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La idea surge por sí sola, con naturalidad, dando forma y ambiente a la historia. El lejano siglo XVI se pinta de color y renace, convirtiendo fechas, datos, escritos y documentos en personajes que cuentan, en mi honor, todo lo que saben.

Lo anterior no es algo voluntario, si se me permite la confesión, sino el resultado de una imaginación un tanto pueril que hace que se me vaya el santo al cielo mientras estoy trabajando. Como disculpa diré que perderme en elucubraciones no supone indiferencia hacia mis tareas. No. Más bien al contrario. Los objetos de mi trabajo, informes áridos, antiguos textos, se vuelven reales, toman vida, me acompañan. Incluso, a veces, discuto con ellos, y acaban teniendo más entidad, a mis ojos, que el hoy previsible y cotidiano.

Así surgió en mi mente, lo reconozco, Alonso de Oviedo, al principio solo una sombra vaga, apenas un fantasma que rondaba sobre todo lo que iba sabiendo de Torrijos, sus gentes y su historia. Ahora, sin embargo, don Alonso vive ajeno a mí y a mis fantasías y yo le observo con detenimiento, intentando adivinar qué hace y qué piensa. Tengo, claro, la ventaja de conocer unos hechos que para mí son pasado y para él, en cambio, un presente tangible o un futuro aún no determinado, pero según las reglas del juego, si es que es un juego la existencia, lo que yo sé no interfiere en su vida, pues eso sería tanto como privarle de voluntad o de albedrío y, así, el asunto no tendría ningún interés. El propio don Alonso, me temo, como cualquiera de nosotros, en semejantes condiciones no querría vivir.

Pero antes de continuar, voy a presentarlo. Alonso de Oviedo es un hombre alto y delgado, pálido y de rostro más serio de lo que cabría esperar por su edad, ya que no tiene demasiados años. Viste con elegancia, lo que indica una buena posición social, aunque en el momento que irrumpe en mis pensamientos toda su vestimenta está cubierta de polvo. Viaja, a lomos de un caballo y acompañado de criados y mulas, rumbo a Torrijos dispuesto a dar cumplimiento al encargo que ha dado lugar a su participación en la historia.

El encargo, es fácil de ver, no le hace a don Alonso demasiada gracia. Hay en su gesto, en su actitud toda, un aire de desgana, de reticencia, como si estuviera actuando conforme a su voluntad, ya hemos dicho que no es don Alonso ningún esclavo, pero en contra de sus deseos. O tal vez, no quiero ser suspicaz, es solo que al hombre no le gusta viajar. No goza de buena salud y andar perdido por los campos de Castilla, en pleno siglo XVI, no es, ni con mucho, un plato de gusto para alguien que requiere cuidados.

Sudoroso, cansado, don Alonso de Oviedo se deja balancear por el paso firme del caballo que monta bajo el calor aplastante de la meseta castellana y va dando vueltas en su cabeza al delicado trabajo que tiene encargado, lo que pone una arruga de preocupación en su frente. No es de extrañar porque dicho trabajo es, ni más ni menos, digámoslo ya, encontrar un muerto. Y no un muerto cualquiera, que eso en definitiva no sería complicado. Muertos, por macabro que sea el asunto, hay por todas partes. No, don Alonso tiene que hallar un cuerpo concreto, desaparecido de su sepulcro y perteneciente a una mujer de alta alcurnia.

Todo el asunto, lo sé, resulta algo fantástico, o cuanto menos, insólito, y se ha ido complicando además con el tiempo. Primero, la muerte de la buena señora, aunque en esto, es evidente, no hay nada raro, pues la mujer tenía cuando murió casi ochenta años. Luego, los rumores de que el cuerpo no estaba en su tumba, que se iniciaron poco a poco y que tardaron en salir del pueblo. Y por último, la apertura del sepulcro que demostró que, efectivamente, el cuerpo había desaparecido. El caso es que las autoridades no llegaron nunca a dar una explicación sobre el suceso, el tiempo fue pasando y comenzó a decirse, al menos en Torrijos, que la señora no estaba en su sepulcro porque había ascendido a los cielos.

Comparar a alguien con la Virgen María, así, de buenas a primeras, es absurdo, por supuesto, pero no olvidemos que todo esto ocurre a mediados del siglo XVI, es decir, en un momento en el que la religión lo invade todo, no en vano se acaba de salir de una guerra de ochocientos años contra el infiel musulmán, se ha expulsado a los judíos y la cristiandad entera está envuelta en una convulsión general, con la ruptura protestante y las guerras de Carlos V.

Aun en un mundo como este, donde religión y política se mezclan, el asunto resulta muy delicado, tanto por la relativa importancia de la señora desaparecida, miembro destacado de una familia de la nobleza, como por temor a la Inquisición, encargada, como sabemos, de vigilar la ortodoxia religiosa. Ambos factores explican que la investigación de Alonso de Oviedo no vaya a tener, ni mucho menos, carácter oficial. Al contrario, se trata más bien de un encargo particular y privado, hecho nada menos que por el conde de Miranda, familiar de la desaparecida, deseoso de saber, al margen de explicaciones milagrosas, qué ha ocurrido con el cadáver de su parienta. Y es esto, la importancia del Conde, de nombre Francisco de Zúñiga, cabeza visible de la familia implicada, lo que obligó a don Alonso, en su momento, a aceptar el encargo: no se dice que no, en pleno siglo XVI, a un favor solicitado por un personaje de la aristocracia.

Lo que hace que al de Oviedo no le resulte del todo desagradable la aventura son los motivos personales. Para empezar, le ilusiona como a un chiquillo el reencuentro con un buen amigo, el honorable Gabriel Vázquez, alcalde de Torrijos, a quien no ve desde hace mil años. Y por otro lado está su salud: el pobre don Alonso, todo el mundo lo sabe, tiene fatal los pulmones, el húmedo aire de su Asturias natal le está matando poco a poco y los médicos le han recomendado que traslade su residencia, al menos durante una temporada, a climas más secos. En definitiva, que aunque no le hubiesen encomendado la macabra misión que tiene, don Alonso del mismo modo hubiera contemplado la posibilidad de trasladarse a Torrijos. Así hubiera matado dos pájaros de un tiro, cuidar de su salud y pasar una temporada con el amigo que añora. Ahora los pájaros que tendrá que matar serán tres pues, además, tendrá que buscar el cuerpo desaparecido.

Estos son los antecedentes, pocos, soy consciente, que tenemos sobre don Alonso. Tal vez por eso, incluso a mí, a veces me parece un extraño. Conozco, claro, su aspecto y detalles sueltos de su vida: que es secretario de algún Consejo, quizá doctor en leyes, su asma y su carácter noble, pero no sé explicarme del todo su cara seria, sus ojos penetrantes, ese aspecto grave y seco que no armoniza demasiado con sus años y que le da, en cierto modo, prestancia y autoridad. En cualquier caso, tampoco nos hace falta mucho más para acompañar al hombre en el camino que ha emprendido esta misma mañana desde Toledo.

El calor aplasta. Y don Alonso de Oviedo piensa, como tantas otras veces, que en Castilla el cielo está más cerca del suelo que en cualquier otro lugar del mundo. Echa de menos el cielo alto de su tierra, tan alto que ni el pico del Naranco, que lo apunta como una lanza, alcanza siquiera a rozarlo. Allí, en Castilla, por el contrario, aseguraría que el cielo está mucho más cerca, de modo que que los árboles crecen poco, apurados, olivos de raíces retorcidas y viñas planas que no esconden ni un momento el obsesivo horizonte.

Para entretener el tiempo y olvidar el ruido de los cascos de las acémilas, el polvo del camino y el calor agobiante, piensa en el final de su viaje, Torrijos, y en su amigo Gabriel Vázquez con quien compartió hace mil años inquietudes y dudas en las calles de Salamanca. Buenos tiempos fueron aquellos, piensa don Alonso sonriendo, cuando parecía que nada ni nadie sería capaz de pararlos. Por entonces, el hijo mayor de Gabriel Vázquez, que estudiaba en la universidad, se había visto envuelto en un tremendo lío que implicaba también a un alto personaje de la Corte. El alcalde había acudido presuroso en ayuda de su vástago pero, acostumbrado al pequeño mundo de Torrijos, se había sentido apabullado por la enorme ciudad. Alonso de Oviedo, en cambio, recién licenciado, la conocía al dedillo pues no en vano estaba al acecho de oportunidades para medrar. El caso es que juntos formaron un buen equipo a pesar de los años que los separaban, y ambos obtuvieron bastante más de lo que estaban buscando. Gabriel Vázquez demostró la inocencia de su hijo, don Alonso, la del noble implicado que, en agradecimiento, le consiguió un buen puesto en uno de los Consejos del reino, y los dos, Gabriel Vázquez y don Alonso, se llevaron, además, de regalo, su mutua amistad. 

Luego, la vida te separa y te agita sin remedio. Gabriel Vázquez volvió a Torrijos y don Alonso a su tierra, a la lluvia fina de Oviedo, a los cielos grises, a los húmedos montes que, poco a poco, le han ido enfermando, agarrándose a sus pulmones hasta convertir su aliento en el entrecortado aliento de un viejo. Agitado aliento de anciano en un cuerpo que aún es joven. Y don Alonso, una vez más, como cada vez que repara en ello, quisiera respirarse de un trago todo el aire del mundo. Siente en su interior que es injusto ese destino que le condena a jadear eternamente y que le impide recorrer con paso firme todos los caminos con los que alguna vez soñó. No se pueden apurar las posibilidades que la vida ofrece cuando respirar es tan difícil.

El horizonte, ante él, ajeno a estos pensamientos, se ondula impávido. Le parece que hace un siglo ya que salió de Oviedo. Ha estado en León, contemplando las mil cigüeñas anidadas en cada uno de los pináculos que adornan la catedral. Pasó por Tordesillas, donde no cuesta creer en el amor y en la locura. Paseó por las calles de Olmedo y de Arévalo, admirando iglesias y castillos. En Lerma intuyó por primera vez la interminable inmensidad de la llanura castellana. Dio vueltas, con paso lento, al claustro de Silos, cuyo silencio le permitió perderse en ensoñaciones. En Burgos hizo resonar sus pasos sobre los adoquines de la plaza, de la hospedería de la que era huésped a la catedral, una y otra vez, sin cansarse nunca de su belleza. Y por último, Toledo, con sus calles tan recónditas y empinadas que casi le roban para siempre el aliento. Ahora es ya la última etapa del viaje y don Alonso, impaciente, se alegra de ello. Podrá dar cumplimiento al encargo que tiene encomendado.

Su trabajo, como ya sabemos, es buscar el famoso cuerpo perdido, un misterio que, la verdad, no sé si tuvo tanta importancia en su momento, pero cuyos ecos han llegado hasta nuestros días. Y eso que el Torrijos de la actualidad poco conserva de la época de don Alonso. No existe ya el antiguo Palacio de Maqueda, la casa de los Cárdenas, señores de la comarca, ha desaparecido también el monasterio de Santa María de Jesús, fundado por la misma familia, y no queda rastro apenas de documentación de la época. Se perdió vaya usted a saber cuándo. Unos dicen que en la Guerra de la Independencia, incendiada por los franceses, si bien a mí me parece que la historia tiene un regusto demasiado romántico para ser cierta. Otros hablan de la devastación que tuvo lugar en la Guerra Civil y sí, es posible, fueron muchos los archivos destruidos durante la guerra. Me temo, no obstante, que la razón última de tanta pérdida es mucho más banal, resultado de la desidia y el desinterés hacia el ayer que acaba por privar a los pueblos de su historia. Como si el Torrijos mundano que ahora conocemos no fuera fruto directo de aquel Torrijos histórico y noble, residencia de reyes desde los tiempos de Pedro I de Castilla. En cualquier caso, no es este el lugar ni el momento oportuno para andar defendiendo la importancia del pasado, aunque todo ello explica porque anda ahora vagando por tierras castellanas el pobre don Alonso. En fin, no le demos más vueltas y volvamos con nuestro amigo que, sin duda, desde que le dejamos, ha tenido tiempo de sobra de llegar a Torrijos.

Las mulas irrumpen en la Plaza Mayor rompiendo el silencio de la tarde. Están desiertas las calles, aplanadas por el sol despiadado. Solo un par de perros flacos dormitan a la sombra de alguna tapia. Zumban las moscas, dueñas absolutas de la hora de la siesta, y junto a su zumbido, el único ruido audible es el del transparente chorro de la fuente que adorna el centro de la plaza.

No me cuesta pensar que don Alonso esté decepcionado. Para ser justos no le echaré la culpa de esta decepción a Torrijos, sino a la naturaleza humana que tiene cierta tendencia a anticiparse a los hechos y ponerse a imaginar. Y la realidad raramente hace justicia a lo imaginado.

Eso piensa ahora don Alonso. Su amigo Gabriel Vázquez siempre le habló de Torrijos como del centro del mundo y en su mente Torrijos se había ido dibujando con todas las maravillas. La villa de Torrijos, capital del estado de Maqueda, donde puso sus reales Pedro I el Cruel, que fue la fortaleza de Juan II de Castilla en sus luchas contra los rebeldes a su monarquía, que se resistió al irresistible don Alvaro de Luna... y su pasado glorioso culmina cuando es adquirida al cabildo de la iglesia mayor de Toledo por don Gutierre de Cárdenas, caballero de la Orden de Santiago, comendador mayor de León y contador mayor de los Reyes Católicos, que la convierte en capital de su señorío y centro de las nueve villas de su alfoz.

Imaginaba don Alonso que Torrijos sería la antesala digna de Toledo, idea no demasiado original, seguro que más de un historiador, en especial los de Torrijos, lo ha dicho alguna vez, y se pregunta ahora, recordando las grandezas que le narraba Gabriel Vázquez, dónde se ha escondido tanta hidalguía. Porque Torrijos le parece pobre, una aldea más, similar a otras que ha visto en su viaje. Es cierto que al llegar ha atravesado una muralla de cierta grandeza, porque la villa está cercada, parte de ella de tapiería de cantos gruesos y otras partes de piedra. Y en la puerta por la que ha cruzado ha visto los escudos de armas de los Cárdenas y de los Enríquez, señor y señora de la villa. Pero las casas le parecen pobres, la plaza pequeña, la fuente escuálida y, por si fuera poco, el calor acuna con deleite y extiende por el aire, ese aire del que don Alonso es siempre tan avaro, un olor extraño y pesado, inidentificable.

Todo lo olvida don Alonso cuando escucha la voz de Gabriel Vázquez que ha venido a buscarle. Se abrazan con un nudo en la garganta y luego se separan sin llegar a soltarse del todo. Se miran mutuamente con ojos de nostalgia y se ven como son ahora mismo: Gabriel Vázquez, de brillante calva y ojos cercados de arrugas, pasado en kilos que han ablandado la varonil dureza de su mandíbula, y Alonso de Oviedo, de pecho hundido, ojos perdidos en malvas ojeras y entreabierta boca jadeante. Ríen. Y con la risa se diluyen los años que han pasado separados, el tiempo cruel que ha domeñando sus aristas juveniles y se encuentran de nuevo, en los ojos, como antaño, el uno al otro.

No tardan, todo hay que decirlo, en apartar, un poco avergonzados la mirada. Es la actitud habitual, que tanto critican las mujeres, entre dos hombres que se han dejado llevar de los sentimientos más de lo que ellos mismos consideran adecuado. Las mujeres son de otra forma: se besan, se abrazan sin ningún reparo, dejan correr las lágrimas a la mínima de cambio o se ríen sin disimulo. No sé si serán más felices por ello, ni siquiera sé si son más sinceras que nosotros, esclavos de un pudor mamado desde la cuna que nos impide mostrar nuestros sentimientos. En cualquier caso, la actitud es la misma ahora y en el siglo XVI y don Alonso y Gabriel Vázquez ríen para disimular su embarazo. Es más, me siento tan violento por ellos dos que, sin más dilaciones, continúo con la historia dejando atrás estos momentos de emoción.

Es Gabriel Vázquez el que toma la iniciativa. Se adueña del equipaje de don Alonso, de sus decisiones, mandando al traste cualquier plan que el de Oviedo pudiera haber hecho sobre su estancia. Le conduce sin contemplaciones a su casa, hablando, riendo, dando órdenes a los criados, ofreciéndole viandas y bebidas, mezclando en su conversación desordenada, preguntas sobre su vida y su viaje y su salud con comentarios risueños acerca de todo lo que se ofrece a su vista. De ello se deduce que Gabriel Vázquez tiene un carácter muy distinto al de su amigo, es locuaz, sincero, campechano. Todo lo que en don Alonso es reserva y silencio, en Gabriel Vázquez es franqueza expansiva, aunque conviene recordar que, al menos en esta ocasión, la actitud de don Alonso se explica más por la insuficiencia de sus pulmones, incapaces de andar y hablar al mismo tiempo, que por sequedad de su carácter.

El caso es que caminan los dos, despachados ya criados y equipajes, y Gabriel Vázquez va poniendo ante los ojos de don Alonso todas las grandezas de su amado Torrijos.

— Como veis, hay muy buenas casas de morada... aquella es la del duque de Maqueda que es castellana, muy buena y anchurosa... También hay otras casas principales, con rejas y ventanajes, y de muchos jardines. Lo que veis allí es la torre del Santísimo Sacramento que es una iglesia muy principal, con coro y capillas y hasta doce capellanes, que ya quisieran en muchas iglesias de más nombre. ¿Veis a lo lejos? Allá... el monasterio de monjas de la Concepción, que fue antaño el palacio de Pedro I. Y hay otro monasterio, el de Santa María de Jesús, en las afueras, más bello aún que San Juan de los Reyes, en Toledo. ¿Visteis San Juan de los Reyes? Pues más os gustará Santa María. Y por cierto, debéis saber que tenemos dos hospitales en la villa, buenos entre los mejores, el de la Consolación y el de la Santísima Trinidad. Los dos fueron fundados por Gutierre de Cárdenas y por doña Teresa.

Omnipresentes don Gutierre y su mujer, en la conversación, en el pueblo, en el aire todo de Torrijos. Y eso que don Alonso sabe que doña Teresa murió hace seis años y casi treinta que don Gutierre abandonó esta vida. Sin embargo, sus presencias son palpables, empapan con suavidad cada casa de la villa, cada piedra, cada historia, como el orballo empapa todo en la lejana tierra asturiana de nuestro protagonista.

Tal vez en este momento piense don Alonso en la conveniencia de poner a Gabriel Vázquez al tanto del asunto que le lleva a Torrijos. En la carta que le envió hace unas semanas le hablaba de su viaje dando a entender que se trataba de algo personal. Su salud, como ya explicamos, el deseo de volver a ver al amigo del que hace tantos años que está separado. Pero don Alonso calla y Gabriel Vázquez sigue hablando. Hay momentos en la vida que pasan así, en vano, oportunidades perdidas que, de haberlas aprovechado, no es que nos hubiesen cambiado la vida, eso no, no es el momento tan trascendente, pero al menos la hubieran hecho más fácil. Cuando un poco después don Alonso cuente a Gabriel Vázquez la verdadera razón de su viaje a Torrijos tendrá que dar mil explicaciones de su dilatado silencio al respecto y, aun así, Gabriel Vázquez se sentirá un poco enojado. Tenemos que entenderle, tenemos que entender la leve sensación de malestar que acompañará al seco «debierais habérmelo dicho...». Al fin y al cabo, Gabriel Vázquez no es solo el amigo de don Alonso, es también uno de los alcaldes de Torrijos y, por tanto, siente que debiera haber sido informado.

En fin, que don Alonso deja pasar el momento sin decir nada, deja que Gabriel Vázquez siga hablando y le conduzca hasta su casa. Cruzan la Plaza Mayor. Observa don Alonso, a instancias de su amigo, la espléndida construcción que es la casa de los Cárdenas, toda ella de piedra berroqueña, y admira la belleza de su puerta principal, tan adornada, con el escudo de los Reyes Católicos en su parte más alta y debajo los escudos de armas de los señores de la villa.

— Doña Teresa no vivía aquí —explica Gabriel Vázquez—, sino en las casas nuevas que mandó construir frente a la Colegiata, luego las veréis. Era demasiado humilde doña Teresa para vivir en el palacio.

Este y otros comentarios similares van dando idea a don Alonso de hasta qué punto fue importante doña Teresa Enríquez en la vida de Torrijos y otra vez piensa que debería informar a Gabriel Vázquez, cuanto antes, de la misión que lleva encomendada. Y de nuevo el momento pasa sin ser aprovechado.

Llegan por fin a casa del alcalde. Le sorprenden a don Alonso la oscuridad y la frescura del vestíbulo. Cegado como va por el refulgente sol del mediodía le cuesta acostumbrar sus ojos a la penumbra de postigos entornados de la casa.

En la oscuridad, una voz le da la bienvenida. Es una voz agradable, femenina y fresca, con el rescoldo de una nota más seria que encuentra eco inesperado en el pecho de don Alonso. Fuerza este la vista, intrigado, buscando en las sombras a la dueña de la voz, y las sombras, poco a poco, se disipan y en ellas la luz pinta con timidez el breve perfil de una muchacha de pocos años, tal vez quince, piensa don Alonso, a lo sumo dieciséis: nariz pequeña y recta, demasiado recta, ojos oscuros, demasiado oscuros, enmarcados por la pincelada de unas cejas quizá demasiado espesas, boca pequeña con unos labios tan finos que apenas se ven, cuello estrecho surgiendo de la oscuridad del vestido, y un cuerpo flaco y largo, desgarbado y nervioso.

— Es mi hija, Isabel —presenta Gabriel Vázquez.

Y ella baja los párpados, sonríe con suavidad y hace el esbozo de una reverencia, todo con tan poca gracia, que no puede por menos don Alonso que admirarse de la diferencia entre lo que prometía la voz escuchada en la oscuridad y su dueña.

Pobre Isabel. Resulta tan insignificante que hasta dudo de su existencia. Pero existe, claro, y enraíza a Gabriel Vázquez a la tierra, lo mismo que esa otra hija que está en un convento, en las Puras de Almería, o el primogénito que, como ya dijimos, se educó en Salamanca y ahora vaga por el mundo en busca de aventuras. Isabel es la hija más pequeña del alcalde, ya que la madre murió de parto al intentar dar a luz una cuarta vez, como murió también el hijo que llevaba en las entrañas. Si esta muerte apenó a Gabriel Vázquez no es necesario decirlo, que cada cual piense lo que quiera, pero es fácil observar cómo sus ojos arropan a la pequeña Isabel y la miran siempre con ternura. Ella, en cambio, recoge ese cariño con avidez y con algo de tristeza, sospechando que su padre busca en su rostro, y no encuentra, los rasgos amados de quien le dio el ser.

Al hilo de esto pienso que también don Alonso tendrá familia, allí, en el lejano Oviedo del que procede, aunque solo acierto a imaginar a una madre anciana, tal vez porque los hombres de carácter reservado y serio suelen proceder de madres mayores. En cuanto al padre, murió cuando don Alonso era todavía un crío. Ambas cosas, la edad avanzada de la madre cuando se casó y la muerte prematura del padre, justifican que don Alonso no haya tenido hermanos. Hijo único pues, solitario y serio desde niño. Así nos marca la existencia o así nos empeñamos nosotros en sacar conclusiones de cada paso, causa y efecto continuo a lo largo del camino, cuando la realidad mucho más simple es que la vida va sucediendo y basta.

Pero volvamos a lo nuestro. Acabados los saludos y las presentaciones, se sientan Gabriel Vázquez y don Alonso en una estancia ancha, cruzada en el techo con vigas de madera. Los criados preparan la mesa. Los dirige la pequeña Isabel que, inquieta, se preocupa durante toda la comida de que don Alonso vaya probando cada uno de los manjares y aunque este se esfuerza en ser amable, cada vez contesta con más brusquedad y rehúye los ojos de la niña, sus sonrisas humildes, sintiendo, sin ser demasiado consciente de ello, cierta molestia ante un deseo tan obvio de resultar agradable.

En definitiva, es un suplicio de comida. Gabriel Vázquez habla y habla, Isabel, cada vez más nerviosa, revolotea alrededor de la mesa, y don Alonso se siente incómodo, por él mismo, por la pobre Isabel y, sobre todo, por el alcalde, al que en cierto modo ha engañado ocultándole que su venida a Torrijos tiene un motivo distinto al que le ha contado. No encuentra momento para interrumpir el soliloquio de su amigo y decirle: «estoy aquí con una misión encomendada nada menos que por el conde de Miranda». Le distraen Isabel y sus inútiles afanes, la presencia continua de los sirvientes y la propia conversación ligera de Gabriel Vázquez que, sonriente, campechano, con la barbilla y los dedos llenos de grasa, disfruta de la comida.

— He venido a Torrijos para investigar la desaparición del cuerpo de doña Teresa.

Ha aprovechado un momento en que Isabel y los criados han salido y lo ha dicho de golpe, en medio de una frase de Gabriel Vázquez sobre las delicias del cordero, y ha sido como si hubiese soltado el cadáver directamente encima de la mesa. Tanto dar vueltas y vueltas a los segundos buscando el ideal, el perfecto, aquel en el que estén conjugados los astros en nuestro beneficio, para esto. Concluyamos que casi nunca hay segundos perfectos, no ya para soltar un cadáver, como ha hecho don Alonso, sino para ninguna otra cosa.

— He venido a investigar la desaparición del cuerpo de doña Teresa.

Vuelven a entrar los sirvientes, vuelve a entrar Isabel, y Gabriel Vázquez, con un cuchillo en una mano y un trozo de cordero en la otra, parece tan asombrado como si hubiera visto, no uno, sino varios miles de fantasmas. No tardará el asombro, sin embargo, en trocarse en enfado y, una vez expulsados de la estancia a toda prisa y con palabras un tanto destempladas, Isabel y los criados, don Alonso, que ha soltado la frase tan de repente, tendrá que explicar con todo detalle y pedir excusas y volver a explicar y escuchar los reproches de un Gabriel Vázquez un tanto indignado por la falta de confianza de aquel a quien consideraba, son palabras textuales, su amigo de más confianza, hasta que poco a poco el enfado se atempere y la conversación discurra por cauces más amables.