Me han dado una bicicleta azul. Una vieja bicicleta oxidada demasiado pequeña para mí. En ella pone FREE SPIRIT[8]. Atravieso la ciudad con las mejillas coloradas y un impermeable más naranja que los impermeables de marinero. La gente se ríe al verme pasar. Y yo pedaleo del barco al local y del local al barco. La lluvia me chorrea por la cara, fluye por mi cuello, llego corriendo al barco, bajo los peldaños de la escala de cuatro en cuatro, me agarro a la borda, a mis pies el agua es gris y verde, el patrón se asusta, adelanta un brazo que no ha podido retener y que sin embargo retira tragando saliva. Me río. Todavía no me he caído. Baja la mirada muy deprisa cuando lo miro de esa manera.

—Soy invulnerable —le digo.

—Acabarás muriendo como todo el mundo —dice encogiéndose de hombros.

—Sí, pero mientras siga viva soy invulnerable.

Me levanto de madrugada. Salto de la litera. Me llama. El exterior, el aroma a algas y a marisco, los cuervos en cubierta, las águilas en el mástil, el graznido de las gaviotas sobre las aguas tersas del puerto. Preparo café para los dos hombres. Salgo. Corro por los muelles. Las calles están desiertas. Me topo con el nuevo día. Reencuentro el mundo de ayer. La noche lo ha ocultado y devuelto después. Vuelvo al barco sin aliento, Jesse e Ian acaban de levantarse. Los demás miembros de la tripulación no tardarán en llegar. Tomo café con ellos. Hay que ver lo lentos que son… Mi pie se agita bajo la mesa. Podría llorar de impaciencia. Esperar es un suplicio.

El puerto entero se ha puesto manos a la obra. La radio suena a todo volumen en las cubiertas atestadas, las canciones de música country se mezclan con la voz ronca de Tina Turner. Hemos empezado a encarnar las líneas. La dársena es un ir y venir incesante. Izamos a bordo cajas de calamares y arenques congelados que servirán de cebo. Unos estudiantes llegados de lejos con la esperanza de encontrar un barco se ofrecen a trabajar ese día.

—Estamos al completo —dice el tipo alto y flaco.

Simon, el estudiante, posa en nosotros una mirada fría que pierde la calma con los primeros ladridos del patrón. El primo de Jesús, Luis, también se unirá a nosotros. Y David, un pescador de cangrejos que nos mira desde su metro noventa de estatura, con los anchos hombros erguidos, sonriendo con todos sus dientes, parejos y blancos. Nos pasamos días enteros encarnando de pie, apoyados en una mesa en la parte posterior de la cubierta. Jesús y yo nos reímos de todo.

—¿Queréis dejar de comportaros como críos…? —nos suelta John, irritado.

Llega el hombre león. Sube a bordo una mañana, acompañado del tipo alto y flaco, el rostro oculto tras una melena sucia. El patrón está orgulloso de su hombre.

—Este es Jude —dice—, un experimentado pescador de palangre.

«Quizá también un borrachín», pienso cuando pasa a mi lado. El león cansado es más bien tímido. Se pone a trabajar sin mediar palabra. Cuando enciende un cigarrillo, lo sacude un violento golpe de tos. Escupe en el suelo. Le entreveo la cara comida por la barba. Una mirada dorada y penetrante. Rehúyo los ojos amarillos. Dejo de reírme con Jesús. Me hago pequeñita. Él está en su elemento. Yo no.

Los muchachos vuelven a casa tarde. Jude se queda. En cubierta ya solo somos tres. Tenemos que llevar los palangres encarnados al freezer de la fábrica. Cargamos los cajones en la parte de atrás del truck y los estibamos firmemente. Me aparto en cuanto Jude se acerca. Él frunce el entrecejo. Circulamos hasta las conserveras envueltos en el aire de la noche. Sentada entre los dos hombres, contemplo la carretera recta entre el mar y las colinas desnudas. Avanzamos hacia el cielo abierto. El patrón cambia las marchas con la punta de los dedos para no rozarme, me arrimo más a la derecha. Noto el muslo del hombre león contra el mío. Se me hace un nudo en la garganta.

Descargamos los palangres. Los cajones están helados y pesan mucho.

Tough girl —dice Jude.

—Sí, no es muy gruesa, pero es fuerte —contesta Ian.

Me pongo derecha. Formamos una cadena para depositar los cajones en la pieza glacial. Los dedos se nos quedan pegados al metal. Es tarde cuando regresamos. El truck circula en medio de la noche, las colinas han desaparecido entre las sombras. Ahora tan solo queda el mar. Los dos hombres hablan de nuestra marcha. Guardo silencio. Me noto el cuerpo dolorido, hambriento, siento el calor del muslo de Jude, el olor de su tabaco, el de nuestra ropa húmeda, a la que se han adherido unos jirones de calamar.

Bordeamos la orilla del mar, varias traineras duermen contra los diques donde se reposta combustible. Volvemos a pasar junto a su sueño oscuro. Ante nosotros, unos halos rojizos palpitan en el cielo ensombrecido coloreando el horizonte.

—¿Es una aurora boreal? —pregunto.

No entienden. Lo repito varias veces. El león se ríe quedamente, un rugido ronco y amortiguado.

—Ha dicho «aurora boreal».

El patrón se ríe a su vez.

—No, solo es el cielo.

Estoy más roja que esos fulgores cuyo nombre nunca llegaré a conocer. Me gustaría que durasen para siempre y avanzar en la oscuridad, entre el tipo grande y flaco y el león quemado.

—Déjame en el Shelikof’s… —dice Jude cuando llegamos a la ciudad.

Al poco nos deja y entra en la taberna. Ian no se lo tiene en cuenta. Se vuelve hacia mí.

—Creo que empina bastante el codo, pero es el hombre que necesitábamos.

Regresamos a bordo. Hace calor. Jesse está fumando un porro en la sala de máquinas.

Adam trabaja como marinero a bordo del Blue Beauty, amarrado justo al lado. Lo oigo bromear con Dave.

—Sí…, y cuando las manos te duelen tanto que ni siquiera puedes dormir durante las tres horas que te asignan…, y cuando estás de guardia y ves boyas por todas partes… y por más que te frotas los ojos, las boyas no dejan de aparecer.

Se ríen.

—¿Crees que lo lograré? —le pregunto a Adam.

—Sigue trabajando así y lo conseguirás.

No obstante, vuelve a advertirme sobre el peligro.

—Pero ¿con qué debo tener cuidado exactamente?

—Con todo. Con las líneas que caen al agua con una fuerza que te arrastraría si se te quedaran enganchados el pie o los brazos, con las que izamos, que, si se rompen, pueden matarte, desfigurarte… Con los anzuelos que pueden atascarse en el halador y salen disparados en cualquier dirección, con el temporal, con el arrecife con el que no contábamos, con el que se queda dormido mientras está de guardia, con caer al mar, con el oleaje, que puede llevarte por delante, y el frío, que mata… —Se detiene. Sus ojos claros están tristes y cansados. Los rasgos se le erosionan y se le marcan—. Embarcar es como estar casado con el barco durante el tiempo que vas a pasar currando en él. Ya no tienes vida, ya nada te pertenece. Le debes obediencia al patrón. Aunque sea un imbécil. —Suspira—. No sé por qué he venido —prosigue meneando la cabeza—, no sé qué hace que queramos sufrir tanto, sin necesidad, en el fondo. Andar escasos de todo, de sueño, de calor, de amor también —añade a media voz— hasta que no puedes más, hasta que odias el oficio y, a pesar de todo, vuelves a pedir más, porque el resto del mundo te parece insulso, te aburre hasta la muerte. Hasta que terminas por no poder prescindir de ello, de esta embriaguez, este peligro, esta locura, ¡sí! —dice casi rugiendo, luego se calma—: Cada vez existen más campañas para disuadir a los jóvenes de que se dediquen a la pesca, sabes…

—¿Porque luego no podrán desengancharse?

—Más que nada porque es peligroso. —Vuelve la cabeza y se queda mirando a lo lejos. Un soplo de aire agita sus finos cabellos. Las comisuras de la boca apuntan hacia abajo, amargas. Una dulzura soñadora se insinúa en sus rasgos cuando prosigue, con los ojos perdidos en el vacío—: Esta vez es la última… La última de verdad. Tengo una casita en la península de Kenai, en el bosque, cerca de Seward. Esta temporada del bacalao negro debería ganar lo suficiente para volver allí y quedarme definitivamente. Regresaré antes del invierno. Quiero construirme otra casa. No pondré un pie aquí nunca más. Ya bastante me he dejado la vida. —Se vuelve hacia mí—: Ven a verme al bosque cuando te canses de esto.

Ha vuelto a su sitio y se ha puesto a encarnar sus palangres. Dave y yo intercambiamos una mirada. Dave asiente con la cabeza.

—Siempre dice lo mismo. Y luego regresa.

—¿Por qué regresa?

—Estar completamente solo en el bosque se hace largo al cabo de un tiempo… Lo que le haría falta a Adam es una mujer.

—Por aquí no abundan.

—No, ya casi no quedan. —Se echa a reír—. Pero cuando sale a faenar no tiene tiempo de pensar en ello. Y por aquí son tantos los que están solos que no lo viven de la misma manera.

—Pero aquí tiene el bar cuando está en tierra, ¿no?

—Ha bebido lo suyo… Lo dejó hace dos años. Alcohólicos Anónimos. Como Ian, el patrón.

—Pues qué triste —murmuro.

—Y dentro de poco tendrás a todos esos tíos solitarios detrás de ti… Saldrán de caza… —Me guiña un ojo—. Excepto yo, que ya no puedo. Tengo novia y no quiero perderla.

El tipo alto y flaco conduce y habla como un niño sobrexcitado. Lo escucho. Le digo «Sí. Sí», y cuando aparca frente a la dársena, junto al B and B, y bajamos del truck, me da por decirle mientras se dirige al barco: «Let’s get drunk, man». Aprendo inglés deprisa. Ian se vuelve estupefacto, como si no me reconociera.

—Es broma, solo era para reír —le suelto acto seguido encogiéndome de hombros.

Un día me dice que me quiere y me regala un pedazo de colmillo de mamut que tenía guardado desde hace mucho tiempo.

—Vaya, gracias —le digo.

Desplazamos el Rebel hasta los muelles de las fábricas. Izamos a bordo palangres y provisiones de calamar congelado. Nos abastecemos de agua y hielo. Abro los ojos como platos ante la montaña de víveres, docenas de cajas que el Safeway ha traído hasta el pantalán. Los muchachos suben sus petates a bordo.

—¿Solo hay seis literas? Pero si somos nueve… —le digo al patrón.

—El barco es lo bastante grande para todos.

No insisto. En estos momentos no hace sino gritar.

Salimos de Kodiak un viernes. «Never leave on Friday», dicen. Pero al tipo alto y flaco esas cosas le traen sin cuidado, no es supersticioso. Y a Jesse, el mecánico, tampoco le preocupan.

—Es como lo de los barcos verdes… Bobadas.

Pero Adam me ha advertido en el muelle:

—La superstición es una tontería, estoy de acuerdo, pero he visto demasiados barcos verdes derivar hacia la costa sin que se sepa por qué, chocar contra un peñasco y hundirse con toda la tripulación a bordo… ¿Entiendes?, el verde es el color de los árboles y de la hierba, arrastrará tu cascarón hacia la tierra. Y tampoco es buena idea hacerse a la mar un viernes. Nosotros esperaremos a que den las doce y un minuto de la noche.

Los hombres sueltan amarras entre gritos. Se me pone un nudo en la garganta. Ante todo he de procurar no obstruir el paso. Me hago pequeñita y termino de estibar los cajones de palangre en cubierta. Simon corre de un lado para otro con los ojos desorbitados, él tampoco comprende nada en absoluto. Tropieza conmigo, está a dos dedos de darse un leñazo en cubierta, al subir trabajosamente la escala de metal que conduce al puente con una jarcia gruesa como su puño enrollada en el hombro. Adujo la amarra que Dave me ha lanzado tras soltar la proa. El patrón grita. Aun así, tiro con fuerza de la estacha intentando arrastrarla no sé adónde, tal vez hasta el arcón de la cubierta superior… Pesa demasiado. Ian sigue gritando.

—No puedo, no entiendo —balbuceo.

Se calma.

—¡Pues átala detrás de la cabina!

Me entran ganas de reír, de llorar. Por fin abandonamos tierra, ya sé que nunca volveré. El barco pone rumbo al sur. Bordea la costa antes de virar hacia el oeste.

El león se ha ido a la cama y ya está durmiendo. Jesús se acuesta a su vez.

—Hacen bien —dice Dave de vuelta del puente—, tenemos que dormir todo lo que podamos, luego no se sabe.

Pero cuando llego al camarote, me encuentro las cuatro literas ocupadas. Mi saco de dormir está tirado en el suelo y John roncando en mi litera. Salgo a cubierta. Simon contempla el mar. Se vuelve hacia mí con expresión deslumbrada.

—Heme aquí en el gran océano… —murmura.

—Me han dejado sin litera —le cuento.

—Yo tampoco tengo.

Entro. Recojo el saco de dormir. Me siento sobre los talones en el rincón del pasillo. El hombre león se despierta. Se incorpora, se atusa los rizos acartonados. Posa sus ojos en mí.

—¿Dónde voy a dormir? —inquiero con voz tenue, el saco de dormir entre los brazos.

Me mira con gesto amable.

—No lo sé —contesta en voz queda.

Me levanto, subo a ver al capitán, el tipo alto y flaco ante el cuadro de mandos. Aún tengo el saco de dormir entre los brazos, lo aprieto con fuerza.

—¿Dónde voy a dormir? Me dijiste que el primero que llegaba elegía, y yo fui la primera de verdad, es la ley de los barcos, dijiste…

Después me quedo callada. Él mira a lo lejos con expresión ausente. El cielo se oscurece por el oeste, sobre los altos montes de Ketchikan.

—No sé dónde vas a dormir —termina diciendo a media voz—. Te ofrecí mi camarote… No quisiste. Pero hay espacio suficiente en el barco. De todos modos, para lo que vamos a dormir… Pon el saco de dormir detrás de mi asiento si quieres.

Dejo el saco de dormir y bajo por la escalerilla del puente. Luis se ha tumbado en el banco del comedor. Voy a reunirme con Simon en cubierta. Me ofrece un cigarrillo. Contemplamos el mar sin cruzar una palabra. El viento cobra fuerza conforme nos alejamos de tierra firme. La costa ya no es más que una franja oscura que se encoge progresivamente. El Rebel se escora y se balancea levemente. Simon palidece. Volvemos a entrar en el comedor. Luis nos hace un sitio en el banco. Ha anochecido. Aguardamos bajo el neón.

Los muchachos se despiertan, tenemos que probarnos el traje de supervivencia. Jude ha preparado la comida. Le lleva un copioso plato de pasta al patrón, que no se ha despegado del timón. Bajan juntos.

—Sustitúyeme un rato, Dave.

Ian se sirve un poco de café.

—Muchachos —dice en tono cortante—, aprovechad para dormir esta noche, os harán falta las fuerzas. Mañana, todos en pie a las cinco. —Se vuelve hacia Jude—: Dave hará la primera guardia. Toma el relevo dos horas después. Las guardias no deben durar más de dos horas, somos muchos. A Jesús le toca después. Luego a Jesse. Los demás a dormir. Ya tendrán tiempo más adelante… Despertadme si sucede alguna cosa… Seguimos con el piloto automático, salvo en caso de incidente. Siempre a dos millas de la costa por lo menos. No olvidéis daros una vuelta por la sala de máquinas al final de cada guardia, cercioraos de que el motor auxiliar funcione bien y engrasad el eje. Es probable que el mar se ponga más agitado, echad una ojeada por cubierta de vez en cuando, los palangres están bien amarrados, pero más vale asegurarse…

—De acuerdo.

Jude baja la mirada. Sin decir una palabra más, recoge los restos de la comida. Jesús se levanta, le da las gracias y se remanga los puños por encima del pequeño fregadero de cinc. Me acerco a él. Pierdo el equilibrio. El barco se mueve.

—Gracias por la comida, estaba muy rica —le murmuro a Jude al pasar a su lado.

—Ya —contesta.

John se levanta a su vez.

—Gracias, Jude.

Ayudo a Jesús a fregar los platos.

—El que cocina es siempre el último en comer, es la regla —me dice este a media voz—, pero no le toca fregar los cacharros, nunca, y siempre hay que darle las gracias. Bueno, teóricamente. A veces haces guardia y luego preparas la comida para los que aún duermen, después regresas al timón y cuando vuelves a bajar, los demás no te han dejado ni las raspas y es hora de salir pitando a cubierta…

—Me han quitado la litera —contesto.

—Eso no está bien, no me parece correcto que John haya hecho eso. Tienes que defenderte. Pero por ahora estás green.

Los hombres han vuelto a acostarse. Dave me presta su litera. Dos horas después me despierta amablemente.

—Me toca a mí…

Me levanto y por poco me caigo. Aún estoy adormilada. El camarote se encuentra abarrotado de ropa y botas. El motor ruge, el barco se balancea mucho. Me tambaleo por el pasillo, con el saco de dormir en los brazos. La luz mortecina del neón sigue alumbrando el comedor. Luis está durmiendo en el banco. Me acuesto en la otra punta, me envuelvo con el saco de dormir, mi caparazón, mi guarida dentro de este barco estridente. La mañana nos encuentra a Luis, Simon y a mí dormidos unos encima de otros en el suelo del puente, bajo la mirada indiferente de Jesse, que está de guardia.

Por fin pescamos… El día ha despuntado antes de las cinco. El día: un alba gris, un cielo glauco y plomizo sobre nuestras cabezas. La luz de lo que parece ser el sol deja un boquete pálido en la bruma. A nuestro alrededor el océano se extiende hasta donde alcanza la vista. Hace frío. Simon ha lanzado la baliza desde la cubierta superior, luego la boya. La línea se despliega. Nos apartamos. Dave echa el ancla. Los primeros palangres caen al agua en medio del rugido del motor, que se acelera, y un remolino de gaviotas que intenta atrapar la carnada antes de que esta desaparezca bajo las aguas. Le llevo los cajones a Jude. Este empalma las líneas por la punta, una tras otra. El viento silba en nuestros oídos. Jude arroja los cajones vacíos sobre la cubierta con un ademán rápido y brusco. Yo los retiro al instante. El corazón me palpita con fuerza. Los hombres dan gritos en medio de un estruendo de catástrofe. Jude permanece ante el tumultuoso oleaje, bien plantado sobre sus robustos muslos, con el arco de la espalda en tensión y todo el cuerpo presto a reaccionar, la mandíbula dura, apretada, sin apartar la vista de la línea que se despliega como un animal enloquecido, un monstruo marino erizado de un millar de anzuelos. A veces alguno se engancha en la canaleta y la línea se tensa peligrosamente. Él agarra enseguida la caña, provista de un cuchillo en un extremo, grita otra vez: «¡Apartaos!» y corta la brazolada que une el anzuelo a la línea.

«¡Último palangre!», ruge para avisar al patrón. Que siempre lo oye a pesar del bramido de las cosas y los hombres. El orinque desnudo continúa desenrollándose, Dave echa un ancla, la cuerda corre hasta la última boya y la baliza. El barco aminora la velocidad. La tensión que nos agarrotaba se disipa de golpe. Estalla una risa. Recupero el aliento. Jude enciende un cigarrillo. Parece vernos de nuevo. Bromea con Dave, que se vuelve hacia mí.

—¿Estás bien?

—Sí —murmuro.

Todavía no salgo de mi asombro. Con la garganta hecha un nudo, ordeno el interior de los cajones. No he comprendido nada en absoluto. Los gritos de los hombres me han aterrorizado. Jesús tiene una sonrisa bondadosa.

—Poco a poco… —me dice.

Le doy un manguerazo a la cubierta. Aparece el patrón.

—Y ahora, chicos, ya estamos pescando. Id a tomaros un café, ¡vamos!

Me han agenciado unas botas que había tiradas a bordo. Esta vez son de las auténticas. Me quedan enormes y están agujereadas en el pliegue del tobillo. Me entra agua. Hace frío. También me han conseguido un traje de agua —peto y chaqueta— más ancho y resistente que mi impermeable de payaso.

Subo al puente con un café. Me cruzo con Jesse, me arrimo al mamparo. Me atropella. El tipo alto y flaco se reclina indolentemente en su butaca de capitán.

—¿Va todo bien, pajarito?

—Sí. ¿Cuándo me tocará hacer las guardias como a los demás?

—Eso tienes que hablarlo con Jesse.

—¿Cuándo?

—En cuanto se te ponga a tiro.

El cielo está opaco. Nos envuelve la bruma. Los hombres han desplegado las aletas estabilizadoras a ambos costados del barco, estas hacen pensar en dos alas de hierro de las que solo quedaría la osamenta. El Rebel se balancea de manera extraña, como un pájaro demasiado pesado que no acertara a alzar el vuelo y rasara el agua. Unas olas pesadas forman una muralla; el barco, que quiere atravesarlas, permanece un instante suspendido sobre la cresta antes de descender de nuevo por los verdosos senos. Una lluvia fina y prieta cae en cortinas oblicuas. Salimos al frío. Nos ponemos el impermeable y los guantes de goma en silencio y nos ceñimos el cinturón. Ian está tenso, Dave ha dejado de sonreír, Jesús y Luis parecen grises bajo la tez morena. Jesse afila la hoja de un cuchillo. Me cruzo con miradas que no me ven. Simon se agarra a los montantes de las estanterías, dispuesto a brincar al primer grito de los hombres. En sus ojos se refleja la misma angustia que me atenaza el estómago.

El patrón se ha colocado en el entrante del castillo de proa, contra la amurada. Con las manos en las palancas de los morses exteriores, aumenta la velocidad cuando vislumbra la boya, el barco vira, él afloja la marcha, busca la mejor posición de la quilla. Jude empuña un bichero, atrapa la baliza y la sube a bordo.

—¡Tirad!

Y todos sujetamos el orinque. La tensión es extrema. Ian reduce la velocidad de nuevo, avanza suavemente, se coloca por delante del palangre, la línea se afloja. Dave la iza por la garganta de la polea del halador. Los hombres vociferan. El patrón grita: «¡Desatad la baliza y la boya! ¡Deprisa!». El motor hidráulico se pone en marcha. Recuperamos el aliento. La línea madre sube a un ritmo regular. Ian acelera la velocidad. Jude aduja. Le paso un cajón vacío cuando se sube a bordo un palangre completo. Lo desato del siguiente a toda prisa. Guardo el cajón en medio del intenso balanceo. Pesa mucho, lleno de agua y de cebo viejo. Jesús y Luis cortan los calamares en la parte posterior. El sonido de los motores y de la marejada resulta atronador. El viento zumba en nuestros oídos. Los hombres guardan silencio. La expresión de Ian se ensombrece. Los anzuelos que vuelven vacíos penden tristemente. De vez en cuando un pequeño bacalao negro se agita en la punta de uno de ellos y se desliza por la mesa de limpieza. Jesse le abre el vientre con el cuchillo primorosamente afilado. Lo eviscera con rabia y lo arroja al otro extremo de la mesa, al orificio que comunica con la bodega. Y así durante varias horas. Cuando al fin aparece la baliza, el patrón tira sus guantes airadamente, se desprende del traje de agua y abandona la cubierta sin dirigirnos la palabra.

Damos un manguerazo y lo colocamos todo en su sitio. El barco recupera velocidad en un furioso sobresalto. Jude enciende un cigarrillo. Dave me sonríe.

—Nada del otro mundo, ¿verdad?

Nos pasamos un rato, un buen rato, cebando los palangres de nuevo, hasta que los volvemos a lanzar al mar, luego proseguimos hasta subirlos a bordo, y así sin cesar.

Ya no hay días ni noches, solo horas que desfilan, el cielo que se entenebrece, la oscuridad que recubre el océano, así que nos vemos obligados a encender las luces de cubierta. Dormir… A veces comemos. Un desayuno a las cuatro de la tarde, un almuerzo a las once de la noche. Devoro. Las salchichas nadando en su aceite, las judías pintas demasiado dulces, el arroz apelmazado, como si cada bocado me fuese a salvar la vida. Los hombres se ríen.

—¡Hay que ver lo que traga esta!

A la tercera noche nos topamos con el banco de bacalaos. El mar no se ha apaciguado. Simon y yo seguimos perdiendo el equilibrio en el momento de mayor esfuerzo y estampándonos contra las esquinas de las estanterías bajo la mirada exasperada de los hombres. Nos volvemos a poner en pie sin decir una palabra, como si nos hubieran cogido en falta. Pero esta noche ni siquiera nos dará tiempo a caer. El primer palangre llega a bordo y los peces prorrumpen en un aluvión casi ininterrumpido. Los hombres dan alaridos de alegría.

—¡Mira, Lili, dólares, todo esto son dólares! —grita Jesse agarrándome por el hombro.

Pero nada de dólares, peces vivitos y coleando… Unas criaturas hermosísimas que aspiran el aire por una boca estupefacta, que se arremolinan alocadamente sobre el blanco fulgor del aluminio, enceguecidas por el neón, y se golpean una y otra vez contra este universo crudo donde cualquier contorno es cortante; cualquier sensación, hiriente. No, todavía no son dólares.

Tenemos que apresurarnos, la mesa ya está llena. Alguien me pasa un cuchillo. Simon se apretuja entre John y yo. Jesse vuelve corriendo, blandiendo el cuchillo que acaba de afilar, con la punta hacia delante pese a las sacudidas del barco. Mi mirada coincide con la Jude: al ver al hombrecillo insensato, una chispa de cólera fría se enciende en sus ojos un instante y las cejas se le arquean imperceptiblemente. La sangre brota, los cuerpos negros se estremecen y se retuercen.

Son las tantas de la madrugada. Nuestra lasitud desaparece con la excitación provocada por la urgencia. Jude y Vick cortan las cabezas de los bacalaos aún vivos, luego los destripan. Simon y yo los limpiamos. Los peces brincan, se debaten cuando raspamos el interior del vientre con una cuchara, produciendo un sonido ronco que siento hasta la médula. Los arrojamos a la bodega a un ritmo que no decae. A Jesse se le dibuja una sonrisa brutal. «Dólares, dólares…», sigue murmurando como un imbécil. John parece ido, algo asqueado. Jude trabaja con la mandíbula apretada, la frente completamente gacha, haciendo caso omiso del monólogo de Jesse. Es el más rápido. Sus potentes manos cortan, abren, arrancan. Me dan miedo. Mis ojos se deslizan furtivamente de las recias manos al rostro macizo, imperturbable. Se me pasa un poco el miedo. Tengo los músculos entumecidos y los hombros ardiendo. Al poco ya no me los siento.

El patrón vocea, me sobresalto, mis ojos corren de unos a otros, me gritan algo que no entiendo. Simon me toma la delantera y retira a toda prisa el cajón lleno y le tiende uno vacío a Dave, que está adujando los palangres.

—¡Hay que tener ojos en la nuca!

Contengo las lágrimas. El león alza la vista y me dirige una mirada furibunda, esa mirada penetrante que me paraliza. Simon retoma la faena a mi lado. Se le nota secretamente orgulloso. Hunde la cuchara en el vientre abierto y raspa enloquecido, como poseído por una suerte de rabia. Una sonrisa mecánica le deforma los rasgos. Pero ¿de qué, de quién se está vengando? Procuro cambiar los cajones a tiempo. Simon está al acecho. Me adelanto y lo atropello si se me pone en medio, le arrebato la carga de las manos si es más rápido que yo. Es mi trabajo, mi tarea. He de defenderme si pretendo conservar mi puesto a bordo.

Tengo los pies helados y las mangas empapadas de agua sanguinolenta. Los impermeables están cubiertos de vísceras. Tengo hambre. Me trago a escondidas la lecha del pez que acabo de abrir. Sabe a océano. Es suave y se me deshace en la lengua. Mi gorro ha dejado escapar varios mechones pegajosos. Los aparto con la manga, pero se me quedan pegados a la frente. Me llevo otra bolsa nacarada a la boca.

—¡Lili! —exclama Dave horrorizado, tras sorprender mi gesto—. ¿Has perdido la chaveta o qué?

Los hombres levantan la cabeza.

—¡Mirad lo que se está comiendo!

Muecas de asco. Agacho la frente, colorada bajo la máscara de sangre.

El último palangre sube a bordo. Un vientecillo glacial nos atraviesa. Me tambaleo, me caigo de sueño. Llegan por fin el ancla, la boya, la banderola… Ian se vuelve hacia nosotros antes de subir al puente.

—Vuelta a empezar, muchachos… ¡Echad los artes de nuevo!

Cada cual vuelve a ocupar su puesto. Hago acopio de todas mis fuerzas y rabia. Agarro los cajones con mayor vigor, con una energía feroz y desconocida. Algo en mí se despierta, un intenso deseo de resistir y de luchar cada vez más, contra el frío, contra el cansancio; de sobrepasar los límites de este cuerpecito. Ir más allá. Los palangres desfilan por encima del espejo de popa, en el cielo que palidece. Se arroja la última baliza. El día empieza a despuntar y el horizonte se tiñe con una franja larga y roja. Manguerazo por cubierta.

—Hora de descansar —dice el patrón.

Nos rociamos con agua helada para enjuagar los impermeables. El cansancio es tan grande que nos sentimos como si estuviéramos borrachos. Los hombres hacen cálculos:

—¿Doce mil libras…? ¿Quince?

—Puedes morir si comes pescado crudo —me regaña Dave amablemente.

—Tenía hambre —protesto sin convicción, con tono de excusa.

—Hala, ve a lavarte la cara y a dormir un poco… —me contesta entre risas.

—No está muy bien de la azotea, pero Dios, hay que ver lo graciosa que es —se burla de nuevo John.

Todos terminan por encontrar un rincón en el que pasar la noche. Simon duerme en el banco del comedor. Luis y Jesús comparten una litera. Yo tengo el suelo del puente para mí solita. El que está de guardia pasa por encima de mí de una zancada. Cuando levanto la vista, percibo el cielo tras la hilera de ventanales empañados. Me siento segura bajo la mirada atenta del que vigila el mar. Se ríen y me llaman loca cuando les digo que me gusta mi sitio.

Me despierto antes de la hora. Salgo con dificultad del saco de dormir y lo dejo en un rincón hecho una bola. Me siento sobre el arcón de los trajes de supervivencia y contemplo el mar y cómo nos deslizamos por él. En ocasiones el hombre león está ahí con su impenetrable mirada clavada en el oleaje pizarroso. No quiero molestarlo. Miro las aguas que surcamos, los profundos senos de las olas, la marejada enrollándose y desenrollándose hasta los confines del horizonte. Me gustaría que me explicase el funcionamiento de las palancas, el significado de los radares. No me atrevo a pedírselo. Sueño con que Ian nos lleve con él a bordo este invierno. No abandonaremos nunca más el océano. Trabajaremos juntos en medio del frío, el viento y la respiración enloquecida de las olas, yo entre esos dos hombres, el tipo alto y flaco y Jude, el hombre león, el gran marinero, al que veré existir y pescar sin atravesarme en su camino en ningún momento, sin jamás desear nada que no sean esos silencios juntos, ocasionales, ante al océano que avanza.

Hace una noche fría. Es muy tarde. O muy temprano. Sobre el mar, en el horizonte, bailotean los reflejos de la luna, espejea un pozo dorado. Encarnamos las líneas con el intenso resplandor del neón sobre nuestros rasgos marcados. Ian sale del puente. Algo le preocupa. Habla con Jesse a media voz. Oigo las palabras «lancha motora» e «Inmigración». Abandona la cubierta y vuelve a colocarse ante los mandos.

Me quito los guantes, tiro el impermeable a la entrada del camarote, subo los peldaños de la escalerilla de cuatro en cuatro y llego ante Ian sin resuello y con las mejillas encendidas.

—¿Tienes miedo por mi culpa? ¿Van a presentarse los de Inmigración, es eso?

Bajo el foco del puente, la cara se le torna pálida y las comisuras de la boca parecen trazadas a punta de navaja.

—Hay un barco por los alrededores. No consigo identificarlo. Jesse y yo nos preguntábamos si no serían los guardacostas…

—No te preocupes —le digo con un hilo de voz—, ni se te ocurra preocuparte por mí, si son los de Inmigración, me tiro al agua.

De pronto parece alarmado.

—No puedes hacer eso, Lili, el agua está demasiado fría… Morirías en el acto.

—Precisamente. No me cogerán viva. ¡Nunca me atraparán! ¡En Francia nunca volverán a verme!

Entonces me sonríe, aunque con aire preocupado.

—Ahora regresa a cubierta, vuelve al trabajo… —me dice casi afablemente—. Lo más probable es que no sean los de Inmigración…