Capítulo octavo

El pastor

 

Era la última luz del año. Seguía siendo un sol de invierno; sin embargo, se había hecho lo bastante fuerte como para derretir la nieve que seguía acumulada en los tejados. Una fina e interminable cascada de agua se precipitaba a los pies de las casas, descendiendo por las calles, borrando el poco rastro remanente de la batalla y la sangre derramada.

En el interior de la casa, dos hombres conversaban a la luz de las velas.

—No me siento cómodo con esto —murmuró Guillén sentado frente a la mesa en la que pluma y tinta le aguardaban—. La sentencia aún no ha sido cumplida.

Puso sus ásperas manos de pastor sobre la madera. Sin acercarlas al tintero.

—Pero ha sido dictada —expuso Jimeno, colocándose tras su cuñado. Su cercana voz hizo que Guillén se estremeciera ligeramente—. Es necesario dejar testimonio escrito, para que se sepa la verdad si algún día alguien quiere investigar la muerte del caballero. Que sepan que todo se hizo conforme a la ley y nada se dejó a la ligera.

—Por eso mismo creo que deberíamos esperar a que Sancho sea…—no terminó la frase. No quería que esas palabras salieran de su boca—. No podemos hacerlo antes, eso es lo que quiero decir.

—No te pido que pongas por escrito su muerte —explicó Jimeno con voz pausada—. Tan solo el juicio. Nada más. Sobre eso sí puedes escribir: ya ha sucedido.

Bajo la luz de aquel candelabro de tres brazos los dos hombres contemplaban la hoja de pergamino. Era una hoja limpia, apenas rugosa. Ninguna palabra, ni un simple trazo, había sido escrito jamás en ella. Esperaba una historia que después fuera leída. La segunda historia que Guillén tenía que escribir bajo los dictados del alguacil.

No se sentía cómodo con aquello.

—¿Qué pasa con el chico? —preguntó Guillén.

—¿Qué chico?

—García.

—¿Qué pasa con él?

—Todavía podría aparecer y dar testimonio —aventuró el pastor.

Jimeno emitió un gruñido disconforme pero se guardó de decir nada.

Guillén conocía muy bien a Sancho el Negro. Siempre le había parecido alguien amable y duramente golpeado por la vida. Débil de cuerpo pero fuerte de moralidad. No creía que alguien con aquellas dotes pudiera ser un asesino, por muy buenas razones que tuviera, pese a lo que todos habían visto durante la comida. No.

El alguacil se acercó a la mesa con la jarra de agua y un vaso lleno, que ofreció a Guillén. El pastor lo tomó, para tener ocupada la lengua en no hablar. Pero Jimeno era un hombre impaciente aquellos días, y contagiaba su impaciencia con rapidez.

—¿Y bien? —preguntó acercando la pluma al pastor—. ¿Estás listo? ¿Necesitas algo más? ¿Más tinta, tal vez?

Guillén no pudo posponer lo inevitable y tomó el cálamo, hundiéndolo a continuación en la negra tinta. Había abundancia de ella.

—¿Nadie va a ir a buscarlo? —interpeló—. A García.

El alguacil suspiró con hastío y sus pasos se alejaron. Guillén escuchó otra tinaja al destaparse y le llegó el olor a vino. Giró el cuerpo para ver cómo el alguacil se servía una generosa ración y se la bebía despacio. Toda ella. Cuando terminó, emitió un largo suspiro, como si hubiera calmado una abundante sed.

—Sé perfectamente dónde está —dijo Jimeno—: en el bosque. —El alguacil hizo una pausa mientras se servía más vino. No le ofreció a Guillén, que esperaba impaciente una explicación—. Todos huyen al bosque. Se esconden entre los árboles, recolectan frutos y encuentran madera para una hoguera. Buscan el cobijo en los troncos caídos. Se puede permanecer ahí una temporada. También es un buen lugar desde donde explorar el pueblo sin ser visto. Pero no se quedará mucho tiempo, viajará. Pronto encontrará a otros como él, quizá más de uno a la vez. Si no le matan, se unirá a ellos. Así es como surgen las bandas de saqueadores —se lamentó, consciente de que no podía hacer mucho por evitarlo—. Así nacieron los albares.

—No podemos permitir que eso le suceda —murmuró Guillén—. ¿Irás a buscarle?

Pausa.

—En unos días —concedió el alguacil—. Arlena se pondrá de parto en cualquier momento y me gustaría estar aquí. Seguro que lo comprendes. —Guillén asintió—. Pero estoy seguro de que ya no estará con nosotros. Ese chico es listo, aunque de voluntad débil: habrá ido a donde nadie sepa de él o de su padre.

Jimeno se acercó de nuevo a la mesa, llevando un pequeño plato con almendras tostadas que colocó frente a su cuñado. Con un gesto de la mano le animó a coger un puñado. Así lo hizo. El sabor era tan amargo como aquella situación.

—Al margen de lo que Sancho hiciera o dejara de hacer, creo que era un buen hombre. —El pastor meditó un instante y se corrigió—: Es un buen hombre.

Jimeno hizo una mueca desdeñosa y apartó la silla en la que se suponía que se iba a sentar. Permaneció de pie junto a Guillén, rascando con la uña la madera de la mesa. Impaciente.

—Ya está sentenciado, y nada impedirá que muera. Cuando eres culpable de un crimen debes pagar, aunque tuvieras tus buenas razones para hacerlo —dictaminó—. Es la ley.

Había algo más que la ley bajo aquella demanda. Jimeno quería dejar constancia de lo que había sido dicho en el juicio del día anterior. De todas las insinuaciones y sospechas. Necesitaba gritarle al mundo que era heredero legítimo del castillo de Yéquera y que nunca en su vida había faltado a sus deberes como alguacil. Su natural talante severo se había convertido en arrogancia, nacida de la necesidad de establecer una distancia entre él y los que ahora eran sus siervos. Se había abierto una brecha entre Jimeno y los vecinos que solo era posible ensanchar si quería garantizar el éxito.

«Teme perder lo que ya considera parte de sí mismo».

Guillén alzó la hoja impoluta.

—Esta no será solo una simple crónica del juicio —aventuró—. Este es mucho pergamino para lo que solo serían unas pocas líneas. ¿Qué es lo que voy a escribir esta noche?

—La verdad —le dijo señalándole la pluma con el extremo impregnado de tinta.

—¿Qué verdad? —Guillén se sintió encogido ante la mirada de Jimeno. Aquella noche estaba descubriendo la cara más oscura del alguacil.

—La única que existe —Su cuñado fue a decir algo más pero su sentido común le desaconsejó hacerlo. Miró la hoja de pergamino que tenía delante y la pluma que Jimeno le ofrecía. La tomó con cautela. Una gota cayó a la mesa. Redonda y negra. Jimeno le puso una mano sobre el hombro—. Tienes razón, no será solo el juicio. Por el momento nos centraremos en el Negro, aunque dedicaremos unas líneas al principio para lo sucedido con los albares y el caballero Raphaël. Ahora, yo te digo lo que tienes que escribir y tú lo adornas —le ordenó Jimeno.

—¿Cómo que lo adorne? —preguntó sorprendido el pastor.

—Mi hermana siempre dice esto de ti: Tiene piel de pastor, pero nació bardo. Es hora de demostrar que es cierto. Ahora, escribe —exigió—, con palabras bonitas que parezcan las de un sabio de la antigüedad.

Era el penúltimo día del año mil y cien y treinta y cuatro de Nuestro Señor Jesucristo cuando los vecinos de Lacorvilla fueron testigos del juicio celebrado contra Sancho Clemente que, por su sucio aspecto, era conocido como «el Negro». Este hombre, vecino del pueblo y carbonero de profesión, había sido acusado del asesinato del caballero Raphaël de Cahors, guerrero cristianísimo que había luchado en Tierra Santa y retornaba a su lugar natal tras una larga vida de servicio al Papa y su Iglesia.

El difunto, que Dios lo acoja en su seno, parecía ser el hijo y heredero de Yéquera de Cahors, señor de estas tierras, y se había probado por última vez en batalla a las órdenes de Jimeno, alguacil de Lacorvilla, en la lucha contra los bandidos conocidos como albares.

—¿Vais a decir que el caballero estaba a vuestras órdenes? —interrumpió Guillén, levantando la pluma del documento.

—Esa es la verdad. Yo organicé a los vecinos como si fueran soldados y así derrotamos a los albares. Raphaël solo nos ayudó. ¿Qué sucede? —preguntó Jimeno—. ¿Hay algún problema en cómo lo estoy contando? —Guillén meditó un instante y después negó—. Sigue escribiendo.

Días después de que terminara la encarnizada lucha, en la que los corvillanos habían resultado victoriosos, los vecinos se regocijaban de la victoria al tiempo que lloraban a sus caídos. Buena gente acostumbrada a las calamidades que trataba de rehacer sus vidas. Pero todavía quedaba un criminal en aquellas tierras que perturbaría su merecida paz.

Guillén alzó una ceja, luego siguió moviendo la pluma.

Todos los buenos corvillanos que habían sido partícipes en la batalla fueron testigos de la agresión que el alguacil Jimeno recibió de manos de Sancho el Negro poco antes de huir en un vano intento de evadir a la justicia. Uno de los vecinos, pastor de oficio, que se había unido a los diversos grupos de búsqueda estaba en las inmediaciones del monte que llaman la Carbonera cuando vio una figura inmóvil sobre la nieve. Intrigado, se aproximó al lugar y descubrió que la figura era el caballero Raphaël. Su sangre había teñido la otrora blanca nieve a su alrededor. Corrió hasta él para socorrerle pero fue inútil. Estaba muerto.

Explorando el lugar, el vecino encontró un hacha pequeña que este hombre conocía muy bien: era la herramienta de trabajo de Sancho el Negro. De inmediato acudió en busca del alguacil Jimeno, a quien advirtió de lo visto y le mostró el hacha. Reuniendo un pequeño grupo de voluntarios fueron a examinar el lugar del crimen. Pese a que los albares habían sido derrotados el caballero vestía con armadura, a excepción del yelmo, y su espada se hallaba fuera de su vaina. No murió sin defenderse. Cuando el alguacil examinó el cuerpo del difunto se percató de que no le había matado un hacha, ni ninguna otra arma de acero. Raphaël de Cahors había muerto a golpes de roca, muchos de ellos, hasta que su cráneo había sido fracturado y la vida le abandonó. Una piedra contundente y afilada estaba próxima al cadáver, todavía cubierta de sangre. Pese a que el arma del carbonero no había sido utilizada para dar muerte, su presencia en aquel lugar hizo que el alguacil Jimeno diera orden de intensificar la búsqueda de Sancho el Negro. Si antes debía responder por el crimen de agredir a un alguacil ahora debía aportar explicaciones sobre su participación en un asesinato. Fue apresado dos días después, con ayuda de los vecinos. Presentaba heridas en la cara y en ambas manos; no había sufrido tales en la lucha contra los albares. Aquellas heridas le delataban.

Con estas pruebas, y cumpliendo con su deber, el alguacil encerró al acusado y se dispuso un juicio para el día siguiente, penúltimo del año. El padre Ruderico ofreció la iglesia del pueblo para que se celebrara el proceso, porque el lugar donde normalmente se celebraban estos litigios era el castillo de Yéquera, destruido por los infames albares en su cobarde huida. El alguacil consideró que ya que se había incumplido el quinto mandamiento era apropiado que se juntara el poder legal con el divino. Reunidos muchos vecinos en la iglesia dio comienzo el proceso contra Sancho el Negro.

 

*****

 

Las antorchas encendidas proyectaban infinidad de sombras en las paredes y suelos de la iglesia. Tintineaban a causa de la corriente que se filtraba por las ventanas cerradas, que el viento húmedo golpeaba sin piedad. Asegurar los postigos había sido una tarea ardua y lejos de resultar satisfactoria. En el interior, los vecinos se acurrucaban sobre los bancos, con sus mantos y abrigos bien prietos, buscando mantener el calor.

Cada una de las dos hileras de bancos que miraban al altar estaban sin un hueco libre, con los murmullos de sus ocupantes resonando en las paredes de piedra. Todos bajo la atenta mirada de la Virgen María y Jesucristo, que ladeaba la cabeza como si no quisiera presenciar aquel suceso. Una breve punzada de remordimiento pareció golpear a Ruderico por haber permitido que el juicio tuviera lugar en aquel sagrado recinto.

Muy próximo al altar se encontraba el acusado, Sancho el Negro, expuesto a la vista de todos, haciendo esfuerzos por no tiritar. Algunos susurraban que era miedo pero Arlena, que tenía mejor ojo, le dijo a su cuñado que el temblor tenía más que ver con la poca ropa que el carbonero llevaba puesta. Guillén asintió a su cuñada y examinó la estancia.

El poco calor que el carbonero recibía le provenía de una antorcha a la que se había arrimado con ternura, iluminando un lado de su cara, mientras el otro permanecía envuelto en las tinieblas. El lado visible esta repleto de magulladuras y cortes. Se le había entregado una delgada venda, que cubría su mejilla desde la mandíbula a la oreja izquierda, que pronto había quedado manchada de sangre; procedente de unas heridas para las cuales la única explicación era que hubieran sido provocadas por el caballero al defenderse. También cargaba el peso sobre la pierna izquierda, la otra parecía herida y el carbonero procuraba no forzarla. Los ojos del Negro, uno más hinchado que el otro, recorrían con nerviosismo la pequeña iglesia, buscando apoyo entre sus vecinos. Pero no encontró tal consuelo: con aquellos pesados grilletes en sus manos que le hacían encorvarse muchos ya le daban por culpable.

«Congelado y condenado». Era difícil no sentir compasión por él. Pero Guillén no hizo nada al respecto; en breves, si todo se desarrollaba como muchos ya daban por hecho, el Negro ya no tendría que preocuparse nunca más del frío. Aquello, en cierto modo, era un alivio.

Jimeno arrastró una mesa frente a Sancho y en ella colocó el hacha de carbonero; el ensangrentado, tal vez demasiado ensangrentado, cuchillo sin punta que había utilizado para agredir al alguacil; la espada del caballero; la piedra tintada con sangre reseca; y las hombreras de la armadura que había pertenecido a Raphaël, también manchadas de sangre.

—Sois culpable, ¿sí o sí? —espetó el alguacil sin más preámbulo.

El gesto de sorpresa del Negro fue similar al de casi todos los presentes. Sancho tragó saliva, su nuez se movió arriba y abajo en su frágil piel.

—No me parece que sea así como se ha de empezar un juicio, señor alguacil.

Jimeno dio un golpe sobre la mesa, haciendo que el hacha saltara medio dedo hacia la izquierda.

—¿Acaso sabes de leyes, carbonero? Porque de ser así sabrías que cometer un asesinato además de pecado —dijo alzando un dedo hacia la cruz— es un crimen.

—No entiendo bien de leyes, señor alguacil —había un retintín en cómo Sancho pronunciaba aquellas palabras—, pero sé bien que una pregunta con una sola respuesta no es tal. Y no necesito entenderlas para saber que no se debe asesinar. Por eso nunca lo hice y nunca lo haré.

—No es lo que dicen las pruebas aquí presentes —la mano del alguacil abarcó los objetos sobre la mesa.

Sancho observó los objetos dispuestos sobre la mesa y se encogió de hombros, como si no significaran nada para él.

—Yo no veo pruebas, sino objetos que son de mi propiedad —hizo una pausa tras fijarse en la piedra—. Algunos de ellos.

—¿Os mofáis de la justicia?

El Negro negó con rotundidad. La venda se le desprendió de la mejilla, dejando al aire una fea costra.

—No, señor alguacil. Solo digo que esos objetos no pueden haberos dicho que yo hice lo que decís que hice. —Trató de volver a colocarse la venda, dificultados sus movimientos a causa de los tintineantes grilletes—. Nunca oí de un alguacil que pudiera hablar con espadas y piedras, ¿sois brujo?

La chanza no sentó bien a Jimeno. Sancho se mofaba de él. El alguacil miró de reojo las diversas reacciones de los presentes en la iglesia. Los que reían y los que no. También contuvo sus ganas de darle una bofetada.

—Os equivocáis, Negro —replicó con voz pausada—. Es muy fácil hablar con las piedras. Esta, por ejemplo —dijo tomando la piedra teñida de sangre y mostrándola a todos los presentes—, nos dice que fue utilizada para matar a golpes al Caballero del Invierno. Y no es solo suya la sangre. Si la sangre de un asesino fuera de otro color resaltaría sobre el rojo como vuestra sucia cara sobre la nieve. ¡Vos le matasteis! —exclamó. La piedra cayó sobre la mesa, alzando una fina capa de polvo y haciendo resonar los objetos de metal sobre ella—. ¡Y vos mentís y os burláis de todos los presentes!

Guillén, y otros vecinos con él, no sabían cómo reaccionar. Las palabras de Sancho irradiaban pitorreo, estaba claro; pero de ahí a que todos en la sala debieran sentirse víctimas iba un trecho largo. Sin embargo, muchos parecían dispuestos a seguir el sendero marcado por el alguacil y lamentarse de que se les tomara por objeto de burla.

—No tienes testigos de lo que dices, alguacil. Solo tu palabra de qué fue lo que pasó. Exactamente lo mismo que tenías contra mi padre, ¡y todos sabemos lo inmerecida que fue su muerte! Si hubiera auténtica justicia en este mundo, tu lengua de serpiente no bastaría para condenar a un hombre.

—Una prueba vale tanto o más que un testigo, carbonero, porque nunca miente.

—Le salvé la vida al caballero en la batalla, tú lo viste —dijo, cambiando su defensa—. ¿Por qué iba a arrebatársela?

—Tus razones siempre son un misterio, Negro. —El tiempo del vos había expirado. Alguacil y carbonero se hablaban con la franqueza y el desprecio de quienes han compartido muchas experiencias juntos—. Fuiste testigo de cómo el caballero Raphaël me atacaba a traición y cuando te pedí que fueras sincero te negaste. Más te digo, en esa misma lucha yo te salvé la vida, ¡y me lo pagaste tratando de asesinarme! Muchos de los aquí presentes lo vieron —exclamó, abarcando con sus brazos heridos a los corvillanos. Un murmullo de aprobación recorrió los bancos.

—Con estos ojos lo vi —dijo Sancho alzando sus oscuros dedos hasta los ojos. Los grilletes tintinearon cuando el carbonero volvió a bajarlos, agotado de tener que levantar semejante peso—. Te atacó a ti, Jimeno, no al alguacil. Me pregunto por qué lo haría.

El nombrado se aproximó al estrado donde estaba expuesto Sancho, colocándose frente a él, muy cerca, mirándole desde arriba como si se tratara de un insecto. En circunstancias similares, aquella situación había acabado con Jimeno evitando las cuchilladas del Negro. Aquello no se repetiría.

—Si no le hubieras matado, podríamos haber respondido a esa pregunta.

—Yo no le maté —respondió con seguridad.

El dedo acusador de Jimeno apuntó directamente a la cara de Sancho.

—¿Y cómo explicas las heridas de vuestro rostro? ¿Cómo explicas esa cojera?

El carbonero se irguió frente al alguacil, incapaz de igualar su altura pero sí su porte orgulloso.

—Me las hice luchando hombro con hombro con mis vecinos.

—¿Acaso luchaste ayer por la tarde? —increpó Jimeno—. Esas heridas no las tenías cuando comimos todos en hermandad, celebrando seguir vivos. Tal vez cuando abandonaste precipitadamente la comida, después de haberme provocado estas heridas —le inculpó mientras mostraba a todos los vendajes manchados de sangre seca que le cubrían casi por completo ambos brazos—, aniquilaste en nuestras calles a una horda de mahometanos y te libraste de sus cuerpos antes de que los demás se dieran cuenta —tras aquello el alguacil se aproximó al carbonero hasta que sus narices casi se rozaron—. ¿Cómo te hiciste estas heridas? ¿Cómo te las hiciste? —repitió poniendo su recia mano sobre la pierna herida del carbonero.

Sancho gimió quejumbroso y trató de alejarse de la mano del alguacil. El dolor parecía haber hecho mella en su orgullo; había vuelto a encorvarse y sus temblores se hicieron más evidentes.

—Me golpeé con un árbol —musitó el carbonero, tan bajo que Guillén apenas percibió las palabras.

—¿Cuántas veces? —se burló Jimeno. Quienes ocupaban los primeros bancos se rieron. Primero, por lo bajo, pero, viendo que el alguacil también reía, lo hicieron de un modo menos discreto que no pasó desapercibido a Sancho.

Ciertamente, el carbonero preferiría haber estado en cualquier otro lugar, libre de acusaciones y cargos que podían llevarle a la horca; no obstante, Guillén nunca había visto antes a Sancho dar muestras de estar avergonzado por algo. «Aunque no sabría decir si es por haber sido atrapado como asesino o como mentiroso».

Como los otros vecinos querían conocer el origen de las risas un rumor comenzó a recorrer la sala. A medida que lo hacía aumentaban las chanzas y el enrojecimiento de Sancho.

—Sabemos casi todo lo que ocurrió, Sancho, pero también necesitamos conocer los detalles. Hay que distinguir la paja del grano —dijo el alguacil—. Lo que parece verdad y lo que es.

A continuación procedió a bombardear al Negro a preguntas sobre qué había hecho tras agredir al alguacil. Algunas de aquellas preguntas fueron respondidas. Así se descubrió que había estado consiguiendo provisiones en el granero y otros enseres para emprender el viaje antes de acudir en busca de su hijo. Fue allí, en la Carbonera, donde se encontró a su hijo, y al caballero.

—Mi madre me dijo que no se puede controlar lo que se aparenta. Así que le pedí que se alejara de mi hijo, para que no le contagiara de esas apariencias. Que bastantes problemas teníamos ya. Eso fue antes de la batalla —explicó el Negro—. Cuando llegué y le vi allí…—los grilletes resonaron cuando cerró los puños—. Afirmó que acababa de llegar pero no le creí, me puse furioso. Me dio excusas sobre lo mal que se sentía, que Thoas había muerto en sus brazos y que mi García había tenido a bien consolarle. ¡Se estaba aprovechando del buen corazón de mi chico! Allí estaba, con un gesto lloroso que no engañaba a nadie esperando a que alguien le dijera que el mundo no se había acabado. Tenía la misma actitud que tienes tú cuando nos amargas con tus cuentos sobre lo importante que fuiste en la guerra, antes de ser alguacil —a Jimeno no le sentó nada bien aquello, pero eligió no intervenir para que Sancho continuara hablando—. No sé si era hijo o no de don Yéquera, pero lo que es seguro es que era un carroñero.

»Aseguró que había venido a la Carbonera a hablar con mi chico, algo sobre darle buenos consejos sobre ser escudero. Pero yo sabía que era mentira. Yo sabía que quería robármelo. Le dije que sabía lo que pretendía, que en el pueblo no éramos ciegos y que yo no iba a permitir que arrastrara a mi hijo por aquellos caminos. A lo que me replicó que en la antigua Grecia era costumbre que un guerrero veterano tomara bajo su cuidado a otro más joven —relató sin ocultar su desagrado—, para que este complaciera a su señor mientras aprendía el oficio de la guerra.

»Le dije que esas cosas tal vez fueran normales en otros lugares. Pero no aquí. En el pueblo se hacía lo que era costumbre. Que en Roma se ha de ser romano, le dije. Luego le pedí, le repetí, que se marchara, que tenía asuntos que no eran de su incumbencia que tratar con mi hijo. —Ya podían imaginarse los vecinos qué asuntos urgían al Negro, no había posibilidad de que Sancho se quedara en el pueblo después de lo que había hecho—. Pero me replicó que yo no podía impedir que él y mi hijo fueran buenos amigos.

Los vecinos dieron una muestra generalizada de disgusto ante lo que dejaban entrever aquellas palabras. Jimeno, por el contrario, lo utilizó como arma.

—Así que dijo que tu hijo no había cedido aún pero que lo haría, ¿eh? —le pinchó el alguacil—. Todo era cuestión de ser lo bastante persuasivo.

—No fueron esas sus palabras —negó el carbonero—, dijo que García había reaccionado mal a sus insinuaciones —enfatizó—. Mal.

Por supuesto que había reaccionado mal. No era García el único que se habría opuesto a tales peticiones. Guillén comprendía que Sancho hubiera reaccionado de un modo violento. No aprobaba que hubiera matado al caballero, desde luego, pero sí que se hubiera interpuesto entre el caballero y su hijo. El pastor estaba seguro de que si él hubiera estado en esa misma situación también habría tenido algo más que palabras con el caballero.

«Le habría colocado en su sitio, sí, señor. Eso es lo que habría hecho».

Jimeno siguió haciendo preguntas mientras Guillén se imaginaba cómo habría puesto a caldo al caballero, en la taberna, delante de todos, diciéndole lo que pensaba de él y sus prácticas. Raphaël se encogería ante la fuerza de sus argumentos y todos los vecinos convendrían en la sabiduría de sus palabras. Jimena se mostraría agradecida de que su marido se hubiera comportado con tal gallardía delante…

—Yo no fui el primero en golpear —explicó Sancho, respondiendo a una pregunta de Jimeno. El repentino silencio hizo darse cuenta a Sancho del error que había cometido: había reconocido su culpa.

Un error que Jimeno explotó de inmediato. Se lanzó sobre el carbonero como un buitre que hubiera estado esperando horas a que su alimento cayera muerto.

—¡Reconoces que te enfrentaste a él!

—No esperaba que estuviera ahí —se lamentó Sancho—. Yo solo quería a mi hijo. Fui a buscarle, para que pudiéramos irnos juntos. Pero ese hombre estaba en la Carbonera envenenando la mente de mi hijo y no consintió que me lo llevara. ¡A mí! ¡Yo soy su padre! ¿Qué derecho tenía él a decidir lo que yo podía hacer o no con mi hijo?

El Negro agachó la cabeza, procurando ocultar las lágrimas que empezaban a brotarle, recorriendo las heridas de su rostro. Durante unos instantes, todo lo que se escuchó en la iglesia fue el lacrimoso lamento del carbonero.

Jimeno le animó a continuar:

—Así que le atacaste.

—No, solo le grité. ¿Qué más podía hacerle? Él estaba cubierto de acero.

El alguacil se aproximó a la mesa y tomó el hacha, que mostró a los presentes antes de colocársela al carbonero ante los ojos.

—Tú tenías un arma. Recientemente has visto, igual que todos, cómo un arma puede arrebatar una vida. Una armadura no puede proteger eternamente del acero que busca una muerte. Además, ¿no es sangre esto que tiene en el filo?

El carbonero negó con rotundidad. Las manos le temblaban, tal vez de frío.

—Se debió manchar con la sangre del caballero, pero juro que ese hacha nunca tocó su cuerpo. Ni un solo corte le hizo.

—Pareces saber mucho sobre las heridas del caballero —insinuó el alguacil—, ¿cómo es eso?

La satisfacción en el rostro de Jimeno solo era comparable a la angustia del carbonero. Sus ojos recorrían la sala con rapidez; se posaban en la primera fila, en Jimeno, en el techo, en el sacerdote.

—Le tiré una roca—reconoció—, de pura rabia. Estaba en el suelo y se la lancé. Golpeó en su armadura y rebotó sin causar daño.

—No parece que no quisieras hacerle daño, dado que le tiraste una roca.

—Si hubiera querido hacerle daño le habría tirado el hacha, no una piedra. Se la habría clavado en su cuello desnudo —acompañó sus palabras alzando sus grilletes hasta el cuello.

—Así que viste que no estaba cubierto por completo de acero —corroboró. Jimeno se volvió hacia los vecinos—. ¡El caballero no llevaba yelmo! Y cuando te diste cuenta de ello te abalanzaste sobre él. Con el hacha.

Sancho alzó los brazos hacia Jimeno, demandando comprensión.

—¡Había perros! Escuché un ladrido y pensé que venían a por mí. Que tú venías. Yo tenía el hacha y…¡lo hice sin pensar! Se me acababa el tiempo.

No había habido ningún perro. Tanto Guillén como los demás lo sabían, incluido Jimeno. Los grupos que habían salido a buscarle el primer día estaban compuestos solo de hombres. Solo después de que se encontrara el cadáver de Raphaël habían utilizado a los perros para buscar a Sancho. Si el carbonero había oído perros, no fueron los que buscaban su rastro.

Jimeno dio largos pasos frente al acusado, adoptando una pose digna del mismo Salomón.

—No todas las acciones humanas son premeditadas. Hay muchos actos impulsivos. Pero somos igualmente responsables de ellos.

—Nunca llegué a herirle, ¡alzó los brazos para defenderse!

Jimeno puso cara de sorpresa.

—¿Por qué no se defendió con la espada?

—No la tenía.

—¿Cómo que no la tenía? —indagó Jimeno.

—Fue a desenvainarla, al principio, cuando me vio con el hacha en la mano. Pero no lo consiguió —Guillén no era el único que tenía fruncido el ceño, tratando de entender aquello—. Se quedó atascada.

Jimeno tuvo un instante de vacilación, tratando de buscar una explicación a aquello, si es que acaso el Negro estaba diciendo la verdad. Guillén había dado con la solución al enigma:

—Eso es porque es brujo —murmuró—, como su mujer.

Jimena, sentada a su lado, había escuchado aquello, y se volvió hacia su marido.

—¿También tú crees que su mujer era una bruja? Absurdo.

—No murió de forma natural —respondió el pastor.

—¿Y quién muere de forma natural estos días? —preguntó Jimena—. Entre guerras, pestes, impuestos y crímenes es raro el que llega a viejo y muere cuando su tiempo se agota.

—No me refiero a eso, y lo sabes. A su mujer la mató un rayo —le recordó—. Cuando realizaba un rito pagano.

—Rumores y calumnias. No les prestes atención —Jimena señaló con un gesto a Sancho—. Mira adónde le han llevado a él.

Guillén se centró de nuevo en el juicio, que continuaba sin esperar a los presentes. Sancho daba explicaciones a la enésima pregunta de Jimeno. Se había derrumbado por completo y reconocía los hechos.

—…no sé cómo pero me arrebató el hacha. Antes de que cayera al suelo ya nos habíamos enzarzado a puñetazos. Me hizo daño en la pierna, con la rodillera de su armadura. ¡Iba a matarme! Él era mucho más fuerte, así que cogí una roca y le golpeé.

Jimeno se encaminó con largos pasos hasta la mesa y tomó la roca ensangrentada.

—Esta piedra, ¿verdad? —la puso frente a los ojos del Negro—. ¿Verdad? —El Negro asintió. La roca cayó ruidosamente sobre la mesa—. No le golpeaste una única vez —no era una pregunta.

—No sé cuántas veces —comentó Sancho.

—¿Fueron varias?

—Fueron varias, sí. ¡Pero no fueron muchas!

—¿Tenías cansado el brazo?

—¿Cansado? —se sorprendió.

El alguacil se aproximó con firmeza al acusado que retrocedió espantado.

—Cansado después de golpear al caballero en la cara. Con los dedos agarrotados y el brazo entumecido por el esfuerzo. Como cuando empuñas una espada y golpeas sin cesar. Debes haber notado esa sensación después de golpearle.

—No lo sé.

—¿Estabas cansado? —insistió Jimeno.

—No sabría decir, no recuerdo bien.

—¿Cuántos golpes?

—Algunos.

—¿Cuántos, maldita sea? ¿Cuántos golpes le diste al caballero?

El Negro temblaba y sudaba en abundancia.

—¿Tres? —dijo a través de unos labios que tiritaban en exceso.

—¿Tres, dices? ¿Acaso sabes contar?

—¡Ya he dicho que no lo sé! Yo le golpeé. —Hizo un gesto agresivo en extremo—. Le golpeé, le golpeé y le volví a golpear. Le golpeé hasta que… —Se detuvo en seco, mirándose las manos, el rostro completamente rojo, sintiendo las miradas de los vecinos sobre él. Su voz se redujo a un susurro—. Pero no creo que fueran muchos. Estaba vivo cuando me fui.

—¡Ah, pero murió! —subrayó el alguacil—. Todos esos golpes salvajes acabaron por matarle. No basta con tirar la piedra y esconder la mano. Lo que hacemos tiene consecuencias, carbonero.

—La espada —dijo repentinamente Alfonso. El alguacil se volvió hacia su hijo sentado en el segundo banco, molesto por aquella interrupción. Los vecinos también se giraron hacia él. Si no se andaba con cuidado, Alfonso sufriría la furia del alguacil. Pero el chico no pareció querer retractarse—. Ha dicho que el caballero no desenvainó la espada, pero la encontramos junto al cadáver. —Aquello era cierto—. No está contando toda la verdad.

El alguacil fue relajando el gesto a medida que comprendió las implicaciones que aquello tenía para sostener la historia del Negro; si mentía en algo, por insignificante que fuera, bien podría estar mintiendo en otros puntos de la historia, algunos que eran esenciales para comprender lo sucedido.

Jimeno regresó junto al carbonero:

—Has dicho que la espada se quedó atascada. Entonces, ¿por qué estaba junto al caballero, desnuda?

—La desenvainó mi hijo —«Hijo de bruja», pensó Guillén. Pero se guardó de decir nada—. La apuntó contra mí y me amenazó. Miró al caballero en el suelo y me pidió que me marchara. Yo le pedí que me acompañara. Se negó. Volví a escuchar a los perros y pensé que estaban muy cerca. Me di la vuelta un momento, solo un momento, y a lo que me quise dar cuenta la espada estaba en el suelo y García huía hacia el bosque. Al principio pensé que había visto a quienes querían atraparnos, pero luego supe que huía de mí. Traté de seguirle, pero la pierna…

—Eso es lo que tú dices, que tu hijo es inocente. Dicen que antes se coge a un mentiroso que a un cojo —indicó Jimeno señalando la pierna herida de Sancho—. En tu caso, además, sabemos que eres un asesino.

—El caballero seguía vivo —aseguró Sancho—. El vaho le brotaba de la boca cuando me marché.

—Pero le habías herido de muerte. Su cadáver es prueba de ello. ¿Tampoco podemos confiar en esa certeza?

Sancho alzó las manos en actitud suplicante.

—No fue para tanto. Se ha dicho que tenía la cara destrozada, ¿no? Pues cuando yo le dejé estaba sangrando, sí, pero solo tenía rota la nariz.

—¡Mientes!

—¡He dicho la verdad!

—Solo cuando te conviene. Mucho de lo que has dicho es cierto pero has cambiado las partes que más te inculpaban. En ningún momento parece que tú hayas matado al caballero, ¡y resulta que está muerto! ¿Acaso se murió él solo? —Sancho comenzó a murmurar explicaciones pero Jimeno no le dejó continuar—. Al igual que tu padre, tratas de culpar a otro de tu crimen.

—¡Yo no le maté! —insistió.

—Si no le mataste tú. ¿Fue tu hijo, García, quien lo hizo por ti? Estaba ahí, como tú has dicho. Quizá ayudándote…

—¡No! —exclamó de inmediato el carbonero—. ¡Él es inocente! Intentó evitar que le hiciera daño.

—¿Cómo lo intentó? —inquirió el alguacil—. ¿Acaso no estuvo viendo todo aquello sin hacer nada? ¿No le hace eso cómplice del crimen?

El acusado guardó silencio un instante. Lo suficiente para que todos los presentes supieran que su hijo, quien no había sido visto en el pueblo tras la captura de su padre, había participado en el asesinato. Qué papel había jugado, aún estaba por determinar.

Fue ahí cuando Guillén se dio cuenta de que todo había terminado. Por supuesto que Sancho no quería ser colgado por el delito que afirmaba no haber cometido; no obstante, ver que su hijo podía pagar por ello hizo que abandonara todas las excusas.

Sancho el Negro confesó su culpabilidad en el asesinato de Raphaël de Cahors.

—Fui yo.

Y no dijo nada más.

En medio de la conmoción general, el alguacil ordenó que se preparara un árbol resistente en el que colgar a Sancho el Negro; sin embargo, el padre Ruderico intervino diciendo que, dado que había sido un día de muchas emociones sería mejor que se retrasara la sentencia. La fecha propuesta fue la noche siguiente que iba a ser el primer día de enero. El sacerdote alegó que ya se habían perdido demasiadas vidas aquel año para cargar con una más.

Escuchada aquella petición, el alguacil aceptó. Se dispuso la ejecución para la primera noche del nuevo año. El juicio se dio por terminado y el Negro fue encerrado y puesto bajo custodia en espera de que se cumpliera la sentencia.

 

*****

 

La pluma dejó de rasgar el papel y se dejó caer en el tintero. Las palabras escritas relucían a la luz de las velas y se secaban lentamente, dejando constancia de la historia relatada. El pastor suspiró y se recostó en la silla, estirando los dedos doloridos y ennegrecidos.

Ya no quedaba ni rastro del breve calor de la tarde. Ni de su luz.

Aunque no supiera leer, Jimeno se acercó al documento, examinando aquellos negros garabatos. Deslizó su dedo sobre la hoja, tal vez ajeno a que podía emborronar las palabras, hasta dar con su propio nombre en varios lugares del documento. Guillén adivinó que estaba contando el número de veces que aparecía. Aquello llevó un largo rato que el pastor aprovechó para beber agua y llevarse algunas almendras a la boca.

Dejó el vaso medio vacío sobre la mesa y observó al alguacil.

—¿Satisfecho? —la pregunta no había estado ausente de cierto tono de reproche.

—Bastante.

A Guillén le dio la impresión de que Jimeno parecía disfrutar con aquello. O, al menos, se le veía aliviado. La pregunta, la siniestra pregunta, era si aquel alivio era fruto de que los recientes sucesos que habían golpeado al pueblo habían llegado a su final o si era debido a que Jimeno se vería libre de una vez por todas de la presencia de Sancho el Negro. El alguacil había repetido, año tras año, que Sancho no duraría el siguiente invierno; su profecía iba finalmente a cumplirse. Un nudo iba a asegurarse de ello.

Su cuñado seguía examinando el papel, así que Guillén hizo lo mismo, para tener algo en lo que ocupar la cabeza. Repasando sus palabras releyó una y otra vez una en particular. «Corvillanos».

—Me he dado cuenta de una cosa: no hemos mencionado a las mujeres.

—¿Cómo que no?

—No —reafirmó Guillén apuntando una palabra. Jimeno entrecerró los ojos, esforzándose por descifrar su significado.

—Ahí dice corvillanos, ¿no? —se encogió de hombros, restándole importancia—. Eso también incluye a las mujeres. Todos somos parte del pueblo y todos tuvimos un papel decisivo en la victoria. Nadie olvidará eso. —Jimeno relajó el gesto y su tono de voz se hizo más comprensivo, casi paternal—. Te preocupas por pequeñeces.

—Ya… supongo que tienes razón —concedió Guillen—. Solo digo… es posible que a las mujeres no les guste cómo se han hecho las cosas —comentó el pastor en voz baja; sin embargo, como Jimeno le había escuchado, reunió sus pocas ganas de enfrentarse al alguacil y dijo—: Jimena me pidió una crónica de lo sucedido, y eso he hecho, pero estoy seguro de que no le agradará saber que no se menciona a todos los que lucharon.

Jimeno bufó de cansancio y demoró sus palabras. Guillén tragó saliva en dos ocasiones antes de que su cuñado hablara:

—El documento sí que lo dice. Aquí —recalcó con el dedo—, dice corvillanos y en algún otro lugar dice vecinos. ¿Acaso no son las mujeres también vecinos del pueblo? ¿Qué pensarían si te oyeran hablar de ese modo, como si las rechazaras?

—No, no es eso lo que quería decir —se apresuró Guillén, notando cómo se enrojecía porque se hubieran malinterpretado sus palabras—. Solo digo que es posible que algunas mujeres protesten porque no sean específicamente nombradas. En este testimonio —dijo señalando el pergamino— se dan muchas cosas por sentado.

—Y otras quedan muy claras. Así es la vida, con luces y sombras. Además, ya es tarde para hacer cambios, falta poco para la medianoche —alegó mientras enrollaba el documento—. Ya lo dijo Pilatos: Lo que está escrito, escrito está.

Guillén observó aquellas palabras desaparecer entre pliegues y reflexionó sobre lo que decían. Y lo que no decían. ¿Realmente quien las leyera pensaría que las mujeres eran parte de los corvillanos? ¿Cuántas veces, cuando se escuchaba sobre el valor de los numantinos que se enfrentaron a Roma, se pensaba en las numantinas como parte de aquella defensa? ¿Cuántas bárbaras godas habían hecho falta para derribar ese imperio? ¿Cuántas corvillanas defendieron su pueblo?

El pastor no estaba seguro de que se hubiera hecho justicia a su labor; pero Jimeno ya había enrollado el documento y no iba a aceptar que se añadiera o quitara nada. Y Guillén no quería buscarse problemas.

Jimeno se acercó a la tinaja, se sirvió más vino y se lo bebió de un trago. «¿Por qué tanto? ¿Está nervioso?». Estaba a punto de matar a un hombre, por supuesto que el alguacil se sentía nervioso. Guillén supuso que incluso el alguacil, indestructible, había sido un hombre antes de entregarse al mantenimiento de la ley y que tener que cumplir con su deber, lo cual haría sin dudar, no quedaba exento de cierto remordimiento; al fin y al cabo, aunque fuera un asesino, Sancho era uno de sus vecinos.

La tinaja volvió a ser volcada, esta vez sobre dos vasos. Jimeno dio un breve sorbo del suyo mientras ofrecía el segundo, rebosante casi hasta el borde, a Guillén. El pastor saboreó aquel vino, que no era precisamente bueno, y decidió que lo mejor era tragarlo sin más.

—Todo está en orden —afirmó Jimeno golpeando la mesa con los nudillos.

Parecía estar en orden, sí. No obstante, Guillén tenía esa sensación de inquietud, como si fuera responsable de algo que le avergonzara. Sentía que lo que había escrito se parecía a la verdad, pero no lo era por completo. Que los adornos que Jimeno había solicitado estropeaban la veracidad, no la mejoraban. Hay que distinguir la paja del grano. Sus ojos se posaron en el pergamino enrollado que Jimeno guardaba en una alforja.

—Un momento —interrumpió Guillén dejando el vaso sobre la mesa. La furia en el rostro de Jimeno fue una chispa, breve, pero intensa—. Alguien podría darse cuenta de que no fue así como pasó. No fue Ruderico quien pidió que la ejecución se retrasara sino Arlena. Es verdad que fue Ruderico quien se acercó y te pidió que…

Jimeno cortó al pastor con un ademán de la mano.

—Es todo parte del lenguaje, ya lo hemos hablado. Este documento debe tener un gran efecto en quien lo lea. Que fuera el sacerdote quien mostrara una cristiana actitud hacia el condenado es más acorde a lo que se espera, ¿lo entiendes? Son pequeños matices como ese los que hacen que se recuerde la lucha aquí habida como un suceso memorable y no la simple derrota de un grupo de bandidos sin importancia. Lacorvilla tuvo el valor de derrotar a los albares, y después de tal hazaña no le faltó otro tipo de coraje para juzgar a uno de los suyos que había quebrantado la ley. Eso es lo único que importa.

Guillén no terminaba de estar convencido de que todo fuera a salir como el alguacil esperaba.

—¿No nos perjudicaría que algún vecino leyera esta crónica?

El alguacil se rió con desprecio.

—Eso no pasará. Ninguno de estos sabe leer más de tres palabras seguidas —aseguró, como si él no fuera uno de aquellos analfabetos—. ¿Te preocupa algo, Guillén? Puedo asegurarte que nada malo te traerá esta crónica. Al contrario, pronto seré Señor de Yéquera y es probable que veas cómo tu vida mejora en los próximos años. Sé muy bien que se debe cuidar a la familia. Este documento es un simple seguro, una herramienta para dejar constancia. Si alguien decide husmear en este asunto, cosa que es poco probable, no se convencerá con una historia mediocre. Tiene que ser algo tan verdadero como impactante. —Guillén quiso enumerar algún otro aspecto de la historia que no terminaba de convencerle pero Jimeno no parecía dispuesto a que le interrumpieran más. Dio varios golpes con el dedo sobre la hoja—. Esto es tan cierto como inolvidable, cuñado. Así es cómo las historias se acaban convirtiendo en leyendas.

Guillén por fin calló, derrotado. Consideró que no merecía la pena seguir protestando por pequeñeces. Jimeno tenía razón, como siempre, y todo lo que el pastor decía era para calmar su propia inquietud por lo que estaba a punto de pasar. No quería que el carbonero muriera. Tenía que haber un castigo, desde luego, eso Guillén no lo discutía, pero haber matado a un hombre que quería arrebatarle a su hijo para tener con el prácticas abominables era algo que debía tener algún tipo de exención de la pena. ¿No había sido al fin y al cabo para proteger a los suyos? ¿En qué se diferenciaba esa muerte de las que habían sido arrebatadas a los albares durante la defensa de Lacorvilla?

¿Acaso había diferencia?

Se acercó a Jimeno, que ya se estaba vistiendo para salir a la calle, para cumplir con su deber. Guillén se colocó detrás de su cuñado y abrió la boca.

—Ya está escrito —reiteró Jimeno sin mirar al pastor. Después, dejó el vaso sobre la mesa y tomó su cinto y su espada. Dando un último vistazo a la habitación abrió la puerta y salió a la calle.

Guillén sopló la vela y le siguió en la oscuridad.

 

*****

 

La Erica había sido el lugar elegido para que tuviera lugar la ejecución. El árbol en el que se había dispuesto la soga, un solitario almendro que a nadie pertenecía, estaba iluminado por un mar de tintineantes antorchas que sujetaban quienes se habían congregado para la ejecución de Sancho el Negro, que conformaban la mayor parte de los vecinos del pueblo, incluidos algunos de los heridos. La cuerda se mantenía inmóvil.

El viento había amainado pero hacía un frío helador en aquella última noche del año. Y quien más frío parecía tener era Sancho, pero hacía considerables esfuerzos por no temblar, ni de frío ni de miedo, mientras Jimeno le disponía la soga en torno al cuello. Apretaba los dientes con tanta fuerza que Guillén creía que en cualquier momento iba a escuchar un tétrico crujido.

«No tengo miedo, es lo que nos dice», pensó Guillén. El pastor estaba seguro de que había sido García quien había matado al caballero. Todo lo que había relatado su padre aparentaba ser verdad. Encajaba con la lógica.

«Hay que distinguir la paja del grano», se repetía Guillén.

Por muchos golpes que le hubiera dado con la `piedra, solo García habría tenido la fuerza necesaria para aplastar la cabeza del caballero. El Negro cargaba con la culpa para librar a su hijo, dondequiera que estuviere.

De un tirón, Jimeno cerró el nudo en torno al cuello del condenado y se alejó unos pasos de él. Los ojos de Guillén siguieron el recorrido de la cuerda: del cuello del carbonero hasta una rama, situada braza y media más arriba; donde se doblaba para descender, hasta las manos de Jimeno, que la ataba en torno a una roca. El alguacil dio una breve sacudida para comprobar la firmeza de la soga y un poco de nieve cayó sobre la banqueta en la que habían subido al carbonero.

Fuera quien fuera el asesino, Sancho, García o ambos, Jimeno era el único que iba a sacar provecho de aquello. Muerto el caballero, él volvía a ser el heredero de aquel castillo que los albares habían quemado en su huida, y cuando muriera el carbonero, los campos que Jimeno debería haberle traspasado iban a quedar en manos del alguacil. A menos que García apareciera para reclamarlos, cosa que era poco probable, dadas las acusaciones que pesaban sobre él. Muchos todavía esperaban ver al hijo del carbonero aparecer en el último instante. Guillén no era uno de ellos: sabía que el chico era sensato.

Entre los presentes había quienes estaban a favor de la sentencia y quienes todavía seguían clamando por la inocencia del acusado.

Observó a su cuñado y pensó en los acontecimientos que le habían llevado hasta allí. Don Yéquera le había convertido en heredero, despertando en él un anhelo que nunca antes había considerado. Desde entonces se había visto sacudido por los altibajos de ver aparecer al legítimo heredero, ser atacado por él, por Sancho y haber provocado la ira homicida de Sancho el Negro que les había llevado hasta allí. Las cosas se le habían ido de las manos. «Pobre alma corrompida por una ambición que no quiso».

No era el único que pensaba en Jimeno.

—El segundo ratón se come el queso —masculló Bermudo.

Guillén miró al tabernero, extrañado por aquel comentario.

—¿Qué?

—Nada —le gruñó.

El alguacil terminó de atar el extremo de la cuerda y dedicó una larga mirada a Sancho. Después, se volvió hacia el padre Ruderico.

—¿Es ya medianoche? —le preguntó.

El sacerdote tragó saliva cuando sintió que las miradas de los vecinos estaban sobre él.

—Todavía falta —murmuró. Después, ante la dura expresión de Jimeno, añadió—: No mucho.

Pasaron algunos instantes más en los que el silencio sepulcral solo era quebrado por alguna tos o quejido de los que aún tenían heridas sin curar. El frío era una gélida caricia en la piel.

La tercera vez que Jimeno miró al sacerdote, este asintió. Habían entrado en el año mil y cien y treinta y cinco. Nadie lo celebró.

El alguacil comprobó una vez más la firmeza de la soga y se aproximó a Sancho.

—¿Alguien quiere decir algo en favor del condenado?

Solo obtuvo el silencio como respuesta. Se volvió hacia el carbonero.

—¿Tenéis, Sancho, algo que decir?

Por un momento pareció que iba a escupirle, pero se limitó a mirarle con fijeza y agitar el nudo con dos dedos huesudos:

—Haz lo que más te gusta, hijo de puta —le soltó mientras extendía las manos hacia el alguacil.

El alguacil ignoró el comentario.

—Todo ha sido dicho —dijo Jimeno mientras ataba una cuerda alrededor de las muñecas del carbonero—. Hágase la justicia en este lugar. Encomienda tu alma, en espera del juicio de nuestro buen Señor.

Jimeno se santiguó antes de acercarse a la banqueta. Sancho no le quitó el ojo de encima ni un instante.

—Ya dije que el Negro era un valiente —dijo Bermudo—. Otros ya se hubieran meado.

De una patada, el alguacil apartó la banqueta. El cuerpo del Negro tensó la cuerda que sacudió la nieve del almendro, cayendo sobre el rostro sufriente del hombre que se ahogaba. Los espasmos del carbonero y sus esfuerzos por no asfixiarse eran algo que Guillén no quería ver, pero no apartó la vista. Había algo hipnótico en observar la cara del Negro cambiar de color a medida que la cuerda le apretaba más y más.

La nieve siguió desprendiéndose del árbol hasta que el cuerpo de Sancho dejó de zarandearse.