13
Don Beltrán Gómez de Toro, acodado en la barandilla que delimita los terrenos de la ermita de la Magdalena, ve acercarse, por el camino de la Almendrava a don Alonso.
Le extraña que el de Oviedo vaya a caballo pues, si bien es cierto que la ermita se encuentra algo alejada del pueblo, tampoco lo está tanto como para no poder llegarse a ella andando, como de hecho hace él mismo todas las mañanas. Don Alonso, sin embargo, va montado, sin mostrar demasiada prisa. Se acerca con lentitud, al paso, y don Beltrán tiene tiempo de observar que el aspecto del caballero, en los pocos días que lleva en Torrijos, parece haber mejorado. Todavía está muy delgado y aún mantiene los labios entreabiertos, como buscando facilitar en sus pulmones la entrada de ese aire que tanto le cuesta respirar, pero tiene mejor color en el rostro, sus ojeras no son tan profundas y hasta el pecho está menos hundido que cuando llegó al pueblo. Es posible, aunque esto no podría asegurarlo don Beltrán, que el clima seco de Castilla esté mejorando, poco a poco, la precaria salud del de Oviedo. Al menos, su salud física, que en cambio su estado de ánimo es mucho más serio que antes. De hecho, parece triste, algo sombrío, como si por su mente estuvieran pasando profundos y oscuros pensamientos.
Don Alonso desmonta al llegar a la ermita y don Beltrán lo saluda con una leve inclinación de cabeza.
— Parecéis preocupado —le dice.
— Lo estoy —responde don Alonso sentándose en el banco que recorre el exterior de la ermita y dejándose acoger, con un suspiro, por la sombra de los muros de piedra.
— ¿Os está dando trabajo el cumplimiento de vuestros deberes? —pregunta el anciano.
Don Alonso sonríe con una cierta tristeza.
— No. Mis obligaciones no me cansan, por mucho que a veces no me agrade el resultado—responde, y como don Beltrán lo mira sin comprender hace un esfuerzo, más que evidente, por alejar de su cabeza algún triste pensamiento—. No me hagáis caso, estoy cansado. Y echo de menos mi tierra —sonríe—. Ya veis, hoy me he levantado invadido por la nostalgia.
Don Beltrán se acerca al banco y se sienta al lado de don Alonso. Ahora la sombra de los muros los acoge a los dos, los une bajo su manto.
— ¿Nunca os casasteis, don Beltrán? —pregunta de pronto el de Oviedo— ¿Nunca intentasteis rehacer vuestra vida al lado de otra mujer?
El anciano tarda un rato en responder y cuando lo hace la voz se le ha vuelto ronca, como si le costase poner en palabras algo que aún le hace daño por dentro.
— Me casé una vez —dice despacio—, hace mil años.
— ¿Os casasteis? ¿Con quién?
Ante los ojos de don Beltrán reaparece, borroso, el rostro de una chiquilla de ojos grandes.
— Con Guiomar de Dueñas.
Una chiquilla que lo miró siempre con tanto miedo como un cervatillo ante el arma del cazador.
— ¿La amabais?
Durante unos segundos el silencio se alarga.
— No —reconoce don Beltrán en voz tan baja que a don Alonso le cuesta oírlo—, no la amaba.
— Y entonces, ¿por qué os casasteis?
— Fue un matrimonio concertado —explica don Beltrán—. Me lo impusieron. Y para más ironía, como un premio.
En la mente del anciano resuenan, como una broma amarga, las palabras con las que imagina que se tomó la decisión sobre su casamiento: qué bien se ha portado el de Toro en las últimas campañas, ofrezcámosle para premiarlo un buen matrimonio, ¿quién está disponible? Esta no, es muy vieja, aquella tampoco, es de una familia de medio pelo ¿Y qué tal Guiomar de Dueñas? Es joven, muy bella y de buena familia, y sus parientes aceptaran encantados, que no tienen la hacienda para ir desdeñando a un capitán de tanto merecimiento.
— Y yo estaba tan desesperado, tan deseoso de huir de aquel matrimonio, que me enfrenté por primera y única vez en mi vida a los deseos de doña Teresa.
No me pidáis eso, mi señora, le suplicó, vos sabéis que no la amo. Y ante la intensidad de sus ojos, doña Teresa, como otras veces, se volvió inasequible: estaba allí y no lo estaba, le miraba y no le veía, sonreía y no había nada en su sonrisa. Qué bobada, don Beltrán, le dijo, Guiomar es una de las doncellas que yo más aprecio. Seréis muy felices.
— Ya veis —la voz de don Beltrán escuece como una herida a flor de piel—, fue el colmo de la indiferencia, entregarme a otra mujer.
Pero, en aquel momento, Dios, cómo dolió. Tanto, que si no la hubiera amado como la amaba, podría haberla odiado.
— Así que me casé con Guiomar de Dueñas.
La primera noche que pasaron juntos, Guiomar temblaba. Era tan joven, tenía los ojos tan inocentes... Él no lo vio. No vio nada. Solo su propio dolor, su propia furia. Cogió aquel cuerpo tierno que se le ofrecía sin resistencia y descargó sobre él su triste venganza. Y después de aquella noche, llegaron otras, siempre en silencio, sin una palabra amable, sin un solo gesto de cariño. Pobre Guiomar, se entregaba al suplicio mansamente y nunca llegó a saber que el amor no tenía por qué ser así, tan oscuro y violento.
— ¿Tuvisteis hijos? —pregunta don Alonso.
— No.
A don Beltrán, los gritos de Guiomar, desgarrada por el parto, le resuenan aún en el alma. Pobre Guiomar, piensa, luchó contra la muerte y contra la vida y perdió. Se desangró ante la mirada impotente de la partera. Cuando él entró en la habitación, Guiomar de Dueñas parecía perdida en la inmensidad de la cama que habían compartido tan a duras penas. La partera y las demás mujeres ya le habían cerrado los ojos y le habían colocado el cabello a ambos lados de la cara. El resto del cuerpo apenas hacía bulto bajo la sábana con que la habían cubierto. Parecía dormida, más plácida de lo que había estado nunca, tan pequeña, tan blanca. Al acercarse, ni siquiera sabe por qué lo hizo, cogió un extremo de la sábana y tiró de ella, dejando al descubierto el campo de batalla, o peor aún, que en ningún campo de batalla había visto él tanta sangre, sangre que empapaba el camisón casi hasta el pecho, que manchaba las piernas casi hasta los tobillos, sangre como en un matadero. Dejó caer la sábana. Y no quiso ver el otro cuerpo, el del niño, ojalá lo hubiera hecho y así tal vez hubiera podido dejar de pensar en él como si se tratara de un coágulo más, desprendido del cuerpo muerto de Guiomar.
— ¿Y vos, don Alonso, no habéis pensado en casaros?
Don Alonso se levanta y se aleja de don Beltrán. Su imaginación se desboca durante un instante y repite ante sus ojos la historia de Guiomar de Dueñas, pero, qué broma cruel, con el rostro y el cuerpo de Isabel: Isabel con su aspecto desgarbado, Isabel recibiendo su acometida salvaje e inesperada, Isabel penetrada y violada, Isabel con el cuerpo deformado por el embarazo y, más tarde, desgarrada por los dolores del parto, Isabel desangrada, Isabel muerta.
— Algún día —contesta don Alonso, incómodo. Y sacude la cabeza para ahuyentar los fantasmas.
— Un hombre necesita de una mujer.
Esta vez las palabras de don Beltrán evocan una historia diferente: la voz armoniosa de Isabel esperándole, él comentando con ella los pequeños acontecimientos de la jornada, sus manos alargándole el remedio de eucalipto y menta y él que respira profundamente y descansa. Quizá no tenga ningún sentido todo esto, pero don Alonso está cansado, las fantasías mandan y la de la mujer como refugio del guerrero es tan antigua como el mundo, por mucho que hoy en día nos hierva la sangre en las venas ante semejante idea: mujeres como juguetes, inocentes, ignorantes de lo que les espera, violadas en muchas ocasiones por sus propias parejas, pariendo hijo tras hijo, hasta que se desangren y mueran y sean reemplazadas. Como si a los hombres tanto nos diera una mujer como otra. Y no es así, claro que no. Bien lo saben don Alonso y don Beltrán, que por mucho que quisieran negarlo, los dos tienen en el pensamiento un único nombre de mujer.
El silencio es tan umbrío como la sombra de la ermita. Un silencio y una sombra que se alargan.
— ¿Puedo haceros una pregunta? —dice don Alonso.
— Sabéis que sí.
— Siempre os habéis mostrado determinado a encontrar el cuerpo de doña Teresa, ¿por qué?
— ¿A qué viene esa pregunta? Vos sabéis por qué.
— No, no lo sé. ¿Por qué queréis encontrarla? ¿Para qué?
— ¿Por qué y para qué enterramos los cuerpos de los que amamos? ¿Es eso lo que preguntáis? —inquiere con ironía don Beltrán.
— Sí.
El rostro de don Beltrán, ante esta respuesta, se endurece: frunce el ceño, aprieta la mandíbula y durante unos segundos parece estar a punto de dejar escapar, sin control, todo el tumulto de sus sentimientos. Hace un esfuerzo y contesta.
— Quiero poder ir a su tumba a rezar por su alma, quiero saber dónde está, quiero tenerla cerca, recordarla.
— Podéis rezar y recordarla aun sin saber dónde está.
Don Beltrán niega con la cabeza con tristeza.
— Nunca habéis amado, ¿verdad? No, por supuesto que no, si lo hubierais hecho no hablaríais como lo hacéis.
— Por mucho que la amarais, ahora ella está muerta. Seguid vuestro camino, don Beltrán, olvidadla.
— No —responde don Beltrán con fiereza—. No voy a olvidarla, no voy a conformarme. Seguiré luchando hasta el último aliento que me quede. Seguiré escribiendo a los hijos para que no olviden el deber que tienen con su madre. Seguiré importunando a las jerarquías eclesiásticas y al mismo emperador si hace falta. Os lo juro, don Alonso, no descansaré hasta que el cuerpo de doña Teresa sea encontrado y vuelva a estar donde ella misma quiso que estuviera, en su sepulcro de Santa María.
Don Alonso toma aire, preparándose para lo que va a decir.
— No es en ese sepulcro donde ella quería estar.
— ¿Qué decís? Sabéis de sobra que ella dejó dicho...
— No, don Beltrán, ella no quería estar en el sepulcro de Santa María, os lo aseguro —en la mano de don Alonso el papel que encontró en el monasterio: blanco, terso, tan reciente como si acabara de ser escrito—. Conocéis su letra ¿no es cierto?
Don Beltrán mira la nota en silencio, los ojos grises como una piedra que se va deshaciendo con el roce del agua. Finalmente extiende la mano y deja que la letra pequeña y menuda de doña Teresa le cuente dulcemente lo que pasa:
«Rmo.P.: Como mi confesor y a quien tengo comunicado lo más secreto de mi conciencia, suplico con humildad a V.R. que, después de mi fallecimiento y funerales que por mí se hicieren, como dejo ordenado en mi testamento, saque V.R. por sí solo y con las personas que le parecieren de su confianza, mi cuerpo de la bóveda adonde estuviere, y con todo secreto lo ponga en la capilla del entierro de los religiosos, en parte oculta o nicho de pared, de modo que no se ponga señal alguna por donde se pueda venir en conocimiento en tiempos venideros donde está, pues me motivan a hacer esto las razones que tengo comunicadas a V.R.»
El silencio, acurrucado a la sombra de la ermita, se extiende, se alarga por el campo, cruza el camino de la Almendrava y se pierde a lo lejos.
— Doña Teresa —explica don Alonso con voz suave— dio esta nota a su confesor, fray Gerónimo de Paradinas, poco antes de morir. Es evidente que ambos ya habían hablado de esto con anterioridad.
— ¿Dónde encontrasteis la nota? —pregunta don Beltrán con voz ronca.
— La tenían los monjes. Guardan la nota junto con el testamento de doña Teresa.
— Y nunca dijeron nada...
— La mayor parte de ellos ni siquiera lo saben. Fray Gerónimo, el confesor, y el antiguo prior del monasterio, fueron los que se encargaron de cumplir el último deseo de doña Teresa y ambos lo consideran secreto de confesión. Así que, tal y como les pidió en la nota, lo hicieron todo con sigilo, de noche, confiando en que nadie se enterara. Pero el pobre Cortés se había quedado dormido en el huerto y los vio y comenzó a hablar. Así surgieron los rumores.
— Nunca dijeron nada... —repite don Beltrán en voz baja. Aún sigue con la nota entre las manos y la mirada fija en ella: todo él, sus ojos, sus hombros, ese perfil tan duro, parece haberse desmoronado.
— No os podéis imaginar lo mal que lo están pasando —sigue explicando don Alonso, aunque es consciente de que don Beltrán ni siquiera lo escucha—. En especial fray Bernardo, que recibió el secreto junto con el priorato y que ha visto impotente como la situación se le iba de las manos. A pesar de todo, tenía la esperanza de que con el tiempo el asunto se fuera olvidando. Y así hubiera sido sino llega a ser por vos...
Don Alonso hace una pausa y mira con compasión la cabeza inclinada del anciano que tiene a su lado. Con delicadeza, pone una mano sobre su hombro.
— Ella está donde quería estar —dice con suavidad—, en un nicho anónimo de la capilla de los monjes.
Don Beltrán no ve la nota que tiene ante él, ni siente la mano de don Alonso en su hombro, ni escucha sus palabras.
Durante todos aquellos meses él había luchado tanto... Ingenuamente había pensado que, dónde quiera que estuviese su alma, ella lo vería y estaría orgullosa de tanto amor y tanto esfuerzo, más amor y más esfuerzo que el de sus propios hijos, que él nunca estuvo dispuesto a rendirse ni a olvidar. Y todo, para nada, porque ella no quería ser encontrada ni recordada. Así que, una vez más, aun después de muerta, doña Teresa se aleja de él, se le escapa. Está y es como si no estuviera y no se sentirá orgullosa de él ni de su amor y su empeño, porque ella siempre le miró sin verle, siempre.
Don Beltrán devuelve la nota a don Alonso y se levanta. De espaldas a él, apoyado en la balaustrada de la ermita, aún encuentra en su interior algunas fuerzas para rebelarse.
— ¿Por qué? ¿Por qué nos niega a todos el pequeño consuelo de rezar junta a su tumba? ¿Por qué quiere ser olvidada?
— No lo sé —reconoce Don Alonso—. Tal vez por humildad. Vos, que la conocisteis, lo sabréis mejor que yo.
Busca Don Beltrán en su corazón atormentado las mil imágenes de doña Teresa que lleva toda una vida atesorando. Quiere encontrar en ellas a la mujer que amó siempre tan sin esperanza, aquella mujer bella y dulce que sonreía suavemente, que nunca alzaba la voz, aquella mujer de blancas manos que le salvó un día de la muerte, hace mil años, a las puertas de una Granada recién conquistada. Y en su lugar, aparecen, sin llamarlas, otras imágenes: doña Teresa rezando, doña Teresa gastándose toda su hacienda en hacer el bien, doña Teresa rodeada de pobres y necesitados, vestida con hábito franciscano, silenciosa y humilde. Y esa doña Teresa nunca quiso ser la joven cortesana de la que don Beltrán se enamoró. Y don Beltrán se angustia y la imagina, serena y dulce, en el nicho más humilde de la capilla de los monjes. Y su corazón, a pesar de todo, le grita con dolor, con desesperanza: la amo, cuánto la amo.
— ¿Qué vais a hacer ahora? —pregunta don Beltrán en voz baja.
Es la misma pregunta que le había hecho el prior el día anterior, después de la difícil conversación que mantuvieron en su despacho, con la nota de doña Teresa delante, y en la que salió a relucir toda la historia: la orden de la Señora a su confesor, el secreto con el que, para cumplirla, se sacó su cuerpo del sepulcro y se llevó a la capilla del convento, la llegada al monasterio de fray Bernardo, convertido en el nuevo prior y, por tanto, en el nuevo custodio del secreto. Y luego los rumores y la apertura del sepulcro y las investigaciones y, sobre todo, el deber inconmovible al que siempre se sintió obligado el prior, de guardar silencio y preservar la última voluntad de doña Teresa.
— Ahora, ya lo sabéis todo —había concluido fray Bernardo, y luego había preguntado, lo mismo que don Beltrán— ¿Qué pensáis hacer?
Don Alonso suspira inquieto. Desde que el destino puso en sus manos la solución al misterio, la pregunta se ha vuelto obsesionante: ¿qué va a hacer con su secreto? Y en su mente vuelve a verse a sí mismo saliendo del monasterio, como había salido el día anterior, con la nota de doña Teresa en la mano y el corazón confundido. Vuelve a ver a Isabel que regresa a casa acompañada de su criada, los ojos brillantes, excitada, después de haber presenciado lo que ha ocurrido en la iglesia, los acontecimientos que alejaron al prior de su despacho permitiéndole a él aclarar el misterio.
— ¿Estabais en la iglesia, don Alonso? —le pregunta Isabel al verle— ¿Habéis visto lo que ha pasado?
Don Alonso niega con la cabeza e Isabel, con su voz armoniosa algo desfigurada por la excitación, se lo cuenta.
— Estábamos en mitad del sermón cuando, de pronto, un hombre se echó al suelo llorando. Gritaba, «estáis ahí, Señora, puedo veros, puedo veros». Los que estaban cerca querían alzarlo, pero como él seguía gritando que veía a la Señora, todos queríamos mirar a donde él miraba, y la gente comenzó a arrodillarse y algunos también gritaban. Se armó un escándalo enorme. Los monjes pedían silencio, el sacerdote no podía continuar con la misa y cada vez más gente se arrodillaba y lloraba y rezaba a gritos.
Así fue. Toda la iglesia se había llenado en un instante de una fe tan profunda, tan ciega, tan sin razonamientos, que el que más y el que menos jurará ya para siempre que en ese momento también vio a doña Teresa. Unos dirán que estaba arrodillada sobre su sepulcro, rezando. Otros, que parecía flotar, etérea, sobre el altar. La gran mayoría se limitará a hablar de una presencia vaga o de una luz intensa o de un olor como a rosas y a jazmines. Solo el pequeño Hernán sabrá la verdad, porque él fue quien empezó a murmurar a los que tenía al lado, en voz baja: está ahí, está ahí… ¿no la veis? ¿No veis a la Señora?, hasta que los más fervientes dijeron que sí, que la veían, y lo comentaron a otros, y los otros también quisieron verla y empujaron a los demás... Y así comenzó el tumulto. Todos enfervorecidos, suplicantes, llorosos. Toda la iglesia temblando de fe como una sola alma.
— ¿Vos la visteis, Isabel? —pregunta curioso don Alonso.
Y la niña, con una sonrisa triste, dice que no.
— Tal vez no tengo méritos suficientes.
— Por supuesto que los tenéis, Isabel —le asegura don Alonso. Y es mucho más sincero al decirlo de lo que él mismo piensa. Claro que tenéis méritos, Isabel, sois sensata e inteligente y dulce y os metéis en el corazón con tanta suavidad que uno ni se entera…—. Lo que ocurre es que vos no os habéis dejado arrastrar por el fanatismo de esa pobre gente tan necesitada de consuelo.
— ¿Por qué habláis así?
— Porque no ha habido ningún milagro, porque doña Teresa no ascendió a los cielos, porque yo sé dónde está y está allí porque la llevaron manos humanas, buenas y bien intencionadas, pero manos humanas al fin.
Isabel escucha en silencio. Camina al lado de don Alonso con paso menudo y un poco más atrás de los dos se rezaga la criada, aquella Juana que, de buena gana, se acercaría al de Oviedo para decirle triunfante: ¿lo veis? La Señora es una santa.
— ¿No vais a preguntarme nada? —le dice don Alonso a la silenciosa Isabel.
— No sé si quiero saberlo.
— ¿Por qué no? —se extraña don Alonso.
— Porque las certezas matan la esperanza —contesta Isabel con seriedad. Y parece saber muy bien de lo que está hablando.
— No os entiendo, ¿qué esperanza?
— Cualquier esperanza.
— ¿La de ver a la Señora flotando en la iglesia del monasterio, por ejemplo? —ironiza don Alonso—. Isabel, no ha habido ningún milagro, yo lo sé bien. Y doña Teresa está enterrada. No desapareció, su cuerpo no ascendió a los cielos. Esa es la verdad.
— Muy bien —se enfada de pronto Isabel, como una chiquilla—. Esa es la verdad. ¿Y a quién creéis que le importa?
Esa es la frase que tiene grabada en el alma don Alonso. Le resonó en el pensamiento durante toda la tarde, se acostó con ella al llegar la noche, se levantó con ella ya de mañana y se la llevó al lado por el camino de la Almendrava mientras iba en busca de don Beltrán.
Y durante todo ese tiempo se preguntaba a sí mismo, ¿a quién le importa la verdad que he descubierto? No al Duque, es evidente, a ese don Diego que se ha acostumbrado a la situación y que le encuentra cierta gracia a lo de presumir de madre santa por esas tierras de Dios. No a doña María, la hija de doña Teresa que, llena de vanidad, no querría que su madre permaneciera enterrada en la humilde capilla de los monjes, igual que no quiso enterrarla con el hábito franciscano. ¿Y a Gabriel Vázquez? La verdad solo le haría daño. Bien sabe él lo que ha tenido que luchar su amigo contra sus propios sentimientos, temiendo que don Alonso descubriera lo que él no fue capaz de descubrir, sintiéndose culpable por ello y, aun así, ayudándole en todo momento. Sin duda, la verdad solo serviría para herir su orgullo y para dejar malparado su prestigio. Y por último, ¿y el conde de Miranda? También el Conde es su amigo y confió en él y le envió a Torrijos y lo hizo, no por vanidad ni por obtener algún beneficio, sino porque apreciaba a doña Teresa. Y si la apreciaba, ¿querría que se desvelara el secreto? ¿Estaría dispuesto a hacerlo, sabiendo que doña Teresa solo deseaba permanecer olvidada?
Hundido en estos pensamientos había llegado don Alonso a la Magdalena y se había sentado, con su verdad a cuestas, a la sombra del muro de la ermita. Y en todo momento, en el fondo de su alma, había sabido que solo ese hombre que tenía delante, solo don Beltrán, merecía conocer la verdad que llevaba consigo. Le dolería, claro, como de hecho le ha dolido, pero don Alonso no tiene más que mirarlo a los ojos para saber que, a pesar del dolor y de la angustia, a pesar de la decepción, don Beltrán respetará una vez más los deseos de doña Teresa y bajará la cabeza y se tragará sus sentimientos y renunciará a todo, a todo, por ella.