7

Isabel se ha esforzado mucho en preparar la comida. Es domingo, el primer domingo que el invitado de su padre, ese don Alonso serio y un poco brusco, va a pasar en casa e Isabel quiere que esté todo perfecto.

Me da un poco de pena imaginarla, con su desgarbado aspecto adolescente, atareada en la cocina entre guisos y esperanzas, afanándose, impaciente con los criados que refunfuñan ante el trabajo extra y la ruptura de la rutina a la que están acostumbrados. Me apena ese mechón de pelo lacio que se le ha escapado de la redecilla con que se sujeta los cabellos, me entristecen esas manos enrojecidas por el trabajo que ponen el último toque, el perfecto, a cada plato, y me angustian un poco esas gotitas de sudor que hacen brillar sus sienes y el labio superior de una boca que nadie ha besado nunca y que, no cuesta imaginarlo, es posible que nadie bese jamás. Tal vez el problema es que ya conozco lo suficiente a don Alonso como para saber que no apreciará los esfuerzos de Isabel. Por el contrario, el deseo de agradar y la sumisión le impacientan, como si no hubiera ni un solo hueco en su corazón capaz de encajar con los candores infantiles de la hija de Gabriel Vázquez.

Pero la esperanza es lo último que se pierde, por tópico que sea, y allí va Isabel, corriendo desde la cocina a su dormitorio, para atusarse el cabello y alisarse el vestido y darse un poco, solo un poco, no quiere que se entere su padre, de carboncillo en los ojos en un vano intento de que parezcan más grandes. El corazón le palpita cuando escucha, a lo lejos, en la parte baja de la casa, ruidos de voces: su padre y don Alonso ya han llegado y hablan de ese asunto que a ambos les preocupa y que les trae tan ocupados.

Según deduce de sus palabras vienen de ver a la madre Victoria, criada que fue de doña Teresa, y que, hoy por hoy, es una anciana venerable que vive en las casas nuevas, retirada como una monja. Tan abstraídos están que cuando Isabel entra en la estancia ni siquiera lo aprecian, si exceptuamos la distraída inclinación de cabeza de don Alonso y la leve sonrisa con que contesta Gabriel Vázquez a su beso.

Mientras ambos continúan con su conversación, da Isabel las órdenes para que se ponga la mesa. Vigila cada detalle y se esmera en que todo esté perfecto, pero desaparecen de la mesa, entre conversaciones y palabras, los hojaldrados de carne y pescado que con tanta ilusión mandó a buscar al mejor pastelero del pueblo, no hay ni un comentario para los capones asados, para el cabrito mechado con tanto cuidado o para las empanadas de pavo y las perdices fritas con tocino magro, y su plato preferido, los artaletes de ave sobre sopas de nata con las alcachofas, calabazas y cebollas rellenas que los acompañan, desaparecen de los platos tan sin pena ni gloria como si hubiesen sido una simple olla de tocino y habas.

El único consuelo es ver como don Alonso da buena cuenta de todo y en especial de los platos de frutas del postre, los buñuelos de manjar blanco, las ginebradas y las costradas de limoncillo y huevos mejidos. Aun con eso, Isabel se siente triste, decepcionada y empieza a dejar crecer en su interior algo muy parecido al rencor por aquella doña Teresa, protagonista absoluta de la vida del pueblo mientras estuvo viva y, quién lo hubiera sospechado, también después de muerta. Y ante el enésimo comentario de su padre sobre la bondad de la Señora y su muchísima piedad, le sale del alma, sin poder evitarlo, la amargura en forma de desdén.

— ¿Sabéis, señor, como la llamaban? —le pregunta a don Alonso.

— La Loca del Sacramento —contesta en su lugar Gabriel Vázquez—. Dicen que le dio ese nombre el mismo Papa, por lo muchísimo que le preocupaba el culto al Santísimo.

— También la llamaban la Boba de Dios —dice Isabel de forma seca.

— Viene a ser lo mismo.

Pero no, no es lo mismo. Es evidente que entre la locura y la bobería hay una enorme distancia y así lo entiende don Alonso. El sobrenombre de la Loca del Sacramento tiene un algo de grandeza, como lo tiene la misma locura, y más en una época en que la reina, la madre del emperador Carlos V, Juana, ha paseado su propia locura por los caminos de Castilla. Por el contrario, el nombre de la Boba de Dios suena a simpleza pura y llana, sin atisbo de esa inteligencia que, en definitiva, como a pesar de nosotros mismos, nos admira de los locos.

— ¿Así era? —pregunta don Alonso intrigado—. ¿Una boba?

— Desde luego que no —se escandaliza Gabriel Vázquez—. Era un alma piadosa, nada más.

— Tan piadosa —corta Isabel, crecida por la atención que le presta don Alonso—, que dicen que cada día sacaba un ánima del purgatorio, sin importarle a cambio meter a su hijo, el Duque, en el infierno.

— No creo que a don Alonso le interesen esos comentarios.

Pero a don Alonso sí le interesan, de hecho le interesan mucho, ya que es la primera vez que alguien se atreve, al menos en su presencia, a decir algo de la Señora que suene a crítica.

— ¿Es que al Duque no le gustaban las caridades de su madre?

— Eso son habladurías.

— No son habladurías, todo el mundo lo sabe —se defiende Isabel—. De hecho cuentan que cuando le preguntaban a don Diego que cómo se encontraba, él, harto de que su madre gastase todos sus ingresos en cosas de devoción, se burlaba diciendo que su único mal, no acostumbrado entre hombres, era el mal de madre.

— Basta, Isabel.

Se ha sonrojado Isabel, tanto por lo atrevido de sus propias palabras, indignas de una doncella ante hombres, como por el tono duro de su padre al reprenderla. Don Alonso no puede evitar sonreír ante la malicia y el doble sentido del comentario, pues el mal de madre, como él muy bien sabe, hace referencia a la menstruación de las mujeres, algo que es evidente que no podía tener don Diego.

Lo interesante, y así lo considera don Alonso, es que el Duque señalase a su madre como culpable de sus males. Y no es la primera vez, en realidad, que le insinúan esto. Aquella misma mañana, sin ir más lejos, la vieja Victoria, doncella de doña Teresa, le ha hablado de lo poco comprensivo que se mostraba a veces don Diego con lo que consideraba derroches de su madre. Vale que se gastase miles de maravedís en la regia obra de La Colegiata, que al fin y al cabo embellecía y enriquecía al pueblo. Vale también que fundase monasterios, que aquello enriquecía el alma y eran obras perdurables a la mayor gloria de Dios. ¿Pero había que vestir y dar de comer a todo desheredado que pasase por su casa? ¿Era necesario dotar con tanta generosidad a todas las huérfanas de la comarca? ¿Y los hospitales? ¿Es que había que construirlos como si en ellos fuera a convalecer el propio emperador? Y eso sin contar muchas otras caridades, como la casa de La Piedra para niños expósitos, los sagrarios y las arcas de oro y plata que mandaba a los altares de todas las iglesias del reino o los cientos de maravedís gastados en redimir cautivos de los moros.

Se ponía muy graciosa la viejísima Victoria intentando imitar, con su boca desdentada, la voz y el porte orgulloso del duque don Diego cuando reñía con su madre, y lo hacía sin maldad, con afecto. Al oírla supuso don Alonso que la madre Victoria debió de conocer al Duque cuando era niño. Es lo malo de las ancianas doncellas, a sus ojos, los niños que acunaron una vez en sus brazos nunca crecen lo bastante como para tomárselos en serio.

No es lo único curioso que ha oído don Alonso en esta entrevista con la madre Victoria. Es verdad que fue a verla sin demasiadas ganas y hasta se hizo acompañar de Gabriel Vázquez por no verse a solas con ella. Por el camino le explicó Gabriel que las casas nuevas en las que vivía la anciana pertenecían a doña Teresa, que había dispuesto en su testamento que las habitaran Victoria y el resto de sus criadas mientras vivieran y pasaran luego a la Colegiata del Santísimo Sacramento.

Era la madre Victoria una mujer tan vieja que casi daba grima verla. Salió a recibir a sus visitantes, temblorosa, apoyándose por un lado en un bastón y por el otro en el brazo de una criada. El tiempo que tardó en cruzar la habitación hasta la silla que había al lado de la ventana, le pareció a don Alonso una eternidad y otra eternidad hasta que la anciana estuvo acomodada, el almohadón para la espalda, el escabel para los pies, la toquilla cubriéndole los hombros a pesar del calor de la mañana. Luego, las demás mujeres de la casa, todas vestidas de paño común y con toca, como monjas, todas ellas viejas y arrugadas, trajeron agua de canela y naranjada y unos bizcochos tan delicados que se deshacían en la boca.

Solo entonces la anciana Victoria empezó a prestar atención a sus visitantes, inclinándose hacia ellos y guiñando los ojos para verlos mejor. Costó mucho encauzar la conversación, pues la madre Victoria contestaba a cada pregunta empezando por el lunes y a la altura del miércoles ya se había perdido en sus recuerdos y divagaciones. Aun así, ha de reconocer don Alonso que fue divertido oír a la anciana haciendo parodia de los enfados del Duque o metiéndose con Gabriel Vázquez, a quien había conocido, igual que a casi toda la gente del pueblo, tan vieja era, de niño.

— Escuchad, madre —pregunta en un momento dado don Alonso—, ¿sabéis que el cuerpo de doña Teresa ha desaparecido de su tumba?

— Dios ha premiado sus desvelos y sus afanes —contesta la vieja categóricamente—. Ya sabía yo que tanta bondad tendría su recompensa. Ahora descansa junto a Nuestro Salvador y desde allí nos vela.

— ¿Estuvisteis vos con ella cuando murió?

— Claro, claro que estuve con ella. Pobrecita, llevaba en cama muchos meses y el doctor, don Luis de Villarrubia, venía todos los días a verla. Doña Teresa le decía: no os esforcéis, doctor, que ya es tiempo que comparezca ante Nuestro Señor y si Él quiere, que me reúna con mi esposo, el Comendador, y con mi querido hijo Alonso. Pero el doctor no cejaba en sus sangrías y sus remedios y no hacía caso de los lamentos de la Señora, que a veces se ponía triste porque tenía miedo de que Nuestro Padre Celestial se hubiera olvidado de ella y no terminara nunca de llamarla a su lado.

— ¿La amortajasteis vos con el hábito de san Francisco? —intenta don Alonso encauzarla.

La madre Victoria frunce el ceño, arrugando aún más su cara ya de por sí muy arrugada.

— La amortajó doña María, su hija, y le puso un traje de terciopelo fino y encajes y botones brillantes de azabache y joyas. Yo me enfadé con ella y le dije: vos sabéis que esto no es lo que quería vuestra madre, que en vida ya llevaba el hábito de san Francisco y más quería llevarlo en su muerte para compadecer con él ante Nuestro Señor. Y al final doña María le puso el hábito debajo del vestido, diciendo que así contentábamos los deseos de su madre y los suyos propios. Pero estaba equivocada. La Señora quería vestir el hábito abiertamente, no esconderlo bajo sus ropas como si sintiera vergüenza de llevarlo.

— ¿Es que siempre vistió hábito?

La madre Victoria ríe con una risa cascada que parece el cloqueo de una gallina.

— ¿Creéis, joven, que nació con él puesto? No. Solo empezó a llevarlo después de quedarse viuda. Mientras estuvo casada con el Comendador y vivió en la Corte tuvo que vestirse de acuerdo a su rango y posición. Y no le gustaba, no señor. Cuando se engalanaba, aunque estaba tan hermosa como una princesa, ella se miraba al espejo y decía: Perdóname, Señor, que Tú bien sabes que nunca estos arreos me agradaron. Pero tenía que hacerlo. El Comendador no hubiera consentido verla vestida con pobreza. A él le gustaba que se viera su posición; todavía recuerdo cuando llegaba, con una decena de antorchas ante él, abriendo paso, y muy ricas mulas, todas enjaezadas de terciopelo carmesí y de brocados. Él mismo, Dios lo tenga en su gloria, se vestía con muy costosas telas y joyas, como la cruz de diamantes que llevaba, y que ahora lleva el duque don Diego, y la venera de Santiago, toda de oro, que pasó a su nieto Bernardino. Dejó dicho el Comendador, y después de él doña Teresa, que la cruz y la venera deben pasar después de ellos a sus hijos y luego a los hijos de sus hijos, vinculadas para siempre al apellido de los Cárdenas.

— Así que el Comendador —dice don Alonso sin intención— era mucho más mundano que su esposa doña Teresa...

— Habladurías —se enfada la madre Victoria—. Calumnias y habladurías. Siempre hay lenguas envidiosas que quieren empañar la memoria de los poderosos. El Comendador fue siempre un hombre bueno y piadoso y mi Señora nunca creyó lo que decían, nunca.

— ¿Qué decían? —pregunta sorprendido don Alonso.

— ¿Y eso qué importa? El Comendador murió con la conciencia tranquila y no sé por qué se dijo lo contrario. Mi Señora estuvo con él en el lecho de su muerte, y su alteza, la reina Isabel, y aquel fraile, el cardenal, ya sabéis, Jiménez de Cisneros. ¿Creéis que hubiera sido así si hubiera habido barullos y trapicheos? Malas lenguas envidiosas, eso es lo que son, malas, muy malas lenguas.

Don Alonso mira a Gabriel Vázquez y alza una ceja interrogativa. El asunto le ha interesado y aunque intenta sacar algo más de la madre Victoria, esta les dice de pronto que se encuentra cansada y, con esa insolencia de la que en ocasiones hacen gala los viejos, los despide con cajas destempladas.

— ¿Qué asunto es ese del Comendador? —pregunta don Alonso cuando salen de la casa.

Gabriel Vázquez se encoge de hombros.

— No sé, algo que ocurrió hace más de treinta años.

— Barullos y trapicheos, eso ha dicho la anciana, ¿no sabéis a qué se refería?

— A acusaciones que se hicieron hace mucho tiempo. Se anduvo murmurando que el Comendador no tenía muy claras las cuentas. Habéis de recordar que uno de sus cargos fue el de contador mayor y, por lo visto, se llegó a decir que sus libros estaban embarullados para ocultar que había metido mano en la bolsa y se había enriquecido a costa de unos dineros que no le pertenecían.

— ¿Será eso verdad?

— Con sinceridad, yo creo que no —dice rotundo Gabriel Vázquez—. Lo que ha dicho la madre Victoria es cierto, doña Teresa no lo hubiera admitido.

— Tal vez no lo sabía.

— ¿Y no lo sabían tampoco los reyes? Ellos fueron los albaceas del testamento de don Gutierre. ¿Creéis que lo hubieran sido si hubieran tenido la más mínima sospecha sobre la procedencia de sus bienes?

— No, supongo que no.

— Y además, ¿qué importa ahora todo eso?

Don Alonso suspira un poco desmoralizado.

— No lo sé. Solo pretendo encontrar algún motivo que explique nuestro misterio.

— Pues ¿sabéis lo que os digo? No vais a encontrarlo en algo que ocurrió hace más de treinta años.

Asiente don Alonso algo dubitativo. La realidad, piensa, es que ni Gabriel Vázquez ni él mismo, cada uno con su punto de vista, con su forma particular de mirar, ha avanzado demasiado en la investigación.

Pero no nos precipitemos. Volvamos a la casa de Gabriel Vázquez de donde salimos ya hace un rato para contar la entrevista que, de mañana, el alcalde y don Alonso habían tenido con la madre Victoria. Volvamos al comedor donde Isabel ha puesto sobre la mesa no solo las ricas viandas que han comido, sino también sus esperanzas, de momento, todo hay que decirlo, bastante infundadas. Cuando la comida termine, se retirará Gabriel Vázquez a descansar en su aposento mientras don Alonso, demasiado inquieto para dormir, se acomodará en la mesa, ya despejada por los criados, y provisto por Isabel de papel y pluma, se pondrá a escribir, con la caligrafía ilegible de los hombres de letras, algunas notas.

El silencio y la frescura de la casa son agradables y la estancia en la que se encuentra también. La mesa, maciza y oscura, está cerca de la ventana, y don Alonso apenas levanta los ojos de lo que escribe ni se deja distraer por la luz alegre de la tarde. No llegan a sus oídos las voces apagadas de los criados, ni el jolgorio de los pájaros que juegan a perseguirse entre las ramas de los olivos, ni los ladridos de los perros lejanos.

No es la primera vez que se pierde don Alonso estos pequeños placeres, ese dejar vagar la vista por la inmensidad de un segundo perfecto, sin pensar, sin sentir, notando solo como la vida fluye, pacífica y rotunda. Allá él, algún día se dará cuenta de que estuvo siempre tan atareado que ni siquiera tuvo tiempo de tomar conciencia de sí mismo.

De momento, toma notas y resume lo que ha averiguado y hemos de reconocer que ha sido bastante, aunque así, a botepronto, no lo parezca. Cuando él llegó, el pueblo mostraba una apariencia perfecta, si es que no resulta demasiado irónica la frase referida al lugar del que ha desaparecido un muerto: doña Teresa, una santa; la familia, preocupada; las autoridades, trabajando al unísono. Y después de varios días de conversaciones y preguntas resulta que todo tiene un envés, como poco, intrigante. El hijo de doña Teresa, don Diego, fastidiado por que la larga vida de su madre le impide disfrutar de su mayorazgo; la hija, saltándose a la torera sus deseos tal vez por vanidad mal entendida, y haciéndola enterrar emperifollada de encajes y joyas; las autoridades, de buen entendimiento nada, el corregidor, por lo visto, olvida sus obligaciones mientras que el alcalde, Gabriel Vázquez, busca un motivo para pedir su destitución. Además, hay un anciano enamorado de un recuerdo y la historia enrevesada de posibles estafas, delitos de cohecho que diríamos ahora, que implican al marido de la desaparecida doña Teresa. Si algo de todo esto puede llevar a la solución del misterio todavía no lo sabemos, aunque no me resisto a adelantar que será Isabel, sí, la triste Isabel a la que nadie presta demasiada atención, la que va a poner sobre la mesa una pista más y, por cierto, una de las más interesantes.

— Perdonadme, don Alonso, ¿puedo hablaros un momento?

Don Alonso levanta la cabeza de sus notas algo fastidiado. Allí está Isabel, delgaducha, anhelante, retorciéndose nerviosa los dedos y suplicando con la mirada.

— Claro, Isabel, pasad —responde el de Oviedo, a pesar de todo, muy educado—. ¿Qué puedo hacer por vos?

— Veréis, es que estuve pensando... —Isabel entra en la habitación, se acerca a la mesa y se sienta en el borde de una silla con timidez—. ¿Recordáis lo que me dijisteis acerca de los rumores? ¿Aquello de que no hay nada que diga todo el mundo, sino, en cada ocasión, palabras de personas concretas?

— Sí, lo recuerdo.

— Pues me puse a pensar en aquel rumor de que el cuerpo de la Señora había desaparecido, ya sabéis, antes de saber con certeza que así había sido. Intenté recordar dónde lo había oído y a quién...

— ¿Y lo recordasteis? —pregunta don Alonso.

— No exactamente. Así que le pregunté a Juana, mi criada, ¿sabéis quién digo?, la más joven. La otra, la mayor, es Jacinta. También están las que limpian en la cocina...

— Sí, ya sé quién decís —corta don Alonso impaciente, temiendo una relación completa del servicio de la casa—. ¿Y qué os dijo Jacinta?

— Juana, fue Juana.

— ¿Qué os dijo Juana? —rectifica don Alonso armándose de paciencia.

— Ella y yo estuvimos hablando. Yo recordaba que había oído el rumor en la iglesia, me lo dijo la señora Luisa, la esposa del platero, aunque no sé si fue la primera en decírmelo o, por el contrario, yo ya lo sabía. A Juana, en cambio, se lo dijeron en el mercado, está segura, pero no recuerda quién.

— Bien, ¿y qué?

Isabel mira a don Alonso con ojos suplicantes. Le está resultando más difícil de lo que había pensado exponer sus pensamientos y, nerviosa, no deja de retorcerse las manos.

— Pues que estuvimos hablando y de pronto recordamos al Cortés.

— ¿El Cortés? —pregunta don Alonso confundido y empezando a perder la paciencia—. Isabel, no entiendo...

— El Cortés anduvo diciendo por todo el pueblo que vio cómo sacaban a doña Teresa de la iglesia del monasterio.

— ¿Qué? —se asombra don Alonso—. Por Dios, Isabel, ¿me estáis diciendo que hay un testigo, alguien que lo vio todo? ¿Cómo es posible? ¿Lo sabe vuestro padre?

Isabel intenta tranquilizar a don Alonso, incluso alza las manos como para sujetarlo porque el de Oviedo se ha levantado y parece dispuesto a salir corriendo, irrumpir en la habitación de Gabriel Vázquez y sacarlo de la cama en la que está durmiendo.

— Por favor, esperad... —suplica Isabel—. Es que vos no sabéis... nadie hace caso de lo que dice el Cortés. Él siempre está diciendo tonterías ¿entendéis?, porque no está bien de la cabeza. Al pobre lo descalabró su padre a golpes, siendo niño, que un poco más y lo mata.

Se calla Isabel de pronto, cohibida por la mirada de don Alonso que, al oírla, se ha quedado de pie, en medio de la habitación, con una expresión indefinible.

— Está bien —suspira el de Oviedo. Y, resignado, vuelve a sentarse—. Empecemos por el principio —dice—. ¿Quién es el Cortés?

Y de forma entrecortada, con timidez, Isabel se lo va contando.

El Cortés es un pobre hombre, más tonto que loco, que de siempre ha vagado por el pueblo viviendo de la caridad. A veces le persiguen los niños para burlarse de él y tirarle piedras, a veces las mujeres, compasivas, le dan las sobras de la cocina, y a veces los hombres, con más buena intención que paga, le encargan los trabajos penosos que nadie más quiere hacer. Él, a cambio, sonríe y alborota y persigue a los vecinos para contarles al oído sus historias y a las mozas para tocarles el pelo y, si hay suerte, alguna otra parte más jugosa. Y todos se lo quitan de encima a manotazos: «anda, ya, Cortés, vete por ahí» y el Cortés se va por ahí, qué remedio, hablando y tocando al aire que es el único que se deja.

— Ahora ya hace algún tiempo que no sé nada de él —explica Isabel—, aunque hace un par de años, o puede que más, estuvo alborotando mucho. Contaba sucesos muy raros, ni Juana ni yo lo recordamos bien, algo así como que el pueblo había sido invadido por espíritus y fantasmas que hurgaban por las noches en las tumbas y que de ellos no estaba libre ni la Señora, que él había visto como la arrancaban de su sepulcro para llevársela. No lo tomamos en serio, claro, ya os he dicho que nadie le hace nunca demasiado caso. Y hasta es posible que se lo inventara todo porque a veces se inventa cosas. Pero como ahora sabemos que es cierto que la Señora no está en su tumba...

— Ya veo —dice don Alonso pensativo—. Lo que pensáis es que el Cortés podía estar diciendo la verdad.

— Espero que no —Isabel se santigua asustada.

— Ya me entendéis... Si, como decís, el Cortés no tiene muchas luces, pudo ver a los que sacaban el cuerpo de doña Teresa y, al no poder explicarse algo tan extraño, pensar que se trataba de espíritus y fantasmas. Tendré que hablar con él, ¿dónde puedo encontrarle?

En eso, Isabel no puede ayudarle. El Cortés es un espíritu libre que nunca se sabe dónde para: puede estar en el campo persiguiendo conejos, puede estar vagando por las calles en busca de alguien que le escuche, o puede estar durmiendo a pierna suelta bajo la sombra de cualquier tapia.

— Preguntad a mi padre, él os ayudará —dice Isabel sonriendo. Se siente tan satisfecha de que su idea haya sido aceptada que podría ponerse a cantar y a bailar en medio de la habitación.

El que no va a aceptar tan bien la idea, todo hay que decirlo, es Gabriel Vázquez. Cuando don Alonso se lo cuente arrugará el ceño y pondrá en su rostro una expresión escéptica.

— Por el amor de Dios, don Alonso, ¿tan desesperados estamos que nos vamos a poner a escuchar las bobadas del tonto del pueblo?

Pero al final y a pesar de su escepticismo, Gabriel Vázquez ordena a sus alguaciles que busquen al Cortés. Me imagino que a estas alturas a nadie le extrañará si digo que no lo van a encontrar. Al Cortés parece habérselo tragado la tierra. Si antes se le podía ver por todas partes, si siempre parecía estar en medio, estorbando, si cualquiera se lo tropezaba en cuanto daba dos pasos, ahora nadie encuentra de él ni el rastro. Los alguaciles de Gabriel Vázquez van preguntando, inútilmente, de puerta en puerta, y las respuestas son siempre las mismas:

— Ahora que lo decís… hace tiempo que no lo hemos visto.

Y se miran sorprendidos los unos a los otros, intentando recordar la última vez que le vieron y cayendo de pronto en la cuenta de que no le han echado de menos, así de egoístas somos los seres humanos, como burros con anteojeras, que solo nos preocupamos de lo nuestro, de lo que tenemos delante, de lo que nos afecta de forma personal. En honor a la verdad diremos que todos en el pueblo sienten un poco de vergüenza y, como a nadie le gusta sentirse así, se enfadan con el Cortés: ¿será posible, el tonto este? ¿Dónde se habrá metido?