John llegó a las seis. Llevaba levantada un buen rato. Nos marchamos en medio del amanecer gris. El puerto parecía aún adormecido. Y sin embargo, en cuanto cruzamos la bocana, pudimos ver todos esos barquitos que habían zarpado poco antes que nosotros dispersos en el océano. Durante la noche se había levantado viento.
De pie frente a la consola, en el minúsculo habitáculo del Morgan, John nos conduce. Observo silenciosa a su lado. Unos chorros de agua barren los cristales. Delante de nosotros revolotea una bandada de pájaros grises. Peggy, la de la radio, nos da el parte meteorológico: aviso de viento, olas de diez pies que podrán alcanzar los quince pies, viento del noroeste de treinta y cinco nudos que arreciará en el transcurso del día… Luego se oye a los pescadores comunicando entre sí. OK, Rogers, dicen siempre.
—No sabía que hubiera tantos Rogers por aquí —le digo a John.
Alza una ceja sorprendido, ríe sin que entienda por qué. Despliega la carta.
—Ahí es adonde nos dirigimos… Hay que pasar por la isla Spruce, Ouizinkie Harbor… Shakmanof Point… A medio día calamos los aparejos. Marea creciente. Deberíamos dar con ellos… ¿Puedes sujetarme el timón?
—Nunca he utilizado un timón. A bordo del Rebel teníamos el joystick[40]. y sobre todo el piloto automático para los greens.
—Está chupado. Primero estableces el rumbo… A continuación solo manejas el timón cuando sientes que estás en lo alto de una ola. Ese es el instante que dirigirá tu impulso.
No aparto la vista de la brújula. Noto la sustentación de las olas bajo los flancos de madera; el empuje del viento, que nos llega de frente, contra la roda; el instante en que el Morgan reacciona a la maniobra. Al principio el barco se me rebelaba, ahora me obedece y parece cobrar vida entre mis manos.
—Algún día tendré un barco, John.
—Sigue así… —Se ríe—. ¿Te apetece una cerveza?
—No, John, en el mar no.
—Bueno, pues te preparo un café.
Me quedo sola al timón. La proa del Morgan hiende el agua gris. Las olas pasan por encima de la cubierta una y otra vez. Si tuviera al ice cream baby no estaría aquí. Es mediodía. Nos ha dado tiempo a explorar las aguas. A la señal, largo la baliza y la boya, después el ancla. Los diez primeros palangres se desenrollan sin un solo grito. Manguerazo por cubierta. Ya son las cinco. Nos tomamos un descanso. El viento arrecia.
—Normal —dice John—, pesca del fletán. No nos libraremos.
Desde esta mañana no ha hecho más que beber una cerveza tras otra y está languideciendo. Yo me endurezco, vibrante frente al mar, como la cuerda de un arco, cada vez más viva, cada vez más tensa a medida que se aproxima la hora de cobrar las líneas.
John toma los morses exteriores, en el entrante de la cabina de gobierno. La boya aparece en una hondonada entre dos olas. Lanzo el bichero y la subo a bordo. Introduzco el orinque en el halador. Lo adujo hasta izar el ancla a bordo. Los primeros palangres traen consigo unos cuantos bacalaos, pero los volvemos a lanzar al agua. Están ya muertos. Desaparecen con el vientre hacia arriba balanceándose en las olas, manchas claras que se hunden lánguidamente en el mar. Gaviotas y fulmares nos siguen entre graznidos, se lanzan en picado para intentar atrapar uno. Son una estela enloquecida en el cielo que se enfosca. Adujo la línea.
Empieza a caer una tenue lluvia. Llega a bordo el primer fletán. John me regaña cuando lo engancho por el lomo.
—¿No te han enseñado a currar como Dios manda? Te estás cargando la captura… ¡En la cabeza, siempre debes clavar el bichero en la cabeza! Después la fábrica nos pone en la lista negra y nos paga toda la pesca a precio de saldo.
Permanezco en silencio y agacho la cabeza. Me siento avergonzada.
—Ya lo sabía, pero temía perderlo.
—Coge el bichero y el gancho. El gancho sirve para liberar al pez del anzuelo. Con una mano lo atrapas con el bichero para subirlo a bordo y con la otra haces una torsión con el gancho entre el anzuelo y la boca, un golpe seco y caerá solo… Bueno, lo dicho, ya sabes…
Llegan los fletanes. John grita. Me afianzo sobre las piernas para tirar de los peces fuera del agua y hacerlos pasar por encima de la regala. Los gigantes de los mares baten el aire con su cuerpo liso y plano; barren la cubierta de un lado a otro. No paran de llegar a bordo. Se levanta marejada debido al viento y el Morgan se balancea pesadamente. Dos fletanes salen arrastrados por encima de la amurada. Sudando a mares y con la cara chorreante, me inclino sobre el agua negra. El ancla surge de las aguas, luego el orinque y por último, la boya.
—¡Te has ganado con creces ese billete de avión… y el comienzo de tus vacaciones en Hawái! —grita John de alegría.
Desaparece en la cabina y sale pasado un instante con una cerveza en las manos. Tiene la mirada ida, está anocheciendo, el viento no ha aflojado, sino todo lo contrario. Durante un momento pienso que hemos pescado suficiente, que el mar se está enfadando y que deberíamos parar. No deberíamos seguir matando. De repente siento un poco de miedo. John está casi borracho. Eso tampoco debe de hacerle mucha gracia al mar. Empuño un fletán. Con el cabello chorreante de agua de mar y lluvia, aprieto los dientes. Lo sujeto por la mitad del cuerpo y trato de subirlo a la mesa de limpieza, un tablón clavado de través entre la regala y el borde de la bodega. Es demasiado grande, se me escurre de los brazos; el oleaje y la masa movediza de cuerpos que siembran la cubierta, con la cual tropiezo, me hacen perder el equilibrio; caemos juntos, no lo he soltado. Se trata de un abrazo extraño, en medio del viento y los continuos golpes de mar que nos acribillan.
El Morgan deriva. John sale de la caseta de gobierno. Ya he limpiado tres pescados de rodillas en el suelo de cubierta. Arroja su lata vacía por la borda y eructa al tiempo que se da la vuelta hacia mí.
—¡No, así no! Tienes que subirlos al tajo.
—A veces son muy pesados, John.
—Los tiendes sobre la mesa, a continuación el cuchillo… Lo clavas en el vientre, lo deslizas hasta las agallas, cortas las branquias, subes… la membrana, ahí, por ese lado, por el otro. Y tiras, arrancas todo, el estómago, las tripas, todo ha de salir de un solo golpe. Luego los cojones, al fondo… A veces es lo que más trabajo cuesta. Solo te queda raspar con la cuchara. Tardarás cinco segundos como mucho.
—Lo sé, John —murmuro—, lo he visto hacer. Pero no lo conseguiré en cinco segundos.
Hace un rato que no me oye, se ha caído con el fletán. Maldice y grita a gatas sobre la cubierta.
—¡Estás borracho, John! —grito en medio del fragor de las olas.
—¿Borracho yo?
Se levanta.
—Vas a ver tú…
Y va y se sube a la regala e intenta caminar por ella, los brazos abiertos como un funámbulo, entre la cubierta y las olas negras erizadas de espuma. El barco se balancea pesadamente.
—¡John, baja de ahí!… ¡Por favor, John!
John se tambalea de izquierda a derecha, pierde el equilibrio, agita los brazos en el aire y cae. A cubierta. Respiro aliviada.
—No se debe beber, John, en el mar no se debe beber —digo con voz entrecortada—, ve a descansar un poco, yo me encargo del pescado, luego prepararé café… Nos tomamos el café y subimos el resto de los palangres…
—Llevo toda la vida pescando… —Estalla John poniéndose en pie—. Llevo toda la vida pescando y ahora vienes tú, una simple extranjera que llega de lo más recóndito de su pueblo, y ¿pretendes enseñarme mi oficio?
—Sí, John, no, ve a acostarte, por favor…
John entra. Vamos a la deriva.
La luna ha salido y nos alumbra. La cubierta se halla tapizada de cuerpos pálidos sacudidos por espasmos. La cara blanca y desnuda, ciega, está vuelta hacia la luna y parece ondular por efecto de los bandazos. Los fletanes barren la cubierta, casi cadáveres, balanceándose de banda a banda. La amurada del Morgan, demasiado baja, permite que de vez en cuando alguno se salga por encima de la regala. Si sigue con vida, el fletán da un salto furioso para alcanzar las profundidades de las que ha sido arrancado. Si está muerto, las olas, ahora fuertes y altas, arrastran el pescado destripado, que se hunde lentamente, una forma blanca que va difuminándose en la oscuridad del mar. Limpio los peces que acierto a depositar sobre el tablón de madera. Estos siguen agitándose incluso abiertos. Deberían morir más deprisa, deberían morir antes de que hundiera el cuchillo en ellos. John duerme la mona en su litera. ¿O acaso sigue bebiendo? Chapoteo en cubierta. Tengo secreciones y tripas de peces pegadas a los mechones que sobresalen del impermeable. Procuro atrapar el fletán, en ocasiones igual de grande que yo, rodeándolo con los brazos —con una mano metida en la agalla y la otra aferrando el cuerpo liso—, y subirlo a la mesa de limpieza. Se me escapa, sobresaltos convulsivos. Caigo con él al suelo entre sollozos. Es un combate agotador contra este pez que abrazo y arrastro, envuelta en el olor acre de la sal y la sangre. Cuando al fin lo consigo, lo desangro de un tajo en la garganta, lo rajo a partir de esa agalla cuyas branquias se cierran sobre mi mano, arañándola a través del guante. Destripo el enorme cuerpo, que sigue resistiéndose, y se produce un sonido extraño, como el crujido de la seda al desgarrarse. El pez se debate con sobresaltos rabiosos, coletazos desesperados que me salpican de sangre. Me paso la lengua por los labios, tengo sed, ese sabor a sal… El cuchillo continúa su feroz avance, gira en lo más hondo del vientre, sube por las vértebras hasta las agallas. Entonces arranco de un golpe el enorme paquete de tripas y lo arrojo al mar. Las gaviotas vuelan a nuestro alrededor graznando, tratando de atrapar las vísceras al vuelo, se zambullen en el mar… Todavía he de encontrar los dos testículos, como dos huevos ocultos en lo más hondo del vientre, encerrados en una coraza de cartílago y carne; raspar la sangre negra y compacta que se amontona a lo largo de las vértebras. El fletán se retuerce con cada movimiento del raspador. Lo hago descender a la bodega del pescado. A veces cae a cubierta y se mezcla con los demás.
El cuerpo a cuerpo con los yacentes me ha dejado bañada en sudor. Unas ráfagas de agua me azotan la cara, me chorrean hasta el cuello y penetran bajo el impermeable. El viento retumba en mis oídos. Está soplando con mucha fuerza. El Morgan desaparece en el seno de las olas, la luna cae al agua para aparecer instantes después. El océano invertido, el cielo inclinado. Un corazoncito púrpura sigue latiendo encima de la mesa de limpieza, palpitando bajo el halo imperturbable de la luna danzarina, desnudo y solo entre las tripas y la sangre, como si todavía no se hubiese percatado de nada. Entonces, con el rostro pringado de lágrimas y sangre y ese sabor a sal en los labios —¿también a sangre?… —, me resulta insoportable, iba a tirarlo al agua con el resto de las tripas, pero no, no puedo hacer eso. Desasosegada, me viene a la mente el primer fletán que maté a bordo del Rebel, así que lo atrapo y lo engullo; en el calorcito de mis entrañas, ese corazón que palpita; dentro de mi propia vida, la vida del enorme pez que acabo de abrazar a fin de destriparlo mejor. ¿Qué estará haciendo John? Tengo miedo.
Termino de destripar los fletanes más grandes de rodillas, sobre el suelo de cubierta. Los pesados párpados entornados me miran, tal vez con estupor. «Chist, chist…», murmuro deslizando la mano por el cuerpo liso, aún lloro un poco, me como el corazón del hermoso yacente. Después no vuelvo a caerme, no vuelvo a sollozar. Hago mi trabajo. Los corazones que me trago enteros uno tras otro forman una bola extraña en mi estómago, un ardor helado.
He metido los últimos fletanes en la bodega, acostados sobre su cara oscura para evitar que les queden marcas en la carne. He roto el hielo con el pico para llenar los vientres y cubrir los cuerpos. Entro en la cabina. John ronca en el banco. Enciendo un cigarrillo, preparo café y lo despierto. Está mejor. Nos dirigimos a la siguiente baliza. John ha cogido una cerveza.
Nos está costando lo suyo encontrar la boya, de un rojo apagado que desaparece entre las olas. De pie contra la regala, sostengo el bichero, las rodillas hinchadas chocan contra la madera dura al ritmo de los bandazos. Me estiro para coger la boya con el bichero, estoy a punto de conseguirlo cuando John nos vuelve a alejar. Al tercer intento fallido lo empujo sin pararme a pensar y tomo los mandos. Se hace a un lado. Enderezo la proa del barco, viro de bordo ligeramente.
—Coge los mandos de nuevo, John.
Atrapo la boya con un movimiento ágil, cojo el orinque y lo introduzco en la roldana. El viento en la cara nos araña. Vuelve a llover con más fuerza, la luna se ha velado. Pero ¿qué hora es en esta noche opaca? John guarda silencio. El barco avanza lentamente por el eje de la línea madre. Los fletanes no paran de llegar a bordo. Los bandazos aumentan, y los peces vuelven a barrer el puente, golpeándonos en las pantorrillas a intervalos regulares. Mis rodillas magulladas chocan rítmicamente contra la amurada. John maneja los mandos mientras atrapo las capturas con el bichero. Nuestros rostros chorrean bajo el cielo oscuro, revuelto. Las nubes se persiguen, las aves blancas dan vueltas en ruidoso vuelo… La línea se detiene.
—¿Nos hemos enganchado en el fondo, John?
Viramos un poco. Inclinados ambos por encima del agua negra, escrutamos los remolinos. Algo, un cuerpo enorme y pálido, se ha quedado prendido de la línea. Pero apenas John la sube, la cola de un pez grande emerge del agua, un tiburón azul se ha quedado enganchado en el palangre.
—Pásame el bichero… Un cuchillo.
—Un tiburón, John… ¿De verdad que es un tiburón?
—Que me pases el cuchillo te digo.
—¿Qué vas a hacer?
—Tengo que liberar la línea, cortarle la cola.
—¿Morirá?
—Está muerto.
Izo la cola a bordo.
—Tírala.
—Todavía no.
El cuerpo inerte se sumerge lentamente. Aparece la última boya.
Noche de tinta. Es muy tarde. O muy temprano. Hemos terminado de limpiar los últimos fletanes. Las tres cuartas partes de la bodega están llenas. Largamos los diez últimos palangres. Limpio la cubierta.
—Deja eso, el mar lo hará por nosotros. Será mejor que comamos algo. He guardado un bacalao. Anda, ven.
Los impermeables yacen empapados en el suelo. John ha puesto a cocer el bacalao. Me masajeo las manos tumefactas, atravesadas de cortes desde la muñeca hasta las yemas de los dedos. John se hurga los dientes con un palillo.
—Ahora tenemos que decidir: o nos volvemos a poner ahora mismo o descansamos unas horas.
—Lo que tú decidas, John.
—Dormimos. Dos horas. Nos lo hemos ganado.
Saca una botella de whisky y bebe un largo trago mientras da cuerda a los despertadores. Me tapo la cabeza con el saco de dormir. La sangre seca me escuece en las mejillas. Tengo el cuerpo derrengado. El cansancio me aplasta. «Dos horas —pienso—. Dos horas de sueño. Qué delicia». Derivamos.
Oigo los despertadores. John no se ha movido. «Un poco más —pienso—, un poquito más…». Me vuelvo a quedar dormida. Dormimos cuatro horas. Soy la primera que se despierta. La pequeña estufa de fuel ronronea. Encima de esta, la cafetera, con un resto de café espeso como alquitrán. Me sirvo una taza. La cara me arde. El cuerpo también. Hace demasiado calor. El frío y la oscuridad detrás del cristal empañado, batido por ráfagas de agua. Salgo a la cubierta, lavada por los maretazos que la barren. El aire sopla crudo, y siento una quemazón helada en las fosas nasales, en los pulmones, sobre la piel. El viento parece haber perdido fuerza, el barco deriva lánguidamente. Los cajones vacíos no se han movido, estibados con firmeza contra el castillo. La gigantesca cola del tiburón azul, que he amarrado al ancla, vibra con cada sacudida producida por las olas, un mascarón de proa bárbaro y fantasmal. Entro. Vuelvo a preparar café y sacudo a John un buen rato hasta que se despierta.
—Es la hora, John.
Trabajo maquinal. Movimientos mecánicos. El viento en la cara. Los fletanes se han ido con el cambio de marea. De tarde en tarde, aparece un pez desamparado con las órbitas vacías hirviendo de pulgas de mar. Todavía hace frío y está oscuro. El agua nos golpea de frente y nos entra por el impermeable. John estampa con rabia las estrellas de mar contra la amurada. Las enormes y monstruosas bocas, que parecen succionar el anzuelo, estallan sobre la madera oscura, salpicando la cubierta de jirones de carne rosa y anaranjada. John no ha abierto la boca desde que sonó el despertador, el semblante descolorido, pálido de cansancio, los labios apretados en una mueca amarga. A veces para el halador, pone el motor en punto muerto y me mira con aire exasperado.
—Espera un momento…
Entra en la cabina. La noche palidece. En el horizonte brumoso no tardarán en divisarse la sombra oscura de la costa y los bosques sombríos de Kitoi, en el norte. John sale más sereno, con la mirada turbia.
—Vuelvo enseguida, John. Me toca entrar a mí.
La botella está encima de la litera, la escondo bajo la almohada.
Se reanuda el baile de estrellas de mar descuartizadas sobre la amurada. John detiene la línea de nuevo y vuelve al camarote. Esta vez tarda más. Miro a hurtadillas a través del cristal. Ha encontrado el whisky y bebe desesperadamente, con la cabeza hacia atrás y los párpados entornados. Me es imposible contenerme; me precipito dentro y le arranco la botella de las manos.
—¡No, John, vale ya!
Arrojo la botella al mar. John se pone pálido. Un hilillo de whisky desciende por la comisura de sus labios entreabiertos.
—¡No eres más que una campesina y pretendes enseñarme a pescar! —maldice y grita, tras un sobresalto—. ¡Menuda imbécil, mira que quitarme la botella…!
Oigo un ruido sordo de caída. Las olas golpeando el casco producen una suerte de jadeo furioso. Me dejo caer sobre el cuartel de escotilla. Y entonces rompo a llorar. Unas olas verdosas rodean el barco y se burlan del pequeño Morgan. Pienso en el gran marinero; en él acostado sobre mí con su respiración de león, dándome de beber con su boca; en Hawái, que no veré; en el ice cream baby que nunca tendremos. Sollozo bajo la lluvia de un alba gris. El cielo luce encapotado y malévolo. Siento debajo de mí los hermosos gigantes de los mares tendidos en su lecho de hielo, envueltos en su mortaja ensangrentada —el motor ronronea—; hemos matado demasiado. El mar, el cielo y los dioses están furiosos.
Tengo hambre y frío. Entro en el comedor. John está de rodillas, con la cara pegada al suelo y el culo en pompa como los peregrinos que se prosternan en La Meca. Pero ¿cuál es su Meca?, pero ¿qué está haciendo ahí…? ¿Acaso está durmiendo? Me siento a la mesa. Cojo el pan que ha rodado por el suelo y le doy un mordisco. John gime quedamente.
—Venga, John —murmuro—, tenemos que volver a cubierta y virar los palangres.
Me como el pan como si no existiese nada más en el mundo, como si fuese lo único que importase de verdad. El barco deriva. John sigue sollozando.
—Venga, John…
Me levanto y me acerco a él. Le doy un golpecito suave en el hombro.
—Tenemos que subir los aparejos, John.
—Es que te he perdido, Lili… Te he perdido, Lili.
—No, John, no me has perdido, nadie puede perderme, pero tenemos que seguir pescando.
—¡Necesito ayuda! —grita con el culo aún en pompa, aplastando la cara contra el suelo sucio.
Y yo con ese pedazo de pan, que continúo masticando aplicadamente.
—Todos necesitamos ayuda, John, pero hazme el favor, anda, levántate… Tenemos que subir a bordo todos los palangres, nos quedan solo unas horas antes de mediodía.
Entonces John se yergue y, de rodillas, lanza un último y largo gemido. Lo ayudo a ponerse en pie y lo guío hasta la mesa, le sirvo un café.
—John, pronto habremos terminado —le digo—, regresaremos a Kodiak y descansaremos, y si quieres hasta te invitaré a una cerveza en el Breaker’s…
—Abandonémoslo todo aquí. Cortamos la línea. Sanseacabó. Regresamos.
—No, John, lo subimos todo a bordo. Solo nos quedan un par de horas.
Es mediodía. Todos los palangres se encuentran a bordo. La pesca acaba de finalizar. Regresamos. John me ha dejado el timón. Destapa una cerveza.
—¿Me odias? —le pregunto.
—¿Y tú no me odias a mí? —contesta.
—La próxima vez que salgamos a pescar, primero me enseñas todo, a maniobrar el barco, los motores hidráulicos, a servirme de la radio también, vamos, todo. Luego podrás emborracharte cuanto quieras… Si hubieras caído al agua, no habría podido hacer nada.
El viento habrá amainado antes del atardecer. Cuando nos aproximamos a las fábricas de conservas, llamo a John, que se ha quedado frito en cubierta, con el culo al aire en el cubo blanco que utilizamos a modo de retrete. Se pone al timón a regañadientes. Hay una fila de barcos aguardando ya para descargar. He preparado las amarras y sacado las defensas. Atracamos despacio abarloándonos al Indian Crow. La fila de barcos es larga. No podremos descargar hasta mañana por la mañana. Pero entonces ya me habré ido y nunca sabré a cuántas toneladas de presas se eleva nuestra alocada caza de fletanes. John ha recobrado el dominio de sí, esa mirada penetrante de hombre de tierra y de negocios. Nos sentamos a la mesa. Saca una cartera. Sus pálidos rasgos acusan cruelmente el cansancio. Firma un cheque y me lo alarga.
—¿Te vale así?
—Sí —respondo en un murmullo—, me parece bien.
Compartiremos, decía… Hemos capturado unas cuatro mil libras, ¿no? Sin duda más. Compartiremos…
—Gracias, John…
Paso por encima de la regala del Indian Crow con el impermeable enrollado dentro de una bolsa de basura. No hay un alma en cubierta, alguien se ha dejado la radio encendida y la puerta abierta… Subo por la escala que conduce al muelle. Corro a grandes trancos; casi sin pretenderlo, las piernas tiran de mí, flexibles y fuertes, ante mí, las gaviotas, el puerto, corro, el cielo neblinoso y el viento. Y la liquor store y el bar, sigo corriendo, el Jenny está amarrado en el muelle. Scrim ha vuelto. Salvo la borda de una zancada y llamo con los nudillos al cristal, desfallecida. El hombre sale sonriente.
—¿Qué tal, kid, has pescado mucho?
—Mírame las manos… —digo susurrando.
Aprieta mis manos tumefactas entre las suyas.
—Good girl… Ven a tomarte una copa, invito yo.
Cruzamos la puerta del Breaker’s. El ruidoso local está que no cabe un alfiler. Camino hacia la barra con la cabeza bien alta. Coloco ante mí mis hermosas manos de pescador, las informes manazas que ya ni a doblar acierto. No volveré a tenerle miedo a nadie y bebo como un pescador de verdad. Mañana estaré en Hawái con el gran marinero.
Lili, amor mío, no leerás esta carta si estás en el avión mañana. De todos modos, ya no tendrá ninguna importancia. Hoy es mi último día de trabajo en un aserradero y me marcho a los muelles de Honolulú a buscar una habitación barata. El curro no estaba bien pagado, eran muy pocas horas. El tío para el que trabajaba tenía en mí a uno de los mejores trabajadores de nuestros países desarrollados a su servicio, pero no ha sabido apreciarlo. Si llegas antes de que me vaya, haré lo que más deseo en el mundo: estar contigo. Pero hasta que podamos volver a vernos, si es que algún día lo logramos, búscame en los tugurios, en los bares de strippers, en las filas de sopa popular del Pacífico. Salgo a faenar de nuevo.
Todavía no sé dónde ni para quién embarcaré. Se supone que con el cheque de la paga me alcanzará para pagar el avión hasta Oahu y encontrar una pequeña habitación donde alojarme toda la semana. Luego no me quedará nada. Solo las ansias de volver a pescar. No es necesario que me mandes nada, carta dinero comida o ron. Soy feliz. Pelado, sin trabajo, pronto en la calle, pero por fin con mi única razón de ser.
Me habría gustado volver para la campaña del fletán. Pero dura muy poco tiempo y estoy casi sin blanca. Un tío me ha hablado de una amplia operación de pesca alrededor de Singapur (a lo mejor para más adelante). Hasta ahora nunca he cruzado el ecuador en barco ni navegado más allá del meridiano ciento ochenta.
Lili, me hubiera gustado muchísimo que vinieras. Serías la única persona capaz de hacerme cambiar de opinión, cambiar eso hacia lo que hoy debo dirigirme. Te he esperado durante mucho tiempo. Ahora debo irme. Te llevo en mis pensamientos. Siempre. Te tendré al tanto. Tal vez trabaje unos días en algún barco local. Quizá todavía estemos a tiempo de volver a vernos, alquilar un pisucho amueblado en Waikiki o en Chinatown, y tratar de tener un hijo, nuestro ice cream baby. Probablemente tengas noticias mías la semana que viene mientras esté buscando barco. A no ser que alguien me diga: «Tú, ven aquí, zarpamos en menos de una hora…».
Búscame en Oahu, pregunta por Jude en el puesto de Susan, en el mercado. Cuídate, te tendré al corriente.
JUDE