Capítulo séptimo

La hilandera

 

Era un sol perezoso, sin vocación para el calor. El padre Ruderico había dicho que era una señal de que Dios estaba de luto por los buenos cristianos que habían dado su vida en defensa de los suyos. Muchos coincidían. La nieve se había convertido en lágrimas cayendo lentamente de los tejados y el cielo se cubría con un manto gris a imitación del ánimo de muchos vecinos. La alegría de los momentos siguientes a la victoria se había evaporado con la llegada de los tullidos y los funerales.

El luto había durado tres días.

Reunidos bajo una carpa que protegía de un agua que no caía, ni en forma de lluvia ni de nieve, los vecinos más glotones daban cuenta de las sobras que se enfriaban en los platos y bandejas. El festín era de una copiosidad que muchos solo habían podido imaginar y lo disponible superaba con creces el hambre.

Tal cantidad de comida había sido proporcionada por Guillén. El pastor se sentía culpable después de que algunos hombres, con más malicia que vergüenza, le hubieran acusado de haber hecho lo mismo que muchos otros: huir de los albares en plena lucha. No había sido, ni por asomo, el único en desertar, pero todos habían visto cómo su cuñado, el alguacil, lo había arrastrado de vuelta a la línea defensiva. Era la comidilla del pueblo. Por ello, el pastor había sacrificado a sus ovejas más gordas y gastado buenos dineros en conseguir judías para organizar aquel banquete de celebración. Incluso hubiera contratado a un grupo de juglares si Jimena no se lo hubiera impedido.

—Si quieren juglares que corran ellos a buscarlos, igual que corrieron cuando vieron a los albares.

Así que no hubo juglares, pero sí comida. Algunos habían llegado a repetir hasta en tres ocasiones y seguían picoteando mientras se enfrascaban en su conversaciones.

Era una celebración sin alegría. La mayoría de las bocas se concentraban en masticar, beber a sorbos y toser. Las risas eran breves y dejaban mucho espacio para la nostalgia. Los heridos se esforzaban en no gimotear e incluso algunos habían abandonado tempranamente aquel banquete para no perturbar oídos ajenos. El sollozo silencioso no era algo ocasional. Apenas había alguna conversación aislada entre los hombres, normalmente asociada a algún comentario sobre la actuación de uno u otro en la batalla. También se recordaban hazañas y episodios de la vida de quienes ya no estaban con ellos. Diecisiete de sus amigos y familiares ya no estaban entre los vivos. Incluida Nicasia y sus dos hijas, silenciosamente asesinadas en su casa mientras los albares se adentraban en Lacorvilla. El viudo y padre se había encerrado en su casa, negándose a ver a nadie.

El número de bandidos muertos durante el combate se elevaba a ocho; a los que había que añadir los dos que el caballero y su escudero habían dado muerte en los primeros momentos de la batalla. Diecisiete corvillanos muertos, diez albares. La victoria sabía amarga.

Era una celebración sin alegría, pero había excepciones. Jimeno bebía satisfecho por su triunfo, tratando insistentemente de convencer a Sancho el Negro para que hablara. Bermudo y un pequeño grupo de hombres que se habían destacado en la batalla bebían por los vivos, no por los caídos.

Y luego estaban las mujeres.

—¡Un brindis! —exclamó Jimena—. ¡Por las damas de fuego!

—¡Por las damas de fuego! —corearon las demás.

Las copas de las mujeres entrechocaron, derramando sidra. Una vez vacías, se dejaron sonoramente sobre las mesas.

Aquellas que «no valían ni como medio hombre» se habían comportado como un devastador tornado que hubiera dejado una estela de destrucción a su paso. Junto a los cadáveres de unos cuantos albares. Ahora nadie dudaba de la importancia que las mujeres habían tenido en el desenlace del encuentro. Menos aún en su presencia.

Forzaron un poco más la tina de sidra, que apenas les llegó para llenar un par de cubiletes. Jimena hizo ademán de incorporarse para conseguir más pero Arlena la retuvo.

—Que no cunda el pánico —exclamó la embarazada, rebuscando entre sus cosas—. He traído algo más fuerte. Orujo de hierbas, del bueno —aclaró con un guiño—. Lo guardaba para el bautizo pero hoy es una ocasión especial.

Todas se mostraron conformes y se repartieron generosas raciones de orujo. Ya habían bebido más de la cuenta, pero para ellas era una celebración especial. Y eso bien merecía unos tragos. Las copas fueron alzadas y el orujo, ingerido.

Una lengua de ardor surgió de la garganta de Jimena, que tosió con fuerza al tiempo que su rostro se enrojecía. No fue la única.

—¡Cuidado que quema! —se mofó entre leves toses Arlena, que había aguantado con cierta dignidad la ardiente bebida.

Jimena se recostó en la silla y puso una mano sobre el hombro de su cuñada.

—Nosotras bien sabemos de quemar.

—¿Quién necesita fuerza cuando tiene ingenio? —manifestó Arlena.

Una sucesión de golpes sobre la mesa le dio la razón. El ruido atrajo la atención de Jimeno. Sus ojos se teñían de fatiga.

—Absurdo —murmuró; sin embargo cerró la boca tan pronto como su hermana le fulminó con la mirada. Mejor así. Jimena era una de las damas de fuego.

—A esa pequeña deberías llamarla Furia o Amazona —sugirió una de las mujeres señalando el vientre de Arlena—. Un nombre que recuerde la fuerza y el valor de su madre.

—Y de su tía —apuntó Jimena con una sonrisa que resultó algo forzada.

Qué rápido mudaban las personas y las ideas. La semana anterior se esperaba que Arlena diera a luz a un hijo varón, para poder felicitar al alguacil por su nuevo vástago; ahora todos parecían suponer que su cuñada tendría una niña. Para colmo era Arlena la que recibía casi todos los halagos por haber sugerido usar los licores como arma; por haberse alzado en la parte trasera de aquel carro, exponiéndose ella misma y su bebé en defensa de los demás; por haber proferido aquel grito furioso, que había desatado la tormenta de fuego; por ser Arlena, defensora de las mujeres.

Y Arlena, naturalmente, se dejaba querer.

—Deberíamos tejer chaquetas con un bordado en la espalda —propuso mirando a Jimena—. Un símbolo que nos haga sentir orgullosas.

Jimena examinó a Arlena, seguramente esperaba que ella, como hilandera, fuera la que hiciera esas chaquetas que luego no iba a cobrar.

—Seguro que te gustaría una mujer en llamas —soltó Jimena, con más enfado del que pretendía liberar.

Arlena le miró sorprendida, sus ojos también bizqueaban a consecuencia del alcohol, después se endurecieron, adoptando una expresión jactanciosa.

—En realidad estaba pensando en un hombre en llamas.

Las mujeres emitieron unas sonoras carcajadas. Ninguna compartía el creciente malhumor de Jimena. Se sirvieron algunas raciones más y se continuó dando vueltas a la idea de hacer unas chaquetas, conversación en la que Jimena fue participando con gruñidos y monosílabos. Propuestas y contrapropuestas acabaron derivando en que era más importante que el dibujo representara a una mujer, y no a un hombre. Como era de esperar, no tardó quien sugirió que fuera Arlena la musa para el bordado.

«No fuiste la única que estuvo ahí —pensó con rencor— pero parece que solo te recordarán a ti».

Jimena abrió mucho los ojos. Había recordado algo.

—Raphaël nos llamó Erinias —les dijo a las demás—. Lo mencionó al poco de acabar la batalla.

—¿Qué es eso?

—Unos espectros de mujer de la época de los griegos —explicó Jimena—. Representan la venganza.

—No me gusta eso de ser un espectro —manifestó Arlena— pero sí me complace lo de la venganza. —Sonrió. Las demás también—. ¿Alguna queja a la idea de Jimena?

Las mujeres negaron con la cabeza.

—Pues queda decidido, las Erinias —sentenció Jimena invadida por una reconfortante sensación de triunfo. Se volvió hacia las mujeres que trabajan en su telar—. En cuanto podamos haremos las chaquetas, pero primero debemos terminar las tareas atrasadas, ¿de acuerdo? Bastante tiempo hemos perdido por culpa de los albares como para seguir…—una leve arcada le asaltó con agria sorpresa, el licor bebido empezaba a manifestarse de formas desagradables—…seguir gastándolo en lo que no nos dará de comer. Primero el trabajo, luego el disfrute. ¿Entendido?

Lo entendieron, era una propuesta sensata. Sin embargo, eran esas chaquetas y la victoria sobre los albares en lo único que las mujeres podían pensar en aquel momento.

—Ya veréis cuando contemos en otros pueblos lo que ha pasado aquí. Vamos a ser famosas.

—Ya lo sabrán. Las noticias así corren como las liebres.

—Eso seguro —subrayó Arlena—, pero a saber cómo lo cuentan.

Jimena tuvo otra idea brillante. Le dio otro trago al licor, que parecía afilarle la inteligencia.

—Deberíamos dejar testimonio escrito, para que esto no sea olvidado. Guillén podría hacerlo —sugirió buscando a su marido entre el grupo de hombres que bebían al otro lado de la mesa. Parecían enfrascados en algún tipo de discusión en la que los reproches mutuos iban incluidos.

—O podríamos aprender a escribir nosotras —murmuró Arlena, aunque no sonó muy convincente—. Así nos aseguramos de que sea recordado.

Una voz les interrumpió.

—Los albares mataron a don Yéquera y luego quemaron su castillo. —Jimeno, acercándose con pasos metálicos, se situó junto a las mujeres. Jimena alzó la vista hacia su hermano; la cota de malla en el pecho parecía una segunda piel—. Nadie lo olvidará.

Se produjo un incómodo silencio. Lo había dicho en un tono acusador: o bien creía que las mujeres estaban siendo insensibles, por querer hacer hincapié en una tragedia que había segado la vida de muchos vecinos y amigos; o bien acusaba a las mujeres de ser unas ingenuas, por creer que alguien podría olvidar aquello. Jimena se decantaba por lo segundo. Su hermano suponía que la Batalla de Lacorvilla y la quema del Castillo de Yéquera, obra de los cobardes albares que escaparon con vida, sería algo que pasaría a las orgullosas crónicas del orgulloso Reino de Aragón.

Por suerte, Jimena se sentía ágilmente mordaz.

—El gran Jimeno, rescatado por mujeres.

—El gran Jimeno, rescatado por su mujer embarazada —matizó una vecina.

—Dicen que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer —aportó otra.

—Quizá deberían decir que hay un gran hombre delante de una gran mujer —respondió Arlena—. Tapando.

La cara del alguacil era prueba evidente de que se había llevado una herida donde más le dolía: su orgullo. Pero en lugar de responder a aquello se volvió lentamente hacia su hermana, acercándose a su oreja.

—Necesito tu ayuda —musitó en un hilo de voz.

«Esta sí que es buena».

—¿Qué has dicho? Con este jaleo de mujeres victoriosas no hay quien oiga a su propio hermano —se mofó Jimena. Jimeno le miraba con ojos de alguacil, pero ella no se dejó amedrentar—. ¿Y bien?

—Necesito tu ayuda —repitió Jimeno con la mayor dignidad que pudo.

—Ya te la dimos —respondió Arlena—. Aunque la rechazaste, una y otra vez. Por cierto, de nada.

No había alegría ni agradecimiento en la sonrisa que Jimeno le dedicó a su mujer, ni en la que lanzó a todas.

—Este es otro asunto —dijo Jimeno con un tono muy serio—. Muy grave —enfatizó—. Quiero que el Negro reconozca lo que vio durante la batalla. Con el caballero.

El rostro de Jimena se serenó. ¿De qué habla?, preguntaba alguna despistada, pero la mayoría callaban con sabia cautela por conocer algunos detalles sobre el asunto. La hilandera dejó el cubilete medio vacío sobre la mesa con calma, emitiendo un largo suspiro y cruzando sus ojos con los de su hermano.

—Ah, eso.

 

*****

 

El Negro bebía para calmar sus nervios. No era para menos; a su izquierda estaba Jimena, grande, incluso comparada con un hombre, de manos fuertes acostumbradas al trabajo, un conocido carácter que acostumbrada a dar órdenes y algo de alcohol en el estómago; a su derecha estaba Jimeno, del que podría decirse lo mismo, con el añadido de que iba armado.

Quienes seguían comiendo y bebiendo no parecían haber reparado en el pequeño trío que conversaba algo apartado de los demás. El carbonero estaba completamente solo entre los dos hermanos.

Jimena no creía que su hermano necesitara su ayuda para convencer a Sancho de que hablara, le dio la impresión de que el carbonero preferiría decir lo que se le pidiera y así poder estar en cualquier lugar menos ese. Pero siempre se decía que las apariencias engañan, y Sancho, pese a su evidente deseo de que le dejaran tranquilo, no soltaba prenda.

—Todo ocurrió muy rápido —se excusó el Negro—. Tú dices una cosa, el caballero otra y lo único que sé seguro es que yo estuve luchando allí. Todavía me duele el brazo de golpear con la maza.

—De golpear al aire, querrás decir —increpó el alguacil.

El problema era evidente: se llamaba Jimeno. Su hermano le había dicho que Sancho no parecía dispuesto a colaborar, lo que traducido al lenguaje del alguacil equivalía a decir que el Negro mentía. Pero la hilandera se percató de que gran parte del nerviosismo del carbonero se debía al miedo. Aquel hombre escuálido se sabía en la incómoda posición de estar entre dos hombres de poder; por un lado estaba Jimeno, el eterno alguacil de Lacorvilla y conocido por su severidad; por el otro, el caballero llamado a heredar el título de don Yéquera. Era este último el que más preocupaciones parecía dar a los pensamientos del carbonero y Jimena supo que Sancho había mantenido con Raphaël una conversación muy similar a aquella. Probablemente en unos términos similares de desdén y soberbia.

—Hermano, Sancho se comportó como se esperaba de todos los buenos vecinos de este pueblo. —A Jimeno pareció desconcertarle que su hermana hubiera hecho tal halago del Negro, pero un gesto de la hilandera bastó para que no interviniera. Exactamente lo que Jimena quería—. Luchó por los suyos. Es más, si mal no recuerdo le diste a ese albar, el que había atravesado la línea, antes de que te derribara al suelo —«Yo no estaba allí cuando pasó, pero bueno…»—. No es culpa tuya que el otro tuviera más experiencia. Al fin y al cabo, Sancho, tú eres carbonero, no soldado.

«Sancho no es idiota, sabe que le estoy lisonjeando». Sin embargo, el Negro sonrió con timidez y asintió agradecido.

—Me salvaste la vida —le dijo a Jimeno—. Yo estaba en el suelo y ese albar estaba a punto de matarme cuando tú le mataste. Gracias.

Jimeno le puso una mano sobre el hombro a Sancho. El gesto fue algo forzado y la rigidez de su rostro no mostraba convicción, tampoco fue del agrado del Negro que hizo amago de apartar el hombro.

—Vi que necesitabas ayuda y te la di sin dudarlo. Es lo que los vecinos hacemos unos por otros —añadió, algo más cómodo con aquellas palabras—, nos cubrimos las espaldas. Si uno de los nuestros cae, le tendemos la mano. Si nos peleamos con él, nos disculpamos. Si uno necesita unos calcetines, se los damos.

El Negro ahora irradiaba vergüenza. Bebió con calma y Jimena siguió la dirección de sus ojos hasta los flamantes calcetines que Sancho tenía en los pies. Los reconoció de inmediato. Arlena le había pedido a su cuñada que los tejiera. Bien recios, había especificado la alambiquera, que no les cueste a los pies entrar en calor. Jimena había supuesto que eran para alguno de sus sobrinos, pero ahora que los veía en los pies del carbonero se sintió engañada. No los había cobrado. No obstante, aquel gesto generoso de Arlena estaba siendo bien aprovechado por Jimeno. La hilandera decidió meter baza.

—Si un extranjero ataca a uno de los nuestros, salimos en su defensa —le dijo a Sancho—. Los corvillanos nos cubrimos las espaldas.

—No hay arma más poderosa que la verdad —apostilló el alguacil. Sancho dio otro trago a su bebida—. ¿Recuerdas lo que pasó después de que yo matara a ese albar?

—Yo estaba en el suelo y… la lucha siguió.

—Eso es un poco ambiguo —le acusó Jimeno. «Calma, hermano, no lo estropees»—. La lucha siguió, sí. Pero hubo quienes lucharon con los nuestros y quienes lucharon contra los nuestros. Puedo aceptar que estés algo confundido, pero no que niegues por completo lo que es evidente —«Ya estamos», se desesperó Jimena—. Ese hombre empuñó su espada contra mí y si estoy vivo es porque soy mejor luchador que él, y si sigue vivo es porque también soy mejor hombre que él. Todos debemos responder por nuestros actos —sentenció.

Sancho fue a responder algo, poco agradable a juzgar por su mirada, pero Jimena intervino para evitar que la situación empeorara.

—Lo que mi hermano quiere decir es que debe haber justicia para mantener este mundo como debe ser. Si no existe el castigo no habrá freno a los crímenes. Jimeno tuvo suerte aquel día —no fue suerte, parecía decir la larga inspiración de Jimeno— pero quizá mañana no sea así.

Se produjo un largo silencio que el carbonero aprovechó para echar otro trago, los hermanos le imitaron pese a que Jimena no quería seguir bebiendo, notaba una agria sensación en el fondo de su garganta. El Negro dejó el vaso sobre la mesa.

—Una cosa es lo que tu hermano quiere decir, otra muy distinta es lo que dice. Yo solo os vi luchar —admitió volviéndose hacia Jimeno, cuya boca había dibujado una leve sonrisa de triunfo— pero no sabría decir qué es lo que realmente vi. El caballero estaba herido, acababa de caer del caballo y es posible que estuviera confundido; quizá te confundiera con un albar, al fin y al cabo, tú llevabas la misma armadura que ellos. —Dio un suave toque con el dedo al pecho del alguacil, que tintineó por el contacto. El párpado de Jimeno también se agitó, incómodo por aquel irrespetuoso roce, y emitió un gruñido acompañado de un fuerte olor a alcohol. «Todos hemos bebido mucho», se preocupó Jimena—. Eso no es un crimen, es un error; su único castigo debería ser una disculpa.

—¿Un error? —explotó Jimeno—. ¡Nada de lo que hace ese hombre es un error! Aparece tras la muerte de don Yéquera, afirma ser su hijo…

—Es su hijo —interrumpió Sancho— tiene un documento que…

—¡Falso! —cortó el alguacil con un golpe en la mesa—. Nos engaña a todos haciéndonos creer que ha sido un valiente caballero en Tierra Santa y la única conquista que parece haber conseguido es el culo de ese escudero suyo. Pero, vosotros —apuntó con el dedo a Sancho—, incrédulos ignorantes, en cuanto le veis venir, con ese caballo que tiene más años que Matusalén y esa armadura roñosa que no protegería de una bofetada, le adoráis como si fuera un salvador enviado por el Altísimo. ¿Le viste luchar en la batalla? Yo, no. Todo lo que hizo fue atacar a un par de albares desprevenidos, ¡y porque no le quedó más remedio! Es más, desde la plaza vi que fue su escudero quien acabó con uno de ellos, cuando estaba a punto de matar a su señor. Después, huyó a esconderse detrás de las líneas y la única vez que volvió a empuñar la espada fue cuando la utilizó contra mí. ¡Contra mí! —Dio otro golpe, haciendo saltar los restos de comida—. Eso no es una confusión. No estaba desorientado por el golpe que se dio al caer del caballo. Sus ataques no tenían nada de confusión, fueron intencionados.

Al otro lado de la mesa, las damas de fuego estaban muy atentas a lo que sucedía. Todos lo estaban. La discusión se había convertido en el tema de interés y la tensión se respiraba en el frío aire. Todo el mundo parecía contener el aliento, unos con preocupación, otros con evidentes y poco pacifistas ganas de ver cómo acababa aquello.

—La violencia no sale de la nada —argumentó Sancho—: necesita una provocación. El hombre que tira la primera piedra es el que se está defendiendo. Lo que yo vi no es todo lo que pasó entre vosotros, y si no conozco toda la historia no puedo hacer un juicio honesto sobre lo que pasó. Lo único que sé es que vino a salvarnos, y su presencia fue suficiente para darnos las fuerzas que necesitábamos.

—No fueron los caballeros los que nos salvaron —replicó Jimeno poniéndose en pie, Sancho pareció encogerse bajo la sombra del alguacil—, sino el valor de los corvillanos.

—¡Y las corvillanas! —gritó Arlena desde la otra mesa—. ¡No lo olvidéis!

—No lo haremos —gruñó Jimeno sin volverse.

Jimena se percató de que Sancho parecía más nervioso que enfadado, como si estuviera desesperado por buscar una forma de defender al caballero.

«Ahí está la clave. ¿Por qué?». ¿Por qué ese carbonero se esforzaba en proteger a Raphaël? Si aquel extranjero heredaba el castillo el testamento de don Yéquera quedaba roto. Jimeno no sería señor y Sancho no tendría las tierras que una vez fueron de su padre. A menos que hubiera llegado a algún tipo de acuerdo con el caballero…

—¿Te has dejado sobornar por Raphaël? —le preguntó al carbonero—. ¿Te ha prometido las tierras de Jimeno a cambio de tus mentiras serviles?

Ambos, Jimeno y Sancho, volvieron la cabeza hacia la hilandera. El uno, confuso; el otro, confuso y ofendido. Las palabras le habían salido precipitadamente de la boca, y Jimena pensó durante un instante que había cometido un error, pero pronto las mejillas de Sancho fueron adoptando un color enrojecido y la hilandera supo que había dicho las palabras correctas.

—¡No son las tierras lo que me interesa!

O tal vez no lo hubieran sido. No obstante, Jimeno supo cómo seguir atacando desde aquel punto.

—¡Ah! Pero hay algo, ¿verdad? —indagó el alguacil—. ¿Qué ha podido ofrecerte que quieras tan desesperadamente como para estar dispuesto a mentir? ¿Honores? No, eso no. No es para ti, es para tu hijo. —Un involuntario gesto del Negro le sirvió para saber que se estaba acercando—. Algo quieres que le dé, ¿me equivoco? No, tampoco. Es algo que no quieres que le dé. —Jimena pudo sentir cómo la cólera crecía en el interior de Sancho, como nunca antes la había visto. Años y años padeciendo una vida desgraciada y soportando las burlas ajenas, especialmente las de Jimeno, había hecho suponer que el Negro aguantaría cualquier cosa. Era uno de esos hombres que llegaba a ser admirado por su capacidad para recibir golpes. Alguien a quien golpear sin consecuencias. «Y, sin embargo…»—. ¡Oh!, te preocupa lo que se dice por ahí. Los rumores te carcomen. Los rumores, lo que dicen a tus espaldas, lo que te susurra la cabeza. No solo soy mejor hombre que Raphaël, también soy más hombre —remató.

Sancho era puro odio; no obstante, todo lo que podía hacer era bufar como un toro a punto de embestir y detestar a Jimeno como si su mirada fuera capaz de hacer estallar al alguacil en llamas.

—Jimeno —le susurró su hermana. Si aquello seguía por ese camino no iba a resultar beneficiosa para nadie; suficiente sería conque la situación no empeorara—. Tranquilízate, estoy segura de que todas esas cosas tienen una explicación.

Pero el alguacil no iba a soltar la mordida.

—Sabes que estoy en lo cierto, Negro. El caballero ha venido a corromper a nuestros chicos, especialmente a los más guapos. —Se inclinó hacia Sancho, cuyo color de piel había pasado del negro al rojo furia. Esta vez fue su dedo el que golpeó el agitado pecho del carbonero—. Tú lo viste, ¿no? Viste cómo me atacó. —Otro golpe—. Yo acababa de salvarte la vida y ese desgraciado, ese corruptor de muchachos que dice haber luchado en mil guerras pero apenas hizo nada por nosotros, empuñó su espada contra mí, y tú tuviste que verlo. —Otro golpe—. Se dio cuenta de que lo habías visto, así que te ofreció un trato. Seguramente te ofreció riquezas, pero pronto descubrió qué era lo que de verdad querías. Igual que nosotros. —Su tono se había endurecido hasta adoptar la actitud del alguacil—. Por eso ahora nos dices que no ocurrió lo que sí ocurrió: estás mintiendo. Eso no te conviene, Sancho. No. Los dos sabemos de qué poco les sirve a los de tu familia defenderse con mentiras. No hay arma más poderosa que la verdad pero, ¿qué me dices de las apariencias? ¿Acaso no pueden enmascarar la verdad? ¿No son la fuente de tus temores? Tu padre era un ladrón asesino; tu madre, la vieja puta de don Yéquera; y tu mujer, una bruja. Has tenido que vivir con eso toda tu vida, y ahora tu hijo…

Se mirara como se mirara, aquello habían sido palabras mayores. Acusaciones. Insinuaciones. Amenazas. Aunque Jimena fuera consciente de que Sancho era un hombre de naturaleza tranquila no se sorprendió de la violenta reacción del carbonero. Dio un golpe contra la mesa que bien podía haberle partidos los dedos y se puso en pie, la silla cayó al suelo con un crujido.

Los dos hombres se quedaron mirándose frente a frente, con Sancho alzando la cabeza tratando inútilmente de igualar al alguacil en altura.

—No son las tierras lo que me interesa. Puedo vivir sin ellas. Año tras año he seguido vivo pese a tus intentos por acabar conmigo, cobarde.

—Vigila esa boca, Negro. Esas falsas acusaciones no te…

—¿No fuiste tú quien derribó mis carboneras, ¡dos veces!, el invierno pasado? ¿Quién sino el gran Jimeno habría tenido la fuerza de cargar con aquel jabalí que maté y arrastrarlo hasta terrenos de don Yéquera, donde yo no podía reclamar la pieza, mientras regresaba con mi hijo? ¿Cómo es posible que los zapatos que remiendo una noche estén agujereados por la mañana? ¿Por qué tu cuñado nunca me ha dado trabajo cuidando de esas ovejas que no para de perder por tener demasiadas? Tú eres el responsable de todos mis males. Haría cualquier cosa por conseguir que seas tú quien responda ante la justicia —escupió Sancho. ¿Dónde estaba el carbonero sumiso?—. ¡Eres un criminal! Mataste a mi padre aunque sabías que era inocente. Necesitabas un culpable que mostrar a don Yéquera, ¡uno cualquiera! Y escogiste al más indefenso.

El alguacil aguantó con falsa indiferencia aquellas acusaciones, e hizo un gesto de desdén con la mano para dar a entender que les daba la misma validez que a la palabra de un converso.

—¿Y qué vas a hacer para probar esas mentiras, miserable? —le increpó dándole un empujón.

Jimena emitió un gritito ahogado para advertir a su hermano.

En el pueblo había una razonable creencia de que acabar con Jimeno era algo casi imposible. Había luchado en guerras en el sur y en el oeste, acompañado al rey Alfonso I el Batallador en los lugares donde la muerte se había llevado a muchos hombres, y eso había reforzado su fama de guerrero superviviente. En el reciente combate contra los albares había demostrado que era letal con la espada y que por muy diestros que fueran sus enemigos él sabía cómo asegurarse de que él no fuera el muerto. Nadie le podía igualar. En aquel momento, lo único en lo que Sancho superaba a Jimeno era en furia. Y cuando se tiene en la mano un cuchillo la furia es suficiente.

Un cuchillo, por herrumbroso que estuviera, podía atravesar la carne de un hombre fornido y hundirse en ella hasta provocar una terrible herida por la que pudiera escaparse la sangre y la vida. Un corte en el cuello suponía muerte en unos instantes; clavado en el corazón impedía que dejara de latir inmediatamente; y hundido en los intestinos, que era donde Sancho apuñaló, conducía a una lenta y dolorosa muerte. Pero cuando se lleva una armadura un cuchillo no es suficiente.

La hoja del cuchillo, todavía goteando grasa de la comida, golpeó con extraordinaria violencia la tripa del alguacil. La punta se dobló levemente antes de partirse y el resto del cuchillo se desvió hasta dar con el descubierto antebrazo de Jimeno, haciendo un profundo corte en él. El alguacil fue a decir algo, o tal vez emitir un gesto de dolor, pero en su lugar el contenido de su dolorido estómago empezó a brotar de su boca.

—¡Puaj!

Sancho agitó el cuchillo en el aire en repetidas ocasiones, cortando los brazos que el alguacil alzaba desesperadamente para defenderse de los ataques.

—¡Mataste a mi padre! ¡No tenías pruebas de nada! El gran Jimeno. ¡Él lo sabe todo!

Dos nuevos tajos alcanzaron los brazos de Jimeno, ya cubiertos de sangre. Jimena finalmente reaccionó y de un único movimiento alzó la mesa por los aires, derribando a los dos hombres y poniéndola entre ellos. La vajilla cayó estrepitosamente contra el suelo, fragmentándose con gran estruendo en cien pedazos. La fuerza de su actuación hizo que Jimeno se cayera hacia atrás y todo lo que su hermana pudo hacer fue frenar la caída. El golpe que se dio en la nuca dolió de solo verlo. Sancho también había perdido el equilibrio, pero logró recuperarse, listo para atacar de nuevo. Aquello sacó a los vecinos de su abstracción, que empezaron a aproximarse para detener la pelea.

—¡Te mataré, Negro! —balbuceó Jimeno desde el suelo. Parte de la comida ingerida le escurría por la barbilla—. ¡Te colgaré por esto!

Los vecinos rodearon al alguacil, ofreciendo diez manos para ayudarle a levantarse. Sancho se detuvo a mitad de su ataque, consciente de que no podría llegar hasta Jimeno. Dio un único paso atrás antes de darse la vuelta y echar a correr.

—¡Arrestadlo! —gritó Jimeno.

Su dedo señalaba la insignificante figura del carbonero que se alejaba a toda velocidad.

—¡ARRESTADLO! —ordenó Jimeno poniéndose en pie. Había dejado dos pequeños charcos de sangre en el suelo—. Dejadme en paz, ¡estoy bien! —espetó a quienes intentaban ayudarle. Su vista siguió a Sancho, que seguía corriendo como si le persiguiera el diablo—. ¡Debería haber dejado que el albar te matara!

El Negro desapareció tras el muro de una casa y Jimeno miró a su alrededor hasta ver el cuchillo ensangrentado con el que Sancho le había atacado. Su sangre. Pese al gesto de dolor se examinó los cortes de los brazos y frunció el ceño antes de cerrar el puño en torno al pomo de la espada.

—Aún puedo empuñar la espada —murmuró. Se volvió hacia su mujer, que observaba boquiabierta la sangre de su marido esparcida por el lugar—. Ponme unas vendas, ¡rápido!

Arlena empapó unos trapos limpios que no habían usado como servilletas en un licor transparente y envolvió los brazos de su marido. Se tiñeron de inmediato de rojo.

—¿Qué pretendes? —preguntó con gran preocupación.

—Voy a cazar al Negro.

 

*****

 

Nada más empujar las puertas de la iglesia Jimena se dio cuenta de que reinaba el silencio absoluto. No había vecinos en su interior. Durante los últimos días, en sus regulares visitas para atender a los heridos de la batalla, algunos de los cuales habían acabado sumándose a los muertos, la atmósfera había estado envuelta en el leve aunque punzante quejido de los que sufrían. Ahora solo había paz.

La hilandera vio al padre Ruderico junto al altar, sumido en el mismo silencio sepulcral que su iglesia. Aproximándose con pasos tranquilos, Jimena tuvo tiempo de reflexionar sobre lo que el sacerdote contemplaba con pesadumbre. Había dos toscos féretros sobre el altar. Dos.

—¿Quiénes han muerto hoy? —preguntó en un hilo de voz cuando estuvo lo bastante cerca.

Ruderico se pasó dos dedos por el bigote mientras exhalaba un largo suspiro.

—Lucas, el carpintero. —Jimena se fijó en la más inmediata de las cajas. «Eso explica que los ataúdes parezcan tan vulgares»—. Y también el joven Thoas.

La hilandera chasqueó la lengua al oír aquello. A Jimena nunca le había caído en gracia Lucas, por no decir que sentía una grata sensación de alegría por su muerte. Todos en el pueblo sabían que pegaba a su mujer, algo que Arlena no cesaba de recordar a su marido. Habían sido muchas las ocasiones en las que Jimeno había tenido que acudir a casa del carpintero para que cesaran los gritos y los golpes, pero poco más podía hacer el alguacil más allá de mantener retenido un tiempo a Lucas y recordarle, a modo de amenaza, que si algún día se le iba la mano en exceso y mataba a su mujer habría consecuencias.

—Murió entre dolores —explicó el sacerdote—. Creo que tenía algún hueso roto que le punzaba. No podía estarse quieto y eso le provocaba más dolor. No sé si hay peores formas de marcharse.

No era Lucas alguien que Jimena apreciara en absoluto; sin embargo, el carpintero había sido uno de los suyos y había entregado su vida en defensa de los demás. Para Jimena aquellas dos características tenían gran peso para ser merecedor de unas pocas muestras de respeto y agradecimiento. Al menos, en público.

—Pobre Lucas —se limitó a decir. La verdad, no sabía qué más decir de aquel puerco.

—Era un gran hombre —susurró Ruderico.

—Lo era —«Un cabrón».

—Tenía sus más y sus menos, claro. Bien lo sabemos.

—También es cierto —«Le pegaba para olvidar lo miserable que era».

—Sin embargo, todos somos humanos. Cometemos errores.

—Amén a eso —«Seguro que arde en el Infierno».

—Pero no se merecía morir entre dolores.

—No, padre. No se lo merecía —«Es poca pérdida que ya no esté».

—Tendré que decírselo a su viuda.

Jimena no supo decir cómo se lo tomaría; mal, seguro; muy mal, era poco probable. Había ocasiones en las que la pérdida de alguien cercano podía traer algo bueno. Se guardó de hacer ningún comentario al respecto y se centró en el otro difunto.

—¿Y el muchacho? ¿Cómo murió? —quiso saber Jimena.

—En silencio. Si tenía dolores no dio prueba alguna de ello. Esta mañana abrió los ojos unos instantes, había confusión en ellos pero ningún miedo. Don Raphaël estaba a su lado —aquel don molestó sobremanera a Jimena. El futuro aún no estaba decidido, menos aún después de que gran parte del pueblo hubiera aceptado, o al menos reflexionado, sobre la actuación del caballero en la batalla— y el chico trató de decir algo, pero lo único que hizo fue toser. Pasados unos instantes volvió a cerrar los ojos, creí que se recuperaría... —Ruderico puso una mano sobre el ataúd y añadió—: Un chico firme, endurecido por la vida.

«Valiente era, eso no se lo negaré. Pero hubiera tenido una vida más larga si hubiera escogido mejor su profesión y quién se la enseñó. Mi hermano tiene razón, el caballero es más fachada que alma».

Jimena se volvió hacia Ruderico. ¿Era una lágrima lo que caía por su mejilla?

—¿Dónde está su amo?

—El caballero se ha marchado.

—¿Marchado? —se sorprendió la hilandera—. ¿Cómo que se ha marchado?

—Cuando Thoas dejó de respirar se sintió muy afectado y salió de la iglesia. —Hizo una breve pausa y añadió—: Creo que ha ido al monte.

Jimena gruñó con desagrado.

—¿Ha dejado aquí al chico solo? —Aquella era una oportunidad inmejorable de meter baza—. ¿Qué clase de persona abandona a quien le ha seguido fielmente hasta la misma muerte? No sé qué debemos esperar en este pueblo de un hombre así en los años que están por venir. No es en absoluto como don Yéquera. No se parece en nada a como era el anciano señor —recalcó. El largo silencio de Ruderico confirmó que Jimena había dado con las palabras correctas, el sacerdote estaba reflexionando. Le dejó unos instantes antes de continuar—: Habéis dicho que ha ido al monte, ¿por qué razón? —El sacerdote se encogió de hombros; pero Jimena sí tenía una idea aproximada de dónde había ido. También intuía qué había ido a hacer allí—. Mi hermano también está por la Carbonera. Supongo que os habéis enterado de lo que ha pasado con Sancho el Negro. —El sacerdote asintió. Claro que lo sabía, en el pueblo no se había hablado de otra cosa durante toda la tarde—. Él sí que es un hombre de palabra, y no se esconde detrás de nadie. Pese al brutal ataque del carbonero ha empuñado la espada y ha jurado traer de vuelta al Negro para que se enfrente a la Justicia. Él solo. No necesita enviar a escuderos para que hagan sus deberes; don Yéquera sabía bien eso y nos confirmó la gran estima que tenía por Jimeno cuando le nombró su heredero.

—Los hijos tienen preferencia sobre los herederos designados —expuso Ruderico.

«Los auténticos hijos».

—Eso no os lo discuto, pero sí os diré un par de cosas: primera, no estoy segura de que realmente Raphaël sea hijo de don Yéquera, por muchos papeles que afirmen que lo sea y muy parecido que sea con el auténtico Raphaël; y segunda, que haya decidido volver cuando don Yéquera estaba muerto no hace sino confirmar las sospechas de que el buen anciano no deseaba que ese sodomita heredera su castillo. —El padre Ruderico se estremeció, nervioso—. Aún tengo una tercera cosa que deciros: de nada sirve que herede el castillo si no podrá tener hijos, hace falta una mujer para eso.

Estaba dicho. Por si Ruderico tenía alguna duda sobre lo que pensaba Jimena, y con ella gran parte de los corvillanos, sobre el caballero Raphaël y su forma de vida, había quedado tan claro como el agua de un manantial.

Sin embargo, el sacerdote se limitó a decir:

—Todavía está por ver si concibe un hijo dentro del matrimonio. El tiempo lo dirá.

Jimena cerró los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas.

—Venía a buscar sensatez. —Lo dijo con profundo desprecio. Después, más sosegada, optó por rebajar su tono—: Y consuelo, mi hermano podría estar en peligro por cumplir con su labor. Ciertamente lo está. Pero parece que esta iglesia no es el mejor lugar para aliviar mis propias penas —sentenció—. Hoy, no.

Sin esperar respuesta del sacerdote, encaminó sus pasos hacia la salida de la iglesia, con más prisa de la que había empleado al entrar.

—Rezaré porque ambos vuelvan sanos y salvos —dijo Ruderico a su espalda.

Jimena volvió la cabeza.

—Os lo agradezco. —Después, salió de la iglesia.

De camino a casa no estaba muy segura de cómo sentirse. Furiosa, desde luego. Pero, ¿furiosa con quién? ¿Con Ruderico, por ser más terco que una mula, haciendo daño a la causa de su hermano, que era como decir a su propia causa? ¿Con ese maldito Raphaël por haber estropeado la primera cosa buena que les pasaba en mucho tiempo? ¿Con Sancho por haber antepuesto su odio al bien común? ¿Qué mejor señor para Lacorvilla que el hombre que les había cuidado todos aquellos años y había sido fundamental, vital, en la defensa y supervivencia del pueblo y sus vecinos? Claro que estaba furiosa. Pero la culpa de aquel sentimiento recaía sobre más de uno.

Se detuvo en medio de la calle nevada, dejando que el tibio sol iluminara su rostro durante unos instantes, buscando un momento de relajación que estaba tardando demasiado en llegar; en cambio, el frío que le ascendía por los pies se propagaba rápido. Apenas había reanudado la marcha cuando alguien chistó a su espalda.

—Ah, Arlena —saludó Jimena mientras le ofrecía una mano a su embarazadísima cuñada. ¿Cuánto era posible que su barriga se hinchara antes de dar a luz? Parecía que iba a reventar en cualquier momento—. ¿Qué haces?

—Ir a casa. He estado un rato en la Erica después de la comida, ya sabes, con mis pensamientos; pero el frío es mortal y cargar con este peso —indicó señalando a su hijo no nacido— no es mucho mejor. Tu casa está más cerca, ¿podríamos ir ahí?

—Eso ni se pregunta.

Las dos mujeres dirigieron sus pasos hacia la casa de la hilandera. Procuraron evitar los corros más abundantes de nieve así como los charcos en los que se había fundido, provocando que la piedra fuera resbaladiza. Últimamente había muchas cosas que podían matarte en Lacorvilla. Tras ascender por una cuesta, la misma por la que habían dejado caer el carro hasta bloquear a los albares y en la cual aún podían verse los rastros de la batalla, como marcas de fuego, siniestras manchas rojizas y golpes en las paredes, Arlena preguntó:

—¿Se sabe algo más?

—Lucas ha muerto. Sufrió mucho —añadió.

—¡Oh! Vaya, bueno…no puedo decir que lo sienta, creo que Blanca estará mejor sin él. Pero sí lo siento por Lucas. Nadie se merece morir así.

«Puede que algunos sí». Pero no estaba pensando precisamente en el carpintero.

Llegaron a la puerta de su casa y Jimena la empujó: en el pueblo nadie solía cerrar las casas. Las dos mujeres se sacudieron la nieve de los pies, que les había llegado hasta los tobillos y entraron al cálido interior. Alguna de sus sobrinas había echado más leña, que el fuego devoraba con fuerza, manteniendo una agradable temperatura que las mujeres agradecieron. Pero no había nadie en su interior. La hilandera le ofreció una silla a su cuñada y dispuso una segunda para ella. Dos pares de manos se colocaron cerca de las llamas en busca de calor. Arlena miraba fijamente el fuego.

—No era Lucas por quien preguntaba —dijo—. ¿Sabes algo de Sancho?

Jimena negó con resignación.

—Todavía no. Pero estoy segura de que mi hermano dará pronto con él —aseguró—. El carbonero conoce bien esos montes, pero Jimeno es un cazador nato.

El alguacil se había obcecado en ir solo y quizá, seguro, aquello preocupaba a Arlena. Su cuñada le había asegurado que Jimeno era perfectamente capaz de lidiar con el carbonero y traerlo a rastras; sin embargo, había algo en lo que Arlena todavía no había caído: García, el hijo del carbonero, también estaba desaparecido. Aquel mozo era infinitamente más peligroso que su padre, pues había demostrado ser diestro con la espada. Ser guapo no era la única razón por la que el caballero le había hecho su preferido. Tan pronto como Jimena se había dado cuenta de su ausencia había enviado a su marido, y un numeroso grupo de hombres para que le protegieran, con el propósito de ayudar a Jimeno. La hilandera no sabía si decirle aquello a Arlena, podía ser tanto fuente de alivio como de preocupación, y mientras se decidía, la alambiquera dijo algo tan alarmante como ofensivo:

—Es culpa vuestra. Lo que le hicisteis al pobre Sancho no tiene ni nombre. Él solo quería estar con los demás, celebrando seguir vivo y le acosasteis hasta hacerle enfurecer. Eso dice mucho de vosotros —aquel vosotros fue tremendamente acusador—: habéis encolerizado al hombre más bueno que hay en este pueblo.

Jimena cerró la boca que se le había abierto de la conmoción. Se removió nerviosa en su silla.

—Yo solo he empezado —se defendió—, lo de tu marido ha sido un deliberado ensañamiento. Ha machacado al Negro sin piedad, como si hubiera olvidado, estoy segura de ello, que necesitaba al carbonero para desenmascarar a ese farsante.

—No debió haberse refrenado solo porque lo necesitara, sino porque Sancho es un hombre que ha sufrido mucho. Está al borde de un ataque de nervios y vais, sin ningún reparo, y le dais la puntilla. Podría cometer alguna estupidez —añadió con voz preocupada.

—Ya la ha cometido —subrayó su cuñada—. Agredir a un alguacil es un delito muy grave. No quedará sin castigo.

La mirada que su cuñada le lanzó era clara como el agua: «Hablas como tu hermano».

—Sancho había bebido —objetó Arlena—. Todos habíamos bebido.

—Eso no es excusa —«No lo es».

—Tampoco lo es para vosotros —reprendió Arlena.

Jimena fue a decirle algo a su cuñada, algo que no hubiera sido agradable, pero en ese momento oyeron cerrarse la entrada y unos pasos que se aproximaban.

—Debe de ser Guillén —afirmó Jimena. Prefería no seguir hablando con Arlena de aquel tema, así que se puso en pie para recibir a su marido.

Arlena ahogó un grito. En efecto, era Guillén, pero era difícil reconocerle con la sangre que le cubría su fea cara y el pecho, mezclada con nieve; ora sucia, ora roja.

—¿Qué ha pasado? —demandó Jimena examinado que su marido se encontrara bien.

—El Caballero del Invierno está muerto —anunció Guillén. Sus ojos grises estaban muertos de miedo. Le temblaba la voz y las manos—. El Negro le ha asesinado.