Epílogo
—Supongo que debo llamaros don Jimeno —comentó el padre Ruderico entre bocanada y bocanada de aire—. Ahora que sois señor.
El antiguo alguacil volvió la cabeza sin dejar de ascender por el camino. El ritmo que marcaban sus piernas era demasiado para el sacerdote pero no frenó; Jimeno quería acabar cuanto antes con aquel formalismo religioso que le había obligado acudir al monte a aquella hora de la tarde.
—Es lo que dice el protocolo —dijo al fin—. Sin embargo, cuando estemos en privado, podéis llamarme como os plazca.
«Pero en presencia de los vecinos me llamaréis don Jimeno».
El sacerdote pidió otra pausa para descansar que el señor fingió no oír. A él también le cansaba aquel innecesario paseo pero sabía que cuanto antes llegaran hasta los albares antes se olvidarían los corvillanos del asunto. El sacerdote había insistido en que Jimeno le mostrara las tumbas de los bandidos para que pudiera rezar por sus almas. Enterrados por el alguacil poco después del juicio a Sancho el Negro, no habían recibido ningún tipo de servicio fúnebre, y aquello parecía perturbar al sacerdote por razones que Jimeno no llegaba a entender.
Pero la necesidad de limpiar su conciencia, o lo que fuera aquel pequeño peregrinaje, no iba de la mano de mantenerse callado sobre las condiciones del camino y la molesta costumbre de los montes por estar inclinados. A Jimeno le exasperaban las protestas de Ruderico.
—Se habla de la Carbonera con tanta facilidad que uno puede pensar que está cerca del pueblo, ¿no? Cualquiera oye decir a uno: «He estado en la Carbonera». O a otro: «Vi algunos jabalíes por la Carbonera». —El sacerdote dio un largo suspiro mientras miraba el camino recorrido—. No me parece este un lugar muy cercano. Está incluso más lejos que el castillo. Me duelen los pies de tanto caminar. Esas piedras se te clavan en las plantas y no hay calzado que valga para aliviar ese dolor. —Levantó las sandalias para mostrarle al alguacil las pequeñas piedras ahí clavadas—. Sancho el Negro me hizo estas sandalias, son de cuero del bueno y aún así no impiden que me duelan los pies como si hubiera caminado sobre ascuas. Él siempre afirmaba que este era un viaje corto.
—El Negro era aficionado a decir cosas que no eran ciertas —sostuvo el señor—. Solo en el último instante dijo la verdad.
La verdad era que en el último instante no dijo nada nuevo, resignado a un destino que no estaba en su mano poder alterar. Aquella última mirada que lanzó a Jimeno…Llena de odio. La mirada de un hombre que estaba extenuado. Harto de vivir, pero no de luchar.
—¿Dijo la verdad? —indagó el sacerdote haciendo que Jimeno por fin se detuviera—. Hay muchos en el pueblo que creen que el verdadero asesino fue su hijo y que él se inculpó para que García pudiera escapar.
—En tal caso tampoco en su último momento dijo la verdad —argumentó Jimeno—. Algún día encontraré a García y se aclarará bien esta historia; pero una cosa es cierta: si el carbonero no cometió el crimen ayudó al culpable a escapar. El Negro obtuvo lo que se merecía. Punto.
Reanudaron la marcha. Con la llegada de la primavera las nieves y los caminos embarrados habían desaparecido y tan solo el frío se resistía a abandonar por completo aquellas tierras. Aunque ya no era el gélido abrazo del invierno Jimeno se frotaba de cuando en cuando las orejas heladas. Esa sensación contrastaba con el calor que sentía en el pecho, donde el húmedo sudor se acumulaba tras la camisa y el recio jubón de cuero que no transpiraba. Por encima, se cubría con la cota de malla.
Siempre llevaba puesta la armadura cuando salía al monte. No porque temiera encontrarse con más bandidos o algún furtivo, de los últimos siempre había alguna señal de su presencia, sino porque hacía tiempo que no se cazaba y había abundancia de jabalíes que deambulaban por aquella zona. Aquellos colmillos podían destripar a un perro con facilidad y no necesitarían mucho más para hacerle lo mismo a un hombre. Jimeno no estaba dispuesto a que un cerdo peludo le arrebatara todo por lo que había luchado.
Sacó un pañuelo grisáceo y se sonó la nariz. No era aquel pequeño viaje lo que tenía pensado cuando se había levantado por la mañana. Su plan para hoy era quedarse en casa y que Arlena le hiciera un filete y una taza de caldo caliente, sentarse entre cojines y dejar que el sueño le envolviera de nuevo.
Más despejado, inhaló el aroma a pino y hierba húmeda en la que las briznas susurraban al paso del viento. Bien pensado, aquella caminata hasta la Carbonera, le ayudaría a ejercitar los músculos y alejarse de los ruidos del castillo en obras.
Reconstruir su fortaleza era algo esencial, pese al enorme coste que aquello iba a suponer para Jimeno. Ningún señor que se preciara vivía en un castillo en ruinas; no proporcionaba la imagen de poderío que se esperaba. Por eso había contratado a los reputados, y costosos, canteros de Uncastillo que tenían bajo su mando a unos obreros miserables que cargaban rocas por medio pan duro. Semana a semana el castillo se convertía en lo que debía ser. Para pagar todo aquello tendría que invertir las rentas de tiempos aún por venir, las que proporcionaba el señorío y los campos que Jimeno había vuelto a cultivar, contratando jornaleros para ello.
Muerto el carbonero, y desaparecido su hijo, las tierras seguían siendo de Jimeno. Al no estar ligadas al castillo, se las había entregado a su hijo Ramiro, para que no tuviera que vivir de la caridad de su hermano primogénito. Si algún día García aparecía en el pueblo, cosa imposible, no tendría tierras por culpa de los actos de su padre.Entre los que pensaban que el asesino había sido García y se había cometido una injusticia al ejecutar al Negro estaba Arlena, que llevaba muchas semanas mostrándose distante y enojada con su marido.
Arlena había vuelto a dar a luz. Un varón, un chico tan sano como ruidoso que había roto sus temores de que su mujer tuviera una hija por cuarta vez consecutiva. Jimeno no estaba para tener más hijas, ahora eran parte de una familia noble y tendría que asegurarles una buena dote o enviarlas a una orden religiosa. Ambas cosas suponían dineros y Jimeno no los conseguiría sin exprimir a los vecinos. Mal asunto. No quería enemistarse con ellos en fecha tan temprana por lo que había sido lo bastante inteligente como para dedicar algunos obreros a la construcción de un molino en el pueblo. Siempre se quejaban de que hubiera que acudir a Luna a moler el grano. Ahora lo harían en Lacorvilla, y Jimeno cobraría por aquello. También su hermana obtendría tajada, que le había cedido a Roca para que el molino funcionara.
Pensar en el castillo le dio una idea para forzar la marcha de Ruderico, que seguía quedándose atrás.
—Quiero que sepáis que si voy con prisa es porque quiero regresar cuanto antes al castillo —dijo esgrimiendo una sonrisa—. He de supervisar a los obreros mientras lo reconstruyen.
El sacerdote asintió y continuó la marcha algo más ligero. No tardaron en llegar al lugar donde Jimeno había enterrado los cadáveres de los albares. Todavía se apreciaba la tierra removida, aunque la hierba comenzaba a cubrir el terreno. No había ninguna cruz o marca que señalara su ubicación.
Ruderico se colocó frente a ellas.
—¿Le cambiaréis el nombre al castillo cuando esté terminado? —preguntó de improviso. El señor arqueó una ceja, con expresión de no comprender—. Se llamaba Castillo de Yéquera porque lo poseía don Yéquera. ¿Vais a llamarlo ahora Castillo de Jimeno?
—No —respondió Jimeno tras meditarlo un instante, tentado—. Yéquera es un buen nombre para un castillo. Suena a construcción firme. Además, así mantendré viva la memoria de don Yéquera —apuntó—. Es mucho lo que tengo que agradecerle.
—Vos y vuestra familia —dijo el sacerdote. Se arrodilló frente a las tumbas—. Ahora todos viven de vuestra rentas y vuestro segundo hijo tiene tierras propias. Supongo que alguna buena acción habréis hecho para que la fortuna os favorezca.
—¿Os parece poco arriesgar la vida en batalla? —protestó don Jimeno señalando las tumbas.
—No os equivoquéis, no digo que no hicierais mucho por este pueblo —puntualizó Ruderico, tal vez nervioso por el malentendido—. Solo os hago saber que ha sido a vos a quien la suerte ha tenido a bien echaros una mano. El caballero Raphaël estuvo a punto de conseguir lo que vos tenéis.
—Alguna mala acción habría hecho para que la fortuna no le favoreciera —replicó Jimeno, molesto por la conversación— si el Señor tuvo a bien que nos abandonara. Algo malo debió hacer —repitió.
—Sé que sus aficiones no eran normales —manifestó el sacerdote—. Pero que digan lo que quieran de él. Nos salvó la vida a todos.
—No fue el único que luchó contra los albares —recordó Jimeno, un tanto ofendido—. Pero es cierto que jugó un papel importante en la defensa del pueblo. También su escudero, a quien tanto quería.
Ruderico inclinó la cabeza, ignorando el retintín del último comentario, y comenzó a murmurar en latín. Instintivamente Jimeno también bajó la cabeza. Quiso rezar, pero no encontró qué decir en favor de aquellos asesinos que habían tratado de matarle a él, a sus hijos y a todo el pueblo. ¿Qué buena obra podían haber hecho para que se merecieran el perdón divino? Jimeno sospechaba que no habían tenido familia a la que cuidar o en la cual excusarse para cometer sus acciones. No lo habían hecho para dejar algo sólido tras ellos. Solo eran ladrones. Nada podía decirse en su favor.
«Seguro que alguna vez abrazaron a sus madres», terminó por rezar.
El sacerdote se incorporó ligeramente.
—No me malinterpretéis tampoco en esto, pero en cierto modo es apropiado que el Señor finalmente reclamara el alma del joven Thoas. —Aquello captó la atención de Jimeno, curioso acerca de aquella reflexión—. Habiendo muerto tan joven es posible que Dios le perdone por sus pecados. Bien sabe Él que la juventud puede ser fácilmente influenciada por el mal camino.
Jimeno asintió.
—Creedme, Ruderico, cuando digo que os comprendo —expresó—. Es mejor así. Están enterrados juntos, como creo que les hubiera gustado —dijo, con una mueca de disgusto— pero si sus almas deberán ser puestas juntas es solo asunto de Dios.
Esta vez fue Ruderico quien asintió y dio a entender que no quería seguir hablando de aquella relación que todos en el pueblo rememoraban a través de indirectas. Prosiguió un rato más con sus rezos frente a las tumbas de los bandidos.
Jimeno comprobó los alrededores para matar el tiempo, pero no vio setas, frutos o nada que le llamara la atención. Solo terreno húmedo y frío del que árboles y arbustos habían hecho su hogar, ajenos a las preocupaciones de los hombres. La monotonía de una existencia tranquila e invisible.
Ruderico carraspeó.
—¿Por qué enterrasteis aquí a los albares en lugar de hacerlo en el cementerio?
El señor observó con detenimiento las once tumbas que había excavado. Tumbas profundas para que los jabalíes no desenterraran a los muertos y les dejaran descansar eternamente.
—No quería tenerlos cerca del pueblo y que nos recordaran lo que aquí pasó —planteó. Sus palabras sonaron más convincentes de lo que él hubiera esperado—. Lo mejor es que les olvidemos y sigamos con nuestras vidas.
Jimeno comprobó con alivio que el sacerdote había terminado sus rezos y se incorporaba sacudiéndose con firmes manotazos la suciedad que se había adherido a la parte baja de la túnica. Los granos de tierra cayeron sobre la hierba crecida alrededor de los difuntos. Pronto la vegetación cubriría todo aquello con una capa de olvido.
—La tragedia se ha ensañado con fuerza en este pueblo —lamentó Ruderico—. Esperemos no tener que lamentar más muertes.
El sacerdote se alejó unos pasos de las tumbas y miró hacia el camino de vuelta.
—Deberíamos volver —sugirió el señor aprovechando aquella oportunidad—, pronto se hará de noche.
Don Jimeno consideraba que había cumplido con el sacerdote trayéndole hasta aquel lugar y no veía el momento de regresar junto a su esposa. Un cálido cuerpo en el que desentenderse de tumbas cavadas furtivamente y malos recuerdos.
—Sí —accedió el sacerdote—, volvamos al pueblo.
El antiguo alguacil invitó con un gesto a que el sacerdote abriera la marcha, marcando su propio ritmo al descender. Conforme se alejaban el Señor de Yéquera dirigió un último vistazo a las once tumbas que había en la ladera. Once. Una más que el número de albares. Jimeno aceleró su paso hasta alcanzar al sacerdote, ignorante de que en la undécima tumba se hallaba enterrado el hijo del carbonero; muerto por haber sido testigo de cómo el alguacil había asesinado, golpe a golpe, al Caballero del Invierno.