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A pesar de que esta noche, por primera vez en meses, don Alonso tiene a su disposición una cama limpia y blanda, no consigue conciliar el sueño. Quizá es que el aire, cuando está acostado, se resiste aún más a entrar en su pecho.

Por la ventana entreabierta escucha el canto de los grillos y el ladrido despistado de algún perro suspicaz y se asombra de la baja temperatura después de un día de calor insoportable. Es uno de los muchos aspectos que a don Alonso, hombre del norte, le extraña de Castilla. En su tierra, poco calor hace de día y poco frío de noche, como si la noche y el día quisieran llegar a parecerse fundiéndose en un feliz intermedio: los días son grises y tibios, las noches también, y siempre parece que está atardeciendo, que nunca dejará de hacerlo. En Castilla, sin embargo, el día resplandece, estalla de luz y sol, dejando bien a las claras que el día es día, sin ambigüedades de atardecer, y que la noche tampoco se parece a nada, oscura, fresca, con el cielo negro tachonado de estrellas para que no quepa ninguna duda.

Pero dejémonos de románticas descripciones de la noche, más propias para otro tipo de historias, y centrémonos en lo que importa. Es de suponer que don Alonso, si es como hasta ahora lo hemos presentado, dedicará algún tiempo de esta su primera noche en Torrijos a poner orden en sus ideas y repasar los datos disponibles para iniciar su delicada investigación.

La cuestión principal es que el asunto de doña Teresa involucra a personas de mucha relevancia, algo de lo que Alonso de Oviedo es muy consciente. Ya el conde de Miranda, en su momento, le proveyó de la información necesaria y Gabriel Vázquez, en la conversación que ambos han mantenido durante la tarde, se la ha ido confirmando. En definitiva, que don Alonso está enterado de la vida y méritos de las gentes de las que tiene que ocuparse.

Repasa por tanto, don Alonso, ya en sus aposentos, notas y cartas, apuntes e informes que pueden serle útiles en aquellos primeros días en Torrijos.

Conoceremos así, por ejemplo, la alta alcurnia de doña Teresa, hija del Almirante de Castilla, don Alonso Enríquez, y por tanto, prima del rey don Fernando el Católico, puesto que la madre del rey y el padre de Teresa eran hermanos. Hoy sabemos, aunque no lo sepa don Alonso, o puede que sí pues las habladurías malintencionadas son muy madrugadoras, que por algún afán oscuro de ensuciar la memoria de esta señora, o tal vez de su marido, muy envidiado en la época, a doña Teresa se le colocó desde muy pronto el sambenito de bastarda del Almirante. No estoy yo muy ducho en materia de parentescos y heráldica, pero sé que en el siglo XVI era de estricto cumplimiento que los bastardos cruzaran su escudo con una barra diagonal de izquierda a derecha, barra de bastardía que, obvio es decirlo, no aparece en el escudo de doña Teresa.

Lo que sí sabe Don Alonso es que, siendo mucha la importancia personal de doña Teresa Enríquez, esta se vio acrecentada por su matrimonio.

— Don Gutierre de Cárdenas, como sabéis —había comentado Gabriel Vázquez a su amigo aquella primera tarde juntos—, fue una persona muy principal en la corte de los Reyes Católicos. Era comendador mayor de León, maestre de Santiago y Trece de la Orden, y contador de Castilla, entre otros muchos cargos.

Y en efecto, el marido de Doña Teresa había reunido nombramientos y méritos durante toda su vida, pues además de los títulos apuntados por Gabriel Vázquez, don Gutierre fue maestresala de la reina Isabel, mayordomo de los príncipes archiduques de Austria, primer adelantado mayor del reino de Granada, alcaide de los reales alcázares de Carmona, La Mota de Medina del Campo, Chinchilla y Almería, así como alcalde mayor de Toledo.

Tan grande fue su influencia que la mano de don Gutierre alcanza a verse en cualquier acontecimiento relevante de la época, empezando por el propio matrimonio de la reina Isabel con Fernando de Aragón, que negoció en persona. Incluso tuvo alojada a la reina en su casa en los inseguros inicios de su reinado. Desde ese momento, don Gutierre se convirtió en el principal consejero de los Reyes Católicos y nunca se separó de ellos, tomando parte en todas las empresas que los monarcas llevaron a cabo. Estuvo en la rendición de Málaga, fue la primera persona en entrar en Granada tras la conquista, recibió el encargo de redactar el tratado de Tordesillas, por el cual los reyes Católicos y Portugal se repartieron el Nuevo Mundo, y participó con diligencia en la política matrimonial de los soberanos: negoció los acuerdos matrimoniales de la princesa Juana la Beltraneja con el príncipe de Portugal y encabezó las escoltas tanto de la princesa Catalina cuando fue a casarse con el Príncipe de Gales, como de la princesa Juana cuando se casó con Felipe el Hermoso.

Tanto fue don Gutierre, no me resisto a contarlo, que en los tiempos en que vivió circulaba por los salones un chascarrillo que es posible que hasta el propio don Alonso conozca:

«Cárdenas y el Cardenal

y Chacón y Fray Mortero

traen la Corte al retortero»

Cárdenas era nuestro don Gutierre, por supuesto. El cardenal era Pedro González de Mendoza, arzobispo de Toledo, al que muchos llamaban el tercer rey de España, y fray Mortero, cuyo nombre era en realidad fray Alonso de Burgos, ostentaba el cargo de confesor de los reyes. En cuanto a Chacón, era el tío de don Gutierre de Cárdenas, con lo que la familia tenía nada menos que dos influyentes personajes en la Corte.

Todo esto, desde luego, lo sabe don Alonso, que tiempo ha tenido de informarse antes de llegar a Torrijos. No obstante, en su conversación con Gabriel Vázquez, aquella misma tarde, había intentado aclarar otra cuestión que le tenía intrigado:

— ¿Qué es lo que unía a Gutierre de Cárdenas y a doña Teresa con el pueblo de Torrijos? —había preguntado a su amigo—. Porque tengo entendido que ninguno de los dos nació aquí.

— En efecto, doña Teresa era de Valladolid y don Gutierre, toledano, con casa en Ocaña. Sin embargo, fue en Torrijos donde fundaron su señorío.

— ¿Por qué?

— Lo desconozco. Sé que don Gutierre compró Torrijos y Alcabón al cabildo de la Catedral de Toledo. Más tarde unió, también por compra, otras villas como Maqueda, Val de Santo Domingo, Carmena o Quismondo. Así se fue engrandeciendo el Estado de Maqueda que, a pesar de su nombre, siempre ha tenido la capital en Torrijos. Santa Cruz de Retamar, San Silvestre, Gerindote… toda la zona forma parte de sus tierras, incluidos murallas y castillos.

— ¿Cómo es eso? Hace tiempo ya que los nobles tienen prohibido levantar fortalezas.

— Esa prohibición no afectaba a don Gutierre, está claro —había sonreído Gabriel Vázquez—. Vos mismo habéis visto las murallas de Torrijos cuando llegasteis. También construyó el castillo de San Silvestre y ha dado uso y esplendor al de Maqueda.

Don Alonso había asentido pensativo.

— Pero nunca se asentaron en esta villa.

— No de forma estable —había tenido que reconocer Gabriel Vázquez—. Pensad que sus muchos cargos los obligaban a estar al lado de los Reyes. Fue después de la muerte de don Gutierre cuando doña Teresa vino a vivir aquí y aquí se quedó hasta su muerte.

— Nunca mejor dicho —la sonrisa de don Alonso había sido tenue—, porque lo que es después de muerta no sabemos dónde para…

— Pronto lo sabremos, sin duda, ahora que ha llegado el excelso don Alonso.

Y el de Oviedo se había tragado, sin rechistar, el sarcasmo, consciente de que su comentario no había sido muy afortunado. Lo que ocurre es que don Alonso, ya tendremos oportunidad de verlo, suele poner en palabras, sin reparos, lo que tiene en la cabeza, y eso le ha traído problemas en más de una ocasión. Y no es que lo haga por falta de cortesía, al contrario. Don Alonso es, ya lo hemos dicho, muy educado. Es más bien que el de Oviedo tiene un carácter inquisitivo que suele ir directo al meollo, lo que es tanto más difícil de aceptar cuanto más imbuidos estemos de las reglas habituales y un tanto hipócritas de la cortesía. Aunque, sí, también es de justicia reconocer que el de Oviedo, además de todo lo anterior, no destaca precisamente por su tacto.

En cualquier caso, como estábamos contando, don Alonso, en su primera noche en Torrijos y después de esta conversación con Gabriel Vázquez, casi lamenta que el ilustre marido de doña Teresa lleve más de treinta años muerto. De estar vivo, piensa don Alonso, podría proporcionar algún motivo para la inexplicable desaparición del cuerpo de su esposa: ya se sabe, envidias, celos cortesanos, algún complot incluso, o un chantaje. Pero no le demos más vueltas, don Gutierre murió y murió hace mil años. Eso no hay quien lo cambie.

Sin embargo, la influencia de los Cárdenas, y eso da un poco de esperanza a don Alonso, no terminó con don Gutierre pues sus hijos son también personajes de renombre. Tenemos por ejemplo a su hija María. Ella, por sí misma, es evidente, no tiene demasiada importancia, recordemos que estamos en el siglo XVI donde las mujeres, y eso con suerte, eran poco menos o poco más que monedas de cambio para sellar pactos entre familias. El caso es que María está casada con Francisco de Zúñiga, conde de Miranda del Castañar, cuyos títulos y méritos ya conocemos, incluido el de ser el responsable de que don Alonso se encuentre en Torrijos desvelado a las tantas de la noche. Quizá ahora se arrepienta el de Oviedo de haber aceptado la misión que tiene y, lo cierto, por contarlo todo, es que en su momento intentó zafarse.

— Sin duda —había dicho el día en que el conde de Miranda le hizo el encargo—, las autoridades municipales no tardarán en dar con la solución al misterio y mi intervención no será necesaria.

Reconozcamos que fue una respuesta bastante evasiva. No pensemos por ello que don Alonso pretendía desairar al Conde, no se hubiera atrevido a hacerlo, ni en realidad hubiera querido, dada, como hemos dicho, su amistad. Lo que temía don Alonso, y ya hemos visto que sus temores estaban fundados, es que no fuera aceptada su injerencia en un asunto que ya estaba en manos de las autoridades locales.

— No se trata de que llevéis a cabo una investigación oficial —había argumentado el conde de Miranda—. No quiero entrar en conflicto con quien está autorizado por mi cuñado don Diego para realizar esa tarea. No, de lo que se trata... —y había callado un momento buscando las palabras adecuadas para expresar su pensamiento—. Yo apreciaba a mi suegra, don Alonso —había sonreído, a pesar de la tristeza de sus ojos bondadosos—, y no me gusta la idea de su cuerpo perdido y su nombre en boca de todos. Desde que mi cuñado abrió la tumba y confirmó que el cuerpo había desaparecido han pasado muchos meses y seguimos sin saber cuál puede ser la explicación. Mi esposa parece encontrar algún consuelo en la idea de la santidad de su madre y su ascensión a los cielos y empiezo a pensar que mi cuñado, el Duque, también se ha conformado. A mí, con sinceridad, semejante idea me da un poco de miedo. Me han dicho que en Torrijos ya hay gente que peregrina hasta el sepulcro de doña Teresa y allí reza como rezaría ante las reliquias de una santa. ¿Comprendéis dónde puede acabar esto?

Y don Alonso había comprendido, que para eso no hay que ser ningún lince, que el Conde lo que temía era la intervención de la Inquisición, el más temible de los tribunales, ante la sospecha de herejía, iluminismo o cualquier otro pecado igual de vago y terrible.

Esta actitud responsable y seria del conde de Miranda contrasta con la del hijo de doña Teresa, el duque de Maqueda. Como sabemos, don Diego ordenó primero a su gente de Torrijos, de una forma fría y casi hasta desagradable, que se pusieran manos a la obra y encontrasen sin demora el cuerpo extraviado. Luego, dicen las habladurías que se entretuvo quejándose, ante quien quiso oírlo, de que su madre, hasta después de muerta, no hacía más que causarle problemas y amargarle la vida. Y por último, empezó a murmurarse que el Duque le había cogido el gusto a lo de ser hijo de una mujer santa y ascendida a los cielos en cuerpo y alma, que los que quieren destacar encuentran que cualquier motivo es bueno para hacerlo.

No necesita don Alonso repasar sus notas para saber que este don Diego del que hablamos, el duque de Maqueda, es el primogénito de doña Teresa y Gutierre de Cárdenas, a quien el emperador Carlos V ha concedido el título no hace aún ni cuatro años. Es también adelantado mayor del reino de Granada, comendador mayor de Oreja de la Orden de Santiago, alcalde mayor de Toledo y, por mayorazgo, señor como lo fue su padre antes que él, de Maqueda, Torrijos, Alcabón, etc, etc. Por si fuera poco, está casado con una hija del marqués de Villena, que ostenta también los títulos de duque de Escalona, conde de Xiquena y Gran Maestre de la Orden de Santiago.

No tiene demasiada buena fama el duque don Diego, como le ha dejado caer Gabriel Vázquez a don Alonso. Dicen de él que es insolente y soberbio con sus gentes y servil y adulador con sus superiores. Quizá esto son solo palabras de los que le conocen poco y le envidian mucho. Habría que oír lo que dicen sus iguales, los amigos que no dependen de él ni de los que don Diego depende, pues sus comentarios no serán interesados.

Si sirve de algo diré que las crónicas, cuando lo nombran, ponen en su boca comentarios que, aun siendo algo maliciosos, demuestran un sentido del humor no muy usual en una época que nos pintan llena de hombres y mujeres muy serios, preocupadísimos siempre de altos empeños del tipo de «unamos la cristiandad bajo la brillante corona del emperador» o «guerra al infiel, sea moro o protestante».

No puedo evitar una inicial simpatía hacia este don Diego del que murmuran que, cuando hablaba, parecía más preocupado de que su intachable madre no se gastase todo su mayorazgo en fundar monasterios dejándole a él sin rentas que de los grandes problemas de la cristiandad. No sé, le hace parecer más humano, a pesar de que es posible que Gabriel Vázquez no estuviera de acuerdo conmigo. Es comprensible. Gabriel ha tenido que vérselas con el Duque no hace aún muchos meses, cuando este llegó a Torrijos con el ceño fruncido y palabras cortantes y se encontró con que, en efecto, su madre había desaparecido del sepulcro en el que estaba enterrada.

En fin, que don Diego y el conde de Miranda son los dos personajes más influyentes relacionados con el drama que estamos contando. Y no los únicos. Por completar la lista de títulos, aunque esta ya cansa hasta al propio don Alonso, nombraremos a dos personas más. Al hijo primogénito del duque don Diego, Bernardino de Cárdenas, nieto de doña Teresa y don Gutierre, que ostenta el título de marqués de Elche y que llegará a ser virrey y capitán general de los reinos de Navarra y Valencia, eso sin contar que por matrimonio está emparentado con el duque de Frías y conde de Haro, su suegro, caballero de la insigne Orden del Toisón. Y a uno de los hijos del conde de Miranda, también nieto por tanto del matrimonio Cárdenas, de nombre Gaspar de Zúñiga, sacerdote muy querido por su abuela doña Teresa y que llegará a ser obispo de Segovia, arzobispo de Santiago y, por último, cardenal.

Con tantos títulos y caballeros insignes implicados en el problema, ya que la desaparición del cuerpo difunto de una madre o abuela o suegra, según sea el caso, no es para tomársela a risa, siente don Alonso que la incomodidad que ha sentido desde el principio ante el encargo que tiene entre manos, se ha trocado ya, sin paliativos, en preocupación. Y no es que sea don Alonso, que ya le vamos conociendo, dado a nerviosismos banales, sino más bien frío y bien templado, pero hemos de reconocer que el asunto es peliagudo y que va a verse obligado a andar con pies de plomo. No nos extrañe, por tanto, que el hombre apenas duerma durante la noche y no indaguemos si la causa son los nervios a que hemos hecho referencia, el asma a la que le hemos condenado o, nada más, y tampoco sería tan raro, que extraña la cama.

Cuando amanezca encontraremos a don Alonso ya levantado y si buscáramos en su ánimo podríamos ver que el trabajo que le han encargado le pesa en el alma como le pesaría en los pulmones una carrera por las calles polvorientas del pueblo. Aun así, está dispuesto a cumplir sin dilación cada uno de los pasos que la lógica le dicte.

Sin duda el primero de estos pasos es conocer al ya muy nombrado don Beltrán Gómez de Toro, el que puso los perros en danza con sus cartas a unos y otros, pero don Alonso y Gabriel Vázquez ya acordaron la noche anterior dejar esta gestión para la tarde, cuando el alcalde, ya libre de sus obligaciones municipales, pueda acompañar a su amigo y presentarle de forma adecuada.

Aplazada pues esta entrevista, piensa don Alonso que sería buena idea enterarse de las disposiciones que la propia doña Teresa dejó escritas para su muerte. Sabe que el testamento, se lo dijo la noche anterior Gabriel Vázquez, se halla expuesto tanto en la iglesia del Santísimo Sacramento como en el monasterio de Santa María de Jesús, por disposición de la propia doña Teresa que quiso que así fuera para que lo pudiese ver y leer todo aquel que estuviese interesado.

Dispuesto por tanto a iniciar la jornada, don Alonso sale de su aposento. La casa está silenciosa y piensa que quizá se ha levantado demasiado temprano para el gusto de sus anfitriones. Un poco despistado, va de aposento en aposento y diré, aun a riesgo de mostrarme malintencionado, que parece que quiere evitar a alguien, a alguien concreto, a alguien con ojos sumisos y una voz que no armoniza con su aspecto. En cualquier caso, solo encuentra en las estancias a sirvientes y criados que se afanan en sus quehaceres. Una moza rolliza, de rostro simpático, a su requerimiento le sirve en una bandeja un desayuno del que apenas sabe qué comer: hay buñuelos, picatostes, frutillas, cazolillas y tortas, pan, mantequilla, almojábanas de masa y queso, tortilla de huevos y hasta torreznos.

— Cómalo todo, señor, y muy pronto, como dice el ama, le haremos entrar en carnes.

No contesta don Alonso a la inmensa sonrisa que le regala la criada y con desgana picotea aquí y allá, dejando sin probar más de la mitad de los manjares con que la pobre Isabel piensa engordarle.

Acabado el desayuno, sale de casa, deshaciéndose de los criados empeñados en acompañarle. Su gusto por pasear solo es costumbre antigua, de cuando estudiante, y la ha mantenido con los años. Allá, en Oviedo, disfrutaba cada día de las calles empedradas, húmedas, a veces de la niebla, otras veces de la lluvia, que le llevaban hasta la catedral donde gustaba de oír misa primera por no haber a esa hora demasiada gente.

El paseo por Torrijos no tiene el mismo sabor. A pesar de la hora tan temprana ya hay un sol despiadado que no deja ni matices ni sombras. El cielo es azul, sin límites, sin paliativos, sin una sola nube que lo suavice, y hay un cierto ajetreo campesino que a don Alonso le resulta desordenado y sin sentido: caballerías y mulas conducidas hasta la fuente de la plaza, perros que ladran, carros cargados de aperos, guirigay de gallinas en todos los corrales y voces profundas, algo secas y entrecortadas.

Las calles son estrechas, pero al ser bajas las casas, de uno o dos pisos, no ofrecen ese aspecto recóndito que tienen las de su tierra. Además, la mayor parte de ellas no están empedradas y el polvo seco del verano se embarra en el arroyo maloliente que circula por el centro. Esquiva como puede don Alonso el polvo y el barro, y al llegar a la plaza principal se olvida de mirar al suelo, pues sus ojos quedan cautivados por la hermosa fachada de la iglesia del Santísimo Sacramento que se alza ante él.

Le gusta en especial a don Alonso el aspecto nítido que tiene la fachada. Por primera vez desde su llegada, la comparación con la piedra negruzca de las iglesias de Oviedo es desfavorable para su tierra. La iglesia de Torrijos es luminosa y cada detalle que observa parece aumentar más aún esa sensación de luz en calma: el arco de medio punto, tan ancho, las columnas rosadas, los pequeños nichos deshabitados, el calado de la piedra, pródigo y menudo.

El interior de la iglesia es fresco y, viniendo de la luz radiante de la calle, oscuro. De nuevo, como le pasó el día anterior al entrar en la casa de su amigo Gabriel Vázquez, la oscuridad del interior le deja ciego durante unos instantes. Y también como el día anterior, al irse disolviendo la oscuridad, la luz pinta en el aire el desgarbado perfil de Isabel. Don Alonso, en silencio, se aparta para dejar pasar a la niña que, con los ojos bajos y las mejillas arreboladas, tuerce el talle, recoge con recato el vuelo de su vestido y se adentra en la iglesia seguida de su criada.

Observa don Alonso cómo Isabel se acomoda cerca del altar mayor, mientras la iglesia va siendo poco a poco iluminada. No mucho después, es evidente, se va a celebrar el Santo Oficio. En su tierra, en Oviedo, don Alonso prefiere asistir a la misa de la luz o misa de la aurora, porque a esas horas tempranas, el ambiente, los rezos y hasta el espíritu, son más lúcidos, pero ya que está allí, en ese momento y en ese lugar precisos, decide asistir al sagrado acto y se apoya en una columna, muy detrás de la inquieta espalda de Isabel.

Poco a poco la iglesia ha ido quedando iluminada, mostrando todo su esplendor y riqueza: cientos de velas, candelabros de oro y plata y los mismos metales preciosos en sagrarios, ornamentos y vasos sagrados, flores, manteles en los altares, tapicerías y sedas. Los mozos de coro, que hasta veinte cuenta don Alonso, ocupan ya su sitio y elevan sus voces claras.

Tal esplendor distrae a don Alonso del recogimiento que el oficio merece y se entretiene mirando a su alrededor. Le gusta la anchura de las naves de la iglesia, más alta la central que las laterales que, a su vez, se abren en pequeñas capillas. Rompiendo la nave principal está el coro, con sillería de nogal muy trabajada. No obstante, lo que más llama la atención de don Alonso, por raro, es la ruptura de la simetría a la derecha del altar mayor, donde hay señales en el muro de haber estado abierto, aunque en ese momento está tapado con tapiería y clausurado con una reja. La explicación a algo tan extraño la encontrará don Alonso no mucho después, en cuanto lea el testamento de Teresa Enríquez, en donde ella explica que, dada su «flaqueza y edad», mandó hacer un pasadizo desde las casas nuevas en las que vivía hasta la iglesia, si bien tras su muerte pretende que se deshaga todo y quede el muro de la iglesia como estaba.

Terminado el oficio, se dirige don Alonso a la sacristía dispuesto a empezar de una vez con su trabajo. Se siente incómodo y sus pasos son rápidos e impacientes. Ha observado, casi por el rabillo del ojo, pues apenas se ha detenido lo suficiente como para verlo con claridad, que Isabel le buscaba sin disimulo entre la gente.

La premura con la que don Alonso ha esquivado la mirada de Isabel y ha penetrado en la sacristía, sin detenerse ni aun para saludarla, no ha sido nada elegante. Sin embargo, no se para en ese momento don Alonso a analizar demasiado, nunca somos más ciegos que cuando no queremos ver, y se justifica a sí mismo pensando en lo urgente de su trabajo. Tal vez si Isabel hubiese sido bonita la prisa de don Alonso no hubiera sido tanta, pero eso nunca lo sabremos porque Isabel, definitivamente, no es bonita. Allí, donde ha quedado, de pie en medio de la iglesia, iluminada por la temblorosa llama de las muchas velas que hay encendidas, su rostro parece aún más largo de lo que lo habíamos descrito y sus labios aún más finos y apretados y sus ojos aún más chicos y la largueza de su cuerpo, todavía un poco adolescente, parece aún más desgarbado y pobre, sin una sola de las curvas y redondeces que suelen tener las mujeres. Que haya en sus ojos una llama de anhelo y esperanza, tan pronto apagada por la rápida huida, sí, huida, no le demos más vueltas, de don Alonso, no hace sino aumentar su aspecto de perrillo apaleado.

Todo esto, como digo, no se ha parado a considerarlo don Alonso que ha salido casi corriendo en dirección a la sacristía. Es verdad que siente algo de incomodidad, pero lo achaca al hecho de haberse distraído durante la misa y, en efecto, mientras penetra en la sacristía, sin dedicar ni siquiera un pensamiento a esa pobre Isabel que ha quedado sola y desairada en la iglesia, su mente está ocupada en comparar las misas del alba de su tierra, solitarias y espartanas, con el despliegue de lujo y boato que acaba de presenciar.

Llega a la conclusión, lo que le satisface y acaba con su malestar, de que el carácter castellano, alabado desde siempre por su sobriedad, pareja a la de la propia tierra, es dado de vez en cuando a estos excesos, como si así compensara de algún modo la parquedad habitual.

Es un poco absurdo, lo sé, que don Alonso se entretenga con estos pensamientos para no pensar en Isabel y quizá no debiera ni contarlo. Si lo hago es, en cierto modo, por conocer un poco más a nuestros personajes, que no todo va ser ceñirse al hilo de la historia. Y total, tampoco nos perjudica tanto saber que don Alonso es tímido con las mujeres y que la pobre Isabel, en cambio, como buena adolescente, ve un posible amor en cada hombre que conoce.