Capítulo cuarto
El escudero
Thoas y Raphaël habían escuchado las nuevas, que de rumores habían pasado a hechos, de que la aldea de Lacorvilla estaba amenazada por los albares. No solo eso, sino que también supieron, de distintas bocas en distintos lugares, que el señor de Yéquera había muerto defendiendo su castillo frente a aquellos demonios devoradores de hombres.
Oídas estas, el caballero Raphaël, a quien su escudero consideraba un hombre sensato, decidió que la mejor forma de llegar al lugar era dar un rodeo a través del pueblo de Valpalmas, dejando siempre el monte de Monlora a su izquierda, para evitar cruzar por el camino que de Luna llevaba a Lacorvilla a través del castillo de Yéquera.
Thoas no podía dejar de preocuparse por el caballo de su señor. El corsiero, gran montura para un gran caballero, estaba acostumbrado a largas jornadas cargando a un jinete, pero aquel día el animal estaba haciendo notar su fatiga por tener que cargar no solo con su señor, sino también con el peso de la armadura que Raphaël llevaba puesta. Reluciente bajo aquel tímido sol de invierno, pero todo lo pesada y resistente que la protección de un caballero debía ser. No era cómoda de transportar, menos aún de llevar puesta.
—Ya falta poco, mi señor —anunció Thoas, con aquel acento suyo de las tierras de los griegos que tanto complacía al caballero—. Los vecinos de Erla nos dijeron que eran poco más de cuatro leguas. Y ya hemos dejado Valpalmas a nuestras espaldas.
—Sé bien cuánto falta, mi querido escudero —le dijo con una sonrisa que apenas se podía distinguir entre las rejillas del yelmo—. Recorrí estos caminos en mi juventud más veces que estrellas hay en la noche. Podría decirte que al girar la próxima curva veremos una gran roca, que llaman Peñáguila, donde cometí la imprudencia de querer llegar al suelo de un salto. Me partí tres dedos con el golpe —añadió con una segunda sonrisa—. Por suerte, nuestros huesos cuando somos jóvenes sanan mejor que cuando somos viejos. Eso también ayudó cuando mi padre me dio una buena paliza por cometer tal imprudencia.
Se volvió hacia su señor.
—Mi padre también me pegaba cuando hacía algo que no le gustaba —le recordó.
Aquello hizo que el caballero girase lentamente la cabeza hacia su escudero. A través del visor del yelmo, Thoas pudo ver sus ojos, más del color del hielo que de la mar, con gesto decidido.
—Un océano y gentes que hablan diez lenguas distintas te separan de él.
No era exactamente lo que Thoas esperaba; quería que su señor le diera una muestra de comprensión. Pero al escudero le había dado la impresión de que el tono que había empleado el caballero había sido frío como el viento que les castigaba en aquel camino.
—Siento mucho lo de vuestro padre —musitó Thoas, como si fuera la primera vez que lo decía.
—Todos morimos algún día.
Thoas esperaba algunas palabras más de su señor pero solo obtuvo silencio, apenas interrumpido por el pausado sonar de los cascos de los caballos. La vieja armadura rechinó cuando Raphaël volvió la cabeza hacia el camino. El escudero pensó, por enésima vez, que su señor necesitaba una armadura nueva. Pero el tamaño de su bolsa era escasa y la vida del caballero errante daba poco oro y muchos riesgos, como bien atestiguaban las viejas heridas del caballero que a menudo Thoas rozaba con cuidado.
La ropa con la que se cubrían no era mucho mejor. Puede que hubiera sido de buena calidad cuando la compraron en la mismísima Jerusalén cuando el emperador Federico II se proclamó rey de la misma. Aquellos habían sido buenos tiempos para Thoas y su señor, antes de que Fulco el Joven fuera el nuevo rey de Jerusalén y Tierra Santa ofreciera pocas oportunidades para un humilde cruzado y su leal escudero. Ahora su ropa no era muy distinta a la de unos mercenarios sin patrón. Thoas llegó a decir que si un ladrón se hubiera atrevido a robarles sus pertenencias mientras dormían habría sentido lástima por ellos. A lo que su señor había respondido:
—Cualquier ladrón vería con sus propios ojos que nuestras armas son de buen acero y dan justo testimonio de que no recibirán con afecto a los amigos de lo ajeno.
Pero había elementos contra los que las armas no ofrecían protección alguna.
—Hace mucho frío —se quejó Thoas, tiritando pese a sus esfuerzos por no hacerlo. Las anillas de su armadura le acompañaban en el movimiento.
—Eso es porque la lluvia se ha congelado en las ramas. Y el viento que pasa entre ellas se refresca con el hielo.
Thoas asintió a las palabras de su señor mientras se reconducía su rocín para que se acercara a Raphaël. El caballo del escudero tenía mejor vista que él, pero Thoas no se fiaba de que supiera moverse por aquellas tierras desconocidas, por lo que confiaba en viajar el resto del camino a la vera de su señor.
Tampoco el escudero se sentía identificado en aquel lugar que en nada se parecía a lo que conocía. Si bien sus maltrechos ojos no le permitían apreciar las diferencias en el terreno sí lo hacían sus otros sentidos. Nada olía, se oía o tenía el sabor de su Esmirna natal, o de los territorios cristianos en Tierra Santa. Ni siquiera el sol parecía el mismo, pues no lograba calentar una piel más acostumbrada al sol de Oriente que al frío de los montañas Pirineos. Todo a su alrededor parecía gritarle que era un extraño en tierra extraña.
Los recuerdos asaltaron la mente de Thoas. Recuerdos amargos. Cuando se unió a la cruzada del emperador Federico con Raphaël, que ya llevaba más de doce años luchando contra los mahometanos en aquellas tierras, pensó que nunca más volvería a ver a su familia. Pero cuando su señor decidió regresar a su lugar de origen, aquella aldea de Lacorvilla que Thoas aún no conocía, el escudero había pedido a su señor que visitaran a su familia una última vez. Raphaël aceptó, pero todo lo que quedaba de la familia de Thoas era el padre al que tanto odiaba, muerta su madre y su hermano mayor por el hambre y la enfermedad. Un padre que le reconoció pese a los años transcurridos, pero…
—No solo te marchaste con un degenerado —le recriminó—, con el gran disgusto que supuso aquello para tu madre, que sufrió mucho hasta que la muerte se la llevó, sino que también te has convertido a la fe de Roma renegando de la de sus antepasados. Nunca un padre tuvo un hijo tan ingrato como tú. Maldigo el día en que saliste del vientre de tu madre.
No llegó a permanecer un segundo día con su padre. Un barco y un fuerte viento le alejaron de él. Nunca volvería.
Su señor le rescató de sus memorias cuando le señaló a un lado y a otro del camino. Los bordes estaban repletos de arbustos, con algún árbol aislado aquí y allá. Manchas borrosas para él.
—Son zarzales de moras —explicó el caballero—. Dulces y jugosas. En verano descendíamos el camino en busca de sus frutos que esperaban a ser recogidos. Había que ser más rápido que los otros chicos y coger cuantas pudieras, porque si eras demasiado lento los zarzales habían quedado completamente desolados y debías internarte en el monte en busca de los que no estaban a la vista.
El caballero siguió hablando de aquellos tiempos de su niñez, de cómo los chicos se esforzaban en conseguir el mayor número de moras posibles, aunque no tuvieran hambre, solo para poder enorgullecerse de tener la cantidad más grande. Después, se ponían todos alrededor de aquellos montones para aplastarlos con piedras, buscando que el jugo les salpicara por la fuerza del impacto. Riéndose a gusto en el proceso. Por la noche, en sus casas, ya no había risas: sus madres les recriminaban a quienes habían aplastado aquellos montones en lugar de llevarlos a casa. Para un campesino, desperdiciar alimento era un crimen.
—Pero cuando alguien importante como yo lo hacía, ellos también.
Después, se rió.
Thoas no compartía aquella alegría en mofarse de las decisiones de los demás. Él también había pasado hambre en su niñez y no apreciaba el desenfado con el que Raphaël hablaba de aquellos temas. Pero supuso que la niñez era distinta en Aragón a como era en Esmirna.
En aquellas reflexiones estaba inmerso cuando el caballero, al doblar una curva y contemplar por vez primera en muchos años la aldea de Lacorvilla, advirtió a Thoas sobre sus habitantes.
—Esta gente es sencilla y no está acostumbrada a ver extraños en su pueblo. Cultivan la tierra y cuidan de su ganado. Notarás rápidamente la diferencia con las ciudades de Oriente y no solo por la cantidad de gente. Son de costumbres cerradas y todo en nosotros les parecerá insólito. Quédate a mi lado y haz lo que yo haga. —Thoas asintió a las palabras de su señor y escuchó sus consejos. Como siempre había hecho—. Hay una mujer en el pueblo —añadió el caballero, con tono preocupado—, su nombre es Marcela. Han pasado muchos años y no estoy segura de que me recuerde bien... Pero no conviene correr peligros. Evita sus preguntas y también sus miradas.
—¿Por qué?
Raphaël detuvo al caballo y Thoas hizo lo mismo. La armadura dejó de tintinear y estaba tan quieta que de no ser por el vaho que expulsaba no parecía que hubiera un hombre en su interior. Una voz preocupada salió de su interior.
—Ella puede saber sobre mí. De nosotros —advirtió Raphaël—. Ya lo sospechaba hace años.
El silencio que siguió a aquellas palabras indicó a Thoas que en la niñez de su señor no había habido solo zarzas y moras.
Al aproximarse, contemplaron una figura que en pie sobre una terraza les contemplaba; la ballesta que tenía entre sus manos se mostraba letal y amenazadora. Raphaël alzó una mano llamando a la calma, pero la ballesta no dejó de apuntarles.
—Ni un paso más —bramó un hombre fornido que apareció tras una esquina. Cojeaba ligeramente al andar y llevaba un hacha en las manos—. ¿Quiénes sois?
—Buscamos al hombre que está al cargo —explicó Raphaël—. Nos han dicho que su nombre es Jimeno y es el alguacil de este pueblo.
—Está entrenado a los hombres para la batalla. Tendréis que conformaros conmigo. ¿Quiénes sois? —repitió deslizando la mano por el mango del hacha, en busca del mejor equilibrio posible.
—¡Un caballero errante y su fiel escudero! —su grito quedó impregnado de resonancia metálica al atravesar el yelmo—. Venimos a ayudaros en vuestra lucha.
El centinela frunció el ceño y los nudillos se le pusieron blancos al aferrar con fuerza el arma.
—No me habéis dicho vuestro nombre —se limitó a decir, con la misma delicadeza que la sierra acariciaba el tronco.
—Ni vos el vuestro.
—Soy Bermudo, antiguo soldado y ahora tabernero. Ahora decidme vuestro nombre —insistió el centinela, harto de que su pregunta no fuera respondida.
El caballero se quitó el yelmo, revelando el hermoso rostro que ninguna herida había logrado alterar. Thoas recogió el morrión que su señor le tendía.
—Respondo al nombre de Raphaël de Cahors, hijo del difunto Yéquera de Cahors —el escudero vio la sorpresa que aquellas palabras habían provocado en el tal Bermudo—. Antiguo cruzado y ahora un buen corvillano. Pero en cuanto acabemos con esos bandidos miserables se me conocerá como el Caballero del Invierno.
*****
Thoas se frotó las manos tratando de alejar el frío, pero ni el roce ni exhalar sobre ellas parecía suficiente para derrotar al calor. Observó cómo sus manos, que habían sostenido hacha y espada durante los últimos ocho años hasta tornarlas ásperas y duras, le temblaban de un modo que ni en batalla ni en los inviernos de Edesa habían hecho. Era un frío que ardía y le transmitía un humor de perros. Había comprobado que gruñir no servía de nada, lo que necesitaba eran unos guantes nuevos si quería conservar todos los dedos.
—No es así como me la imaginaba cuando hablabais con tanta ilusión de vuestra tierra. Hace un frío endemoniado.
Raphaël sonrió, pese a que él también padecía de frío.
—Estamos en Europa en los meses de invierno —respondió su señor dedicando una larga mirada al borroso paisaje blanco que Thoas no lograba descomponer—, lo antinatural sería el calor. —El caballero hizo una pausa significativa, frunciendo el ceño ante lo que veía a su alrededor—. Recordaba este lugar mucho más grande. Y supongo que en mis sueños lo hice titánico.
Más aún en la imaginación de Thoas que solo podía concebir las ciudades y pueblos de Tierra Santa, donde aquel abrumador verde húmedo mezclado con el blanco no bastaba para compensar la decepción de haber visto los pocos edificios de Lacorvilla. Raphaël siempre le había hablado de un lugar tranquilo. Pero más que tranquilo parecía abandonado.
—¿Cómo es ahora, en el mundo real?
El caballero entendió perfectamente la naturaleza de aquella pregunta; cogió aire y examinó el terreno, eligiendo las palabras con cuidado.
—Estamos en la cima de una inclinada pendiente, como bien habrás notado al zigzaguear durante el ascenso. Desde aquí es posible saber con un vistazo cómo es esta buena tierra. A izquierda y derecha tenemos un terreno más elevado, por lo que se diría que estamos en el centro de una gran U. Cubre este terreno una fina capa de vegetación, donde se mezclan los verdes oscuros y los marrones. Es terreno escarpado, en el que resulta imposible cultivar o sacar provecho alguno a menos que seas una cabra. Hay matorrales y algún árbol, bastantes rocas y barro donde la nieve se ha fundido en pequeños hilos de agua que no son dignos ni de llamarse arroyos. Esta zona conserva un poco de níveo pero es insignificante si se compara con el verde. Es un lugar natural, que se mantiene semejante a cómo Dios lo creó.
»Si miramos al frente vemos una amplia llanura entre boscosos montes, repleta de campos divididos por unas líneas trazadas con las rocas que han sido retiradas de estos terrenos para no entorpecer el cultivo. No te confundas, Thoas, no se trata de pequeños muros, son solo rocas apiladas, mezcladas con barro donde crecen malas hierbas. Seguramente en primavera veríamos algunas flores —añadió con tono apagado, como si lamentara que no hubiera flores que contemplar—. Pero el principal elemento del paisaje es el castillo de mi padre, que se alza solitario en un pequeño terreno elevado desde el que se domina los campos de alrededor. Solitario y mancillado, pues desde aquí puedo ver movimiento en sus almenas y en sus inmediaciones, cuya presencia es un agravio inigualable para mí. Esos albares no permanecen ociosos sino que patrullan la zona en pequeños grupos de tres o cuatro y se mantienen vigilantes. Podría afirmar sin miedo a equivocarme que la solitaria figura que hay ahora sobre la Torre Menor está mirándonos directamente —dicho aquello, su señor se desenfundó el guante de cuero y alzó el dedo corazón hacia el castillo, manteniéndolo en alto durante un buen rato. Los rotos ojos de Thoas le impidieron saber si recibió una respuesta similar desde el castillo—. Más allá de la llanura y el castillo solo hay monte salvaje, que se extiende muchas leguas hasta dar con las inmensas montañas Pirineos, imponentes, indestructibles y eternas, cuyas blancas cumbres solo pisa el cielo, pues jamás ha habido hombre alguno sobre ellas.
»Detrás de nosotros está el pueblo de Lacorvilla, donde vive esta gente que ha depositado tantas esperanzas en nuestra llegada. Con buen atino, si se me permite añadir. Sus casas son humildes y más aún sus corrales y gallineros. La mayoría de las edificaciones son de piedra, gracias a la abundancia con la que se encuentra en este terreno, con alguna casa menos afortunada construida en adobe y madera. Están unidas las unas con las otras formando una larga calle. Todas las fachadas parecen sobrias con la excepción de algún escudo en las casas más importantes. Las diferencias de estatus saltan a la vista en un espacio tan reducido. Estas últimas son también las únicas que cuentan con techo de teja. La paja reina en todas las demás.
»No hay murallas que defiendan el lugar. Y más allá, en contraste con las montañas del norte, tenemos los extensos campos llanos del sur —concluyó—. Fuente de riqueza de esta parte del Reino de Aragón.
Thoas saboreó las palabras con las que su señor había descrito el paisaje, entrecerrando los ojos, en un inútil intento por ver por sí mismo aquel lugar. Finalmente optó por cerrar los ojos y construir en su mente lo escuchado.
—No es un mal sitio, mi señor. Es modesto y está apartado. Quizá muy frío —consideró, aspirando el aire del lugar—. Pero una vez que esos bandidos sean expulsados este será un lugar tranquilo donde vivir.
—¿Ya te has cansado de aventuras, mi buen Thoas? —preguntó su señor poniéndole una mano en el hombro—. Todavía eres joven para estar cansado de las emociones de la vida.
—Mi aventura empezó hace mucho, cuando me salvasteis de la casa de mi padre. Desde entonces he visto maravillas construidas por Dios y el hombre, así como monstruos que también son hombres. Soy joven, pero no ingenuo. Las guerras que hemos vivido me han enseñado que si luchas en ellas tarde o temprano reclamarán tu cuerpo. Hemos sufrido mucho, mi señor. Dejemos de engañarnos diciendo que los desafíos del camino son aventuras. Han estado llenos de sufrimiento y hasta ahora los hemos soportado con entereza. Pero debemos dejar a un lado los sueños. Desde que os conocí no he querido ser otra cosa que un caballero cruzado, pero después de las atrocidades que he visto, de los abusos, saqueos y matanzas, creo que no puede haber mayor aspiración en esta vida que encontrar un lugar tranquilo en el que vivir —Thoas hizo una pausa, cuando se percató de que un hombre subía por la cuesta. El alguacil de Lacorvilla—. Si aquel de allí es el castillo de vuestro padre y este vuestro pueblo no se me ocurre un lugar mejor en el que estar.
Aquella estructura, que parecía tan próxima y lejana al mismo tiempo, era algo de lo que Raphaël había hablado largo y tendido durante muchos años y leguas. En el difuso horizonte se discernía un castillo con un dominio señorial a su cargo. La esperanza de no tener que vivir día a día, ni depender del mecenazgo de otros, les animaba en aquella tarea que se presentaba hercúlea.
Más aún en los últimos meses, mientras estaban alojados en la villa de Ejea, siempre atentos a las últimas noticias sobre la salud de don Yéquera, que siempre empeoraba pero nunca llegando a un estado fatal. Finalmente, hubo de morir por la espada, no por la vejez, y Raphaël pudo volver a Lacorvilla para reclamar lo que era suyo.
—Sabias palabras, mi buen muchacho. Pero aún tenemos una última batalla que librar —dijo el caballero apuntando a las figuras que se movían en las inmediaciones del castillo.
—Dos —corrigió Thoas, señalando a Jimeno, quien se aproximaba sin aparente esfuerzo para subir el último tramo de la cuesta—. A ese hombre no le gusta que estemos aquí.
—Se le prometió un castillo que es mío por derecho. Mío —subrayó—. Que se enfade cuanto quiera, pero no conseguirá nada mientras yo viva.
Entonces callaron, porque el alguacil llegó hasta ellos. Raphaël le hizo un saludo amistoso, aunque Thoas supiera bien que no era sincero. El alguacil devolvió el saludo, con el mismo aprecio que el vinagre a una herida.
«Decir que tendremos problemas con este hombre es ser generoso».
Dejó a un lado sus pensamientos cuando se percató de que Raphaël y Jimeno estaban hablando sobre los bandidos en el castillo.
—No es una vista agradable de contemplar —opinaba Jimeno—. Ver cómo los albares han ultrajado este lugar. Saber que son responsables de la muerte de gente que apreciábamos.
—Esos al-bahares deben morir —aportó Thoas—. Que los asesinos del padre de mi señor sigan vivos es una afrenta que debemos enmendar cuanto antes.
—Es albares, no al-bahares —corrigió el alguacil, con un tono de superioridad que enfureció sobremanera a Thoas—. No son mahometanos sino gente del norte, jaqueses y navarros. Su nombre viene de la palabra latina albus, por el blanco de esas pinturas que llevan en el rostro.
—Sois de los pocos hombres que oigo llamar mahometanos a los sarracenos, como ha de ser —comentó Raphaël.
Thoas se volvió hacia su señor, porque le había parecido que aquello había sido una alabanza, y le sorprendía que Raphaël hiciera algo así por un hombre que le profesaba tan poca simpatía. Aquel antagonismo había nacido aquella misma mañana, mientras el alguacil le había interrogado como a un vulgar vagabundo poco después de entrar en el pueblo; no obstante, tenía la intensidad del odio que se fragua durante siglos.
Jimeno dio breves asentimientos y cruzó las manos a la espalda, como si fuera un maestro instruyendo a sus pupilos. Thoas se fijó en que él sí que llevaba guantes para protegerse del frío.
—Vos que habéis luchado en Tierra Santa sabréis que los sarracenos son el pueblo que luchó con Saladino…
—Salah ad-Din —corrigió esta vez Raphaël, provocando una mueca burlona en el rostro de Thoas. Su señor se había percatado de que aquel hombre pecaba de una arrogancia extrema y le había dado la oportunidad de hablar de algo que seguramente no comprendía demasiado bien, por no haber luchado en Tierra Santa, esperando que cometiera un error. No había necesitado que el alguacil hablara demasiado antes de encontrar el modo de devolver la pulla al alguacil.
Jimeno se había quedado mudo, rechinando los dientes. Sin ganas de continuar por aquellos derroteros había cambiado el tema de la conversación hacia los albares y la mejor forma de luchar contra ellos. Un terreno en el que se movía con más soltura.
«Es muy fácil herir el orgullo de este hombre».
—Los dos posibles puntos de ataque son el portón que ha sido reforzado y la muralla oriental que es la más baja. Pero si ellos lograron capturar el castillo usando esos puntos se debió a que cogieron desprevenidos a los pocos defensores que había en el castillo. Dado el número de albares, tomar el castillo al asalto es totalmente impensable —pronosticó Jimeno, con voz áspera y gestos enérgicos—. Y con estos patanes como única tropa no quiero ni siquiera pensar en una incursión nocturna.
Aquellos patanes eran los vecinos de Lacorvilla, que se entrenaban en una era próxima al pueblo.
—¿No consideráis a vuestros vecinos como guerreros valiosos para defender lo que es suyo? —preguntó Thoas.
—Su ánimo sube y baja como el trigo castigado por el viento —atestiguó el alguacil—. Oyen un rumor, y se encogen asustados. Les animas con las palabras adecuadas, y se alzan como titanes. Ven unas cabezas en unas picas, y creen que todos acabarán igual. Llega un solo caballero al pueblo, y creen que todos son invencibles —enumeró todos aquellos sucesos con un profundo desprecio hacia quienes no parecían estar forjados con el mismo acero que él—. Pero lo que se mantiene inmutable es que no se puede confiar en unos hombres que están cansados de luchar aun antes de entrar en batalla.
—¿Y vos, alguacil —intervino Raphaël—, nunca os cansaréis de luchar?
—Nunca.
—¿Qué edad tenéis? —inquirió el caballero.
—Algo más de cuarenta años —respondió tras una breve pausa.
—Os hacía más joven. Tenéis cuerpo fuerte y andares vigorosos. No hay más que ver cómo habéis subido esta cuesta.
—La fuerza no es patrimonio de la juventud, sino de quienes la practican a diario. Estará conmigo el día que la necesite —acompañó las palabras con unos suaves golpes sobre el pomo de su espada.
Después, se volvió hacia el castillo, escudriñando el valle, como si fruncir el ceño fuera suficiente para hacer estallar en llamas a los bandidos que ocupaban el recinto. Ese cuerpo vigoroso que tenía el alguacil encerraba un alma violenta que esperaba impaciente el momento de ser liberada. Thoas sabía que Jimeno era la clase de hombre con la que las palabras se transformaban rápidamente en regueros de sangre. El escudero había visto muchos como él y el hecho de que fuera alguacil le hizo suponer que no era a los indefensos a quienes protegía sino a quienes consideraba útiles para sus intereses.
—Dentro de la madurez, aún sois joven —declaró Raphaël—. Yo tengo cincuenta años justos.
—Debéis tenerlos, si sois el hijo menor de don Yéquera.
Aquella declaración eran más que simples palabras. Estaban incitadas por un odio abismal.
—Lo soy, mi hermano siempre aparentó ser el joven. Fue bendecido con un rostro más agraciado. Pero cuando murió su cuerpo parecía el de un viejo y no el hombre de cuarenta años que realmente era. Ciertamente, él no fue nunca el más sano de nosotros dos. Prueba es que yo, aunque tenga este rostro surcado de líneas de edad y cansancio, todavía conserve un vigor similar al vuestro.
—Vuestro hermano murió en la toma de Zaragoza —mencionó Jimeno.
—Murió allí, pero no luchando. Las enfermedades fueron crueles con él.
—Y vos moristeis en Tierra Santa.
Raphaël se rió. Fue una risa franca, desenfadada. Sin intención de burla aunque escondiera un desdén hacia las palabras del alguacil Jimeno.
—Es obvio que no fue así. Recorrí el mar de oeste a este luchando contra los mahometanos, y a veces contra italianos y griegos cuando se hizo absolutamente necesario, sirviendo a muchos señores cristianos y sufriendo heridas graves en varias ocasiones —expuso. Acompañó sus palabras con indicaciones en los diversas partes del cuerpo donde había sufrido heridos y Thoas bien sabía que ahora solo quedaban cicatrices—. Pero nunca llegué a morir y no tengo intención de hacerlo en otros cincuenta años si es posible.
«No ahora que estamos tan cerca de conseguir un castillo», fue lo que Thoas pensó y no dijo. Era probable que su señor también pensara aquello.
—Mucho menos tiempo que ese viviremos cuando los albares no encuentren en el castillo lo que ya no está ahí.
Raphaël alzó las cejas, intrigado.
—¿A qué os referís?
—A los dineros de don Yéquera —respondió el alguacil—. Una gran cantidad de monedas que nos entregó para los herreros y otros gastos necesarios para la defensa. Fue un hombre con una innegable virtud para la austeridad. Esos dineros están en mi poder, pero no me cabe duda de que Marcela les dijo dónde estaba el dinero que faltaba.
Raphaël puso cara de disgusto al oír aquello.
—Conozco a Marcela, ella era criada al servicio de mi padre. Muy leal. También conozco a su marido.
—Marcela fue más o menos leal a don Yéquera hasta el último momento —manifestó, con un tono de voz carente de emoción—. Su marido murió hace años —se limitó a decir.
Raphaël guardó un breve silencio en señal de respeto.
—Sin ellos entre los vivos es poca la gente que recuerda al chico que recolectaba moras y arañazos con sus amigos en los alrededores del pueblo. De poco sirven los recuerdos, sin gente con quien recordarlos —se lamentó.
Thoas apreció en el tono de voz de su señor una mezcla de cansancio y melancolía, exactamente cómo un anciano hablaría de tiempos a los que desearía volver. Recuerdos impregnados con la tristeza de quien sabe que eso es imposible y aún así se carcome imaginando. Sin terminar de perder la esperanza.
Aquel lugar debía haber sido una fuente de felicidad para un joven Raphaël si evocaba aquellos sentimientos en el veterano caballero.
—Es posible que sea una buena noticia que poca gente afirme conoceros —advirtió Jimeno, con la amenaza empapando cada sílaba.
—¿A qué os referís? —preguntó, esta vez menos intrigado que molesto.
—Quizá no os convenga ser el auténtico Raphaël de Cahors. Marcela también dijo, a mí y a otros, algunas cosas sobre vos, vuestra juventud y los pecados que os llevaron a Tierra Santa en busca de penitencia —dijo con voz pausada, mirando directamente a Thoas—. Siempre fue una mujer maliciosa. Propensa a airear trapos sucios. A veces es buena idea dejar que el viento se lleve esos olores, y a quienes los provocan. —Se giró hacia el caballero—. Podemos fingir que solo estabais de paso.
Thoas no se movió pero llevó la mano al mango de su hacha. El alguacil retrocedió un paso, con los músculos en tensión y ojos de matar. El escudero calculó que podría llegar hasta él antes de que terminara de desenvainar la espada pero le preocupaba el cuchillo que el alguacil llevaba al cinto, Thoas no podría bloquearlo con nada que no fueran sus manos desnudas.
—Thoas, muchacho —interrumpió el caballero—, todavía no hemos visitado la iglesia. Ve a presentar mis respetos al sacerdote y dile que en cuanto pueda acudiré a verle —el escudero fue a decir algo, pero en ese momento el caballero agregó—: Llévate nuestros fardos.
«Los fardos, claro. Los documentos están allí. Hay mejores armas para luchar contra aquel alguacil».
La pluma es más fuerte que la espada.
Que el hacha, perfeccionó Thoas, tras mirar el arma que seguía en su cinto. Acero que también contemplaba Jimeno, todavía en tensión.
Thoas relajó las manos y asintió a su señor. Iría a hablar con el sacerdote. Aunque sintió una punzada de remordimiento por dejar a Raphaël a solas con aquel hombre.
*****
Un perro ladró en la distancia. Thoas detuvo sus pasos frente a la iglesia y se volvió hacia el monte. Escudriñó los alrededores del pueblo, buscando enemigos invisibles. La experiencia le había enseñado que los perros eran los primeros en descubrir a quienes no conocían, como los enemigos. Muchas vidas se habían salvado gracias al olfato de aquellos animales. Por eso buscaba con la vista los perros que guardaban el ganado. Aspirar a una vida en paz no suponía abandonar las viejas maneras de soldado. No era sensato.
El perro seguía ladrando.
El escudero pensaba en los albares. Aquellos bandidos que los aldeanos habían elevado a la categoría de monstruos debido a la atrocidad de sus acciones. Por lo poco que había oído en la taberna, hacía ya tres años que dejaban poblados ausentes de vida como prueba de su existencia. No mataban al ganado que no podían llevarse ni incendiaban las propiedades de los pueblos atacados, como solía hacerse durante las incursiones de castigo. Robaban lo que era de valor y mataban a los vecinos. Extraño. Y siniestro.
El perro cerró el hocico y no hubo más ladridos. Tan solo el sonido amortiguado de las voces de algún vecino.
—Maldito alguacil —maldijo mientras empujaba las dobles puertas.
La iglesia era tan fría como el exterior pero carecía de su luz. Unos pocos agujeros en las paredes que Thoas no se dignaba a llamar ventanas acompañaban a la luz de las pocas velas que había encendidas. El sacerdote no era el único que estaba en la iglesia.
Había algunos vecinos repartidos aquí y allá entre los bancos y el altar. Sentados solos o en pequeños grupos. Los bancos estaban ocupados por siluetas silenciosas entre las que se abría paso el escudero. El peso firme de sus botas resonaba en el espacio cerrado junto al tintineo de la malla. Algunos mantenían conversaciones en voz baja.
«Demasiados para un día cualquiera», reflexionó. Estaban asustados y buscaban consuelo. Un sacerdote con un gran bigote, el padre Ruderico, según le habían descrito, estaba junto al transepto, hablando con una mujer embarazada. Encaminó sus pasos hacia ellos. No les vio bien el rostro hasta que estuvo a tres pasos.
—Padre, me gustaría hablar con vos —solicitó, notando la mirada censora del sacerdote sobre su hacha. No estaba permitido llevar armas en una iglesia.
La mujer sonrió y extendió una mano blanca, más joven que el rostro de su dueña. En cambio, sí tenía una sonrisa agradable y una mirada viva. Su considerable altura, mayor que muchas mujeres, hizo que Thoas apenas tuviera que inclinarse al besar aquella mano cálida. Todo en ella parecía irradiar cariño.
—Soy Arlena, la esposa del alguacil.
La buena opinión que el escudero se había forjado en un instante con aquella mujer se tornó en frialdad y suspicacia. Ahora le parecía una muñeca bonita que ocultaba un alma fría y vengativa, igual que la del alguacil. El mal humor que le había acompañado desde que dejara a su señor con Jimeno se intensificó bajo la mirada del Cristo crucificado.
—Yo soy Thoas, escudero de don Raphaël de Cahors —dijo con un tono arrogante.
—Bajad la voz, por favor —les reprendió Ruderico—. Hay gente rezando.
—Perdonad —se excusó Arlena, pese a que ella no había alzado la voz—. Me he emocionado al ver a este valiente muchacho entrar en nuestra iglesia. Podríamos hablar en el telar. Allí no molestaremos a nadie —sugirió la mujer indicando con la mano la puerta de la iglesia—. ¿De qué queríais hablar con el padre Ruderico?
La embarazada le ofreció un brazo para que le ayudara a caminar. Thoas no dudó un momento en tomarlo.
—De la legitimidad de mi señor para reclamar el castillo de Yéquera —dijo cuando ya estaban casi en la puerta de la iglesia—. Y la invalidez de cualquier pretensión que tenga el alguacil Jimeno sobre ello.
El escudero no notó ningún cambio en el cuerpo de la esposa del alguacil. Como si lo que hubiera dicho fuera algo natural o irrelevante. Aquello le desconcertaba: que Arlena no mostrara perturbación.
La verdad era que Thoas pensaba mantener una conversación en privado con el sacerdote. Pero sopesando mejor sus acciones, o más bien dejando que el resentimiento le dominara, consideró que sería bueno que la mujer del alguacil descubriera a la par que el sacerdote y los vecinos que Jimeno no podría heredar el castillo de Yéquera. Quizá no quería hacerlo cuando había entrado, pero lo hizo.
A la mujer le faltó tiempo para cruzar la puerta y salir al exterior. Arlena desvió la vista hacia los vecinos que rezaban en el interior. Thoas hizo lo mismo y les vio agachar la cabeza. Orar al Cielo para que les ayudara era algo que se hacía todos los días pero ver al alguacil recibir un varapalo en la iglesia era algo inusual. Y los vecinos habían estado atentos a lo sucedido. Pronto aquellas pocas palabras darían para largas conversaciones.
El sacerdote abandonó la iglesia con pasos lentos y silenciosos para no perturbar a quienes se quedaron.
—Un telar, ¿decís? —se interesó el escudero—. ¿No dispondréis de unos buenos guantes con los que combatir a este frío?
No había sacado el tema de conversación en vano. Realmente le interesaba adquirir unos buenos guantes, pero, además, hablando de un tema superficial fingiría que no tenía preocupación alguna en que el tema de la herencia se resolviera en su favor. Sin embargo, o Arlena no dejaba entrever malestar alguno por las pretensiones de Raphaël o realmente consideraba aquel telar como un asunto nada superficial.
—Guantes, gorros, mantos, calcetines para el invierno… Todo lo que se pueda tejer, lo tenemos. Las mujeres trabajan muy duro y con mucha maña para sacar adelante este telar. Mi cuñado Guillén, que nos aporta la mejor lana que encontraréis, tiene uno de los mayores rebaños de esta parte del reino y nos hace un buen precio. Es parte de los ministeriales que tiene la Iglesia repartidos por Aragón. Y su esposa, Jimena, es la dueña de este telar que da trabajo a otras seis mujeres del pueblo. Los beneficios se dividen en diversas partes, de las cuales una se las lleva nuestra iglesia por habernos dejado el lugar y conseguirnos las licencias. Quienes trabajan también se llevan su tajada, en prendas o en dineros, ellas eligen cómo… —prosiguió la mujer, claramente entusiasmada por lo que decía—. Hacer ropa no es tan sencillo como esquilar y tejer. Requiere tiempo y dedicación aprender a hacerlo bien. A mí me enseñó mi madre cuando era pequeña pero desde hace…
La mujer hablaba como si no le diera importancia a que Thoas quisiera excluir a Jimeno de la herencia de don Yéquera. De todo lo que Arlena había dicho lo único que le importaba a Thoas era que Jimeno tenía una hermana que regía un telar y un cuñado con abundante dinero.
«Aunque habría que ver qué significa abundante para esta gente».
Ruderico se detuvo junto a la puerta del pequeño cobertizo colindante a la iglesia y sacó una pesada llave de hierro oxidado. La introdujo en la cerradura y los goznes de la puerta chirriaron cuando fue empujada. Thoas arrugó la nariz cuando le llegó el olor de los mejunjes que las mujeres usaban para preparar las telas.
El telar era tan frío como la iglesia y la calle, pero infinitamente más sucio. Había desechos de lana por el suelo, cien veces pisoteados. Aquella que era demasiado corta para ser trabajada había sido amontonada cerca de una de las paredes. Había una pila de agua donde se lavaba la que sí servía; la que ya estaba limpia y lista para ser cardada estaba apilada en otro rincón esperando a que se secara.
—No sé cómo pueden trabajar aquí —comentó el escudero—. Huele a…
—Huele como tiene que oler —respondió Arlena con desenfado—. ¿No queríais unos guantes? Permitidme que os elija unos apropiados.
Thoas agradeció la oferta de la mujer y vio cómo se internaba entre los montones de lana, levantando una nube de polvo que creaba columnas de luz allá donde era golpeada por el sol que se filtraba a través pequeños de agujeros en el techo. El escudero se mantuvo donde estaba, muy quieto sin querer rozarse con nada, dudando de la calidad de un producto que se fabricara en aquellas condiciones.
Quiso aprovechar aquellos momentos para planificar lo que iba a decir pero en su lugar reflexionó sobre sus últimas palabras y llegó a la conclusión de que tal vez había sido un poco brusco con aquella amable embarazada. Había dejado entrever cierto tono de arrogancia al exponer sus motivos para estar ahí y después había menospreciado lo que se hacía en aquel telar. A pesar de que Arlena regresaba con un par de recios guantes de lana para él.
—Son un presente del pueblo —dijo la mujer al ofrecérselos—. Es lo menos que podemos hacer para pagaros vuestra ayuda.
—Os lo agradezco —expresó Thoas. Quiso decir algo más, algo que le disculpara por su actitud, pero no le salieron las palabras y decidió cambiar de tema—. ¿Dónde están las mujeres? —preguntó Thoas mientras se ajustaba los guantes, le apretaban ligeramente, pero le protegerían del frío—. ¿No deberían estar aquí ganándose el jornal?
—Están en el campo, con los hombres que se están entrenando con las armas.
—¿También las mujeres se entrenan? —se sorprendió Thoas.
—Si dependiera de nosotras… —lamentó Arlena, acercándose a una silla y dejando caer su hinchado cuerpo sobre ella—. Pero Jimeno no nos lo permite, así que lo único que podemos hacer es mirar. ¿Qué opinaríais vos, o vuestro señor, si quisiéramos empuñar la espada?
—No es esa la labor asignada a las mujeres, pero si los tiempos lo exigen no veo impedimento en que ofrezcan algo de apoyo.
Arlena sonrió con simpatía.
—Eso mismo pienso yo. Tal vez vuestro señor debería comentárselo a mi marido.
—Supongo que querréis hablar de la herencia —interrumpió el sacerdote, decidido a terminar con aquella conversación que le mantenía al margen—. ¿Tenéis alguna pregunta sobre los términos del último testamento de don Yéquera?
Thoas se volvió hacia el sacerdote mientras se retiraba los guantes de las manos.
—Me gustaría verlo con mis propios ojos, y que vierais con los vuestros este documento que acredita la legimitidad de mi señor como hijo y heredero de don Yéquera —extrajo un ajado, aunque preciado, pergamino del interior de su macuto y se lo tendió a Ruderico, quien lo extendió con cuidado, como si temiera romperlo, para leerlo de inmediato—. En él se certifica la noble condición de mi señor a través de su árbol genealógico, en el que encontraréis a su señor padre: Yéquera de Cahors.
—Este documento podría haber sido falsificado —apuntó Arlena, tomando finalmente partido.
—No lo ha sido —contraatacó Thoas—, y seguro que hay más de uno en este pueblo que podrá reconocer a mi señor como Raphaël de Cahors. Veinte años de ausencia son muchos, pero no los suficientes para que haya sido olvidado.
El sacerdote intervino con actitud mediadora.
—Yo no estaba aquí hace veinte años pero tenéis razón. Hay algunos que ya me han hecho saber el gran parecido que el Caballero del Invierno tiene con el hijo menor de don Yéquera. —Thoas sonrió al oír aquello del Caballero del Invierno, él había sugerido aquel sobrenombre para su señor—. Si a eso se le suma la existencia de este documento…
—No es que tenga un gran parecido, es él —aseguró Thoas—. Estoy dispuesto a jurarlo sobre la Biblia sin temor a sufrir tormento alguno sobre mi alma.
El sacerdote asintió. Rebuscó en un bolsillo interior hasta sacar un segundo pergamino de aspecto mucho más reciente. Se lo tendió al escudero.
—La parte que parece zanjar esta disputa es la que afirma que Jimeno heredará las tierras y títulos de don Yéquera «en ausencia de herederos legítimos».
El escudero tuvo que acercar mucho los ojos al documento para ser capaz de leer las palabras. Quizá no fuera muy decoroso, pero ya era más que lo que muchos iletrados podían hacer. Sus ojos se posaron en las palabras concretas que Ruderico había mencionado.
—Circunstancia que no se cumple —aseveró Thoas con gran satisfacción mientras devolvía el pergamino al sacerdote—. En ese caso, ¿me confirmáis que todo está en orden?
El sacerdote tragó saliva, varias veces, mientras sus ojos recorrían el documento que él había escrito pocos días atrás de arriba a abajo, como si analizara cada palabra en busca de algo que quedara oculto a simple vista. Pero Thoas sabía de antemano que las leyes de aquel Reino de Aragón estaban del lado de su señor. No le sorprendió el veredicto del sacerdote.
—Quizá tengamos que consultar a un docto en leyes, para asegurarnos, pero tengo la impresión de que es así. Un hijo legítimo tiene prioridad sobre un heredero ajeno a la familia —dedicó una breve mirada a Arlena, después bajó la vista como si se avergonzara. Aquello provocó una breve sonrisa en Thoas que ocultó rascándose los ásperos pelos que comenzaban a brotar de su afeitado bigote—. Será el caballero Raphaël quien herede el Castillo de Yéquera.
*****
Thoas caminaba por las calles de aquel pueblo con el hombro derecho rozando las fachadas de las casas, en un vano intento por protegerse del viento. Con regocijo en el alma, canturreaba entre dientes una tonadilla tabernaria que los cruzados franceses solían destripar cuando bebían demasiado tras la batalla. Hacerlo le trasladaba a la cálida imagen de una silla junto al fuego y un plato de cordero con habas y alcachofas, de los de verdad, no aquella bazofia que solían servir en los campamentos militares.
Un tañido de acero contra acero a su derecha le hizo girar la cabeza hacia una irregular explanada en la que una treintena de vecinos, de edades dispares, hacían lo posible por dejar atrás su evidente torpeza en el manejo de las armas. Ahí estaban los patanes de los que Jimeno había hablado. Thoas reconocía en sus movimientos y estocadas que apenas tenían experiencia. Mas el continuo subir y bajar de las espadas; la rapidez con la que se levantaban cuando eran derribados; el frenético ritmo que marcaba aquel tabernero cojo, quien parecía un auténtico instructor con la fuerte voz de un oficial; y la entereza que mostraban al encajar los golpes daba prueba de que estaban absolutamente motivados para la lucha.
«Y cuando venzamos, Raphaël tendrá un castillo».
El caballero también se encontraba en el campo, instruyendo a un joven muchacho. Pese a la distancia, la armadura hacía imposible confundirle. Descendió la empinada pendiente y atravesó el campo, esquivando a los torpes combatientes, hasta llegar junto a su señor y el chico. Ambos manejaban espada y escudo y aunque el chico cometía errores propios de la inexperiencia Thoas supo apreciar que el muchacho tenía una destreza natural para las armas.
—¡Vigilad esas piernas! —exclamaba el tabernero a los infelices que estaban a su alcance—. Si avanzáis a zancadas con el suelo húmedo resbalaréis, ¡y antes de que podáis levantaros os habrán clavado una espada!
Raphaël se percató de la presencia de su escudero y de un empellón alejó a su contrincante con tal fuerza que a punto estuvo de perder el equilibrio. El chico regresó a la carga pero con un gesto de la mano el caballero le ordenó que se detuviera. Los dos luchadores se quedaron resollando y Raphaël se giró hacia Thoas, sonriendo mientras abría la visera del yelmo.
—¿Y bien? —preguntó el caballero. El vaho brotaba con intensidad de su boca—. ¿Algún problema con el sacerdote?
—Todo en orden, heredaréis sin problemas. Vuestra legitimidad está por encima de las pretensiones de ese alguacil.
—Como ya sabíamos —se alegró Raphaël. Palmeó el hombro de Thoas con afecto.
—Jimeno no estará de acuerdo —dijo el muchacho, metiéndose en la conversación.
Thoas se giró despacio hacia García, molesto por aquella intromisión en lo que debía ser una conversación privada. Se fijó en él con actitud crítica. Alto y delgado, de pelo corto y rostro ennegrecido.
«Y guapo —se preocupó—. Aunque con cara de tonto».
—Thoas, este es García, el hijo del carbonero, y, de lejos, el mejor luchador que hay en este pueblo.
—En eso Jimeno tampoco estaría de cuerdo —repitió Cara de Tonto, estrechando su mano sudorosa con Thoas. El apretón fue pura cortesía.
Con un gesto de la cabeza el chico señaló al alguacil, quien permanecía de pie junto a un banco de piedra, bebiendo de una bota de vino mientras observaba, con falsa indulgencia, el progreso de los campesinos. Todo en su cuerpo desprendía ira, como si le enfureciera que nada fuera como él quería. Y no debía serlo. Todos en el pueblo sabían bien que hasta hacía un día había sido el heredero de don Yéquera pero ahora, aunque todavía no hubiera hablado con el sacerdote o con su mujer, ya debía suponer que en el futuro seguiría siendo solo el alguacil de Lacorvilla. No es que aquel fuera un mal oficio, pero no era un título nobiliario.
A su lado se sentaba un muchacho herido que se ayudaba de una muleta para caminar. Thoas imaginó que aquel era su hijo Alfonso, herido por un albar durante el primer enfrentamiento. El chico era relativamente joven, de unos diecisiete años, quizá algo más, tenía el rostro algo pálido y una perpetua mueca de dolor que no lograba ocultar. Sin embargo, lo que más parecía molestarle de aquella herida era el hecho de que no podía entrenarse con los demás. Miraba las fintas y contragolpes con los mismos ojos que un mendigo babeaba ante un caldero de sopa humeante.
—No es la primera vez que oigo un comentario en ese tono —afirmó Raphaël—. El alguacil no es una persona muy querida, ¿verdad?
Dio la impresión de que García quería corroborar aquello, pero meneó la cabeza de un lado a otro, como si dudara.
—A nadie le gusta el alguacil de su pueblo, especialmente uno tan obsesionado con mantener la ley —dijo el chico, bajando la voz a cada sílaba, temiendo que le oyeran—. No es mal hombre, según como se le mire. El problema es que en su corazón no hay lugar para el perdón. Según él, mi abuelo participó en un robo con muerte al poco de que yo naciera; a día de hoy, Jimeno todavía nos lo recuerda en cuanto tiene ocasión. Mi padre ha sufrido mucho escuchando una y otra vez esa historia.
—Conocí a tu abuelo. Su campo estaba cerca del castillo y a menudo me dejaba caer por ahí con mi hermano cuando éramos chiquillos —recordó Raphaël. Frunció el ceño, cayendo en la cuenta de algo—. Esta mañana, cuando hablaba con Jimeno, hablamos un poco de tu abuelo. Pero el alguacil no dijo nada de un robo, tan solo dijo que murió.
García emitió una risa corta, ausente de alegría.
—Eso es cierto, hasta cierto punto —su mirada se desvió hasta Jimeno quien había terminado de beber y tomaba su espada y escudo—. Mi abuelo fue ahorcado, Jimeno hizo el nudo.
—Siento mucho oírlo —dijo Raphaël, colocando una mano sobre el hombro de García.
—Y ese campo es ahora propiedad de Jimeno —prosiguió García—. Don Yéquera quiso que lo tuviéramos nosotros a su muerte, cuando Jimeno recibiera el castillo. Pero si el alguacil no recibe el castillo nosotros no tendremos ese terreno —se lamentó el chico—. Seguiremos siendo pobres carboneros.
La mano seguía sobre el hombro de García. Y allí continuó mientras Raphaël trataba de consolar al muchacho.
García miraba a Raphaël como un marinero contemplaba un faro en la noche: solo se conocían de vista pero depositaba en él toda su confianza. No era difícil imaginarse qué había dentro de aquel muchacho. Chico de pueblo, pobre incluso entre sus iguales, acostumbrado al trabajo duro y a las penalidades, de repente había conocido a un hombre que había visto mundo y tenía unos conocimientos y experiencias que nunca tendría quien se quedara en un mismo lugar toda su vida. García era exactamente como Thoas había sido el día que conoció a Raphaël. Solo que el griego ya había intuido desde el principio la verdadera naturaleza de lo que acompañar al caballero significaba.
«Si este ignorante supiera…».
O quizá sí supiera. O al menos tuviera intención de saber. García estaba atento a todo lo que Raphaël decía y el modo en que asentía y fijaba sus ojos claros en los del caballero, aquella intensidad, indicaba... aceptación.
—Mi señor —interrumpió Thoas, decidido a poner fin a aquella camaradería—, deberíamos encontrar un lugar para pasar la noche. En los últimos días hemos dormido en malas posadas y un lugar caliente sería finalmente agradecido.
—Tienes razón, Thoas —concedió Raphaël, convirtiendo al escudero en el centro de su atención. Se alejó de García tantos pasos como se acercó a su escudero—. Pronto será de noche. ¿Podríamos pedirle a Bermudo que nos dejara hospedarnos en su taberna?
García se aproximó, solícito.
—Creo que no habrá ningún problema. ¿Queréis que le pregunte por vos? —se ofreció.
Thoas intervino.
—Os lo agradeceríamos. Ahí mismo lo tenéis —dijo señalando al tabernero que hacía las veces de instructor—. Id a preguntarle.
El chico ya se estaba alejando cuando Raphaël le detuvo.
—No le molestes ahora. Esperemos a que termine la instrucción.
Asintieron. Los vecinos empezaban a acusar el cansancio pero Bermudo no iba a permitirles descansar hasta que quedara satisfecho con el resultado. Lo que distaba mucho de ser pronto.
—¿Quién es ese que tira de espada como quien da de comer a las gallinas? —preguntó Raphaël.
Se refería al contrincante de Jimeno, un hombre cuyo rostro estaba salpicado de marcas de viruela que trataba de ocultar con una abundante aunque bien cuidada barba. Su boca se abría buscando el aire que le faltaba a causa del esfuerzo, revelando una dentadura en la que moldes de oro habían ocupado el lugar de tres dientes perdidos. Tenía los ojos del color de la ceniza. También el pelo, que llevaba largo aunque recogido en una coleta para que no le molestara al combatir. No podía igualar en altura a Jimeno, ni la fuerza de sus brazos, pero sus piernas eran recias en extremo, acostumbradas a largas caminatas por terrenos difíciles. Pese a su evidente torpeza en el manejo de la espada, el alguacil le trataba con familiaridad, hasta el punto de bromear con él.
—Guillén —respondió García—, el cuñado del alguacil. Es el hombre más rico del pueblo.
«El pastor», recordó Thoas.
Ambos continuaron intercambiando golpes. El pastor combatía con más voluntad que destreza y eso hacía que Jimeno no se esforzara demasiado en la tarea. Como si no viera el momento de librarse de aquel compromiso con su familiar. Al realizar un giro para evadir una torpe estocada de Guillén se percató de que estaba siendo observado y reaccionó lanzando un golpe certero a la espada de su rival. El impacto hizo que el pastor abriera el puño, liberando el mango de la espada, que se le escurrió entre los dedos. En un desesperado intento por agarrar de nuevo el arma cerró los dedos en torno al filo, haciéndose un profundo corte del que brotó la sangre.
Los vecinos se rieron a gusto del pastor.
—Rico y muerto, como no mejore —apuntó Raphaël. No debió haberlo dicho tan alto, pues el aludido le oyó y murmuró algo, observando a Raphaël. La sangre le goteaba en abundancia pero en su rostro no se había materializado el dolor, sino la cólera. Raphaël se dio cuenta y decidió evitar problemas con los que ahora eran sus vecinos—. Creo que ha llegado el momento de molestar a Bermudo. Veamos si podemos alojarnos en su taberna en los próximos días, hasta que encontremos un lugar mejor. García, ven con nosotros para que hagas las presentaciones como es debido.
El chico asintió con actitud servicial y los tres se acercaron al tabernero para que les diera cobijo aquella noche, por el camino se cruzaron con el pastor, que seguía fulminándoles con la mirada. Alzó el gesto para decirle algo a Raphaël pero dos personas lo impidieron.
García, que interpuso su cuerpo como si de un escudo se tratara, decidido a proteger al caballero; y Jimeno, quien con un gesto de negación impidió que el pastor dijera lo que fuera que pensaba. No era necesario.
Aquella tarde Thoas se percató de muchas cosas: la frustración del alguacil por haberse visto privado de la herencia del castillo estaba esperando el momento adecuado para convertirse en ira; la devoción de García por Raphaël de Cahors iba a despertar peligrosas emociones en él mismo; y la despreocupación de su señor respecto a ocultar su naturaleza iba a ser una innecesaria revelación a los habitantes de aquel pueblo.
Y ahí residía el verdadero problema.