12

Está resultando un día denso para don Alonso. Después de su paseo por el mercado y su accidentado desayuno, con las diversas conversaciones con la criada, el chico de la escoba y Gabriel Vázquez, ahora se dirige, de forma apresurada, al monasterio de Santa María.

Lleva don Alonso en los ojos, mientras camina, una mirada de determinación. Ha urdido sus planes sobre la marcha, es cierto, pero con cuidado, y aun así podríamos decir que el de Oviedo es consciente de estar actuando, no ya de forma apresurada, sino incluso de forma irresponsable, pues lo que ha planeado es, ya lo hemos dicho, ni más ni menos que el asalto a las oficinas y archivos del convento.

Cuando llega al monasterio, después de tanto ajetreo, son ya las doce de la mañana y, tal vez porque es día de mercado y ha venido mucha gente de fuera, la iglesia está llena a rebosar. Hay, desde luego, fieles normales y corrientes, aunque la mayor parte de los que allí se reúnen son exaltados que buscan no tanto acercarse a Dios, como encontrar una respuesta mágica y sobre todo rápida a sus problemas e inquietudes.

La historia de doña Teresa, con todos los adornos que las mentes ignorantes suelen poner a los misterios, se ha ido extendiendo como se propaga el fuego sobre la paja seca y a rezar al sepulcro donde todos creen que ha ocurrido un milagro llegan ya, no solo los vecinos de Torrijos, sino también los de los pueblos cercanos, gentes que jamás oyeron hablar de doña Teresa mientras estuvo viva y que ahora pregonan a los cuatro vientos que era una santa, con la secreta esperanza de ser los elegidos para que la Señora lo demuestre.

Quizá este sea el motivo de que se reúnan allí, hoy que es día de mercado más que cualquier otro día, gran cantidad de enfermos y lisiados. Hay también pobres y mendigos que se creen con derecho a ser los primeros en la iglesia, pues saben que doña Teresa tenía debilidad por ellos, no en vano les dedicó su vida y su hacienda. Y por supuesto, hay también gentes sanas y no tan pobres, pero con una fe tan ciega en la santidad de doña Teresa como si lo fueran y que no dudan ni por un momento de los beneficios que obtendrán si los piden con el suficiente empeño.

Son, sobre todo, mujeres de condición humilde y hombres de una cierta edad, que se arrodillan y rezan y elevan los ojos al cielo como si esperasen ver de un momento a otro a doña Teresa intercediendo por ellos ante el Padre Celestial.

Por su parte, los monjes, indiferentes, como fantasmas o espíritus lejanos, la capucha sobre la cabeza, las manos ocultas en las mangas del hábito, imponen sus cánticos sobre esos mil ruidos que hace la multitud aun cuando quiere estar callada: murmullos, toses, rezos más o menos susurrados, arrastrar de pies y golpes de pecho y, sobre todo, de vez en cuando, algún lamento más alto que los otros, como para dejarle bien claro a la Señora que el que más se lamenta es el más necesitado.

Don Alonso se asoma a la iglesia y comprueba que aún no ha comenzado el Santo Oficio. Tal vez por eso, sale al claustro, hermoso y apacible, y pasea por él perdido en sus pensamientos.

Los momentos de espera siempre resultan duros porque es fácil que las dudas hagan acto de presencia. Y don Alonso, en realidad, ni siquiera está demasiado seguro de nada. Incluso me atrevería a apuntar que si se está agarrando a la idea de que los frailes tienen la clave del misterio, es más por intuición que por un pensamiento razonablemente meditado. En cualquier caso, sentado en un pequeño banco de piedra, en la parte descubierta del claustro, disfruta de un silencio, umbrío y fresco, que le sosiega. Contempla, ante él, la hermosa tracería de los arcos, los pasillos silenciosos, las paredes mudas, las entrecerradas ventanas… Allí, tras los muros, se encuentra, según piensa, el secreto que anda buscando, tan cerca o tan lejos como queramos imaginarlo.

En lo alto, el pasillo superior del claustro se oscurece con la silueta de un monje. Levanta don Alonso la cabeza al sentirse observado y su mirada se cruza con la de un fraile que, desde arriba, en la sombra, lo mira con fijeza. Es el prior, fray Bernardo, estrecho como una columna, silencioso, oscuro, de ojos redondos y asombrados.

Don Alonso le sostiene la mirada. Los dos se contemplan como valorando la fuerza del adversario. El monje, finalmente, baja la cabeza en un reconocimiento silencioso, en un mudo saludo. Después, con las manos metidas en las mangas del hábito, continúa andando por el pasillo y desaparece tras una puerta que don Alonso, desde donde se halla, apenas ve.

Suspira don Alonso y, decidido, se levanta y vuelve a entrar en la iglesia por la puerta lateral. Desde allí observa que la misa está a punto de comenzar. Busca entre la multitud hasta que distingue el cuerpo flaco y el pelo revuelto de Hernán, que espera en una de las naves laterales. El de Oviedo le hace una señal y el chico de la escoba asiente. Luego don Alonso abandona la iglesia y se dirige, con paso rápido, al edificio de los monjes.

El portero, como otras veces, ante el requerimiento del visitante, se resiste, pone mil pegas y acaba por conducirle, de mala gana, hasta el despacho del prior. No tarda en llegar fray Bernardo, delgadísimo, la cara seria y un destello de impaciencia en sus ojos sin pestañas.

— Parece que venir a horas intempestivas se está convirtiendo en una costumbre, hermano —dice con voz seca.

— Debéis perdonadme, fray Bernardo, tengo necesidad de hablaros.

El monje abre la puerta del despacho y, con un ademán, invita a pasar a don Alonso.

— Vos diréis...

La impaciencia de fray Bernardo es evidente. Don Alonso no se da por enterado y, con calma, se adentra en el despacho y toma asiento ante la mesa del prior. Aunque mantiene una actitud tranquila, por dentro no lo está tanto.

— Veréis, fray Bernardo —empieza algo vacilante—, ayer, después de la muerte del Cortés, estuve pensando... —se detiene y fray Bernardo, impaciente, le anima.

— ¿Sí?

— Ya sabéis que antes de que trajerais al Cortés aquí, el alcalde y yo estuvimos hablando con él.

Fray Bernardo asiente con una inclinación de cabeza educada e indiferente que no alcanza a ocultar su actitud vigilante. Don Alonso se da cuenta pero no puede hacer nada al respecto. Solo seguir hablando, seguir contándole al prior la conversación que tuvo con el Cortés, atento a las reacciones que provocan sus palabras.

— En resumen —concluye su relato don Alonso—, que el Cortés fue testigo de lo que ocurrió.

El prior, frío, contenido, más acuático que nunca, deja vagar una sonrisa por su rostro.

— El pobre Cortés deliraba cuando hablasteis con él. Eso sin contar que siempre estuvo un poco loco.

— Vio como sacaban el cuerpo de la Señora del sepulcro.

— Vio espíritus y fantasmas, vos mismo me lo habéis contado. ¿No basta eso para demostraros que deliraba? —insiste, sin alterarse, el prior.

Se da cuenta don Alonso que la conversación no da mucho más de sí. Fray Bernardo mantiene la calma, la contención, cubierto con su capa de reserva, y Don Alonso no encuentra mucho más que decir.

Por la puerta abierta de la estancia, que da al claustro lateral de la iglesia, llegan los cánticos de los monjes indicando que la misa ya ha empezado.

— Don Alonso, me encantaría seguir hablando con vos —sonríe con suavidad el prior—, pero está empezando el Santo Oficio…

— Claro, disculpadme —dice el de Oviedo—. Os estoy entreteniendo.

— No os preocupéis —asiente el monje más relajado.

Se levanta don Alonso dispuesto a marcharse cuando, de pronto, de forma casual, ya saliendo al claustro, se vuelve hacia fray Bernardo.

— ¿Os sentís obligado por secreto de confesión? —pregunta a bocajarro.

El prior, cogido de improviso, no disimula esta vez. Todo él, desde la calva brillante de su cabeza a sus descalzos pies, se pone en tensión.

— ¿Secreto de confesión? ¿A qué os referís? ¿Qué secreto de confesión? —dice nervioso.

— Me refiero al Cortes. ¿Os dijo algo que no me podéis contar obligado por el secreto de confesión?

Se disuelve la tensión de fray Bernardo que responde con una sonrisa tenue:

— Realmente, don Alonso, si así fuera: ¿qué ganáis con preguntarlo?

La respuesta no puede ser más ambigua. Es consciente el de Oviedo que con su pregunta ha dado en la diana, a pesar de que, luego, por algún motivo que se le escapa, el prior ha respirado aliviado. Antes de que pueda seguir indagando, a sus oídos, lo mismo que a los del prior, llegan ruidos extraños. Los cánticos que provenían de la iglesia han cesado y en su lugar se alzan voces muy poco armoniosas y gritos destemplados.

— ¿Qué ocurre? —pregunta don Alonso.

El prior, extrañado, se asoma al claustro que, en ese momento, cruza un monje corriendo con evidente nerviosismo.

— Pero, ¿qué...? —fray Bernardo, sin disimular su asombro, se adelanta hacia la escalera. A los pocos segundos, por el pasillo superior, llega sin aliento el monje que corría desde la iglesia— ¿Qué pasa, hermano? —pregunta el prior— ¿qué está ocurriendo?

— Ay, fray Bernardo —jadea el monje—, sin duda la gente se ha vuelto loca. Se han vuelto locos todos.

— ¿Que se han vuelto locos? ¿Quiénes?

— Todos, todos los que están en la iglesia. Han empezado a gritar el nombre de doña Teresa y a abalanzarse sobre su sepulcro, empujándose unos a otros. Han perdido la cabeza, fray Bernardo. Han interrumpido el Santo Oficio y gritan y lloran. Hay un tumulto tremendo. No sabemos qué hacer.

Fray Bernardo se santigua con mano nerviosa y ojos preocupados.

— Dios nos asista —exclama con voz compungida, y volviéndose a don Alonso le dice—. Tendréis que perdonadme. Debo ir a ver qué está pasando.

Asiente comprensivo don Alonso y se queda observando cómo el fraile y el prior se alejan por el pasillo. Hasta sus oídos llegan las palabras que va murmurando el prior.

— Qué Dios me perdone. Ya sabía yo que algo así acabaría pasando.

Don Alonso se queda solo en el pasillo superior del claustro. Asomado a la barandilla, puede ver cómo fray Bernardo y su acompañante entran en la iglesia por la puerta lateral y sonríe pensando que su plan ha tenido éxito. De alguna manera, el pequeño Hernán ha conseguido romper la armonía silenciosa del templo: en sentido figurado, el prior ha vuelto la vista hacia el muchacho que llora, dándole a él la posibilidad de aprovechar el momento y coger sus pasteles.

El corredor está desierto y don Alonso tiene el camino libre hasta el despacho del prior. Silencioso, llega hasta la puerta del despacho y pone la mano en el picaporte. Aún duda un segundo antes de penetrar en la estancia. Podríamos pensar que se está asegurando de que nadie le ve, pero es de justicia señalar que se trata más bien de una última indecisión, pues don Alonso no está acostumbrado a este tipo de conductas más propias de un ladrón que de un hombre de bien.

Cuando al fin penetra en el despacho, la respiración del de Oviedo, más por los nervios que por el asma, es rápida y agitada. A su alrededor, los legajos, escritos y documentos que, está convencido, desvelarán el misterio.

Se acerca a los anaqueles. Con manos que tiemblan un poco, va levantando las carpetas. Desecha con rapidez aquellas que obviamente no tienen nada que ver con lo que a él le interesa, hasta que encuentra las que ostentan los nombres de doña Teresa Enríquez o de los Señores de Cárdenas. Con el corazón palpitándole en el pecho, que don Alonso no siente la conciencia nada tranquila con lo que está haciendo, comienza el de Oviedo a pasar la vista por hojas y documentos.

El primero de los legajos que pasa por sus manos contiene todos los escritos fundacionales del convento, entre ellos varias bulas papales, una de Inocencio VIII y las demás de Alejandro VI, autorizando la fundación con destino a los franciscanos observantes, o prohibiendo que los ornamentos, vasos sagrados, libros y demás enseres que los Cárdenas donaran pudieran los monjes dedicarlos a otros usos o lugares sagrados.

En otra carpeta encuentra documentos relacionados con el entierro de don Gutierre. Está, por supuesto, la copia del testamento del de Cárdenas, varios codicilos, así como numerosas cartas del propio don Gutierre al prior del convento, todas ellas, por lo que ve don Alonso, relacionadas con la construcción del sepulcro que debía contener sus restos.

De Diego de Cárdenas puede leer, aunque por encima, escritos muy interesantes. Para empezar una bula del papa Clemente VII, dirigida al Duque y a su hijo Bernardino, absolviéndoles de las penas y vínculos en los que hubiesen incurrido por no haber cumplido determinadas cláusulas del testamento de doña Teresa relacionadas con el monasterio, siempre y cuando lo hicieran a partir de la fecha de la bula, añadiendo, además, los intereses correspondientes. Esto le hace pensar a don Alonso, como ya sospechaba, que las relaciones del Duque con el convento no son tan buenas como sería de esperar. También se encuentran en la carpeta las órdenes del Duque en relación con el enterramiento de su madre y, ya con fecha muy reciente, cartas inquiriendo al prior sobre los rumores de desaparición del cuerpo de doña Teresa.

Es indudable que don Alonso no puede darse el lujo de leer con calma todo aquello y se limita a pasar la vista de carta en carta. De vez en cuando, levanta la cabeza y presta atención a los ruidos que le llegan desde el exterior. Las voces se han ido apagando y eso le hace pensar que no tiene demasiado tiempo que perder, pues el prior puede aparecer en cualquier momento.

Con manos nerviosas sigue buscando hasta dar con las carpeta encabezadas con el nombre de Teresa Enríquez y que resultan ser, con mucho, las más voluminosas. Varias de ellas están llenas a rebosar de cartas de la Señora, todas con una letra pequeña y apretada, difícil de leer, pero que aluden solo a asuntos privados o cotidianos: encargo de misas, concesión de donativos y limosnas, petición de informes sobre determinadas gentes o, por el contrario, recomendaciones a los monjes para que acojan en el convento a tal o cuál persona. Otro legajo contiene escrituras sobre censos y tributos donados por la Señora, y otros asuntos legales que no se para don Alonso a leer, dando por hecho que no tienen nada que ver con lo que a él le interesa. 

El tiempo se acaba, como comprueba don Alonso en una de las ojeadas nerviosas que no ha dejado de echar por la puerta entreabierta, pues puede ver que de la iglesia ya han salido varios monjes, entre ellos fray Bernardo. Por mucho que se entretengan en hablar entre ellos, arremolinados en el claustro, no duda don Alonso de que no cuenta ya más que con un par de minutos. Nervioso, ordena de nuevo los legajos en los anaqueles intentando dejarlos tal y como estaban. La última carpeta que coloca lleva el título de «Testamento de Doña Teresa Enríquez». Por aprovechar los segundos que le quedan, y ya sin ninguna esperanza, abre la carpeta don Alonso. En efecto, en ella se encuentra una copia del testamento de doña Teresa igual a la que leyó, al día siguiente de su llegada al pueblo, en la sala capitular de la iglesia del Santísimo Sacramento.

Los pasos que resuenan por el pasillo anuncian bien a las claras que el prior se acerca ya y don Alonso, apresurado, vuelve a cerrar el testamento para dejarlo en su sitio. De pronto, lentamente, como la hoja de un árbol mecida por el viento, se desprende del interior una pequeña nota. La caza al vuelo Don Alonso, observando que está escrita con la letra minuciosa y apretada de doña Teresa y, tras leerla, sus ojos se abren de asombro. De este modo se lo encuentra el prior cuando entra en el despacho.

— ¿Qué estáis haciendo? —pregunta indignado— ¿Cómo os habéis atrevido?

El de Oviedo levanta la vista de la nota que aún tiene en la mano y mira con sorpresa a fray Bernardo.

— Así que… ¿esto era? —dice con suavidad.

No responde el prior y tampoco don Alonso. Se diría que, después de tanto tiempo, ninguno de los dos sabe demasiado bien cómo reaccionar ante el final del misterio.