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Este compás de espera, mientras prosigue la búsqueda del Cortés, permite a don Alonso, hombre por naturaleza muy curioso, dedicarse a otras investigaciones, como aquellas que conciernen al turbio asunto de las posibles estafas de don Gutierre de Cárdenas. Tarea difícil, hay que reconocerlo, pues otra vez se trata solo de rumores, de habladurías, como dijo la madre Victoria, y en este caso, además, habladurías de hace nada menos que treinta años. La suerte es que tenemos en el pueblo a don Beltrán Gómez de Toro, tal vez el único colaborador de don Gutierre que queda con vida.

El día empieza, por tanto, con una nueva visita de don Alonso al anciano capitán. Lo encuentra a la puerta de su casa, preparado, según dice, para dar un paseo y respirar un poco el aire.

— ¿Y vos? —pregunta de esa forma impertinente que tan bien casa con la expresión de sus ojos—. ¿Ya habéis resuelto el misterio?

Admite don Alonso que no, sin sentir por ello vergüenza.. Ya hemos dicho varias veces que lo que a otros les produciría una sensación de malestar, al de Oviedo no parece afectarle demasiado. Se suele quedar impasible ante situaciones que resultan incómodas para el resto de la humanidad.

En fin, que don Alonso no se da por aludido ante el desplante del de Toro e incluso se ofrece a acompañarlo y así podrán hablar los dos sin que la conversación altere los hábitos y costumbres del anciano.

Su paseo los llevará a las afueras del pueblo, hacia la Almendrava, camino que recibe el nombre de la gran cantidad de almendros que le dan sombra y que conduce, más al norte, hasta la ermita de La Magdalena.

En el camino, don Alonso busca la manera más suave de plantear sus dudas sobre la honradez del Comendador porque no quiere, dado el carácter de don Beltrán, que este se revuelva contra él, indignado. Pero don Beltrán no se toma el asunto en serio.

— ¿El Comendador falseando cuentas? Me temo, don Alonso, que en esto andáis muy equivocado. Espero que en todo lo demás tengáis el ojo más certero, porque si no...

— ¿Por qué estáis tan seguro? —insiste don Alonso—. Si el Comendador no tenía las cuentas claras tampoco iba a pregonarlo. Sería fácil que vos no os enterarais.

— Desde luego. Yo era, nada más, un capitán a su servicio. Es cierto que nos tratábamos bastante pero, tenéis razón, yo no estaba al tanto de lo que él hacía o dejaba de hacer y mucho menos en asuntos tan importantes como los que conciernen al cargo de la contaduría mayor.

— ¿Entonces?

— Entonces, nada. El problema es que vos conocéis muy poco de don Gutierre. Él era un hombre rico. Poseía todo el estado de Maqueda, con las nueve villas de su alfoz y sus fortalezas, como las de Maqueda y San Silvestre. Además, las villas de Elche, Aspe y Crevillente, en el reino de Valencia, y en el Andalucía, la taha de Marchena, con más de mil vasallos. Y de todo ello tenía las rentas y pechos, los derechos, tributos y censos. Tenía casas principales no solo aquí, en Torrijos, sino también en Toledo, en Maqueda, en Ocaña y en el Campillo, y dehesas en Requena, la Puebla, Horcajada y otros lugares de Toledo. Poseía rentas en el Campo de Calatrava, en Molina, en Andújar e incluso en las Horchillas de la Gran Canaria, Tenerife y La Palma. Y todo eso sin contar los maravedís de juro en Medina del Campo, Illescas y su partido y Ocaña. Y os nombro todo esto, así, de memoria, y seguro que me olvido de algún otro patrimonio importante. Las yeguadas, por ejemplo, que criaba en el Campillo, con unos corceles tan espléndidos que incluso venían de otros reinos a por los caballos del Comendador. Todo lo fue ganando don Gutierre con su servicio a los reyes, doña Isabel y don Fernando. Nunca hizo secreto de ello, ni los reyes tampoco, y estoy seguro de que se pueden encontrar los documentos que lo confirmen. Con todo esto, don Gutierre no tenía ninguna necesidad de andar falseando libros para hacerse con algunos míseros maravedís de más?

— Supongo que no —admite don Alonso— ¿Por qué, entonces, los rumores y las habladurías?

— Porque era un hombre poderoso, uno de los más influyentes de la Corte. ¿Creéis que, siendo así, no tendría alrededor envidiosos y enemigos deseando desacreditarlo y provocar su caída? Señor, temo que seáis demasiado inocente.

Don Alonso no contesta a este comentario. Con la vista fija en el camino, parece abstraído en sus pensamientos y don Beltrán lo deja estar, caminando en silencio a su lado.

Llegan así los dos a La Magdalena. Se levanta la ermita en un altozano por donde corre un airecillo fresco que don Alonso agradece. Alejándose un poco de don Beltrán, que se ha sentado en el banco de piedra del lateral de la iglesia, no en vano, no lo olvidemos, es un hombre anciano, el de Oviedo se acoda en la pequeña balaustrada que delimita los terrenos de la ermita y deja vagar la mirada por las tierras planas que se extienden ante él: olivos hasta donde alcanza la vista, el pueblo apelotonado en medio, y allí, a lo lejos, el horizonte.

Dejándose llevar de la curiosidad, le pregunta a don Beltrán cómo y cuándo conoció a los Cárdenas y este contesta que fue hace mil años, en la guerra de Granada.

— Los reyes habían anunciado que necesitaban gentes para su ejército y acudieron cientos de caballeros, hidalgos y hombres de armas, unos atraídos por la propia guerra y otros codiciando el botín. Yo fui uno de esos caballeros.

Parece don Beltrán perderse en sus recuerdos, como hacen tan a menudo los ancianos. Sus ojos se iluminan y la memoria, esa memoria tan frágil con el presente, dibuja ante sus ojos, con claridad, el pasado.

Don Beltrán, entonces, era solo un joven con algo más de veinte años, qué lejano le parece ahora todo y qué inocente aquella juventud inflamada de sed de aventuras.

Había abandonado su hacienda empobrecida de Toro, su nobleza de segunda fila, y con un caballo desgarbado, una cota de malla que había visto mejores tiempos y una espada heredada de su padre, se había encaminado a Granada, lejana y exótica, promesa de riquezas y gloria para los que supiesen ganarlas.

— Allí estaban los Cárdenas y los Enríquez —le dice a don Alonso—, al lado de los reyes, como siempre estuvieron. Don Gutierre ya era comendador mayor de León y contador mayor, y no solo participaba en la guerra con las gentes de su casa, sino que además tenía otros muchos cargos, como la administración de todo lo que fuera necesario en la hueste. También estaba Enrique Enríquez, pariente de doña Teresa, que era el mayordomo mayor del rey, y la propia doña Teresa, dama de la reina. Ellas, la reina y doña Teresa, como os conté el otro día, organizaron lo que llamaban el Hospital de la Reina para atender a los enfermos y los heridos de las batallas.

Los recuerdos acuden a borbotones a la memoria de don Beltrán, que sacude la cabeza como queriendo espantarlos. Don Alonso sonríe al verlo y permanece en silencio, qué bien conoce la naturaleza humana, que los viejos, por fieros que sean, no van a resistirse a algo tan escaso como un buen oyente. Duda un momento don Beltrán, baja los ojos y quitado ya el dique, convocados todos los recuerdos, los deja fluir libres y sin trabas.

— La verdad es que vi por primera vez a don Gutierre mucho antes de la toma de Granada...

Mucho, mucho antes, en el año del Señor de 1476, cuando don Gutierre ni siquiera era todavía comendador de León ni señor de Torrijos y el propio don Beltrán no era don Beltrán, sino un flaco niño de once años recién cumplidos, un chiquillo insignificante con la cabeza llena de sueños y aventuras.

Toda Castilla estaba en armas. Peleaban unos y otros por el trono castellano: de un lado los partidarios de la infanta Isabel, en realidad, ya reina, como se había hecho proclamar un par de años antes, en Segovia. De otro lado los partidarios de doña Juana, la Beltraneja, como la ha llamado la Historia, no sabemos aún si justa o injustamente. Pero no era solo una guerra de sucesión, sino todo un mundo en guerra desde hacía años. Cada uno de los grandes señores, con sus escuderos, parientes y mesnadas, guerreaba con sus vecinos y asolaba sus tierras. En Andalucía, la guerra entre el duque de Medina Sidonia y el marqués de Cádiz tenía a toda Sevilla convertida en un campo de batalla. En Córdoba ocurría lo mismo entre Alonso de Aguilar y el conde de Cabra. En Murcia, los Fajardos ignoraban al resto del mundo. Don Alonso de Monroy y Pedro de Mendoza tenían por suyo el reino de León y lo manejaban a su antojo. En Toledo, reñían los Silva y los Ayala; en Burgos, el Condestable y el conde de Treviño; en Extremadura, los Zúñiga y los Álvarez de Toledo. Vizcaya estaba amenazada por los condes de Haro y en Asturias mandaba el conde de Luna, a pesar de la oposición de los Manrique. El marqués de Santillana luchaba por Carrión con el conde de Benavente y los Mendoza y los Pacheco por la herencia de Alvaro de Luna. Como dijo un cronista: «si hubiera más Castilla, más guerra habría» y todo ello sin contar otras disputas en otros reinos: agramonteses contra beamonteses en Navarra, la guerra de los payeses de remensa contra sus señores en Cataluña o la lucha de los barceloneses contra su rey.

En resumen, cada fortaleza, cada castillo, incluso cada casa, era un reino aparte que se creía con derecho a imponerse a todos los demás. Y no acababan aquí las guerras. Existían otras eternas, igual de crueles, de judíos contra moros y moros contra cristianos y cristianos contra judíos y moros, y todos ellos invocando a un Dios que sin duda, de tener algo de sentido del humor, lo verá todo desde su cielo y reirá a carcajadas.

En este mundo había nacido y había crecido Beltrán Gómez de Toro, hijo de pequeños nobles, orgullosos y empobrecidos. No nos extrañe pues su afán de aventuras, sus sueños de guerra, el deseo belicoso de su joven corazón, que solo puede pensar en empuñar una espada y, a lomos de un caballo bravío, guerrear. No sabía todavía contra quién y, en definitiva, daba lo mismo. Enemigos había muchos, uno en cada hombre, y campos de batalla, en aquel mundo en guerra, como hemos dicho, sobraban.

Los recuerdos han llevado a don Beltrán a aquellos tiempos lejanos, en concreto a un día, primero de marzo, en el que el pequeño que entonces era vio acercarse huestes numerosas por el camino que viene de Zamora. Tal vez ni siquiera sabía quiénes eran los contendientes, o tal vez sí, que en algo han de distinguirse las batallas de los reyes de otras batallas cualesquiera. Y allí venían, resueltos a luchar, dos grandes reyes: Alfonso V de Portugal, al que la Historia llamará el Africano, y un jovencísimo Fernando de Aragón, rey de Castilla por su matrimonio con Isabel y poco después, por muerte de su padre, Juan II, también de Aragón. En uno y otro bando, nobles, hidalgos y altos prelados de la Iglesia, cada uno de ellos con sus razones y sus argumentos, cada uno de ellos con armas bien empuñadas, dispuestos a defenderlos.

Cae la tarde en el campo de Peleagonzalo, a una legua escasa de Toro y de la casa de Beltrán Gómez. La luz ya escasea y la lluvia, que no ha cesado en todo el día, no contribuye a hacer más agradable la espera. El terreno es salvaje, lleno de quebradas y barrancos. Se pregunta a sí mismo el pequeño Beltrán Gómez cómo podrá, en esas condiciones, darse la batalla y casi teme que esta no se produzca, que ambas huestes la eviten, que sigan los que van en primer lugar, los hombres de Alfonso el Africano, hasta Toro y que nos los sigan los de don Fernando. Al pronto observa, desde la altura de su escondrijo, cómo los portugueses se paran y cómo se ordenan las escuadras de cara a Zamora, por donde viene el ejército castellano.

Pasan las horas mientras unos y otros se colocan. El de Portugal da el mando del ala izquierda de su ejército al príncipe don Juan, a quien llaman el Príncipe Perfecto. En esta ala están los mejores caballeros y el grueso de la artillería. El ala derecha se divide en varios grupos, quizá está allí Alfonso Carrillo de Acuña, arzobispo de Toledo, que había anunciado, despectivo, que le quitaría el reino a Isabel y le haría volver a hilar la rueca.

El ejército de Fernando se ha dividido en tres alas. En la del centro va el mismo rey, llevando delante el estandarte real. En el ala derecha, seis escuadras, cada una de ellas con sus capitanes y, aunque no lo sabe en ese momento el joven Beltrán de Toro, en una de ellas está Gutierre de Cárdenas. El ala izquierda, que corre a lo largo de la orilla del Duero, está dirigida por otros grandes señores de la categoría del duque de Alba, el marqués de Astorga o el almirante de Castilla, don Alonso Enríquez.

Va pasando la noche en calma. Y de pronto, ya de madrugada, unos gritan por Isabel y Fernando, los otros por Alfonso y Juana, y se desata el infierno.

Desde su escondrijo observa Beltrán. Está empapado, las ropas pegadas a su cuerpo espigado de niño, el cabello chorreando. Tiembla como un azogado, más por la excitación de lo que está viendo que por efecto del frío. Hasta donde llega su vista, casi hasta el mismo infinito, se extiende la batalla. Si supiera calcularlo podría haber dicho que había más de quince mil hombres peleando. Ambos bandos han encendido fuegos y a la vista de Beltrán es como si el mundo entero estuviese ardiendo y el estruendo es tan enorme, gritos, ayes, voces desaforadas de mando, choque de armaduras y espadas, el retumbar de la artillería, el casco de los caballos azuzados, sus relinchos, trompetas, tambores y timbales, el silbido de las flechas impulsadas por ballestas y arcos, que Beltrán se lleva las manos, no a los oídos, sino al corazón porque es en su mismo pecho donde resuena el fragor de la batalla.

Muy cerca de donde está escondido, peñas abajo, un numeroso grupo de arcabuceros del ejército de Fernando está siendo vencido: los infelices soldados se encuentran casi encerrados, con el río a sus espaldas y, ante ellos, una horda de hombres a caballo que parece invencible. A pesar de la fiereza con que luchan, su derrota es tan eminente que el portaestandarte del rey portugués, un caballero de nombre Duarte D’Almeida, avanza al galope alzando el pendón real en signo de victoria: magnífica figura, tan gallardo, erguido en su montura y haciendo ondear al viento los colores portugueses que ya piensa que son los del triunfo.

No espera ni él, ni nadie, ni Beltrán que mira con los ojos llenos de asombro, lo que se le viene encima: una furia vestida de armadura y lanza en ristre, una furia que galopa como en alas del viento, una furia con un grito fiero en la garganta: «Castilla por doña Isabel y don Fernando» y que choca con todo el ímpetu de su feroz valentía contra el desprevenido don Duarte. Cruje la masa de acero de caballos y caballeros, se rompen las lanzas, y don Gutierre de Cárdenas, pues de él se trata, levanta en un segundo la espada y de un par de golpes tremendos corta de cuajo los brazos de don Duarte, cayendo el estandarte real al suelo. Gritan de júbilo y de pasmo los arcabuceros de don Fernando que hace tan solo un segundo se creían vencidos, gritan de consternación los caballeros portugueses que tan solo hace un segundo se creían vencedores, y grita sobre todo don Duarte D’Almeida de dolor y de rabia.

Aun así, chorreando sangre y ante los ojos de espanto de todos, don Duarte consigue ponerse en pie y parecer fiero y mirar con toda la bravura del mundo a su contrincante y, en un último acto de loco desafío, levantar la insignia real sujetándola con los dientes. No tiene piedad don Gutierre de Cárdenas y la espada cae de nuevo, poniendo fin para siempre a la voluntad indomable del portaestandarte.

Por supuesto, no acabó así la batalla. Siguió durante muchas horas, si bien en la mente de Beltrán Gómez de Toro no queda ya más recuerdo que aquel episodio que se grabó en su memoria como a fuego. Durante días no pudo dormir, pues siempre le parecía tener ante los ojos la imagen terrible de don Duarte, el rostro descompuesto, los brazos cercenados, los borbotones de sangre, escenas espantosas para un niño aun en aquellos crueles tiempos en los que la guerra y la vida endurecían con rapidez hasta a las almas más sensibles.

Y poco a poco, en sus sueños infantiles, la figura de don Duarte se fue desdibujando, no en vano y seamos realistas, era el perdedor, y adquiriendo importancia, en cambio, la de su contrincante, el valiente Gutierre de Cárdenas. Una y otra vez lo veía surcar como un rayo el campo de batalla, una figura vengadora e invencible, una figura misteriosa, pues Beltrán no sabía su nombre, que llegaba surgiendo de la nada en auxilio de las tropas que estaban siendo vencidas y de dos golpes certeros cambiaba el curso de toda la contienda.

En fin, que el fiero Gutierre de Cárdenas se convirtió en el héroe por excelencia, dejando sumido en el olvido al pobre don Duarte, a pesar de la proeza de haber perdido los dos brazos y tener aún ganas y fuerzas para sujetar el estandarte con los dientes. Pero los niños son así, admiran sin gota de reserva a los vencedores como, por otra parte, en el fondo de nuestra alma, también hacemos los adultos, si bien solemos adornar nuestra admiración con unos gironcitos de caridad por los vencidos.

Pero volviendo al relato, no tardó el joven Beltrán en enterarse del nombre de su héroe, pues en aquellos tiempos funcionaba muy bien el servicio de cronistas y la gesta de don Gutierre de Cárdenas fue muy comentada, tanto, que durante algún tiempo se pudo ver la armadura, botín de guerra y parte del triunfo, del vencido Duarte D’Almeida expuesta en la catedral de Toledo.

Beltrán pasó muchos años emulando la hazaña que había presenciado. Al principio, como era tan solo un niño, usaba cualquier palo como espada, hendía el aire a mandoblazos y tronchaba todas las ramas que había a su paso imaginando que eran los brazos del enemigo. Luego, el palo dejó lugar a la espada, y el juego, a un entrenamiento duro y sin tregua. Lo que no cambió fue la determinación inquebrantable de luchar a las órdenes de aquel glorioso Gutierre de Cárdenas que había poblado sus sueños de espanto y admiración a partes iguales.

Tuvieron que pasar quince años y mil peripecias que no vienen al caso hasta que Beltrán Gómez de Toro, ya bregado y con cicatrices a pesar de su juventud, consiguió llegar ante don Gutierre y mirándole firmemente con unos ojos grises que ya parecían de piedra, decirle: desde hoy, lucharé a vuestro lado.

— Y así lo hice —concluye don Beltrán, que ha contado la historia con palabras más concisas y mucho sentimiento—. Estuve a su lado siempre, luché donde quiso mandarme y cuando no quiso, no luché. Le vi morir en Alcalá de Henares siendo ya un hombre anciano y, aunque tenía yo cierta riqueza y hubiera podido sin duda retirarme, seguí a las órdenes de doña Teresa.

— ¿Es que albergabais alguna esperanza? —pregunta don Alonso de esa forma brusca que le caracteriza.

Don Beltrán, con insolencia, responde:

— ¿Y a vos qué diablos os importa?

Sonríe don Alonso: el carácter irascible del de Toro no le engaña y más después de tanta confidencia. Qué curioso. Nunca hubiera pensado que estos dos, siendo tan distintos, estudioso y serio el uno, un hombre pacífico de letras, belicoso y fiero el otro, un soldado en alma y cuerpo, llegaran a entenderse. Pero así son las cosas: cuando los espíritus conectan dan igual diferencias de edad y de carácter.

— ¿Nos vamos? —dice el de Oviedo desperezándose—. Tengo que volver a mis obligaciones.

Y despacio, charlando, toman los dos el camino de regreso. La placidez de su paseo quedará rota nada más entrar en el pueblo, pues no han hecho más que cruzar la puerta de Maqueda cuando se encuentran a un criado de la casa de Gabriel Vázquez, todo nervios y jadeos.

— Al fin os encuentro, señor, os he buscado por todas partes.

Don Alonso, alarmado, pregunta:

— ¿Qué ocurre?

— El señor alcalde quiere que vayáis al hospital de la Santísima Trinidad —explica el criado—. Dice que vayáis pronto o no llegaréis a tiempo.

— Por el amor de Dios, ¿a tiempo de qué?

— A tiempo de hablar con el Cortés, señor, antes de que muera.