6
Me atrevo a asegurar que esta segunda noche en Torrijos tampoco ha dormido mucho nuestro protagonista, dando vueltas en su cabeza a todo lo visto y oído el día anterior. Sobre todo, no se ha quitado del pensamiento a don Beltrán, tan fiero y con un aspecto tan determinado, aunque don Alonso no puede ni imaginar el porqué de tanta determinación en un asunto que, al fin y al cabo, ni siquiera le afecta directamente.
También le obsesionan los monjes, tan serios y graves, las manos ocultas en las mangas del hábito, rondando como sombras por la iglesia. Ninguno de ellos, por lo que ha podido averiguar don Alonso, sabe nada del asunto de doña Teresa. Gabriel Vázquez tampoco consiguió sacar nada en claro de ellos, cuando, a poco de descubrirse la desaparición del cuerpo de la Señora, sometió a cada uno de los frailes a un larguísimo interrogatorio, intentando descubrir si alguno de ellos vio, oyó o notó algo, en algún momento, que fuera extraño.
— Y es que cuando me encargaron la investigación —le ha confesado el alcalde a don Alonso—, pensé que era más práctico buscar la ocasión o la oportunidad que el motivo.
— ¿A qué os referís?
— Bien, alguien se llevó el ataúd con el cuerpo de la Señora de su sepulcro del monasterio —explica Gabriel Vázquez—. Y eso no tuvo que ser tarea fácil. Pensadlo un momento: alguien, no sabemos quién, entra un buen día en la iglesia. Lleva preparadas las herramientas necesarias para poder levantar la tapa del sepulcro, no sé, cinceles, martillos, esas cosas, y con toda tranquilidad se pone a abrir una tumba sellada desde hace años. Saca el ataúd y se lo lleva. Es de suponer que fuera de la iglesia tendría preparado un carro y un caballo, no se iba a llevar el ataúd a cuestas. Y a todo esto, nadie ve ni oye nada, ¿no os parece extraño?
— ¿Qué dicen los monjes? ¿No han podido dar alguna pista?
— Al contrario. Los interrogué hasta la saciedad y me pusieron la situación aún peor de lo que yo creía. Me explicaron que la iglesia permanece cerrada la mayor parte del tiempo. Por si fuera poco, ellos se reúnen allí a cada momento. Hacen todas las horas canónicas: maitines, entre las dos y las tres de la noche; laudes, sobre las cinco de la madrugada; prima, a las siete; tercia, a las nueve; sexta, poco antes de la comida del mediodía; nona, entre las dos y las tres de la tarde; vísperas, a las cinco, poco antes de ponerse el sol, y completas, antes de acostarse. En resumen, no hay un espacio de más de tres horas en que no estén todos allí rezando. En estas condiciones, no logro explicarme como pudo cometerse el robo.
Y Gabriel Vázquez sonríe con tristeza al decirlo, pues es evidente que con esta frase está admitiendo su fracaso. Lo que sí demuestra la conversación es hasta qué punto se esfuerza Gabriel Vázquez en ayudar a don Alonso, contándole sin reserva alguna todo lo que sabe y lo que no sabe y, la verdad, podríamos preguntarnos por qué se esfuerza tanto cuando lo cierto, como ya hemos comentado, es que maldita la gracia que le hizo enterarse de a qué venía su amigo al pueblo. La explicación a tanta ayuda es sencilla: al pobre Gabriel Vázquez le atormenta la idea de que don Alonso acabe descubriendo lo que él no ha sido capaz de descubrir y como eso, por humano y comprensible que sea, le hace sentirse culpable, intenta como puede compensarlo.
En fin, que por una causa o por otra, como vemos, aquí no duerme tranquilo nadie, ni Gabriel Vázquez con sus problemas de conciencia, ni don Alonso dándole vueltas a la cabeza, aunque el de Oviedo lo mira todo desde la fría altivez de su pensamiento, como si no tuviera ni idea de que muchas veces las razones surgen de lo más profundo del corazón. Hoy va a saber un poco de sentimientos, de hombres y mujeres, que no todo va a ser tan fácil, ir de aquí para allá, preguntando esto y lo otro, para quedar después como un rey al dar con la solución del misterio. ¿No se ha pasado la noche en vela preguntándose por las razones de los monjes y de don Beltrán Gómez de Toro? Pues démosle algunas razones, a ver si es capaz de entenderlas.
Así que ahí está don Alonso. Ha llegado bien de mañana a la casa de don Beltrán, respondiendo a la invitación que este le hizo el día anterior, cuando se encontraron bajo los arcos del claustro de Santa María. Mientras espera a que le reciban, se pregunta a sí mismo por qué está tan interesado el anciano en el asunto de doña Teresa. Y tiene razón al preguntarse, reconozcámoslo, que por muy amigo que fuera de la familia Cárdenas han pasado treinta años desde que murió don Gutierre y más de seis desde la muerte de su esposa. Son muchos años para mantener vivos unos sentimientos que, como por otro lado hace con todo, la muerte desbarata. Es demasiada vehemencia en un hombre que no tiene ningún lazo de familia o parentesco con los implicados en el misterio. ¿Por qué tanto interés?
A esta pregunta no puede responder don Alonso y se dice a sí mismo que la única respuesta con sentido será la que pueda dar el propio don Beltrán. Lo malo es que el anciano, como pudo comprobar el día anterior, no parece muy tratable. Según Gabriel Vázquez, el de Toro es un hombre que cada vez que aparece por el pueblo trae consigo problemas y eso ocurre desde siempre. Y pone de ejemplo un episodio que aún tiene fresco en la memoria, a pesar de que ocurrió hace mil años, cuando el alcalde era todavía un niño.
Beltrán Gómez de Toro apareció por la villa como otras veces, de pronto, sin dar aviso ni a los propios criados de su casa. Hacía solo unos meses que había muerto Gutierre de Cárdenas y el pueblo entero se encontraba como huérfano, intentando asimilar que el hombre que había sido su señor durante tantos años, aquel que les había llevado la prosperidad y la riqueza y convertido Torrijos en capital del rico estado de Maqueda, había desaparecido.
La muerte del señor, no obstante, les había producido una sensación extraña. Sabían que había muerto, se pusieron muchos de ellos de luto, vieron el ajetreo en el monasterio de Santa María, que todavía se estaba construyendo, para acoger sus restos mortales, pero la vida seguía igual que siempre. Gutierre de Cárdenas, debido a sus importantes cargos en la Corte, nunca había pasado demasiado tiempo en el pueblo, por lo que su muerte tenía un regusto de irrealidad. Si no pensaban demasiado en ello cualquiera hubiera dicho que el señor seguía vivo, ocupado en grandes empresas en algún lugar lejano del reino, aunque velando, como había hecho siempre, por el pequeño pueblo de Torrijos.
La única señal que mostraba bien a las claras que algo había cambiado era la luz que salía del palacio de los Cárdenas: doña Teresa había abandonado la Corte y enfundada en un traje de paño negro, ocultos sus cabellos con tocas de viuda, había venido a residir en una casa que antes pasaba la mayor parte del año vacía.
Pronto se acostumbraron todos a ello: a ver a la Señora oyendo misa desde su tribuna, en el testero de la iglesia, frente al altar mayor; a la larga cola de pobres que buscaban caridad frente a la puerta de su casa mientras ella misma, al frente de sus sirvientes, repartía pan y limosnas; a las idas y venidas de sus gentes y criados, atareados siempre en cuestiones importantes. Y poco a poco se dieron cuenta de que doña Teresa era el eje alrededor del cual giraba la villa y de que eso les gustaba, hasta el punto de hacerles olvidar al propio don Gutierre.
Y entonces llegó Beltrán Gómez de Toro. Le vieron pasar los vecinos del pueblo con algo de temor, no en vano ya le conocían, el rostro surcado de arrugas y cicatrices, a pesar de que aún era un hombre joven, el ceño fruncido sobre unos ojos de color claro y mirada oscura y el silencio en el alma, un silencio profundo, mucho más profundo que la mera ausencia de palabras, que lo rodeaba como un halo.
Durante una semana, don Beltrán paseó su figura temida por el pueblo hasta que un día, la Señora por fin le concedía audiencia, le vieron entrar en el palacio de doña Teresa. Nadie sabe lo que pasó, pero cuando don Beltrán salió del palacio se le habían desatado todos los demonios que llevaba en el alma.
Dicen unos que fue a la taberna, que bebió y que estaba borracho, otros dicen que lo ofendieron con algún insulto infamante y hasta hubo alguno que apuntó que estaba poseído por un diablo maligno. Y cualquiera lo hubiera creído así al verlo: el sombrero perdido, la ropa desaliñada, la espada empuñada en alto y los ojos, aquellos ojos temibles, empañados por algo que nadie sabía si era rabia o locura. Quizá si se hubieran fijado se habrían dado cuenta de que era pena, una tristeza intolerable y profunda, de esas tan hondas que acaban pareciendo locura.
Hirió a dos hombres, puso el pánico en las calles destrozando todo aquello que encontraba a su paso, y los infelices que fueron a reducirlo tuvieron que luchar como leones, diez contra uno y aun así tres de ellos casi pasan a mejor vida en el intento, hasta conseguir sujetarlo. Sin saber qué hacer con el caballero, muerto como estaba don Gutierre, los alcaldes del momento, uno de ellos el propio padre de Gabriel Vázquez que por eso recuerda tantos detalles, recurrieron a la viuda, a doña Teresa.
Dicen que la Señora escuchó en silencio lo que los alcaldes le contaban, dicen que no hizo ni comentario ni pregunta alguna, dicen que luego, brevemente, ordenó que se dejase libre al hombre sin tomar contra él ninguna represalia.
Así se hizo y, pocos días después, don Beltrán salió del pueblo como había llegado: altivo, silencioso, oscuro, mirando a todos a la cara como en un reto y, aunque él era el que debiera haber sentido vergüenza, eran siempre los demás los que acababan bajando la mirada. Se rumoreó que después de aquello don Beltrán había embarcado rumbo a las Indias y algún chistoso llegó a decir, Dios guarde a los pobres indianos, pues tras la llegada del caballero, el Nuevo Mundo dejará de estar tan nuevo.
Sospecho que la historia es un poco exagerada, no por afán consciente de mentira de Gabriel Vázquez, sino por los adornos y distorsiones que el tiempo añade a los recuerdos. En cualquier caso, tampoco cuesta demasiado creerlo porque el anciano, ya lo vimos en la escena de ayer, en el claustro de Santa María, sigue teniendo en los ojos algo fiero, algo temible, algún oscuro secreto que sin duda le atormenta y que es el que ahora vamos a poner ante don Alonso.
El de Oviedo está dando vueltas a sus pensamientos cuando regresa el criado que ha ido a anunciarle y le pide que le siga. Así lo hace, observando a su paso las estancias de la casa, amplias, limpias, pero apenas habitadas. Es una casa que casi no debiera recibir el nombre de casa, no porque falten en ella las paredes, los techos, las puertas y ventanas, los muebles o cualquier otro enser de los que hacen a las casas, casas, sino porque toda ella tiene aire de provisionalidad, de lugar no vivido ni querido. De nuevo se me puede acusar, lo sé, de perder el tiempo en asuntos sin importancia. En mi descargo diré que en esto tengo la idea muy definida de que las casas son como las personas, o te preocupas de ellas y las amas, o se vuelven extrañas. Es lo que ocurre en la de Don Beltrán: no hay un lugar donde sentarse al lado de la ventana, por las tardes, cuando no da el sol y se está fresco; no hay una lámpara en la mesa, una buena, de las que queman sin vacilaciones y no humean, para alargar la sobremesa después de la cena; no hay un buen sillón, al lado de la chimenea, para leer y descansar, con el cesto de la leña bien a mano y una alfombra que acoja el sueño de un gato o un perro dormido a los pies del amo. Hay pulcritud y limpieza, eso sí. Y nada más.
Don Beltrán espera a su invitado de pie en medio de la estancia y eso sorprende a don Alonso que esperaba encontrarlo sentado, doblegado como cualquier viejo, por los años y la vida. Pero don Beltrán está de pie. Es cierto que su espalda se encorva, es cierto que, como ya lo vimos en el claustro de Santa María, renquea un poco al andar y, sin embargo, el anciano parece cualquier cosa menos vencido. Le ralea el pelo, ya más blanco que gris, las arrugas han dejado surcos indelebles en su rostro, las manos parecen agarrotadas, torcidos los dedos, hinchados los nudillos, y con todo ello, los ojos siguen siendo puro acero, la mandíbula se alza altiva y es tal la dureza de cada uno de sus rasgos que no puedo por menos que pensar, lo mismo que don Alonso, si no estará esculpido en piedra, piedra herida por toda una vida de exposición a la intemperie, piedra dura y gris, como la de las estatuas yacentes de los Cárdenas.
No merece la pena contar lo que hablan en estos primeros momentos los dos caballeros, pues es una repetición de lo que ya sabemos, recordemos aquella carta enviada por don Beltrán al conde de Medina del Castañar y que leímos junto a don Alonso. Bástenos con saber que Beltrán Gómez de Toro está seguro de lo que vio y de lo que dijo: el sepulcro mostraba huellas, por débiles que fueran, de haber sido abierto, llamó a los monjes que no quisieron creer lo que las pruebas mostraban, llamó a las autoridades que dudaron porque, pese a su nombre, no tenían autoridad para comprobar si, en efecto, el cuerpo de doña Teresa había desaparecido y, al final, tan seguro estaba don Beltrán de lo que había visto, escribió al duque don Diego y al conde de Miranda y a los altos cargos franciscanos y hasta al propio emperador, que no en vano era pariente de doña Teresa, hasta que el Duque, como nos contó Gabriel Vázquez en su momento, llegó a Torrijos dispuesto a poner coto a tanta habladuría encontrándose, como en el fondo de su alma todos temían, con un sepulcro vacío.
Nada le resulta nuevo a don Alonso de este relato, a pesar de que hay varios aspectos que llaman su atención. El primero es que don Beltrán tuviera que insistir tanto para convencer a los monjes:
— ¿Es que para ellos no eran tan evidentes las señales como para vos?
Don Beltrán frunce el ceño pensando que don Alonso pone en duda su palabra.
— Las señales eran evidentes.
— Entonces ¿cómo es posible que los monjes no las vieran antes? Ellos cuidan la iglesia, la limpian, oran allí todos los días. Si las señales eran tan evidentes, ¿por qué no las vieron?
— ¿Y qué sé yo de eso? No se fijarían. Y en cualquier caso, ¿qué más da? Me fijé yo y ahora ya sabemos que lo que vi era real: el sepulcro había sido abierto.
Don Alonso intenta sosegar la impaciencia del anciano.
— Escuchad, don Beltrán, no penséis que no os creo, pero debo saber con el mayor detalle posible cómo ocurrieron los hechos.
Suspira el anciano, refrena de forma visible algún comentario brusco que pugna por salir de su boca y asiente.
— Está bien, preguntad.
— Cuando visteis aquellas señales en la tumba, ¿qué hicisteis?
— Llamé a los monjes.
— ¿Cómo?
— ¿Cómo? —vuelve a alterarse el de Toro—. ¿Qué pregunta es esa? Los llamé, nada más, les dije que vinieran a ver lo que yo estaba viendo.
— ¿Y cómo lo hicisteis? —insiste con brusquedad don Alonso—. ¿Los llamasteis a voces? ¿Os pusisteis a gritar en medio de la iglesia? ¿Fuisteis corriendo a las habitaciones privadas de los monjes y aporreasteis las puertas?
— No, claro que no. Primero llamé al sacristán. Acababa de terminar el oficio y aún andaba por la iglesia recogiendo y poniendo orden. Al principio, no quería creerme. Luego, cuando le mostré las señales, entró en gran nerviosismo y se marchó corriendo. Volvió al rato con el cillerero, un tal fray Luis, si no recuerdo mal. Al poco llegaron otros monjes, todos queriendo ver lo que yo había dicho. Fue el cillerero el que mandó llamar al prior.
— Y ¿el prior avisó a las autoridades?
— No. Los frailes discutieron mucho entre sí, aunque ninguno hizo nada, sobre todo porque el prior, fray Bernardo, insistió en que no había de qué alarmarse. Según él, las señales eran antiguas, hechas el mismo día del entierro.
— Pero vos no lo creísteis así.
— No.
Se queda pensativo don Alonso, reflexionando sobre lo que ha oído, antes de inquirir por un último asunto que, como decíamos antes, le llama la atención. Y es que don Beltrán, a pesar de ser una de las pocas personas con las que ha hablado que conoció bien a doña Teresa, es el único que no parece creer en la explicación que corre por el pueblo, la de que la Señora no está en su sepulcro por habérsela llevado Dios a los cielos.
— Veréis, señor —explica don Beltrán ante la pregunta del de Oviedo—, no es que no crea en la santidad de doña Teresa, que sin duda tenía méritos suficientes para ir a los cielos. Lo que dudo es que Nuestro Señor necesite forzar las tapas de los sepulcros para llevarse a sus escogidos.
Reconozcamos que el comentario es muy acertado y así lo encuentra también don Alonso, que sonríe al escucharlo. Lo cierto es que el de Oviedo empieza a sentir una cierta simpatía por el anciano con el que está hablando. Bien es verdad que tiene un carácter irascible, aunque no llega a ser, ni con mucho, la fiera intratable que le habían dibujado.
— Decidme —le pregunta con curiosidad—, ¿qué motivo creéis que puede haber para que alguien se haya llevado de su tumba el cuerpo de doña Teresa?
— ¿Y eso qué más da? —en su voz hay una tristeza profunda—. Se lo han llevado, ¿no os basta?
— No, no me basta —dice don Alonso secamente—. Quiero saber el porqué, quiero saber los motivos.
— ¿Los motivos de un loco? Porque solo un loco se atrevería a sacar a un muerto de su tumba.
— Un loco que planea con cuidado y ejecuta sus planes con pulcritud.
Don Beltrán se levanta impaciente de la silla en que está sentado.
— Está bien. Entiendo lo que me queréis decir —exclama exasperado—. Pero yo no conozco los motivos. Ni siquiera soy capaz de imaginarlos.
Siente don Alonso, como en su propio cuerpo, lo profunda que es la desesperación del anciano y una vez más, extrañado, se pregunta por qué. Durante un segundo acaricia la idea de interrogar a don Beltrán sobre este punto y no se decide a hacerlo pensando que es difícil que el anciano conteste a una pregunta tan directa. Mi sospecha, ya lo dije antes, es que aunque don Beltrán contestara, el de Oviedo no iba a entenderle, y tal vez en esto soy injusto. Es poco lo que conocemos de don Alonso y quizá su corazón guarde también algún secreto del que no sabemos nada.
— La cuestión —continúa diciendo don Alonso— es que motivos para sacar a un muerto de su tumba hay muchos, pero ninguno que se pueda relacionar con doña Teresa. Por lo que sé, ella solo era una anciana dama, casi una monja, dedicada a sus rezos y caridades. Solo hacía el bien: dar de comer a los pobres, cuidar de los enfermos, limosnas y obras pías. ¿Quién podría tener nada contra ella?
Don Beltrán escucha en silencio, los ojos grises de piedra, mudos, el rostro pétreo, impasible, como si cada palabra de don Alonso fuese un arma contra él y tuviera que defenderse.
— La imagino muy anciana —continúa don Alonso con voz suave y sin piedad—, muy arrugada, temblándole las manos y la barbilla, vestida de negro y con blancas tocas de viuda, rodeada de mujeres como ella, también viejas, también temblorosas y rezadoras. ¿Cómo es posible...? ¿Quién podría...? ¿Quién querría...?
— No... —la dureza de don Beltrán se desmorona por momentos.
— Vos la conocisteis... decidme, ¿era así?
— No... sí... —don Beltrán lucha consigo mismo—. Era así... y no lo era —ante la mirada de incomprensión de don Alonso hace un esfuerzo, un gigantesco esfuerzo, y sus ojos de anciano se cierran queriendo retener tras ellos una imagen, un destello, un instante de una vida que ya no es y que nunca será más.
Doña Teresa, la decrépita anciana de hábito negro y blancas tocas, arrugada, temblorosa, la Limosnera de Torrijos, la Santa, la Loca del Sacramento, la Boba de Dios, como la llamará Isabel dentro de poco en un breve rapto de envidia o de celos, nada de eso existe en la mente de don Beltrán o si existe se diluye en otros recuerdos.
— Yo la conocí cuando era una de las principales damas de la reina Isabel —dice al fin, casi en contra de sí mismo.
Don Alonso espera con paciencia a que siga hablando, pero su compañero se aleja, le da la espalda. Si estuviera de frente podría verle los ojos, observar en ellos la nostalgia y algo más, mucho más.
— Era la dama más hermosa de la Corte.
— ¿Ya estaba casada con don Gutierre?
— Sí.
A don Alonso no parece importarle no ver la cara de don Beltrán. Piensa incluso que así será más fácil para el anciano: de espaldas a él, frente a la ventana. Ninguno ve el rostro del otro y, a pesar de ello, don Beltrán endurece el gesto como si tuviese que defenderse de algo. Y quizá sea así: doña Teresa era la dama más hermosa de la Corte y estaba casada con el comendador de León, don Beltrán era un joven capitán que solo poseía en este mundo su arrojo, su espada y su caballo. Sí, don Beltrán endurece el gesto, lo ha hecho durante años, aprieta la mandíbula, alza la barbilla y queda solo, en aquel rostro impasible, el fuego de unos ojos grises.
La anciana dama de tocas blancas se diluye en el aire y deja paso, poco a poco, a una imagen más antigua que se recompone con cada suspiro, con cada parpadeo, con cada ráfaga de brisa que, a través de la ventana, trae de algún lugar lejano olor a jazmín y a flor de naranjo.
Ante los ojos de don Beltrán surge el óvalo perfecto de un rostro aún un poco aniñado, blanco y terso. Los ojos azules, de un azul intenso, son algo tristes, y la boca pequeña y jugosa sería casi sensual si no fuese por el gesto serio.
Quisiera don Beltrán asir el aire para que no se fuera nunca aquella imagen y poder deleitarse ya para siempre en la frente amplia, en el perfecto arco de las cejas, en la línea breve de la nariz, pequeña y recta, en el marco móvil de un cabello castaño, trenzado a ambos lados de la cara y adornado con perlas y cadenas. Pero el aire se agita y se lleva con él el dulce rostro, el ágil talle vestido de brocado, y las manos. Cierra los ojos don Beltrán intentando detener aquellas manos y las siente sobre su frente como hace cuarenta años, frescas, pálidas, llevándole hacia atrás en el tiempo a un lugar que ya no existe.
Olor a sangre, sudor, vómitos, excrementos y el temible de la putrefacción de la carne. Hombres heridos por todas partes. Ayes y lamentos. Los médicos se afanan de un herido a otro, ponen vendas, restañan la sangre, espantan las moscas. Ante ellos, unos lloran, otros gritan por el miembro que acaban de cortarle, no gritéis, es mejor que pudriros por dentro. En la boca, el sabor ácido del dolor. Pobres hombres, vinisteis aquí a conquistar Granada y miraos ahora, desmadejados, juguetes rotos por un destino implacable: no lloréis como mujeres lo que no habéis podido conquistar como hombres.
El aire está enrarecido por el humo de cien lámparas que iluminan el infierno, cae la noche fuera de esta tienda de campaña. Muchos no llegaran a ver el alba y lo saben. Es el miedo de siempre, a verse a solas, cara a cara con la muerte, y ese miedo no lo alivia el paso rápido del médico, la brusquedad del enfermero que arranca la ensangrentada armadura y deja al aire el cuerpo roto, ni siquiera lo alivia el capellán indiferente, qué remedio, ha visto ya tantos muertos, que va de cama en cama, «credo in unum Deum», desgranando latines.
No recuerda don Beltrán cómo o cuándo ha sido herido. Ni dónde. Nota el tacto viscoso de la sangre entre sus dedos, sabe que lleva la ropa desgarrada y, debajo de ella, también desgarrada la carne, y entre el dolor y el miedo piensa que es una pena, para él se acabó la toma de Granada, no podrá ver subir la cruz y los pendones a la torre más alta de la Alhambra. El dolor le retuerce las entrañas y se impone a cualquier otro pensamiento. ¿Va a morir? ¿Se acabarán allí, entre olores nauseabundos y ayes, sus sueños de gloria? El dolor dice: sí, y don Beltrán cierra los ojos para no ver a la muerte acercarse.
Fue entonces cuando sintió una mano fresca que le apartaba el cabello de la frente. La miró y ella sonreía: no es grave, con la misericordia de Nuestro Señor saldréis con bien de esta. Y mientras tanto, convocados con su gesto, los enfermeros le cuidaban, restañaban su sangre, limpiaban heridas y desgarros, y lo único que importaba, lo que le sujetaba a la vida, era la mano de ella, su mano suave y blanca.
Don Beltrán abre los ojos, se da la vuelta y se enfrenta con don Alonso que le mira en silencio. En realidad hace rato ya que ninguno de los dos habla, hay veces que es mejor así, hay veces que las palabras solo sirven para enturbiar los recuerdos. Hasta el de Oviedo, tan frío en otras ocasiones, parece hundido en sus pensamientos, también él debe de tener una historia guardada en el corazón, quién no la tiene, y pasará el resto del día más silencioso que de costumbre. Gabriel Vázquez, entre burlas y veras, al verle, se pregunta qué poder tiene Beltrán Gómez de Toro, que deja a los hombres silenciosos y cabizbajos. Pero don Alonso no responde a la broma más que con una breve sonrisa.
Para ser prácticos, lejos ya de la poesía y los sentimientos, diremos que a don Alonso lo que le preocupa es esa nueva imagen de doña Teresa convocada por don Beltrán, que de nuevo cambia el concepto que él tenía. Como si doña Teresa fuera distinta para cada persona que la conocíó y él fuera incapaz, en su mente, de unirlas todas.
Así que doña Teresa era una joven hermosa y cortesana en los recuerdos de don Beltrán. Era también una madre molestamente eterna, para el duque Don Diego, la anciana que le separó durante años del disfrute del patrimonio que le correspondía por mayorazgo. Doña Teresa fue, por supuesto, la Señora de Torrijos, un símbolo y una institución, con muy poco de humano, daba igual si joven o vieja, era lo mismo que fuera hermosa o que no lo fuera, porque de todos modos era la Señora y lo fue durante tanto tiempo que ya ni los más viejos eran capaces de recordar otra cosa. Y para muchos, doña Teresa fue la Santa, la Limosnera, la que rezaba por todos y a todos ayudaba.
Y en definitiva, se pregunta ahora don Alonso, ¿quién fue de verdad doña Teresa?