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Don Alonso ha abandonado la iglesia dejando atrás a Isabel y ha penetrado en la sacristía, donde encuentra a dos personas. Una de ellas es un muchacho de unos diez o doce años, vestido con ropas humildes, aunque limpias y bien cortadas, que se dedica, con más buena voluntad que eficacia, a barrer por los rincones. La otra es un capellán, de nombre Lorenzo de Figaredo, que al conocer el encargo e identidad de don Alonso se pone a su servicio.

Lorenzo de Figaredo es un hombre de corta estatura y no mucha más inteligencia y además demasiado hablador para el gusto personal de don Alonso. Eso sí, tal facilidad de palabra ahorra la necesidad de hacer preguntas, lo que siempre es cómodo. Pronto advierte el de Oviedo, sin embargo, que tiene con Lorenzo de Figaredo un problema de entendimiento, ya que el capellán está convencido de que en la desaparición de doña Teresa no hay nada que investigar.

— ¿Qué pensáis encontrar, señor, si los milagros no dejan traza ni huella? Si Nuestro Señor Jesucristo decidió, por su divina gracia llevarse a doña Teresa consigo en alma y cuerpo, ¿pensáis que habría de dejar una nota para satisfacer humanas curiosidades?

Sonríe don Alonso ante semejante posibilidad y se da cuenta de que el muchacho que anda barriendo la sacristía también sonríe, bajando la cabeza para que no lo vean. Sospecha don Alonso que al muchacho lo que le hace gracia es el tono engolado del capellán que, ajeno a todo, sigue hablando.

— Doña Teresa era sin duda una santa y como tal estará en el lugar que le corresponde. No debemos nosotros, pobres humanos, dudar de los divinos designios.

Asegura don Alonso que él no duda de los divinos designios, sino de las humanas flaquezas y, antes de que el capellán vuelva a insistir en los propósitos divinos que parece que conoce tan bien, le pregunta por la Señora.

— ¿Vos la conocisteis?

— Desde luego —contesta Figaredo—. Doña Teresa me nombró en persona para ocupar la capellanía que ocupo. Y es que habéis de saber que el cabildo cuenta con un total de doce capellanes: yo soy uno de los dos sochantres. También hay capellán organista, capellán encargado del cuidado de todo lo necesario para los divinos oficios, maestro de capilla y capellán obrero para la obra y fábrica de la iglesia. E incluso dos visitadores de iglesias pobres. Y están, además, el sacristán, el campanero que tañe las campanas y mantiene todo limpio, el tesorero, el contador, el procurador de negocios de la iglesia, el escribano o notario, el secretario capitular, el pertiguero que guarda el coro y llama a los capellanes a cabildo, los diáconos y subdiáconos y hasta un perrero.

Escucha don Alonso con paciencia, asintiendo con amabilidad, y en cuanto el sochantre hace una pausa intenta encauzar la conversación para que no se le desvíe demasiado del asunto que le interesa.

— Así que doña Teresa era una mujer muy religiosa...

— Era una santa, ya os lo he dicho.

— Una santa ¿por qué? —pregunta con algo de brusquedad el de Oviedo— ¿Qué hacía para que vos y otros con los que he hablado la califiquéis así?

Figaredo abre los ojos con asombro, pues jamás se le hubiera ocurrido que alguien pudiera hacerle semejante pregunta. Don Alonso toma nota del asombro del capellán y también de la media sonrisa del muchacho de la escoba, que es evidente que encuentra más entretenida la conversación que su trabajo.

— Doña Teresa dedicó toda su vida y su fortuna a Dios —explica el sochantre—, hasta el punto de que el mismo Santo Padre la llamaba con admiración «La Loca del Sacramento». De hecho, en honor del Santísimo construyó esta iglesia y organizó nuestro cabildo. Una de las principales tareas que nos asignó fue la de visitar las iglesias del reino y llevar a las más pobres, en su nombre, sagrarios, manteles bordados y todo lo necesario para que el Santísimo esté atendido como debe. Fundó también monasterios como el de Santa María, que está a las afueras del pueblo, y organizó cofradías para veneración de Nuestro Señor. La nuestra es la Cofradía del Corpus Christi, que funciona igual que la que doña Teresa fundó en Roma y que se está extendiendo por todos los reinos e incluso por el Nuevo Mundo. Otra cofradía fundada por ella es la de la Preciosa Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, en Toledo, que tiene como misión ir cada noche por las calles pidiendo por las ánimas del purgatorio. ¿Os parecen pocos motivos para llamarla santa?

— No, supongo que no —contesta don Alonso y, antes de que el capellán pueda seguir hablando, se interesa por el asunto que le ha llevado allí—. Me han dicho que la Señora dejó al cabildo una copia de su testamento para quien quisiera consultarla.

— Así es —admite Figaredo algo desconcertado por el cambio brusco de tema.

— ¿Podría verla?

— Desde luego —contesta el capellán con disgusto, que no es agradable que a uno le corten la conversación de esta manera—. Tendréis que esperar un momento mientras voy a buscarla.

Don Alonso asegura que no le importa esperar lo que haga falta y el capellán sale de la sacristía.

— ¿Cómo te llamas, muchacho? —dice don Alonso acercándose al chico de la escoba.

— Hernando, señor.

— Nombre de conquistador.

El muchacho, todo ojos, deja vagar por su rostro una sonrisa simpática.

— Dime, Hernán, ¿por qué sonreías antes? ¿Qué es lo que te hacía gracia?

El muchacho se encoge de hombros y se inclina sobre su escoba. Es de suponer que teme una reprimenda, aunque don Alonso le ve la cara lo suficiente como para darse cuenta de que no es tan tímido como intenta parecer. Insiste, esta vez con voz más amigable.

— ¿Es que tú no crees que la Señora fuera una santa?

El muchacho alza la cabeza.

— Yo no sé nada de eso —contesta—. Ni sé nada de cofradías y fundaciones y esas cosas de las que os ha hablado el capellán.

— ¿Conociste a doña Teresa?

— Sí, señor —dice el muchacho—, la conocí.

— ¿Y cómo era? —pregunta don Alonso. Es la misma pregunta que un rato antes le ha hecho al capellán y, esta vez, la respuesta tarda más en llegar.

— No sé. Era buena.

El chico, pensativo, busca palabras para dar forma a sus recuerdos. Es difícil, porque por muy atrás que lleve su memoria la Señora siempre está ahí: vestida de negro, frágil y arrugada, y con unos ojos tan vivos como los de una muchacha.

Le parece estar viéndola, como la vio de chico todas las mañanas, cuando les llevaban, a él y a los otros niños de La Piedra, a desayunar al palacio después de haber oído la misa cantada. La Señora entraba en el comedor y se dejaba besar por todos, y fray Fernando de Contreras, su preceptor, les regañaba temeroso de que, con tanto mimo, acabaran por hacerle daño. Ella sonreía, repartía caricias y luego ponía orden. Bastaba una palabra suya para que todos se calmaran y empezara el desayuno. A todos les parecía que la leche estaba más buena, más cremosa y más blanca, si era ella quien la servía. Iba despacito, uno a uno, temblándole la jarra en las manos y sonriendo mientras les llenaba el vaso. Y es que la Señora sabía siempre quién merecía una reprimenda y quién un halago y el que lo recibía se sentía morir de vergüenza o transportado al séptimo cielo, según fuera su caso. Qué curioso. Ella lograba con su sola presencia que ser un niño de La Piedra, un expósito, un niño abandonado, no solo no fuera tan malo, sino incluso que pareciera un regalo de la fortuna: todos comían bien, todos tenían ropa y cama, todos estudiaban con fray Fernando letras, números y canto. Cuántos niños con padre y madre pasan mucha más necesidad. Y los que piensen que esos niños, a cambio, tienen el cariño de una familia es, por un lado, que no conocieron a la Señora, que ella daba cariño a manos llenas, y por otro, que no saben mucho de la vida de los pobres, que la miseria, cuando se pone, es capaz de tragárselo todo, incluido el amor de los padres. Y él sabe bien lo que dice cuando habla de miseria, que antes del colegio de La Piedra hubo otro lugar, otra vida, aunque no podría, ni queriendo, traducir ese recuerdo en palabras, ya que lo único que queda en su memoria es un algo gris y desolado, el retazo de un dolor agudo en el estómago, que ahora sabe que era hambre, y un frío eterno, pues tal vez nació ya tiritando. Y como ruido de fondo, surgiendo del dolor y la oscuridad, en lo más hondo, hay un lamento, un gemido quejumbroso que sería incapaz de decir si era suyo, de la triste mujer que ni siquiera recuerda, aun sabiendo que fue su madre, o de los niños esqueléticos y exánimes que murieron antes de que él tuviera suficiente edad como para comprender que eran sus hermanos. El destino, al pequeño Hernán, le reservaba otra suerte. Un buen día se encontró ante la Señora y ella, mirándole con sus ojos claros, le posó una mano temblorosa, arrugada y llena de ternura, sobre el pelo. A partir de ahí, toda su vida cambió, como cambió también la vida de muchos otros que la conocieron. Qué pena que fuera tan anciana... Cuando murió, todos se quedaron huérfanos de nuevo, con una orfandad tan grande que no ha habido forma de llenar el hueco. Desde entonces, está vacío el comedor del palacio, sin pan mojado en leche y en risas; está vacío el patio, sin las voces de los que iban en busca de esperanza; está vacío el asiento principal de la Colegiata y los niños del coro no tienen ya a quien cantarle.

— La querías mucho, ¿verdad? —dice don Alonso.

Hernán sonríe con tristeza, aún aferrado a su escoba.

— Sí, la quería.

Don Alonso, al oír la respuesta, se siente un poco mezquino. Hasta ese momento, la Señora solo ha sido en sus pensamientos, un misterio, un cadáver anónimo que hay que encontrar. Y ha tenido que llegar un muchacho, pertrechado con sus recuerdos y su escoba, para que él fuese capaz de ver en doña Teresa algo más.

No tiene don Alonso demasiado tiempo para reflexionar sobre esta idea, pues le interrumpe el capellán que vuelve con el testamento. Lorenzo de Figaredo sigue un poco seco porque aún le escuece que don Alonso no le dejara hablar todo lo que a él le hubiese apetecido. Le queda, no obstante, la suficiente amabilidad como para llevar al de Oviedo hasta la sala capitular y dejarle allí, bien instalado, con el testamento de doña Teresa delante.

A partir de ese momento, a don Alonso se le pasará el tiempo sin sentir. Si es como hasta ahora lo hemos imaginado tenemos suficientes pistas como para saber que se siente a gusto entre papeles y documentos, tal vez porque es un hombre introvertido, quizá porque su enfermedad le ha alejado desde siempre de ocupaciones más activas o, nada más, por inclinación natural. Durante casi tres horas, solo en la sala capitular, ya que Lorenzo de Figaredo ha tenido la delicadeza de marcharse, algo muy de agradecer porque con su carácter hablador hubiera sido imposible trabajar, don Alonso repasa la copia del testamento de doña Teresa.

Poco puede imaginar el pequeño Hernán, que se ha quedado barriendo en la sacristía, hasta qué punto sus palabras y sus recuerdos han hecho mella en don Alonso. El de Oviedo, a pesar de ser un hombre de letras y estar acostumbrado a los testamentos, sentirá, al leer el de doña Teresa, que se le encoge un poco el alma.

«Sepan cuantos esta carta de testamento vieren cómo yo, doña Teresa Enríquez, mujer que fui del comendador mayor de León, don Gutierre de Cárdenas, mi señor, que santa gloria haya, estando yo, la dicha doña Teresa, en mi seso y entendimiento y juicio natural, tal cual Dios nuestro Señor me lo quiso dar, de mi propia libre voluntad, otorgo y ordeno este mi testamento y postrimera voluntad...»

Qué tajante frase: ordeno este mi testamento y postrimera voluntad... Qué tajante, piensa don Alonso, y qué vana. Las últimas voluntades casi siempre lo son, porque si hay algo que en definitiva ya no es cuestión de voluntad del muerto es precisamente el cumplimiento de sus deseos una vez abandonada la vida, que eso dependerá del buen ánimo de los que quedan, parientes en el mejor de los casos, con otras vidas, otros deseos y, sobre todo, otras voluntades. Y de nada sirve dejarlo todo por escrito con tanta claridad como hizo doña Teresa:

«Primeramente: mando mi ánima a Dios nuestro Señor que la crió y redimió con la su preciosa sangre, y el cuerpo a la tierra donde fue formado. Y cuando Dios fuere servido que yo salga de esta vida presente, quiero que vaya vestido en hábito del señor san Francisco, y que mi cuerpo sea enterrado en el monasterio de Santa María de Jesús, extramuros de esta mi villa de Torrijos, en el enterramiento que allí tenemos el dicho comendador mayor, mi señor, e yo.»

En fin, piensa don Alonso, que hasta en lo más sencillo, hasta en aquello en que se supone que no hay interés de ningún tipo, como es el lugar donde ha de descansar su cuerpo, se ha traicionado la voluntad de la Señora. Y no solo porque el cuerpo no esté donde ella dejó dicho que se pusiera, sino porque, y eso no podrá llegar a saberlo nunca don Alonso, ni sus deseos más íntimos y más secretos serán respetados cinco siglos después de su muerte.

En cualquier caso, la lectura del testamento le permite a don Alonso no solo conciliar las dos imágenes que ese día le han dado de doña Teresa, la de la mujer religiosa hasta la obsesión de Lorenzo de Figaredo y la de la señora bondadosa y cercana del muchacho de la escoba, sino incluso descubrir a una nueva Teresa Enríquez, de voluntad firme e inteligencia clara, algo que quizá don Alonso no esperaba encontrar. O no esperaba encontrármelo yo. El apelativo de «la Loca del Sacramento» con que la historia la ha distinguido no deja mucho a la imaginación: de una loca, por muy de Dios que sea, no tiende uno a esperar gran inteligencia. Y a pesar de ello, como comprueba don Alonso y de su mano yo mismo, doña Teresa fue una mujer muy inteligente, con propósitos claros y bien definidos, que además supo llevar con gran eficacia a la práctica.

La mayor parte de su patrimonio pasaba entero, gracias a las leyes de mayorazgo de la época, a su primogénito, Diego de Cárdenas. Doña Teresa lo tuvo en usufructo durante casi treinta años y no solo lo conservó intacto, sino que supo gestionar con eficacia las rentas y hacer con ellas numerosas fundaciones. A través del testamento va averiguando don Alonso cuáles fueron estas fundaciones y de qué manera debían ser dotadas y cuidadas después de la muerte de doña Teresa.

Son, sobre todo, fundaciones franciscanas, como los monasterios de la Concepción y de Santa María de Jesús, en Torrijos, otro de la Concepción en Maqueda y otro más en Usagre, así como el de las Puras, en Almería. También fundó un monasterio de San Agustín en su taha de Marchena, en Huécija, y mandó construir, como ya sabemos, la Colegiata o iglesia del Santísimo Sacramento, en Torrijos. En ella estableció la cofradía del Corpus Christi que luego se extendió a otros lugares de España y, como ya ha contado Lorenzo de Figaredo, creó la cofradía del Santísimo Sacramento, en Roma, y la de la Preciosa Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, en Toledo. Terminó de dotar y construir el hospital de la Santísima Trinidad, obra que había empezado su esposo don Gutierre, y por su cuenta construyó el hospital de Nuestra Señora de la Consolación, cerca de San Gil. Por último, y una vez pagadas las misas de réquiem por su alma, la de su esposo y la de su hijo Alonso, muerto joven, así como por las ánimas del purgatorio y las almas de los Reyes Católicos a quienes durante tantos años sirvió, y saldadas todas sus deudas y mandas, dejó como universal heredero de todo aquello que poseyó, al margen del mayorazgo, al cabildo del Santísimo Sacramento, para que todo fuera convertido en objetos de veneración del Santísimo y en rentas que debían dedicarse a la redención de cautivos de los moros y a dotes y casamientos de doncellas huérfanas.

Cuando unas horas después, don Alonso levante los ojos de los papeles que tiene delante y estire los brazos y la espalda, pensará que ha sido una buena idea haber leído el testamento, pues aunque nada práctico haya descubierto, sigue sin saber dónde está el cuerpo de doña Teresa, ahora le parece tener una idea más clara de cómo fue la Señora de Torrijos.

A alguien le podrá parecer que para esto tampoco era necesario enviar a don Alonso a un tiempo tan lejano. Cualquiera puede conseguir una copia del testamento de doña Teresa y hasta otra copia de los estatutos que rigen la cofradía del Santísimo Sacramento, esa misma de la que está tan orgulloso Lorenzo de Figaredo, con su prolija dotación y su organización espléndida. Tal vez se pueda pensar que el error ha sido enviarle a ese tiempo preciso, demasiado alejado ya de la vida de doña Teresa, recordemos que lleva muerta más de seis años, y por tanto de las razones o motivos que la impulsaron.

La única explicación de por qué he escogido este momento concreto y no otro cualquiera es porque nunca se habla de él. ¿Qué pasó cuando la gente de Torrijos supo que su Señora había desaparecido del sepulcro en el que estaba enterrada? ¿Qué pensaron? ¿Qué sintieron? ¿Qué hicieron? ¿Hubo alguien más afectado que los demás? ¿Alguien a quien la noticia de esa desaparición que, no es necesario decirlo, tiene tintes sacrílegos, le llenara de angustia el alma?

Es cierto que está su familia: María, condesa de Miranda del Castañar por su matrimonio, y el duque don Diego, y sus nietos, el sacerdote Gaspar y Bernardino, marqués de Elche, y otros que no hemos nombrado. Pero por lo que sé, o mejor dicho, por lo que sabe don Alonso, todos ellos están lejos y siguen con sus vidas. Eso no quiere decir, ni mucho menos, Dios me libre de hacer, ni por boca de don Alonso, afirmaciones tan tajantes, que no estén preocupados. Es más, ya hemos dicho que lo están, cada uno a su estilo, el Duque ordenando que se encuentre el cuerpo, María postrada en la cama, y su esposo, el conde de Miranda, enviando por su cuenta a don Alonso. La sorpresa ha sido descubrir que además de la familia hay otras gentes, como el niño de la escoba, que sienten en el alma la desaparición de doña Teresa.

En cualquier caso, si de momento don Alonso no ha descubierto nada, tampoco es de extrañar. No hace aún ni veinticuatro horas que está en Torrijos. Démosle un voto de confianza y dejémosle que, en estos primeros momentos, tome contacto con la realidad torrijeña.

Ya conoce la iglesia del Santísimo Sacramento, hermosa de verdad. Después de la lectura del testamento y de las conversaciones con el charlatán Lorenzo de Figaredo y con el niño de la sacristía, decidirá don Alonso volver a casa de su amigo Gabriel Vázquez. Y si alguien piensa que no se ha matado trabajando en su primera mañana en la villa, recordémosle no tanto aquello de que los pulmones de don Alonso no están para muchas prisas, como el hecho indiscutible de que los ritmos, incluso diría el propio tiempo, no son los mismos ahora que en el siglo XVI. Hoy no solo no nos habríamos afanado de un lugar a otro, sino que toda la tecnología de nuestro mundo hiperconectado habría soltado chispas a nuestra instancia y sin duda, en escasos minutos, hubiéramos dispuesto de toda la información necesaria. Hasta podríamos haber visto, desde el salón de nuestra casa, la capilla que doña Teresa fundó en San Lorenzo in Dámaso, en Roma, y haber leído, algo impensable para don Alonso, aunque que sin duda le hubiera gustado, la inscripción que todavía hay en ella:

D.O.M.

Illvstris Genere sinceraq. fide ac ve

ra pietate illustrior Teresia Enriques.

catolicae Hispaniae clarum decus

evi paternum et jugale stemmate niti

tur et refulget. Hoc saccellum honori

sacristissimae Eucharistiae cuius ar

dore flagrat religiosum pectus or

navit, instruxit. Dotavit anno sal

vtis M.D.VIII 

(A Dios Optimo Máximo. Teresa Enríquez, ilustre por su sangre y más ilustre aún por su sincera fe y verdadera piedad, claro ornamento de la católica España, a quien dan nuevo esplendor los timbres de su padre y marido, en honor de la Santísima Eucaristía, cuyo celo abrasaba su religioso pecho, adornó y levantó y dedicó esta capilla en el año del Señor 1508).

Sin embargo, y a pesar del despliegue de medios, no estoy muy seguro de que hubiésemos averiguado, a lo largo de una mañana, mucho más que don Alonso. Creo que la Naturaleza se compensa a sí misma y para equilibrar la lentitud o la rapidez a la que nos obligan los medios de que disponemos, en cada ocasión, estira o acorta el tiempo.

Muchas palabras son para decir que don Alonso se lo toma con calma. Cuando sale de la iglesia apenas son las doce de la mañana y aunque es posible que tuviese la idea de seguir investigando, el calor, el sol omnipotente del mediodía, le disuaden.

En comparación con el frescor de la Colegiata es como si le asaltaran de golpe toda la luz, todos los sonidos, las voces, los olores, de un pueblo despierto y afanoso: arrieros que llevan en cada arruga impresa para siempre la oscura huella del sol, labriegos de voces broncas y entrecortadas que parecen tan secos como la misma tierra con la que bregan todos los días, garridas mozas de sayas arremangadas y vistosos refajos que ríen al son del agua que llevan en los cántaros, oscuras comadres, aplastadas por mil años de afanes, que murmuran a la sombra de portales entreabiertos, pilluelos descamisados que corretean sin cuidado entre humanos y bestias. Todo ello bajo el sol despiadado que hace brillar la piel y la humedece: sudor, calor, hombres y mujeres, animales: burros, asnos, caballos, gatos, perros, gallos y gallinas, que también charlan en ese su idioma bárbaro.

Y entre todos los olores, aquel extraño que ya notó don Alonso el día de su llegada:

— Eh, buen hombre, ¿qué olor es este que inunda el pueblo?

Le mira extrañado el labriego, levanta la cara y se afana en oler algo extraño, algo distinto al olor que lleva de siempre metido en las entrañas:

— Yo no huelo nada.

¿Nada? Nada que sea distinto: el estiércol, los corrales, el riachuelo inmundo que corre por el centro de la calle, el grano y la paja almacenados, los restos de antiguas matanzas, los pucheros hirviendo en los hogares de cada casa, el sudor honrado del que trabaja la tierra, el perfume que deja a su paso alguna moza que adorna su cabello con flores, los perrucos que corretean alrededor de la fuente, el pelo tupido y emplastado de las mulas, los bueyes, las ovejas y los asnos. Nada, nada extraño.

Siguiendo su fino olfato se dirige don Alonso hacia el oeste, por detrás de la Colegiata y otro severo edificio que adivina se trata del hospital de la Santísima Trinidad. Continúa su paseo por calles más tranquilas, alejadas del bullicio de la plaza de la iglesia, que parecen dormir inamovibles desde hace siglos. Lo mira pasar algún gato estirado en lo alto de una tapia, con los ojos guiñados en una mezcla de placer y desprecio que solo conocen los gatos, y desde alguna ventana, el rostro en penumbra de un anciano, demasiado cansado para salir de la plácida soledad de sus cuatro paredes encaladas.

Poco a poco, el olor se hace más intenso, hasta el punto de que don Alonso saca un pañuelo perfumado de ámbar y se lo lleva a la nariz.

El aspecto del pueblo ha cambiado. Se alzan ahora molinos de aceite donde antes había casas: sólidos y grandes, se mueven con lentitud, mientras los jornaleros, indiferentes, apenas levantan la vista un segundo para posarla sobre la figura del caballero. Detrás de los molinos, un enorme montón de desperdicios.

Aprende don Alonso, preguntando a alguien que pasa, que el montón de desperdicios es mazacote o barrilla, residuo que queda después de haber elaborado el jabón de aceite. Luego Gabriel Vázquez, ante las preguntas de don Alonso, le contará que aquella es una de las principales industrias del pueblo, tan rico en olivos que no en vano se llamó Torrijos de los Olivares, aunque hoy en día la villa ha perdido no solo su segundo apelativo, sino también los propios olivos y las industrias de aceites y jabones. Lo único que queda en la actualidad de todo esto es el recuerdo en el nombre de algunas calles, la de los Molinos, por supuesto, la de Jabonerías y la del Cerro Mazacotero, que da idea de hasta qué punto crecía el montón de mazacote que hemos puesto ante los ojos de don Alonso.

Paseando por aquella zona industrial del pueblo, piensa el de Oviedo que la villa es más grande y más próspera de lo que en principio había creído, engañado por el aspecto tranquilo y algo deshabitado del pueblo, por su traza de lugar dormido. Ahora se da cuenta de que hay un ritmo particular, impuesto por los fuertes veranos castellanos, que hace que las horas de más actividad sean las primeras del día, y eso, desde luego, no tiene nada que ver con la prosperidad.

En cualquier caso, el calor aprieta. Siente don Alonso que la ropa se le pega al cuerpo, que sus pulmones se resienten del largo paseo y que el intenso olor del mazacote le ahoga, y da media vuelta, alejándose de los molinos, dispuesto a regresar a casa de Gabriel Vázquez y descansar.

Pero una cosa es pensarlo y otra muy distinta llevar nuestro pensamiento a cabo. A don Alonso, la vuelta a casa se le complica, primero, porque el laberinto de callejas le despista y no encuentra el camino, y segundo, porque el intenso olor del mazacote, la sequedad del ambiente y el calor, ya lo hemos dicho, le roban el aliento.

Siente don Alonso que las piernas le flaquean e incluso se le nubla la vista durante unos segundos. Vacilante, se apoya contra una tapia buscando la sombra invitadora.

A su alrededor, ni un alma. La algarabía y el ruido de la mañana han desaparecido. El que más y el que menos se ha refugiado en su casa huyendo de los casi 40º que el mediodía castellano regala en verano a sus naturales y, por desgracia, también a los visitantes que, como don Alonso, están muy poco acostumbrados a soportar semejantes temperaturas. Y es que cualquiera que haya estado por estos lugares en agosto, tanto ahora como en el siglo XVI, sabe que lo único que se puede hacer a estas horas es beber mucha agua, cuanto más fresca mejor, y dormir la siesta.

El problema es que don Alonso no sabe por dónde cae la umbría frescura de la casa de Gabriel Vázquez. Allá donde mira, solo alcanza a ver pequeñas calles que acaban desembocando en alguna parcela de tierra llana y agostada. Busca don Alonso, en lo alto, la aguda torre de la Colegiata para guiarse y le ciega la despiadada luminosidad del sol. Mareado, sudando, sin aliento, don Alonso vuelve a reclinarse contra la pared y, en un momento de extrema debilidad, cierra compungido los ojos.

— ¿Os encontráis bien, señor?

Mira ante sí don Alonso y se encuentra al muchacho de la escoba, el mismo que por la mañana le descubrió una doña Teresa más humana que la que tenía en el pensamiento.

— Hernán… ¿verdad? —pregunta el de Oviedo con voz entrecortada.

— Sí, señor… ¿Puedo ayudaros en algo?

El de Oviedo sonríe sin ganas. Es obvio que necesita ayuda.

— ¿Sabes donde vive el alcalde Gabriel Vázquez? Creo que me he perdido…

— Yo os llevaré, señor —dice el chico. Señala ante él para mostrar el camino, pero don Alonso, al separarse de la pared que lo sostiene, se tambalea sin remedio—. Apoyaos en mí —ofrece diligente el muchacho—. No tengáis miedo, señor, puedo sosteneos, soy fuerte.

Agradece don Alonso, con una leve sonrisa, la ayuda del muchacho y así, apoyado en su hombro, con lentitud, recorre junto al niño las escasas calles que los separan del centro del pueblo.

— ¿Ya acabaste tus tareas en la iglesia? —se interesa don Alonso.

Asiente el muchacho. Lo hace sin levantar los ojos, como hurtando una respuesta que el de Oviedo deduce que no es del todo cierta. Poco sabe don Alonso de las obligaciones de un chico de La Piedra, de un expósito, si bien no hace falta ser un lince para entender que una vida muy agradable no debe ser.

— ¿Vives por aquí? —vuelve a preguntar don Alonso.

— No, señor. Vivo en el colegio.

Esta vez sí levanta la vista el pequeño Hernán. La mirada de sus ojos almendrados se pierde a lo lejos, más allá de los campos, el mazacote y los molinos que, a pesar de los pasos lentos del de Oviedo, van quedando a sus espaldas. Le parece ver a don Alonso, en aquella mirada, un anhelo de libertad, un desasosiego que endurece la mueca traviesa que tiene el niño en el rostro.

— Te has escapado —concluye el de Oviedo. Y antes de que el muchacho hable, preocupado y dispuesto a disculparse, don Alonso lo tranquiliza—. No te preocupes, no diré nada.

Continúan andando por las calles desiertas de un Torrijos que duerme la siesta y el silencio parece hermanarlos. Los ojos de Hernán vagan de aquí para allá, hambrientos de espacio, de aire, de unos horizontes más anchos que los propios de un niño de La Piedra, huérfano y solitario. Qué podría contarle a don Alonso si fuera capaz de poner sus sentimientos en palabras. Que está cansado de la monotonía de una vida reglamentada, que no siente en su interior la llamada de Dios y se aburre como mozo del coro, que sueña con aventuras, que anhela echar a andar y no parar ya nunca, alejándose de la iglesia, del preceptor, de sus compañeros tan tristes y sin futuro como él, de los cánticos, las gramáticas y las liturgias.

— ¿Y para hacer qué?

Y Hernán ya no sabe si la pregunta la hace aquel señor al que acompaña o es el eco de su propio desasosiego que no encuentra camino ni salida. ¿Hacer qué?

— No sé… vivir, vivir la vida.

Sonríe don Alonso. Si tuviera más aliento, más tiempo o más ganas, tal vez pudiera explicarle al muchacho del coro lo que es la vida.

— Perdonadme, señor, vos no lo sabéis —se rebela Hernán—. Vos sois un hombre de letras, un estudioso.

— ¿Y qué? ¿Crees que los hombres de letras no vivimos?

No, no como él quisiera, no como sueña. Él, de buena gana, se iría al Nuevo Mundo donde todo está por hacer. Él se iría a descubrir nuevas tierras, a ver horizontes nuevos, a ganarse un Dorado que el destino le debe. Y cuando fuera un gran hombre, cuando su nombre se repitiera de un confín a otro con admiración y deferencia, volvería a este Torrijos que le aplasta a vengarse de las horas muertas.

— ¿Vengarte? —se sorprende don Alonso— ¿Vengarte de qué?

Y ahora el espíritu travieso de Hernán, ese que desde el primer momento ha adivinado don Alonso en el gesto de su boca, se despierta y el muchacho deja escapar una risa que suena a cascabeles, una risa triunfadora, sin rencores, una risa abierta.

— Pero, señor… ¿vos no quisisteis nunca vengaros de vuestros maestros?

Reconoce don Alonso, apesadumbrado, que no y Hernán ríe de nuevo.

— ¿Lo veis, señor, como no sabéis nada de la vida?

Y ante esta salida, si don Alonso hubiese tenido aliento, hubiera reído también.