copa o el cigarrillo, amasan una bola de tabaco antes de deslizarla bajo la lengua. Todos cuentan lo mismo. Que han trabajado bien y que han llenado la bodega. La cola delante de las fábricas es tan larga que es preciso apuntarse para descargar. De modo que se ponen a hacer cálculos, suposiciones, pagan otra ronda. Se habla de un barco que por lo visto se ha ido a pique porque el pescado mordía demasiado bien… La bodega estaba a rebosar; la cubierta, sembrada de fletanes que seguían llegando… A las cinco de la madrugada, los guardacostas recibieron un MAY-DAY apremiante. Cuando llegaron, el barco ya había zozobrado y la tripulación flotaba dispersa en traje de supervivencia… Esos cabrones de los guardacostas, el patrón, un imbécil… Todos se burlan.

Nos tomamos varios tequilas a la salud de nuestros barcos. Jason nos cuenta febrilmente su noche, el amanecer en la marejada y la sangre, habla deprisa, las palabras se le atropellan, bajo las tupidas cejas naranjas, sus ojos son ascuas que miran fijamente a lo lejos, hacia el rincón más rojo del bar, tras los billares, quizá. Volvemos a pedir unos white russians, luego ron para él, el filibustero, y vodka para mí. Termino borracha. Regreso al barco de noche cerrada. Procuro avanzar en línea recta, no debo caerme al agua. Seguro que me pondría enferma después de toda la carnada rancia que hemos tirado por la borda. En el barco, ni un alma. Me preparo un bocadillo y un café bien cargado. Me bebo toda la cafetera. Fuera los demás ríen y se desmadran. No tengo sueño. Salgo. Esta vez camino recto. Tengo que pintar la ciudad de rojo. Ahora soy un pescador de verdad.

Nos volvemos a poner en marcha. Los palangres tienen que estar limpios, reparados y guardados para la próxima temporada. La carnada se ha reblandecido en los anzuelos. Cada día que pasa está más podrida y resbala y se nos deshace entre los dedos. De noche sueño con un océano gris sucio, sopla viento, nos golpeamos contra unas paredes viscosas que presentan el mismo color verdoso que la carnada, patinamos en una plasta fétida que se ha extendido por todo el barco. Nos caemos en ella del mismo modo que caíamos en la sangre de los fletanes. Ya no se trata del bello tono escarlata que nos manchaba las mejillas y nos arrebolaba la frente, sino de las secreciones mórbidas de una marea que sube y nos cerca, la de los pequeños calamares muertos en vano.

Jude llega borracho. Lo oigo darse un golpe en el comedor, revolver platos y cubiertos, abrir el frigorífico. Caen unos cuantos objetos. También él varias veces. Maldice sordamente. Más tarde viene y se desploma sobre la litera. Tose. Los golpes de tos se asemejan a un grito. Extraños gañidos que me despiertan sobresaltada. Tengo miedo de que muera de noche, ahogado por un alarido ronco.

Siempre es el último en levantarse. Dave o Simon van a despertarlo.

—Ve tú —me pide un día el tipo alto y flaco.

Me quedo mirándolo con estupor, niego con la cabeza.

—Yo no… —murmuro.

Me largo a cubierta y me pongo a trabajar. Jude se une a nosotros, sus ojos enrojecidos parecen rehuirnos. Aún tiene las marcas de la almohada en la cara. Enciende un cigarrillo. Tose.

—Tienes que dejarlo, hombre, de lo contrario no irás muy lejos —trata de bromear Dave.

—Lo dejaré cuando esté reventado —dice Jude lanzándole una mirada sombría.

—Pues no tardarás en estarlo, ¿a que no, Lili?

Ian vuelve a pasar como una exhalación.

—¡Descargamos dentro de cuatro días, chicos! —exclama—. La fábrica nos ha dado turno al fin. Sabremos cuánto hemos capturado… El precio ha subido un par de centavos, no tanto como esperaba. Los malditos bastardos hijos de puta siempre nos la pegarán.

—Por cierto, ¿te has informado acerca de la cuota del bacalao? —pregunta Dave.

—Deja de tocarme las narices con eso. Ya te he dicho que entrábamos de sobra en las cifras.

El patrón se marcha de nuevo. Jude y Dave cuchichean entre sí.

—El pescado habrá permanecido una semana en la bodega… ¿No irás a decirme que el hielo se conserva tanto tiempo?

—Ha debido de empezar a marinar en su propio jugo. En cualquier caso, no seré yo quien se lo coma…

Simon y yo no decimos nada.

Murphy espera en un banco de la plaza, junto a un hombre menudo y de pelo cano.

—Siéntate un rato con nosotros, Lili, que nos aburrimos… ¿El trabajo avanza?

—No —contesto.

La música retumba desde el Breaker’s. La puerta está abierta. Entran unos chicos. Creo reconocer a Jason. Vuelvo la cabeza hacia Murphy.

—Te presento a mi amigo Stephen, un gran científico.

—Físico —corrige el hombrecillo.

Me siento con ellos en el extremo del banco. El viento ha cambiado de dirección. El olor de las fábricas de conservas se adentra en el mar. Huele nuevamente a árboles, a hojas; el olor de las flores del parterre rojo y amarillo.

Tomo helado y cerveza. White russians, tequila y vodka. Trabajamos desde las primeras horas de la mañana hasta las tantas de la noche, mucho después de que los muelles se queden vacíos. Es verano.

—En Alaska tenemos las verduras más grandes del mundo —dice Dave—. Sobre todo en el norte, donde hay luz prácticamente todo el día hasta mediados de agosto.

—Debería ir a Point Barrow mientras sea de día allí —le contesto.

El patrón no anda muy bien. Simon piensa en los estudios que retomará dentro de poco. Quería irse una vez hubiéramos descargado el pescado, pero Ian se ha negado.

—Tienes que venir con nosotros a dragar las aguas para intentar recuperar las líneas que hemos perdido. La pesca no habrá terminado realmente hasta que lo hayamos intentado. Es más, si las hemos perdido, tú también tendrás que pagar por ellas.

Jason se deja caer por el barco cada noche, me invita a ir de bares o a dar una vuelta por las calles del puerto, caminar por los muelles, sentarnos en un banco, con el murmullo del viento entre los mástiles, las bandadas de gaviotas por encima de nuestras cabezas, el olor a cieno y el de las palomitas de maíz cuando pasamos junto al cine —y me compro un cucurucho—, el hedor del pescado podrido justo antes del embarcadero del ferry, cuando sopla viento del sureste.

—¿Todavía estás currando? ¿Te apetece venir a tomarte una copa y unas palomitas cuando termines?

Se marcha, me esperará en algún lugar, en el Tony’s, en el Ship’s o en el banco que hay frente al B and B, practicando con la armónica que tiene desde hace tan solo tres días, con la mirada tristemente ensimismada y un mohín del labio inferior. A veces se sienta a su lado un chico con un caramillo tallado en una rama. Tiene una barba espesa y el pelo amarillo y largo recogido bajo una gorra con los colores de un equipo de hockey. Va de un lado a otro de la ciudad en su espléndida bicicleta de montaña. Toca la flauta.

Murphy el gordo vuelve a pasar por el barco. Habla con Jude un momento. Se vuelve hacia mí y se ríe de mis mejillas encendidas. Jude me dirige una larga mirada exenta de ternura y escupe por la borda.

—No salí a pescar fletanes —dice Murphy—. Me he tomado un descanso. Por el día deambulo por el puerto, encuentro algún trabajillo en los barcos, vamos, para sacarme un poco de dinero… Luego voy a la plaza a reunirme con unos amigos. Vemos a la gente pasar. Se está bien ahí. Por la noche, el shelter y la sopa… ¿Qué más se puede pedir?

Jude le contesta con monosílabos. En el barco multicolor, los chicos han puesto la música a todo volumen. Se oye el sonido de las latas al abrirse.

—Me está entrando sed —dice Jude con su voz baja.

—Te voy a llevar a un lugar al que no has ido nunca —me dice Jason al día siguiente—. Un lugar en Kodiak en el que nadie piensa, pero tan hermoso que te deja sin respiración. Eres la primera persona a la que se lo enseño, pero antes júrame que no le hablarás de él a nadie…

Lo juro. Nos marchamos. Compramos tabaco en el supermercado. Caminamos a buen ritmo para salir de la ciudad. Después pasamos por Tagura Road y el astillero. Cojo moras al borde de la cuneta. Jason me trae un puñado. Llegamos bajo el puente que une la ciudad a Long Island y el pequeño puerto de amarre de la bahía de los Perros. Jason se detiene y alza la cabeza.

—Es aquí.

Lo miro sin entender.

—¡Ven!

Escala el talud herboso, se agarra a la pared de rocas y se encarama hasta las primeras vigas de acero. Lo sigo. Estamos en el armazón que sustenta el puente. Jason camina por una pasarela estrecha, una rejilla bajo nuestros pies nos permite ver el cielo. Va delante de mí. Nos asimos firmemente a la barandilla que hay a ambos lados. A medida que subimos y el vacío crece bajo nuestros pasos, se me va formando un nudo en el estómago. Ahora estamos encima de la carretera que discurre paralela al brazo de mar, pronto nos elevaremos sobre el agua; por debajo de nosotros las gaviotas planean y se lanzan en picado chillando, por encima, el rugido de los coches resuena y se amplifica. El viento sopla con violencia y parece cobrar cada vez más fuerza. Sigo a Jason sin apartar la mirada de mis pasos y el vacío, con la mandíbula apretada, que me duele a fuerza de crisparla. Jason se detiene en medio de la pasarela y me indica que tome asiento. Nuestras piernas se mueven en el aire. Abajo, el agua oscura posee una densidad aterradora, se mueve despacio, va y viene en ondulaciones uniformes como si respirara, como el hondo aliento que emerge de las entrañas del mar.

—¡A veces paso por aquí de madrugada para volver al barco! —grita Jason para hacerse oír—. ¡Ayer mismo, sin ir más lejos…!

Saca la armónica y toca una melodía deshilvanada que el viento se lleva. Le alargo un cigarrillo. Fumamos sin forzarnos a hablar. Tengo el corazón enloquecido por el vértigo y la fascinación.

Al volver, me siento como si regresara de muy lejos. Estaba con Jason el Hobbit, caminando por el aire, por encima de los pájaros. El viento tiraba de nosotros. Jason se despide de mí delante de la estatua del marinero perdido. Recorro el muelle hasta el Rebel. La noche ha caído sobre el puerto. Pienso en los que han permanecido en un mundo cuadrado con los pies clavados en la tierra, con todo su peso de humanos a cuestas. Siento lástima por ellos. Me gustaría contarles a todos que vuelvo de un lugar más alto que el que surcan las gaviotas, incluso al más grande de los marineros. Pero Jason me ha hecho prometer que no diría nada.

Se ha levantado viento de nuevo. Procede de Japón, según Dave. Las aves vuelan bajo por el puerto. El trabajo se eterniza. Hace un día espléndido en las montañas. Me gustaría ir hasta allí. En derredor, los barcos van terminando unos tras otros. Los hombres se van al bar o a Hawái. Se preparan para la pesca del salmón o lían sus bártulos para marcharse a Juneau, a la bahía de Bristol, a Dutch. Pero en nuestro caso no. La carga de fletanes sigue esperando en la bodega, los palangres no acaban de pudrirse totalmente en cubierta.

—No tengo ni para pipas —dice Jude—. El patrón empieza a ponerme mala cara cuando le pido un adelanto, a lo mejor teme que al final sea yo quien le deba dinero.

—Pues terminará sucediéndote si le pides todos los días. Yo tampoco tengo donde caerme muerto, pero no creo que nos pague el bacalao y el fletán por separado. Y hasta que hayamos descargado, amigo…

—Eh, Lili —me dice Joey—, ¿sabes que se habla de que permanezcas en el Rebel para la temporada del salmón? Andy se lo estaba diciendo esta mañana a Gordon, el próximo patrón. A mí también me han contratado.

—¡Qué chollo! —exclama Dave—. Tendering! Menuda potra. Te pagan por día, sin deducciones por la comida o el gasóleo, neto, vamos. A cien o ciento cincuenta dólares el día por aprovisionar los seiners. Les pasas hielo, charlas con tíos guapos. Haces la siesta mientras esperas a que un barco se detenga, y después, a última hora de la tarde, aspiráis su pescado. En mitad de la noche partís al encuentro de un barco como el Alaskan Spirit o el Guardian (no sé si los has visto, unos monstruos de mucho cuidado, una preciosidad de buques…, hice una buena temporada de cangrejo a bordo de uno de ellos) y te quitan el pescado de encima.

—¿Ah, sí…? —digo.

Me imagino el sol de medianoche y a mí misma sentada en los confines del mundo, meciendo las piernas por encima de un vacío ártico tremendamente azul, tomándome un helado y fumándome un cigarrillo mientras observo cómo la esfera incandescente recorre el cielo y roza el horizonte sin llegar a caer tras él.

—A mí lo que me pide el cuerpo es un paseíto por Abercrombie con una caja de cervezas.

—Ya, siempre y cuando te puedas permitir la caja.

—¿Abercrombie?

—Ay, Lili, ¿no conoces Abercrombie? Tienes que verlo algún día. Desde los acantilados hay unos amaneceres que quitan el hipo…

—Entonces a lo mejor sí que he oído hablar de él… Pero para lo del amanecer es un poco tarde.

—Ya… Siempre nos quedaría la cerveza.

Se me queda pegado un pedazo de carnada entre los dedos. Entonces me viene a la mente el cheque que me dio Andy.

—Si traigo con qué pagar la cerveza, ¿vamos a Abercrombie?

Los chicos no me oyen. Me quito los guantes.

—Ahora vuelvo, voy al banco —les digo.

Corro por la dársena. Los chicos del barco abigarrado me llaman y les respondo con un ademán del brazo. Aprieto el cheque en la mano sucia. Tiro por las arcadas. Oigo un barullo confuso al pasar delante de la puerta del Tony’s. Sale un hombre.

—¡Oh, Adam! —digo.

—Ven a tomarte un café, Lili, invito yo.

—Iba al banco para cobrar un cheque, pero no estoy segura de que me lo acepten si el patrón no viene conmigo.

—Aquí te lo cogerán, conozco bien a la dueña.

—Cierra la puerta al entrar.

Susie abre la caja fuerte. Los gritos de los hombres se oyen amortiguados desde aquí. Me tiende dos billetes con una gran sonrisa.

—Tienes suerte, hoy tengo algo de efectivo.

Me reúno con Adam en la barra.

—Este es por lo menos el quinto café que me tomo hoy —dice.

—Te va a dar un infarto, Adam.

—Uno tiene que salir de su agujero. ¿Cuándo vienes a verme?

—Cuando terminemos de trabajar —contesto.

Mis piernas se impacientan bajo la barra. Los muchachos creerán que me he largado con la pasta.

—Pero entonces ¿qué diablos haces aquí si deberías estar trabajando?

—Tenía que hacer un recado para los chicos. Necesitaban dinero en efectivo.

—¿Para comprar más cerveza?

—Sí.

Me echo a reír. Me siento vagamente culpable.

—Todos ellos tienen un problema con el alcohol.

Alzo los ojos hacia Adam, que contempla el local con aire apenado.

—¿Tardarás mucho en construir tu segunda casa? —le pregunto amablemente.

—Bueno, un poco… —contesta sin convicción.

Ha dejado de sonreír.

Los cuatro subimos al truck de Dave. Simon y yo nos apretujamos en la parte trasera, en el minúsculo asiento corrido, comprimidos por los asientos echados hacia atrás. Plazas estrechas para los alfeñiques. Los demás acomodan en la parte delantera sus anchas espaldas de hombres fornidos. Salimos pitando hacia la gran liquor store del Safeway, donde los chicos se quedan plantados entre las botellas sin atreverse a decidirse por nada.

Abrimos unas cervezas en el truck. Tengo sed y hace buen tiempo. El viento se mete por las ventanillas bajadas. La carretera plagada de baches se extiende ante nosotros entre los bosques. Solo faltan otras diez millas para llegar al final de esta. Un porche enorme; en él se lee la inscripción ABERCROMBIE. Dave aparca el truck, rojísimo entre los pinos oscuros. Nos encaminamos hacia el acantilado. Preferiríamos no tener que subir por todos esos taludes y estar ya echados sobre la hierba atiborrándonos de cerveza. Pero Dave nos guía hasta hallarnos entre el cielo y la roca. El océano centellea ante nosotros, respira con esa respiración profunda y lenta. Pasan unas aves, se abandonan al aire que sube de entre las rocas. Sus chillidos agudos se mezclan con el carraspeo de las olas que vienen a morir contra la muralla.

Jude destapa la botella arrellanado en el ángulo que forma una roca; Simon se ha sentado un poco más lejos, apartado. Yo, por mi parte, vacilo. Dave se ha plantado frente al mar, con la nuca hacia atrás y las manos a la espalda como para percibir inconscientemente su elasticidad. Se ríe.

—¿Por qué te ríes, Dave?

Se vuelve.

—El kayak aquel, a la derecha del peñasco, ¿lo ves? Ese tío no sabe maniobrar, mañana estará todavía en el mismo sitio… Yo también tengo un kayak. A veces con mi novia… Pero, espera, vamos a tomarnos un trago nosotros también.

Así que me siento a su lado. Me gustan sus historias de kayaks.

—Yo también solía ir en kayak cuando era niño. Me marchaba al bosque con mi hermano… Regresábamos pasados varios días. Mi madre se volvía loca. Teníamos un kayak, un viejo trasto ruinoso con el que estuvimos a punto de ahogarnos muchas veces…

Es Jude quien habla. Muy bajito. Me veo obligada a aguzar el oído para entenderlo entre los gritos de los fulmares y el fragor de las olas. Toma otro trago de ron, tiene los ojos enrojecidos, la cara congestionada. La luz le resalta las venitas de los párpados. Ha encorvado los hombros, que le pesan demasiado. Desvío la mirada. Se queda callado y mira a lo lejos. Simon cuenta algo, pero ya no lo oigo. Contemplo el horizonte, que se ilumina de rojo. Los grandes cobres del atardecer descienden sobre el océano. Pienso en Point Barrow.

Fuimos a dar a la Mecqua. Jason se unió a nosotros y me pidió solemnemente que fuese su marinero durante la pesca del buey de mar. Dave me apretó el hombro con cariño. Había un grupo de músicos instalando los equipos de sonido.

Jude estaba bebiendo en la esquina más oscura de la barra. Me acerqué a él, me daba menos miedo en la oscuridad de un bar. El suelo se tambaleó cuando recorrí la barra, varios hombres se echaron a reír, me reí con ellos. Me invitaron a una copa. Les dije que pescaba. Eran guardacostas. Me desearon que siguiese sana y salva. Ya no les temía a los de Inmigración. El grupo empezó a tocar. La chica que cantaba iba vestida de cuero, con una falda negra cortísima que le ceñía los muslos. Sentí deseos de bailar y beber hasta el amanecer. Me balanceaba junto a la barra. Tenía el ritmo del oleaje en las caderas.

—Podríamos bailar —le propuse a Jude—. ¿Te gusta bailar?

Me miró estupefacto y acto seguido soltó una risa breve (Jude riéndose).

—Oh… Cuando era joven… —me dijo.

—No eres viejo.

Sonrió torpemente. Lo había incomodado.

—Tengo treinta y seis años —murmuró.

—¿Lo ves?

—Pero ya no bailo.

—Mira que soy tonta, te debe de parecer estúpido eso de moverse sin razón alguna.

Volvió a reír.

—No es estúpido. Es probable que antes me gustara, pero ahora cuando estoy en un bar es para beber. Los bares son para eso, ¿no crees?

—Sí —respondí cogiendo un cigarrillo.

Me lo encendió.

—Gracias. ¿De dónde eres?

—De Pennsylvania. No muy lejos de Nueva York.

—Está en el otro extremo del país.

—He visitado todos los estados.

—¿Así que no siempre te has dedicado a la pesca?

—Llevo ocho años en Alaska. Antes trabajaba en los bosques, sobre todo. Mi padre y yo nos hicimos a la carretera. Estuvimos un tiempo dando vueltas por ahí juntos. Encontrábamos trabajo por el camino, en la construcción, un poco de todo, en especial en la tala… No éramos ricos, pero solíamos ganar lo suficiente para la habitación del motel, el bar, llevar a chicas de vez en cuando… Sí, nos lo pasamos en grande… Lo hicimos durante varios años, ir de un estado a otro, de un bar a otro, de una habitación de motel a otra…

—¿Y cómo llegaste a Alaska?

—Nos separamos… Mi padre encontró trabajo cerca de Seward. Una obra en el bosque. Me llevó con él. Yo encontré un barco en el que embarcarme. No he parado desde entonces.

—Así que no tienes realmente un hogar.

Se echó a reír, esa vez sin alegría, con indiferencia.

—No. Tengo el barco cuando salgo a faenar. A veces el motel, cuando estoy en tierra. Los bares. ¿No te parece suficiente?

Se quedó callado. Encogido en su taburete, miraba al frente, a la camarera, la hilera de botellas, la oscuridad del bar, como si hubiera dejado de verme. Encendió otro cigarrillo, tosió, un carraspeo lo sacudió dejándolo fuera de sí, sin aliento, con el rostro enrojecido y los ojos brillantes. Por un momento volvió a ser el gran marinero que erguía los hombros, inflaba el pecho, balanceaba las potentes caderas al ritmo del oleaje. Después se encogió sobre sí mismo, agarró el vaso, se lo echó al coleto de un trago y pidió otro.

—Creíamos que te habías perdido —me dijo Dave cuando me acodé de nuevo en la barra junto a ellos.

Y siguió conversando con Jason, que se acaloraba por unas cuotas de pesca. Sentí deseos de volver. De reencontrar la cubierta del barco en la noche azul. Se me habían quitado las ganas de reír. Los cigarrillos que había fumado me habían dejado un regusto amargo. Recorrí el bar con la mirada. Todos estaban borrachos. Y yo también. Me había perdido la caída de la tarde sobre las aguas del puerto, la llegada lenta e impalpable de la noche.

—Me voy —dije mirando hacia donde estaba Jude.

Tenía la esperanza de que volviese la cabeza. Pero se había olvidado de mí. Estaba bebiendo, nada más. Me sentí muy estúpida. Por un momento el mundo se me antojó un desierto y me pareció que regresar sola al barco, acostarme para empezar de nuevo al día siguiente y continuar, iba más allá de mis fuerzas. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Cogí el cambio desperdigado sobre la barra y me metí los cigarrillos en el bolsillo. De pronto, a mi espalda, alguien me asió por los hombros, sacudiéndolos como si intentara tirarme hacia atrás.

—¿Tú? —solté una carcajada—. Pero ¿qué haces aquí?

—Tenía sed… Tómate una copa, venga, te invito.

El tipo alto y flaco. Reía, orgulloso tal vez al ver la sorpresa que nos causaba, feliz como si regresara de muy lejos tras una larga ausencia, sediento y diez años más joven. Dave soltó un grito de asombro, Jude se volvió y esbozó una sonrisa, Simon brindó alzando la copa en su dirección. Nos sentíamos felices de que estuviese por fin con nosotros. Atrás quedaban A and A[30] y el respeto silencioso tras las burlas cuando volvía de sus reuniones. Lo fuimos invitando a una copa uno tras otro. Queríamos complacerlo de verdad para agradecerle que se hubiera unido a nosotros.

Se me olvidó que quería regresar al barco, la presencia de Jude dejó de atraerme, repelerme o perturbarme. Todo resultaba fácil de nuevo. No tenía más que reír y beber y dejarme llevar por la vorágine, con el tipo alto y flaco, que rebosaba de júbilo, gritaba, bebía, se desmadraba como en la época en que no era más que un granuja.

Alguien me palmeó en el hombro, «¡Eh, Lili!», y apenas me había dado tiempo a volverme cuando Ian pegó un brinco vociferando con los puños cerrados:

—¡Quítale tu asquerosa mano de encima…! Déjala en paz, ¿no ves que está con su tripulación? ¿Acaso necesitas que te lo explique?

—¡Pero si es Mattis —grité—, déjalo, es un amigo!

Mattis, el hombre que me había invitado a palomitas de maíz y a cerveza, que lloraba al escuchar «Mother Ocean» cuando yo erraba por los muelles a la espera de mi barco… Mattis se quedó allí plantado un momento con la boca entreabierta, tratando de seguir sonriendo, balbució algo, el rostro ancho sorprendido y ofendido y siempre como con agua en los ojos a flor de cara. El patrón se le acercó un poco más, amenazador. Entonces él se encogió y desapareció entre los grupos de parroquianos.

—Pero si era Mattis, ¿por qué has hecho eso?

—Al cuerno con Mattis y todos los hijos de puta que intenten tocarte mientras esté aquí contigo en este bar… Hala, termínate la copa, tengo sed. ¡Lo mismo! —gritó a la camarera—. ¡Un gin-tonic y una Rainier!

Apuré la cerveza y tendí la jarra para la siguiente… La barra se escoraba. Cuando empecé a ver la jarra doble decidí irme.

—Estás demasiado borracha. Te vas a caer al agua. Quédate un rato más, así volvemos juntos.

—No, yo me voy ahora. Tendré cuidado. No me caeré.

—Espéranos. De todos modos el bar no tardará en cerrar… Además, no es seguro andar por ahí sola a estas horas con todos los tíos completamente colocados por la calle. Son capaces de todo.

—Me voy. Siempre regreso sola al barco, a veces incluso bastante borracha. Nunca me ha pasado nada.

—Te acompaño.

Abandoné la muchedumbre. El viento había cesado. Tirité. Era una delicia. Hacía un aire claro y frío. Esperé en lo alto de los escalones de la Mecqua mientras el patrón se despedía. Las luces se reflejaban formando columnas doradas sobre las aguas negras del puerto, que apenas se plisaban. La sombra de la montaña se recortaba en el cielo y al fondo se percibía el monte Barometer, aún cubierto de nieve. Un pájaro chilló. Ian abrió la puerta y apareció tras ella.

—No estoy tan borracha como crees —le dije—. El aire frío me sienta bien. Deberías quedarte.

Me dio un empellón y caí de plano hasta el pie de la escalera. Era mucha altura.

—¡Lili! —gritó—, oh, perdona, Lili…

Se acercó corriendo hasta mí y se puso de rodillas para recoger al pajarito estrellado en el asfalto. No conseguí levantarme de inmediato de lo mucho que me reía.

—¡La puñetera costilla…! —Logré decir.

Regresamos entre los trémulos reflejos del agua y el cielo inmóvil, un moaré oscuro y un diamante azul noche.

—¿Lo ves? Es muy fácil caerse, cada dos por tres se ahoga alguno a estas horas de la noche después de haber bebido demasiado —dijo muy serio—. Pierdes el equilibrio y se acabó. Era necesario que te acompañase.

El pantalán resbaladizo oscilaba levemente. Nuestras pisadas producían un ruido sordo sobre la madera húmeda. Miré el agua con cierto respeto.

—Pero yo no —dije—. Sé nadar. Si me caigo al agua, vuelvo a la orilla.

—No, te mueres. Además, nunca se sabe. Igual te topas con algún malnacido…

—Pero si ya no hay nadie.

—No importa. Precisamente. Alguien podría aprovecharse.

Oímos un ruido de motor. Es el Arnie que zarpa.

—No volveré a empujarte. Prometido. ¿De verdad te has hecho daño?

—No, qué va, si nos hemos hartado a reír.

—En la Mecqua van a pensar que te he empujado adrede. Eso no me gusta.

Frunce el entrecejo.

—Pues solo tienes que volver y decirles que no es cierto.

—Eso me temo.

—¿Por qué te dio por ir al bar esta noche?

—Me entraron ganas, así de sencillo. Tengo derecho si quiero, ¿no? No estoy casado con A and A… ¿Te parezco idiota?

—No. Me sabía mal dejarte solo en el barco todas las noches. Pero ¿por qué bebemos?

—Porque somos imbéciles.

—Sí, pero ¿por qué?

—Me agotas, Lili, haces que vuelva a sentir sed…

La luz del comedor se ha quedado encendida. Apenas entramos en el barco, nos ciega el neón blanco.

—Ni siquiera hemos comido —suspiro—, no pasa nada… Mañana.

Se burla de mí. Nos miramos. Estamos uno frente al otro. La pesca ha llegado a su fin. Hemos trabajado duro juntos. Él ha desempeñado su función de patrón, dando voces cuando era preciso. Yo, la greenhorn que se ha plegado a las reglas del barco, he cumplido con la mía. Estira un brazo para retenerme. Yo tiendo la mano hacia su rostro, le rozo la mejilla con la yema de los dedos. Posa enseguida sus labios en los míos. Me separo.

—Me voy a dormir… —digo.

Sale. Me acuesto. Me río hasta que todo empieza a dar vueltas y el vértigo me atenaza el estómago. El sueño me cae encima como un mazazo.

Nos despiertan los bramidos del armador. Nos incorporamos con la cabeza confusa, asaltada por un furioso martilleo. Nos levantamos sin proferir una palabra y nos chocamos unos con otros en el exiguo espacio del camarote. Buscamos los calcetines, los pantalones de algodón, las sudaderas. Nos sentimos culpables, como malos soldados a los que pillan durmiendo en el momento de marcharse al frente. Alguien pone café a calentar enseguida, y salimos a cubierta taza en mano. Andy ha debido de ir a despertar al tipo alto y flaco… Siento lástima por él. El sol inunda la dársena. Jude enciende un cigarrillo y escupe estrepitosamente su noche. Me mantengo a distancia. Simon se queja de jaqueca.

—Ese es el precio de una noche de juerga —dice Dave.

Va a orinar a la punta de la cubierta, modula un bostezo al tiempo que se frota los ojos. Ayudo a Simon a colocar los cajones sobre la mesa. Nos metemos en faena con gran esfuerzo. El silencio está salpicado de carraspeos, toses, escupitajos, maldiciones ahogadas de Jude.

—Hay que estar loco para despertarnos de esta manera —digo—, al fin y al cabo el barco es como nuestra casa.

—Estamos en su casa —dice Dave encogiéndose de hombros—, hace lo que le viene en gana. Y está impaciente por que terminemos para recuperar su barco. Necesita prepararlo todo para la temporada de tendering.

Olvido a Andy. Me duele el estómago.

—Tengo hambre —suelto—, no he comido nada.

Aparece el patrón. Me sonrojo. Agacho la cabeza sobre el cajón de palangre y me concentro en un empalme.

—¡Hola, chicos! —exclama—. ¿Qué tal habéis amanecido? Yo tengo un dolor de cabeza de narices, una de esas resacas… —chilla a quien quiera escucharlo. Su voz debe de llegar hasta la otra punta de la dársena. Pero está de buen humor—. Y tú, Lili, ¿te sientes mejor que anoche?

Tengo las mejillas en llamas. La mano me tiembla mientras me peleo con un pedazo de tanza que estoy tratando de introducir en un empalme. Cuando alzo la mirada lo veo reír.

—Ay, esta Lili… Menudo elemento.

Los chicos se vuelven hacia mí.

—¿A que no adivináis lo que me hizo cuando la acompañé anoche…?

Dave ha empezado a sonreír mostrando sus dientes blancos. Siento el peso de la mirada amarilla. Simon aguarda.

—¡Es que estaba borracha! —digo desesperadamente.

—Quise besarla.

—Bueno ¿y qué? ¿Hubo suerte? —Se regocija Dave.

—Quise besarla… A simple vista no lo parece, pero es una tigresa de mucho cuidado… ¡Menudo sopapo me llevé!

Respiro aliviada. El tipo alto y flaco me sonríe, burlón. Le correspondo con una sonrisa. Dave se ríe a carcajadas. «Nuestra pequeña Frenchie», dice. Jude me mira con respetuoso asombro. A Simon le da igual.

El patrón ha ido a llamar a Oklahoma. ¿Acaso se lo contará todo a su mujer? ¿Que ha roto el juramento hecho a A and A, lo de la cogorza y el beso final? Bueno, eso de beso… La radio vocifera en el barco vecino. Vuelve a aparecer Andy. Lo acompaña un hombre rechoncho y de baja estatura. Tiene unos ojos muy azules, muy redondos y separados en un rostro mofletudo semioculto por un sombrero de fieltro.

—Hola, Gordy —dice Dave—. Al parecer vas a recuperar el barco.

Gordon asiente con su cabeza redonda. Me tiende la mano. Las mejillas se le han puesto sonrosadas. Sonríe muy amablemente.

—¿Quieres trabajar conmigo para la temporada de tendering?

El trato queda cerrado. Gordy se marcha dando pasitos cortos, los ojos nomeolvides bajo el fieltro negro… Esta vez tampoco iré a Point Barrow.

«Falta poco para mediodía. Falta poco para que comamos», pienso. Jude tose. Dave bosteza. La resaca empieza a remitir.

—Vamos a poder repetir lo de anoche —dice Simon.

—No cuentes conmigo, mi novia vuelve esta noche —le contesta Dave.

Jude no dice nada.

—Tengo hambre —digo suspirando.

El patrón ha vuelto, más animado que nunca. Acaba de cruzarse con Andy en el banco, este le ha preguntado qué tal le iba.

—¡Fatal! —gritó Ian a través del banco—, anoche cogí una curda de padre y muy señor mío…

Todos fingieron que no habían oído nada, y Andy se echó a temblar y no contestó. Otro antiguo miembro de A and A, Andy. El tipo alto y flaco está contento. Dice que se ha detenido en el Westmark, el hotel con bar que hay encima del puerto. A juzgar por el brillo de sus ojos, ha debido de tomarse un par de gin-tonic… No para de hablar y quiere ayudarnos a limpiar los palangres. Le hacemos un hueco en la mesa. Vuelve a contar sus sinsabores con Lili-la-muy-salvaje. Los hombres se cansan de la historia, él insiste. El tono cambia.

—Tú lo que quieres es uno más rico —me dice mirándome a los ojos—. Uno más rico y cachas.

—Sí, eso es —murmuro con rabia, encogiéndome de hombros.

Arrojo los guantes sobre la mesa y me voy a buscar un café. Viene a hablar a solas conmigo en el comedor.

—Lili, lo he estado pensando, si quieres nos casamos.

El que me está hablando es un tipo alto y flaco, un adolescente pálido con la cara llena de rasguños. Sus ojos aguardan una respuesta. Le brillan tanto que se diría que los tiene llorosos. Lo miro. «Pero ¿qué he hecho esta vez?», me pregunto.

—No quiero casarme. Tú tienes mujer e hijos. Vas a volver a Oklahoma y yo iré a Point Barrow.

Y entonces entra Jude y se nos queda mirando con expresión suspicaz.

—¿Puedo pasar?

Regreso a cubierta. He olvidado el café. Brilla un sol resplandeciente. Me siento deprimida. Los hombres vuelven a hacer cálculos sobre la carga de fletanes. Nos toca descargar esta noche.

—¿Cómo nos organizaremos esta noche? —pregunta Simon.

—Jude, Joey y yo nos ocupamos de todo —contesta Dave—. Es cosa nuestra. Solo tendréis que limpiar la bodega cuando hayamos terminado y desinfectar y cepillar todos los rincones. Pero el grueso del trabajo nos corresponde a nosotros.

Simon agacha la cabeza. Nos miramos.

—Solo somos unos simples greenhorns —le digo.

Sonríe con un rictus amargo en los labios.

—Ya…, solo dos greenhorns, unos alfeñiques.

Mattis pasa por la tarde. Borracho. Todos estamos trabajando. Se bambolea de derecha a izquierda por el pantalán.

—¿Dónde está ese pedazo de hijoputa de vuestro patrón? —le grita a Jude, que es al que tiene más cerca—. ¡Ve a buscarlo! Vamos a ver quién es el más fuerte aquí, si se atreve a salir…

El patrón está ahí y lo ha oído. Sale de un rincón a la sombra y asoma la cabeza.

—Al parecer me estás buscando.

—Tú, el motherfucker que me habló ayer de ese modo… y delante de los demás, encima… Vuelve a hacer algo así y te arreglo esa cara bonita de follador de pescados que tienes.

Sigue gritando mientras se aleja dando traspiés por el pantalán.

Jude aprieta la mandíbula.

—Parece que te ha amenazado, si fuera tú, no me dejaría avasallar.

—Tiene razón —coincide Jesse—, el hijo de perra ese no puede tratarte así.

—Deja que lo agarre —dice Ian—, el muy cabrón tendrá que disculparse.

Tira los guantes al suelo de cubierta, pasa por encima de la amurada y salta al pantalán, el pequeño Jesse sale detrás de él dando saltitos, tratando de alcanzar las piernas largas y flacas. Simon se ríe. Dave no dice nada.

—Espero que no lo arrojen al agua —le murmuro a Dave—. No ha hecho nada, en realidad lleva algo de razón.

—Ya —responde Dave con expresión sombría—, son cosas de imbéciles, eso es lo que son, memeces de tíos. Pero no te preocupes, no van a tirarlo al agua, no en pleno día, hay demasiada gente.

Cinco minutos después nuestros hombres están de vuelta.

Sonríen. No me atrevo a preguntarles si lo han matado. Jesse se acuesta de nuevo a dormir la siesta.

—Ya he trabajado bastante por hoy —dictamina Ian—. Me las piro. Descargamos a medianoche, chicos. El barco debe estar en las conserveras a las once… Os quiero aquí a las nueve.

Dave también se va: «Tengo cita para un trabajo…». Simon se acuesta otra vez. Jude y yo nos quedamos solos con nuestros palangres. Seguimos sin decir una sola palabra. Entonces llega Joey, con un tipo.

—¿Todavía estáis trabajando? Nosotros hace mucho que terminamos… —dice el hombre—. Si por lo menos os hubierais llenado los bolsillos…

Jude no responde. El tipo, ataviado con ropa nueva, extrae un fajo de billetes del bolsillo y lo agita brevemente con una expresión presuntuosa en su cara bien afeitada. Me mira de arriba abajo.

—Una tía…

Me tiende una mano que aprieto en la mía.

—¡Fuerte, además…! Venga, venid que os invito a una copa en el Tony’s. Esta noche me cojo una de campeonato…

—No me vendrá mal —dice Jude tirando los guantes sobre la mesa.

Me quedo mirando cómo se alejan.

—¿No vienes? —pregunta Joey volviéndose.

—¿Puedo?

—¡Claro! Si el cretino este ha dicho que nos invita a una copa, eso también va por ti.

Caminan por delante de nosotros. Los seguimos. Diviso a Mattis delante del Kayodie, tal vez algo más borracho, me saluda con amplios movimientos del brazo. Por un momento me siento aliviada, no lo han tirado al agua. Contesto agitando la mano, de lejos, no me apetecen más follones. Y no quiero quedarme sin mi copa.

En el bar reina un caos inconcebible. Fin de temporada. Los hombres están exasperados. Llevan demasiado tiempo en tierra. Han recobrado las fuerzas tras la última pesca y ya no saben qué hacer con ellas. Esta noche no es Jimmy Bennett quien llora en la máquina de discos, sino los Doors y AC/DC, que gritan. Joey, que estaba ya algo borracho cuando se presentó en el Rebel, remata la faena en la barra, con la frente oscura inclinada tercamente sobre la Bud, cuya etiqueta despega despacito. Me tomo las cervezas con aplicación. Apenas me da tiempo de beberme una antes de que me sirvan la siguiente. Me aburro. La camarera me pone un whisky delante, alguien me invita. Tengo que bebérmelo. Un tipo junto a mí entabla conversación. No alcanzamos a oírnos. Renuncia. Al otro lado, Joey me confiesa sus resentimientos con voz pastosa: «Un indio negrata…, un simple y asqueroso indio negrata…». Letanía oscura. Bebe cada vez con más ferocidad mientras prosigue su monólogo. Se pone hecho un basilisco al ver que la camarera tarda en venir. Esta noche, si no tuviese que regresar al barco para descargar, hasta que llegase la hora de caer muerto, solo sería un asqueroso indio negrata, sumido en la ira, en la indignación. En la vergüenza.

Me quedo mirando el reloj de pared. Me levanto.

—Gracias —le digo al hombre que nos ha invitado.

Joey quiere retenerme, acaba de pedir una cerveza.

—No, Joey, tenemos que estar en el barco a las nueve. Yo me voy.

Inclina la cabeza sobre la barra y farfulla de nuevo: «Indio negrata…».

Me dispongo a salir cuando Jude me llama.

—Espera, voy contigo; si no, no conseguiré largarme nunca.

Hace un esfuerzo ímprobo por levantarse. Se bambolea un poco. Lo espero. Se las ve y se las desea para llegar a la puerta.

Fuera, la luz. Me noto un resabio amargo en la boca. A tabaco y cerveza. Jude escupe por dos. Está a punto de dar con sus huesos en el suelo. Avanzo un brazo y lo ayudo a levantarse. Tiene la cara muy roja, ha envejecido una barbaridad en el tiempo en que nos hemos tomado el par de copas. No me atrevo a seguir mirándolo, me atemoriza su mirada, fija y como alelada; la molicie de sus labios entreabiertos; sus rasgos fofos; su tez como chamuscada, surcada de un sinfín de arruguitas y venitas violáceas.

—Hala, vamos —le digo.

Camino despacio. Lo conduzco del brazo para cruzar. Se deja guiar como un niño soñoliento. Recorremos el muelle. No le suelto el brazo. Falta poco para que el sol desaparezca detrás de la montaña. Unas gaviotas pasan burlándose de nosotros. Mucho más arriba, dos águilas nos ignoran y vuelan en círculo mientras nosotros avanzamos trabajosamente sobre el asfalto. Al llegar al banco de madera blanca, Jude se empeña en sentarse.

—Nos fumamos uno y seguimos… —dice.

Nos sentamos frente a la flotilla. Enciende un cigarrillo.

—Dame uno, por favor, ya no me quedan.

Abre los ojos perplejo, como si acabase de descubrir mi presencia.

—Si me das un beso.

—No.

—Sí.

Tras una breve vacilación, pongo la boca sobre sus labios muy deprisa.

—Uno mejor.

Vuelvo a hacerlo. Me sujeta la cabeza con una mano pesada. Me besa. Su boca sabe a whisky y a tabaco. Me aparto. Se deja caer contra el respaldo del banco, cierra los ojos, respira pesadamente. No me atrevo a reclamarle el cigarrillo. Más allá, en las aguas claras del puerto, se distingue el imponente casco negro del Rebel, decorado con una franja amarilla. Nos esperarán a bordo.

Jude abre los ojos e intenta erguirse.

—Vayamos al motel… —dice en voz queda.

Lo miro, los párpados se le cierran sin querer, la cabeza le cae sobre el pecho.

—Tenemos que volver al barco, Jude, no tardarán en desplazarlo.

—Vayamos al motel —repite con tono lento y monocorde.

Creo que no me oye.

—Haz lo que te parezca, yo vuelvo al Rebel.

—Espera… Primero dime… ¿eres una mujer?

Tengo un sobresalto. Me lo quedo mirando fijamente sin entender.

—¿A qué viene esa pregunta? No tengo aspecto de hombre… No tengo pelos en la cara ni músculos como vosotros… Los demás nunca me han dicho eso… Ellos sí que lo saben… Además, tengo una vocecita. Que nadie oye.

—No sé… Ni siquiera se sabe si tienes pechos. En cualquier caso, yo nunca los he visto. Es posible que seas un chico joven.

Miro el cielo, la orilla sucia plagada de latas abolladas, una botella de vodka de veintiséis onzas tirada justo por debajo de nosotros.

—Contéstame, ¿de verdad eres una mujer?

—Creo que sí… —murmuro—. Eso es lo que pone en mi pasaporte, «Hembra».

—Vamos al motel, así podré comprobarlo.

—Haz lo que te apetezca, Jude, yo me voy al Rebel.

—Primero podríamos ir al motel y luego…

—Estoy cansada. Vamos a llegar tarde. Hasta luego.

—Espera, voy contigo —articula lánguidamente—, vamos al barco, tú te acuestas en mi litera y yo me acuesto sobre ti…

Me levanto. Doy unos cuantos pasos. Me doy la vuelta. No se ha movido. Vuelvo hasta donde está y lo tomo del brazo.

—Hala, ven, que vamos a llegar tarde y tendremos problemas…

No le suelto el brazo hasta el pantalán. Descendemos la pasarela con pasos muy lentos, alguien se cruza con nosotros y nos sonríe, me quedo seria. Le suelto el brazo, el Rebel está a tan solo unos metros. Dos hombres bajan del Arnie, el vetusto tugboat que sale del puerto cada noche para regresar al alba. Jude se detiene y se planta con sus piernas vacilantes ante los hombres para impedirles el paso. Los ojos le centellean, a duras penas consigue articular un gruñido confuso.

—¡Eh vosotros dos…! ¿Dónde está vuestro puto patrón, el maldito hijoputa ese que me sopló el Arnie cuando me lo iban a confiar a mí?

Los hombres se echan a reír.

—Debe de estar en la ciudad, de donde tú mismo vienes, le daremos el recado…

Jude se agarra el sexo a través del algodón ligero del pantalón.

—Le diréis… de mi parte… Suck my dick!

Llego al barco. Los hombres están en el comedor ocupados preparándose unos bocadillos. El patrón no ha regresado todavía. Dave sonríe cuando entro.

—Ya estás aquí… ¿Muy borracha? ¿Y Jude?

Hago un gesto en dirección al pantalán.

—Creo que está a punto de llegar.

Oímos un ruido sordo procedente de cubierta, maldiciones, un cubo que rueda por el suelo.

—Debe de ser él.

Lo encontramos inconsciente, desplomado entre el pañol y una pila de cajones.

—Eh, amigo, despiértate —le dice Dave sacudiéndolo—, ya dormirás la mona luego. Esta noche tenemos que descargar.

—¿Café? ¿Quieres café? —pregunto.

Abre los ojos, parece asentir con la cabeza. Entro corriendo en el comedor, recaliento un poco de café en el microondas. Regreso a cubierta con una taza humeante.

—¡Despiértate! —le grita Dave—, te vas a beber esto y vas a mover el culo antes de que llegue el patrón.

Jude cierra otra vez los ojos y ya no hay forma de arrancarlo de ese sueño semicomatoso.

Llega Ian. Me vuelvo con la taza en la mano, ya no sé qué hacer con ella.

—Se ha caído… —dice Dave.

Nos quedamos callados. El tipo alto y flaco palidece, él también se queda sin habla unos instantes. Su long-liner[31]. su hombre de brega y confianza en lo que al trabajo se refiere, se ha desplomado en cubierta. Jude abre los ojos. Su mirada ida se endurece, las pupilas se le dilatan, una ola de pavor cruza por ellas. Trata de incorporarse mientras sus miradas quedan clavadas la una en la otra, Jude azorado y avergonzado, el otro presa de un gran desconcierto. Quizá en otras circunstancias Ian le habría propinado unas palmaditas en el hombro, pero la situación exige de él que se comporte como un patrón. Le grita —sin convicción— y lo manda a dormir la mona a su litera. Jude se levanta. Con la cabeza hundida entre los hombros y la espalda encorvada, se dirige al camarote sin apenas tambalearse.

Ian se vuelve hacia mí. Sonríe lastimosamente.

—¿Ves lo que hace el alcohol…? —dice—. Pero bueno, nos las apañaremos, ¿no?