Capítulo sexto

El caballero

 

Raphaël pasó el cepillo sobre su montura, dejando que la suciedad cayera sobre el suelo de aquel establo mugriento que Jimeno tenía junto a su casa. Lo hizo con suavidad y cariño, demostrando que apreciaba a aquel animal; mucho más que al alguacil y su desagradable voz.

—Es muy temprano para acicalar al caballo —opinó Jimeno, pasando, por enésima vez, la piedra de amolar sobre su espada—. Ni siquiera ha salido el sol.

—Ni lo hará, si esas nubes siguen vomitando nieve sobre nosotros no habrá ni sol ni suelo —objetó el caballero. Condujo su mano sobre el pelaje del caballo, tranquilizándolo. La voz del alguacil parecía alterarlo—. No son esas las mejores condiciones para luchar a caballo, pero mantengo la esperanza.

Jimeno emitió una risa seca y prosiguió:

—Cuando era soldado odiaba los caballos, porque yo luchaba como infante y si tenía algún jinete cerca era un mahometano que me quería ensartar con una jabalina. Los… ¡agh! No recuerdo cómo se llaman. Ya sabéis, esos jinetes ligeros que te lanzan sus proyectiles y huyen como cobardes antes de que puedas devolverles el golpe —interrogó con la mirada a Raphaël pero el caballero no sabía de qué hablaba—. No importa. —Jimeno hizo una pausa para incorporarse, enfundado su espada recién afilada—. Siendo alguacil comencé a acostumbrarme a montar y ver el mundo con otros ojos, más elevados. —«Este hombre ha estado mucho tiempo mirando a los demás por encima del hombro», pensó Raphaël—. Eso fue hasta que aquel albar me arrolló con el caballo y me demostró que el caballo no hace al caballero —añadió, señalando los moratones en el rostro que ya casi habían sanado—. Ahora vuelvo a tenerles cierto desprecio.

La última palabra parecía haber sido escuchada por el caballo, pues el animal alzó la cabeza hacia Jimeno, resoplando hasta el punto de lanzar abundante saliva al suelo. El alguacil se apoyó en un destartalado carro que en opinión de Raphaël hubiera hecho un buen servicio como empalizada. Tiraban de él un par de asnos que dormitaban en las inmediaciones, ajenos a la conversación entre los dos hombres.

—Yo siempre supe valorar a los buenos caballos —argumentó Raphaël—. Este es un auténtico corsiero italiano, me lo regaló un señor normando poco después de que sobreviviéramos a una emboscada al sur del Condado de Edesa.

—Eso debió de ser hace años.

El alguacil siempre parecía tener mucho cuidado al elegir las palabras, para que significaran exactamente lo que él quería. Raphaël dejó el cepillo y palmeó el lomo del animal en un par de ocasiones.

—Está algo viejo —confesó. No había modo alguno de negar lo evidente—. Mas ha visto de todo y no se asusta ante nada. Como su dueño. Dará buenas coces a los albares desprevenidos.

—Es un buen caballo —se limitó a comentar el alguacil.

Raphaël sonrió. A él también le había vapuleado algún caballo pero no era algo que quisiera confesar al alguacil. Bastante tenía con soportar las miradas poco amistosas de aquel hombre y sus constantes apariciones —como si quisiera sorprender a Raphaël devorando a un niño o algo semejante— que siempre excusaba alegando que estaba de patrulla.

El caballero se giró hacia el alguacil.

—¿Qué hacéis aquí?

—Este es mi establo.

Raphaël sonrió.

—No lo pongo en duda. Tan solo me preguntaba… ¿no podíais conciliar el sueño?

Hubo una breve pausa antes de que el alguacil respondiera.

—Mi mujer lleva toda la noche preparando licores. O al menos reordenando tinajas, clasificándolas... esas cosas. Hace demasiado ruido.

—Una mujer que trabaja a estas horas debe de estar muy nerviosa —opinó el caballero—. Los albares, claro.

—Tiene miedo —afirmo Jimeno—, igual que todos. Igual que vos —añadió, como si estuviera teniendo aquella conversación en una taberna con una jarra de vino en la mano y no el pomo de su espada—. También tenéis miedo.

No era una pregunta. Raphaël podía percibir en las palabras del alguacil la intención de averiguar la firmeza del autocontrol del caballero. Ver si estaba dispuesto a caer en alguna de aquellas provocaciones.

—Estoy preocupado —refutó Raphaël. También él tomó la espada, solo para comprobar, tal y como sospechaba, que Jimeno no perdía detalle de sus movimientos mientras el caballero empuñaba el arma. «Es peligroso. Me está analizando para algo más que una simple pelea»—. No creo que esta gente pueda derrotar a los albares. Y si lo hacen, serán muchos los que pierdan la vida en ello. Por mucho que pienso en ello no consigo encontrar una solución que no implique un río de sangre bajando por las calles.

—Tenéis miedo —repitió el alguacil.

—¿Acaso vos no?

—Desde luego —respondió Jimeno—. El hombre sensato es el que siempre tiene miedo antes de la batalla. Miedo de no comportarse como se espera de él y tenga que cargar con esa vergüenza el resto de su vida.

Jimeno parecía tener siempre una respuesta para que todo lo que pudiera echársele en cara acabara convertido en una forma de autoglorificarse. Raphaël decidió plantear otro asunto.

—Esta es una batalla difícil de ganar, pese al entrenamiento de los últimos días. Bien lo sabéis —añadió pasándose una mano por la áspera barba que comenzaba a crecer—. Me preocupa que los albares no tengan piedad alguna con los menos afortunados.

—Hay veces en las que se está obligado a elegir entre la muerte segura y la victoria improbable —comentó Jimeno, apoyándose sobre su espada—. Un hombre debe morir de pie, espada en mano y rabia en los ojos; no en el suelo, suplicando y sacrificado como un cerdo.

Aquellas palabras parecían sacadas del discurso que un rey daba a sus tropas antes de pedirles que cargaran colina arriba contra las lanzas del enemigo. Raphaël pensó que el alguacil las habría escuchado años atrás en alguna situación similar.

—No todos luchan tan bien como vos —le recordó el caballero.

—La práctica.

Raphaël se fijó en la espada que Jimeno había pasado afilado con desmesurado esmero; extendió la mano, solicitando que el alguacil le tendiera su arma, pero Jimeno movió un pie ligeramente hacia atrás.

«Este hombre tiene un talento innato para ponerse en guardia».

Le ofreció su espada en primer lugar, en gesto de buena fe, que el alguacil tomó. Solo cuando tuvo ambas armas en su poder consintió ceder su propio acero a Raphaël.

—Vuestra arma está bastante castigada —observó el caballero— Ha entablado peligrosa amistad con otras espadas.

—El mejor acero es forjado por los golpes más fuertes. Al igual que los buenos soldados.

—Pero ya no sois soldado. Ahora sois alguacil.

—Soy ambas cosas —concretó Jimeno—. La gente de la ciudad tal vez pueda conformarse con saber hacer una única cosa. Pero en estos pueblos uno debe saber adaptarse a distintas tareas.

—Así que hoy toca defender a nuestra gente.

—Ese siempre ha sido mi deber como alguacil.

—¿No es acaso esa misma la obligación de un caballero? —preguntó Raphaël.

—Cuando conviene.

Raphaël se rió. Conversar con Jimeno era cualquier cosa menos tranquilizador, aquel hombre lanzaba palabras como dardos de ballesta.

—Sois de mente ágil, señor alguacil.

—Más ágil aún con la espada. Es evidente que a uno de los dos se le da mejor que al otro.

—Solo hay un lugar donde demostrar eso —la invitación había quedado expresada pero Raphaël decidió desviar sus palabras hacia otro tema—. ¿Estaréis a mi lado en la batalla?

—Estaré junto a mis vecinos, luchando con ellos y animándoles en todo momento. Si ese es el lugar donde vos estaréis, me tendréis a vuestro lado.

Pero Raphaël sabía que era mentira. Sabía que aquel hombre no lucharía a su lado a menos que fuera estrictamente necesario.

Habiéndose visto privado del breve sueño de haber sido heredero de un castillo no iba a permitir que Raphaël tuviera una existencia tranquila. Ni larga. La espada del alguacil era una amenaza. Al fin y al cabo, Jimeno todavía podía ser señor habiendo fallecido los herederos legítimos. Raphaël estaba seguro de que no era el único que había pensado en eso.

—Vuestro lado está junto a vuestro señor, que ahora mismo soy yo, el hijo de mi padre.

—No esperaréis que sea el segundo en mi propio pueblo —espetó Jimeno.

—No es lo que yo espere o deje de esperar, es lo que sois: el alguacil. Nada más.

El caballo relinchó y Raphaël le pasó la mano, pidiéndole calma. Escuchó cómo Jimeno deslizaba su lengua inquieta entre los dientes.

—Una vez el marido de Marcela, antes de que se convirtiera en un criminal ahorcado, me comentó que la razón por la que os fuisteis fue que tuvisteis un incidente con el hijo de Fernando Gisbert, el comendador de Luna. —El pulso de Raphaël se aceleró a tal ritmo que hasta el caballo lo notó a través de su mano—. He estado pensando sobre esas palabras durante los últimos días, ¿sabéis? —la sonrisa en el rostro de Jimeno no era amistosa—. Estoy casi seguro de que tenéis un incidente similar con vuestro escudero cada noche.

El gallo cantó, anunciando el alba.

—No recuerdo muy bien al hijo del comendador. ¿Habláis de algún episodio de mi niñez que yo no recuerde bien?

Jimeno negó con satisfacción y mofa.

—No, no, no. No eráis un niño cuando eso pasó. ¿También está el hijo del Negro metido en vuestras obscenas prácticas? —demandó—. ¿Por eso García pasa tanto tiempo con vos? Es posible que a Sancho también le hablara su padre de ese incidente. El carbonero puede parecer un hombre tranquilo, pero la cólera de un hombre pacífico es muy peligrosa: es repentina e incontrolable.

—No me asustan unos pocos golpes dados por un ignorante furioso —alegó el caballero—. En cambio quien me atacara podría necesitar de los servicios de un físico.

—Vuestro problema no necesita de un físico, sino de un sacerdote. Y la determinación de querer curarse. Que no puede uno purgarse los domingos y andar la madrugada del lunes blasfemando de nuevo. En el pueblo saben lo que sois, y si no lo saben pronto se lo haré saber.

El puño de ambos hombres se cerró en torno a los pomos. Imposible saber cuál fue más lento.

—Es vuestra palabra contra la mía. Y sigo sin saber exactamente qué insinuáis. ¿Me estáis acusando de algo o…?

Jimeno alzó una mano, cortando al caballero. La furia invadió al caballero, no solo por las acusaciones de las que estaba siendo objeto sino también por la evidente falta de respeto del alguacil hacia su persona.

—¿Cómo os…?

—¡Tss! —chistó el alguacil. Toda la satisfacción que Jimeno parecía estar obteniendo de aquella conversación se había desvanecido como el vaho en el aire. Se giró hacia Raphaël, con el puño firmemente apretado en torno al pomo de su espada—. Cada mañana, desde que el mundo es mundo, el gallo canta y los perros ladran cuando llega el alba.

Solo habían oído al gallo.

 

*****

 

—¡Thoas! —gritó de nuevo, sin recibir respuesta—. ¡Thoas!

Desistió en sus intentos de llamar a su escudero y examinó la calle sin terminar de ajustarse el brazal izquierdo. Vislumbró las huellas de Jimeno en la nieve. El alguacil había salido del establo, espada en mano, sin esperar al caballero. Sus gritos se escuchaban por la calle, despertando a cuantos aún estaban en la cama, llamándoles a la batalla. Todavía no se escuchaba el chocar de los aceros pero Raphaël tenía el mismo presentimiento que el alguacil. Hoy era el día.

El temblor que había experimentado al escuchar a Jimeno se convirtió en una agitación más familiar, los nervios previos a la batalla. Pero había otro temblor, más leve. Y un ruido. Constante y grave.

—Jinetes —susurró.

Escuchó el primer grito al salir al trote del establo. Sujetaba las riendas con firmeza, observando con ojo preocupado la nieve acumulada en la calle. Apenas tenía dos dedos de grosor, pero estorbaba los movimientos y era resbaladiza allá donde otros habían pisado con anterioridad.

—Con cuidado, pequeño —le dijo a su montura—. Es nuestra última batalla, no queremos arruinarla.

Dejó atrás el establo, el carro y la casa del alguacil. Las patas del caballo dejaban profundas huellas en la nieve. Nada más bajar la cuesta vio a un vecino que se enfrentaba a dos hombres. Dos albares. Su lanza, poco más que un palo con punta de acero, contra las hachas de los albares. El primer combate acabó antes siquiera de que el caballero pudiera girar su montura.

Nunca había habido un auténtico plan de batalla. Raphaël y Jimeno habían coincidido, por una vez, en que por mucho que se esforzasen en poner guardias el ataque de los albares se produciría rápidamente y con firmeza. Habrían sobrepasado cualquier defensa exterior antes de poder recibir refuerzos. Por eso el plan se limitaba a que todos los hombres se concentraran en la calle que llevaba a la plaza mayor en cuanto se diera la alarma; con una anchura algo menor de seis brazas era fácilmente defendible por apenas diez hombres. Raphaël había visto victorias con planes más simples.

Azuzó a su caballo para alejarse de los dos hombres que ya corrían hacia él, enarbolando sus hachas ensangrentadas y profiriendo gritos asesinos. A juzgar por los ruidos de cascos y pies aplastando la nieve pronto otros se les unirían y Raphaël no quería verse rodeado por todos los bandidos. Al encaminarse hacia la plaza vio frente a él a un vecino que tensaba un arco y soltaba la cuerda, por el rabillo del ojo vio que el proyectil pasaba de largo sin herir a ninguno de sus perseguidores. El vecino buscaba una segunda flecha mientras un niño pequeño, el hijo, probablemente, correteaba con torpeza sobre la nieve en dirección a la plaza. No tardó en resbalarse y caer, para después levantarse. Y volver a caer. A ese ritmo no iba a lograr alejarse de los albares.

Maldiciendo entre dientes, Raphaël tiró una vez más de las riendas para dar la vuelta a su corsiero al tiempo que desenvainaba la espada.

¡Dieu le veut! —exclamó, cargando hacia los enemigos.

Trabó el arma con uno de ellos y derribó de una patada en el casco al segundo. Un dolor punzante le brotó de los dedos de los pies. El albar que seguía en pie le agarró del cinto y trató de hacerle caer, pero Raphaël le golpeó con su puño enguantado hasta hacerle desistir y descargó con furia su espada. Clang. El hacha del albar se interpuso y el caballero pudo ver el odio en su cara enrojecida.

Una flecha pasó entre ambos combatientes. El vecino estaba colocando una tercera en la cuerda.

—Me vas a dar a mí, ¡idiota! —le increpó Raphaël—. ¡Ve a la plaza!

La orden no necesitó ser repetida, el arquero salió huyendo hacia la plaza, recogiendo al crío por el camino.

—¡Muere!

Raphaël vio el cuchillo en el último momento. Logró apartarse ligeramente antes de escuchar cómo la punta del cuchillo chirriaba contra las placas de su costado. El bandido tiró de él, arrastrándolo fuera de la silla y Raphaël se precipitó al suelo. El albar gritó cuando fue aplastado bajo el peso del caballero y su armadura. En el forcejeo fueron deslizándose sobre la fría nieve.

Más golpes furiosos fueron intercambiados por los dos hombres. Raphaël perdió su espada y el albar, su casco. El caballero acabó por golpear con su puño allá donde el bandido no se protegía con acero, el otro intentaba desesperadamente clavar el cuchillo en algún resquicio entre las placas de Raphaël.

El caballero agarró la mano que empuñaba el arma mientras propinaba un cabezazo a su enemigo. Raphaël todavía llevaba el yelmo. El crujir de los huesos le animó a repetir el proceso, pese a que él mismo se resentía en cada embite. Otros dos golpes sirvieron para que el atacante quedara aturdido; sin perder tiempo, recogió el hacha del suelo y se la clavó en el pecho al bandido.

«Uno menos», pensó.

Escuchó pasos apresurados sobre la nieve y se volvió hacia el segundo bandido, dispuesto a acabar también con él.

¡Dieu le veut! —oyó que gritaba Thoas, abalanzándose sobre él. Su escudero luchaba con hacha y espada corta, ambos aceros se hundieron en repetidas ocasiones sobre el bandido derribado hasta que dejó de estar vivo. Una muerte rápida.

—¿Dónde demonios estabas? —le preguntó—. He tenido que…

Thoas ignoró a su señor e hizo un gesto para que mirara a su espalda. Raphaël se sentía algo mareado pero vio con claridad cómo al menos una docena de enemigos se aproximaba corriendo.

Era la primera vez que Raphaël se fijaba en los albares. En su imaginación habían sido hombres que, aunque estuvieran bien organizados, no pasaban de simples bandidos. Solo la seriedad con la Jimeno hablaba de ellos, y el hecho de que hubieran tomado el castillo de su padre en un único ataque sorpresa, había persuadido a Raphaël de que se trataba de un grupo bien organizado con probada destreza con las armas.

Ahora que estaban frente a él, el caballero veía la calidad de su entrenamiento en el modo en que se movían y cómo seguían las órdenes de uno de los dos hombres que iba a caballo, obedeciéndole como líder, mientras avanzaban hacia Thoas y Raphaël. Hasta el último de ellos estaba protegido con algún tipo de armadura, ya fuera cota de malla, casco o brazal. Sus armas no eran uniformes: espadas, mazas, hachas, estrellas de la mañana y ballestas. Además, todos parecían en buena forma y caminaban con paso lento pero seguro sobre la nieve mientras se protegían en su avance con los escudos levantados. Pero lo que más destacaba eran sus rostros coloreados con algún pigmento blanco que les daba un aterrador aspecto de ánimas del purgatorio caminando entre los vivos. Albus.

Raphaël se fijó en los dos albares que yacían muertos en el suelo, el único blanco en ellos era la nieve que les caía encima, tiñéndose poco a poco con su sangre. También vio que eran muy jóvenes, más que Thoas.

«El rostro pintado debe ser algún tipo de estatus —supuso Raphaël—. Una marca de valía».

—¡Ayúdame a montar! —le ordenó a su escudero. Se subió a la silla y miró hacia atrás, hacia la plaza en la que Jimeno, la corpulencia del alguacil le hacía inconfundible, intentaba instaurar algo de orden entre el creciente número de vecinos que acudían al punto de encuentro para hacer frente a los atacantes. Un creciente número de muebles y piedras comenzaba conformar un pequeño muro defensivo. Una barricada.

—Podríamos retrasar a los albares mientras los vecinos se organizan —propuso Thoas. Los corvillanos se concentraban en grupos de cuatro o cinco mientras avanzaban con cautela hacia la entrada de la calle.

Algo le alcanzó en la hombrera y Raphaël vio la marca que la flecha había dejado al rebotar. Era la segunda vez que su armadura le protegía, no quería seguir tentando a la suerte.

—¡Ya están organizados! ¡Retrocede!

Thoas echó a correr en pos de su amo, pero resbaló en la nieve y necesitó apoyar ambas manos para no quedar completamente tumbado. A punto estuvo de clavarse su propia espada.

—¡Vamos, Thoas! ¡Levanta, muchacho! ¡Arriba!

Al tender la mano hacia su escudero un virote de ballesta pasó frente a sus ojos. Lo escuchó estrellarse contra la fachada de una casa.

«A caballo soy un blanco fácil», pensó Raphaël mientras Thoas se incorporaba. Sin embargo, no pensaba bajar de su montura, porque en algún momento de la batalla podría necesitar la fuerza de su corsiero para abrirse paso a través de la línea enemiga.

Cuando llegaron a la plaza, Jimeno ya estaba reforzando las líneas con los últimos vecinos que se habían unido a la lucha. Prácticamente los colocaba a empujones en los sitios que consideraba más oportunos para cada hombre. Unos pocos tenían espada o hacha pero la mayoría portaba toscas lanzas y escudos fabricados con muebles viejos; no obstante, había un gran número de defensores. Al menos treinta. Teniendo en cuenta lo que había visto en los últimos días, Raphaël se sorprendió de que tantos hubieran cumplido su palabra. Incluso estaban los dos hijos del alguacil.

«Este es mi ejército —reflexionó Raphaël—. Aún tenemos una oportunidad».

Mesas, bancos, sillas, troncos, piedras y hasta carretillas se acumulaban por momentos entre los vecinos y los albares, ofreciendo una posición defensiva que les diera alguna oportunidad frente al avance de los albares. Los huecos de aquella irregular defensa se llenaban con las lanzas y escudos de los vecinos, cuyo nerviosismo era fácilmente comprensible.

Un vecino alzó su ballesta y disparó sobre los bandidos. El virote se clavó en el escudo de un albar, alzado en el momento oportuno, pero por el camino a punto estuvo de alcanzar a Sancho el Negro.

—¡No disparéis a lo loco! —ordenó Raphaël. Él también había estado cerca de haber sido alcanzado por un vecino descuidado—. Esperad a que se acerquen.

Jimeno también había visto lo sucedido.

—Vosotras —exclamó señalando a un pequeño grupo de mujeres que habían salido de sus casas. Muy pocas. «Las demás deben estar escondidas»—, ¡haced algo útil! Entrad en la iglesia y sacad dos o tres bancos. Ponedlos tras la línea para que los arqueros puedan disparar en altura. ¡Ya!

Las mujeres no dudaron en echar a correr hacia la iglesia para cumplir la orden. En ese momento Raphaël se percató de que incluso el sacerdote sujetaba un pesado madero entre las manos a modo de maza. Caminaba con pasos largos y pausados por detrás de las líneas que los vecinos habían formado en la salida de la calle.

—Señor, te rogamos que protejas a tus buenos siervos en este día de dolor y sacrificio. Pues aquellos que defienden sus hogares no conocen el miedo. Dales Esperanza. Dales Fuerza. Guíales con tu Luz. Protege a tus fieles y permite que regresen a sus hogares. Amén.

—Amén —dijeron los más cercanos.

—Amén —susurró Raphaël, alzando la cabeza hacia los albares que tras una breve pausa para debatir su proceder comenzaban a entrar por el otro extremo de la calle. La auténtica lucha comenzaría pronto.

No se escuchaba viento. No había. La nieve empezaba a caer desde un cielo grisáceo como el pelo de un anciano. Tan solo los tejados y el suelo perturbaban su recto descenso. Y las cabezas de los defensores que se apretujaban contra los muros de las casas. Los dos dedos de nieve fundida y aplastada bajo los pies de los vecinos y caballos habían convertido la calle en un barrizal por el que sería difícil moverse. Cada paso estaba expuesto al peligro de caer y no ser lo bastante rápido para poder…

—Mi señor, estáis sangrando —observó Thoas, señalando su cabeza.

Al principio el caballero fue a negarlo, creyendo que se trataba de sangre el albar que había golpeado, pero al pasarse el guante de cuero sobre la cara notó dolor en una pequeña brecha en la ceja que hasta ahora había pasado inadvertida.

—Es poca cosa —dijo, envainando la espada para examinar mejor aquel corte—. Peores heridas hemos sufrido.

—Demasiadas, mi señor —lamentó el escudero—. Demasiadas.

Vieron cómo las mujeres arrastraban dos toscos bancos de buena madera tras la línea defensiva y usaban algunas piedra para darles estabilidad una vez los hombres armados con arcos y alguna ballesta se subieron en ellos. No era como si estuvieran disparando desde una colina, pero era una mejora y evitaría que alcanzaran a sus propios vecinos. Bermudo, con su cojera y voz de instructor, estaba con ellos para asegurarse de que así fuera.

Los albares se les echarían encima en cualquier momento. La voz del alguacil sonaba firme por encima de los roces de los escudos de los vecinos y las botas de los albares avanzando al unísono.

—¡Corvillanos! ¡Buenas gentes de este reino! ¡Por el Rey! Tiñamos de rojo a esos extranjeros.

La última palabra fue acompañada por una amenazante mirada a Raphaël. El caballero se fijó en la espada del alguacil, su escudo y analizó hasta el último pedazo de metal con el que Jimeno se cubría.

Unas finas placas de metal superpuestas sobre una cota de malla que le cubrían los brazos y descendía hasta muy debajo de la cintura. Todo ello sobre una chaqueta de cuero endurecido. Se protegía la parte inferior de las piernas con unas grebas que le dejaban expuestas las rodillas, para ganar flexibilidad.

Jimeno hacía exactamente lo mismo, examinar la envejecida aunque resistente armadura de placas del caballero, y Raphaël se convenció de que, pasara lo que pasara, al menos uno de los dos no iba a salir vivo de aquella batalla.

Aquello apenas duró un instante, pues los vecinos comenzaron a vocear algunas incoherencias y bravatas poco antes de que los albares se abalanzaran sobre ellos con un grito guerrero.

Dos virotes disparados a menos de cinco pasos abrieron una pequeña brecha en la línea de defensa de los vecinos, donde los atacantes atacaron con mayor intensidad. Con la primera carga se escuchó un estruendo seco de metal contra metal y toda la línea de los corvillanos se curvó hacia el interior, con los que estaban detrás ejerciendo presión sobre los de delante. Las lanzas de los vecinos se movían con furia hacia adelante y hacia atrás, tratando de ensartar a los albares, quienes esquivaban con facilidad los torpes ataques de los campesinos, devolviendo los golpes antes de volver a cubrirse con los escudos. No tardaron en llegar los primeros alaridos de dolor y las manchas rojizas sobre el suelo, el acero había hallado a la carne.

Era difícil saber quién estaba herido y quién no, lo único que Raphaël veía era que los corvillanos estaban perdiendo terreno.

—¡Recomponed la línea! —gritaba Jimeno, consciente de que si lograban expulsarles de la calle estaban perdidos—. ¡Empujad!

¡Dieu le veut! —gritó Thoas mientras cerraba el hueco en la defensa, acometiendo con furia sobre la línea de los albares. Al caballero le hubiera gustado que su escudero no se expusiera tanto en los primeros momentos de la batalla, pero su presencia estaba siendo de gran ayuda en ese lado de la defensa. Quizá demasiada.

—¡Presionad por la izquierda! —advirtió Jimeno cuando vio cómo los vecinos rotaban hacia la derecha a cada paso—. ¡Izquierda! ¡La otra izquierda, malnacidos!

El alguacil terminó por acudir en persona hacia aquel lado, empujando a quienes tenía delante y lanzando estocadas furiosas por encima de las cabezas de sus vecinos, obligando a los albares a recular.

Jimeno era claramente una amenaza para la vida del caballero y sus pretensiones, legítimas, desde luego, de hacerse con el castillo de su padre. En un ambiente menos belicoso Raphaël no habría tenido ningún problema en establecerse en Yéquera y ordenar el destierro de Jimeno. Por desgracia, que los albares estuvieran en Lacorvilla, suponía que necesitaba a Jimeno…al menos por el momento. El alguacil repartía espadazos y patadas con una furia desmesurada y con cada una de sus acometidas hacía retroceder la línea enemiga y envalentonaba a los suyos a resistir.

—¡Empujad!

Los defensores ejercieron presión sobre los albares, haciéndoles replegarse. El más joven de los hijos del alguacil apenas podía seguir el ritmo de los adultos. Su hermano Alfonso aquejaba de cojera, pero cumplía con eficacia su parte del cometido. Thoas también animaba a los defensores; Raphaël comprobó con satisfacción que había retrocedido hasta la segunda línea para recuperar el aliento, junto a García. Aquel joven había demostrado que era más que una cara bonita y luchaba mano a mano con los vecinos. El hijo del carbonero tenía madera de soldado, tan solo le faltaban algunos años de experiencia.

Debido a la actuación de los dos jóvenes, ahora era el lado derecho el que flaqueaba y un albar logró colarse por el hueco dejado por un vecino. Su armadura arrancó tierra de la pared mientras trataba de sobrepasar la defensa de los corvillanos. Raphaël decidió que había llegado el momento de intervenir y desenvainó su espada, listo para cargar sobre el intruso.

¡Dieu le veut! —gritó, un momento antes de picar espuelas.

Vio la ballesta apuntándole en el último instante e hizo cuanto pudo por girar su caballo y esquivar el proyectil. El animal interpuso su cabeza entre el ballestero y el pecho de su dueño. Apenas emitió quejido alguno.

El caballero y su pesada armadura se precipitaron contra el suelo. A diferencia de su anterior caída, no había nadie sobre quien abalanzarse y amortiguar el golpe. Metal, cuero y huesos sufrieron el impacto contra la roca. Notó el sabor de la sangre en la boca y escupió sobre la nieve. Usando la espada como bastón se incorporó. No lo consiguió. Sus rodillas dieron de nuevo con la nieve mientras hacía un esfuerzo por no caerse desplomado. Notaba algo roto en su interior.

El albar vio a Raphaël esforzándose en incorporarse y encaminó sus pasos y su hacha hacia él. Sancho el Negro abandonó la línea para atacar al albar, describiendo un amplio arco con su improvisada maza. Si el aire hubiera tenido huesos, se los hubiera partido. El albar logró esquivar el lento ataque rodando sobre sí mismo y el carbonero, del impulso ejercido, perdió el equilibrio y patinó, cayendo al suelo completamente expuesto. De nada le hubiera servido alzar las manos para protegerse del hacha del albar si Jimeno no le hubiera clavado la espada en el muslo al bandido. Herido de gravedad, el albar se dejó caer de rodillas y el alguacil remató al herido con un tajo en el hombro que se hundió dos palmos en la espalda.

El Negro estaba demasiado conmocionado como para mascullar gratitud.

Otro albar más emitió un grito de dolor antes de desplomarse sobre la nieve roja, muerto o gravemente herido. La batalla parecía inclinarse momentáneamente del lado de los vecinos. Al girarse para encarar de nuevo la línea de batalla, la espalda de Jimeno quedó a pocos pasos de Raphaël.

Por razones de las que Raphaël no se sentía orgulloso sabía que no había mejor momento para matar a un aliado que en la confusión del combate contra el enemigo.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Jimeno se volvió, muy despacio, con la espada chorreando sangre enemiga. Se quedaron mirando el uno al otro, mientras las gotas rojas se acumulaban a los pies del alguacil. Como le había visto hacer otras veces, Jimeno echó un pie atrás para ponerse en guardia.

No esperaréis que sea el segundo en mi propio pueblo.

—Ni se os ocurra…—empezó a decir Jimeno.

Raphaël atacó.

El alguacil detuvo la espada en el último momento mas no pudo evitar caer al suelo, sus ojos pasaron de la sorpresa a la furia. Guardando el aliento, Jimeno no pronunció palabra mientras se incorporaba para detener los siguientes golpes de Raphaël. El alguacil era más ágil de lo que el caballero pensaba, y él no estaba herido ni aquejaba cada esfuerzo, pero no por ello dejó descanso al alguacil, que se veía obligado a permanecer a la defensiva hasta que las tornas cambiaran.

Sancho el Negro se les quedó mirando con los ojos abiertos como platos, asustado e intentando comprender qué demonios estaba pasando.

Raphaël lanzó dos estocadas más antes de que Jimeno se alejara lo suficiente como para poder tomar la iniciativa. El caballero retrocedió un paso, con la espada en alto. Listo para el inminente ataque.

—¡Jimeno! —gritó Bermudo. Su dedo señalaba ansiosamente a los albares—. ¡La defensa está cayendo!

El viejo tabernero tenía razón. Pese a que hacía lo posible porque sus arqueros fueran precisos no estaban logrando acertar a los albares, y cuando lo hacían siempre había un escudo para detener el proyectil. Los atacantes de rostros pálidos no estaba sufriendo suficiente castigo, y empujaban más y más a los vecinos que trastabillaban por la acumulación de sangre y nieve en el suelo. Ganaban terreno y amenazaban con sobrepasar la entrada de la calle. La derrota parecía inminente.

Jimeno retrocedió algunos pasos para acercarse a la defensa, sin dejar de observar a Raphaël, jurando venganza.

El caballero centró su atención en Sancho el Negro. El carbonero había visto cómo Jimeno y él mismo habían intercambiado golpes de espada. ¿También había visto que Raphaël había dado el primer golpe? Le asaltó una gran inquietud por lo que tal acción pudiera conllevar. El carbonero no era nadie, solo un hombre confundido por la batalla que creía haber visto algo. Raphaël había ayudado a Jimeno contra un albar y le habían dado muerte juntos; lo que Sancho había visto era al caballero luchando con el alguacil, no contra él. «Sí, eso es lo que diré. Tendré que hablar con el carbonero más adelante, cuando la batalla haya…».

Notó un repentino dolor punzante en el muslo y pensó que Jimeno le había alcanzado a traición, después vio el extremo del virote asomar de su propia carne. No pudo evitar caer desplomado en el suelo.

Utilizó nuevamente la espada como apoyo y tuvo un breve instante de calma antes de que su mundo se desmoronara.

Se habían enfrentado cuando los albares habían querido. Cierto era que los vecinos habían contado con algunos días para entrenarse, pero también los bandidos. Días en los que se habían alimentado bien a costa de las despensas del castillo de Yéquera. Ambos bandos se habían fortalecido, los albares más que los corvillanos.

Thoas había visto cómo su señor caía herido y, dejando la línea, corrió de inmediato para socorrerle. Entonces se resbaló por última vez.

Llamar la atención en batalla, montando a caballo, llevando una armadura llamativa o destacando en la lucha era el método más eficaz de acabar muerto. Aquel fue el error del escudero. Thoas había demostrado ser un duro rival para los albares, deteniendo su avance y habiendo provocado severas heridas en algunos de ellos; exactamente la clase de guerrero que a la mínima oportunidad hay que eliminar. A diferencia de Jimeno, que golpeaba con dureza y se retiraba con cautela, Thoas lo hacía todo de modo frenético. Por ello, cuando acudió en auxilio de Raphaël, de forma precipitada e imprudente, se resbaló como otras veces había hecho durante el combate. Esta vez no logró recuperar el equilibrio lo bastante rápido y terminó al alcance de las armas de los albares. Su cuerpo se contrajo y su cara reflejó dolor.

«¿Es eso una espada?», se preguntó el caballero al ver lo que asomaba en el pecho de Thoas.

El escudero cayó de rodillas y otro de los bandidos le golpeó por la espalda con una maza. Derribado en el frío suelo, Thoas se sumaba a la larga lista de caídos entre los vecinos.

—Me he quedado solo —murmuró Raphaël.

Entonces empezaron las deserciones.

Algunos corvillanos no pudieron soportar más aquella situación y abandonaron la defensa y a sus vecinos. Pronto el pánico cundió por toda la defensa. Los albares aprovecharon para abrirse hueco a espadazos y la línea se convirtió en pequeñas islas solitarias, rodeadas de enemigos. Algunos hombres caían al suelo y eran acuchillados sin piedad.

—¡Manteneos firmes! —gritaba Jimeno, agarrando a su cuñado Guillén y obligándole a volver a su puesto—. ¡Resistid!

No había manera de que el alguacil lograra mantener la línea por sí mismo. La derrota ya había sido asumida en las mentes de los vecinos y el instinto de supervivencia se impuso sobre la sensatez. A medida que más y más hombres desertaban los que permanecían luchando sufrían las fatales consecuencias de estar solos frente a los albares. Jimeno seguía gritando, pero poco podía hacer un hombre cuando muchos decidían desobedecer.

Ser valiente se convirtió en la excepción.

Y en ese momento un grito guerrero surgió al otro extremo de la calle. Algunos alzaron la vista hacia allí, hacia el destartalado carro que era arrastrado por dos asnos y sobre el que se alzaban varias mujeres. La silueta de Arlena destacaba en la parte trasera, con su enorme tripa albergando a su próximo hijo. Los animales tiraron del carro hasta bloquear el otro extremo de la calle, encerrando a los albares. La alambiquera blandía en la mano una vasija de orujo en cuyo interior ardía un trozo de tela. Con un grito enfurecido, desató las llamas del infierno.

 

*****

 

Nada de lo que hubiera visto en Tierra Santa podía preparar al caballero para el espectáculo que iba a contemplar en las calles de Lacorvilla. Subidas en el carro, las corvillanas tomaban las vasijas que contenían los orujos y las arrojaban como una lluvia de fuego, provocando el pánico y el dolor entre los albares. Fuego. El sonido de la cerámica al partirse. El licor impregnándose en ropa y carne. El fuego extendiéndose por los maderos y bancos de la barricada, convirtiéndola en una gigantesca hoguera. En unos instantes la calle fue inundada por abrasadores destellos anaranjados, los agónicos gritos de los bandidos y los escalofriantes alaridos guerreros que las mujeres proferían, con la misma furia que si fueran las Erinias.

Aquellas ánimas vengativas acababan de convertir una derrota inminente en una oportunidad. Dos albares se retorcían en el suelo chillando de dolor y un tercero ya no se movía, con su espalda todavía en llamas. Ni Arlena ni las otras mujeres cesaron en su ataque, más y más focos de fuego surgieron en las calles a medida que el licor se propagaba. El Caballero del Invierno acabó rodeado de enemigos en llamas. Él mismo se asfixiaba dentro de su armadura.

Y no era el fuego lo único a lo que los albares se enfrentaban.

Los pequeños grupos de vecinos aislados se habían convertido en fortalezas inexpugnables, convergiendo sobre sus enemigos. Atrapados entre las llamas y las lanzas de los defensores los albares fueron cayendo uno tras otro, empezando por sus jefes, los dos hombres a caballo cuyos cuerpos expulsaban roja sangre, igual que cualquier otro mortal. Los albares no eran monstruos, solo bandidos. Y estaban asustados.

Uno de ellos se aproximaba a Raphaël, envuelto en llamas. Parecía increíble que bajo semejantes circunstancias el albar todavía intentara atacar al caballero. Pero lo hizo. Todavía magullado tras la caída, Raphaël demostró lentitud para detener los golpes de su adversario. A cada parada le acompañaba una reverberación del metal que recorría violentamente el brazo del caballero, amenazando con quebrar sus doloridos huesos; sin embargo, tras unas pocas estocadas, el dolor que al albar le provocaban las llamas fue más intenso que la molestia del brazo del caballero. El bandido se desplomó boca abajo sobre la nieve, aún farfullando gemidos cuando Raphaël le hundió la espada en la nuca.

Pronto sus compañeros se le unieron en la muerte. El fuego de las corvillanas se aseguraron de ello.

Raphaël se acercó cojeando a Thoas. El escudero todavía no era un cadáver. El suave abrir y cerrar de sus hermosos labios indicaba que la vida no había abandonado el cuerpo del más leal amigo que Raphaël hubiera tenido jamás.

Thoas —dijo arrodillándose junto a él. Hablaba en griego, el idioma natal de su escudero, como Raphaël siempre había hecho antes de que sus largos viajes le hubieran traído de vuelta a Aragón. Un idioma que los que estaban a su alrededor, todavía enfrascados en una batalla ya ganada, desconocían por completo—. Abre los ojos. ¡Ábrelos!

Los labios se entreabrieron ligeramente. Una palabra rasposa brotó de ellos.

Raphaël…

Eso es. Estoy aquí. Hemos vencido, ¿me oyes? Los albares están rodeados y pronto no tendremos que preocuparnos de ellos. Gracias a ti, mi valiente muchacho. Todos te deben su vida. ¿Lo has oído?

—Raphaël…

—Sí, Thoas. Soy Raphaël. Estoy a tu lado. Siempre estaré a tu lado. Lo supe desde el momento en el que me ofreciste agua en aquel camino en Esmirna y yo te la acepté, a pesar de que todos me decían que no confiara en tu gente. «Son ladrones y traicioneros, especialmente con los cruzados», me decían. Sabía que se equivocaban. «¿Cómo podéis decir eso de esta gente, que fueron de los primeros en abrazar la fe de Cristo?», les dije. Mis compañeros de armas me replicaron: «También fueron los primeros en rendirse ante Jerjes, en renegar de la fe de sus padres cuando llegó el Cristianismo y no mucho ha que abandonaron a Nuestro Señor en los pocos años que fueron turcos. No se puede confiar en ellos». Pero yo vi algo en ti, algo que no se ve en la mayoría de los chicos. Por eso te llevé conmigo, y los años demostraron que mis compañeros se equivocaban, y que Thoas de Esmirna había resultado ser el más leal de los griegos y de los hombres que haya habido sobre este mundo. ¿Me oyes? El más leal. Has sido un regalo del Cielo, la cosecha de un hombre que no trabajó para merecerla y que se siente agradecido de lo que el Buen Señor consideró oportuno enviarle. ¿Recuerdas lo que me dijiste cuando naufragamos en las islas Achziv, aquellas cuatro rocas que sobresalían del mar? Estábamos sedientos, tratando de cazar una de aquellas gaviotas para poder llevarnos algo a la boca y dijiste: «Mi Señor, es cierto que Dios debe amarnos mucho, nos ha hecho dueños de una roca tan pequeña para que no haya más remedio que pasar juntos la eternidad». Fue lo más hermoso que nadie me haya dicho nunca.

Raphaël…

—Ese día juré que tendríamos nuestra propia roca, aunque solo fuera el miserable castillo que mi padre recibió por asesinar a cuantos mahometanos se pusieron a su alcance. Se mofaba de todos y nunca tuvo la menor intención de comprender lo que yo sentía. Pero ahora ya no está, Thoas. El castillo es mío. Nuestro. Pronto estaremos en sus salones, contemplando la leña arder en los hogares y lejos de todos los campos de batalla.

Raphaël…

—Estoy a tu lado. Siempre estaré a tu lado.

Pero Thoas no dijo nada más. El caballero acarició el rostro de su escudero. Su palma apenas podía sentir el aliento moribundo del muchacho.

Las mujeres habían vencido, aunando esfuerzos junto a los hombres convergieron sobre los albares hasta que el fuego, la lanza y la espada dieron cuenta de ellos.

El alboroto del combate había sido convertido en el ocasional tañido de las espadas al chocar, acompañadas del nauseabundo hedor de la carne abrasada. Todo parecía por fin haber terminado. Los pocos albares que aún se mantenían en pie se abrían hueco como podían para escapar, cayendo algunos durante la retirada. Las mujeres trataron de prenderles en llamas hasta que la distancia a lanzar fue superior a sus fuerzas. Ya no importaba, la victoria era suya.

Muchos vecinos habían caído defendiendo su hogar. Mayor aún era el número de heridos. No obstante, los albares ya no eran ninguna amenaza para Lacorvilla. Los bandidos que no habían muerto ni huido eran pocos; además, el alguacil tenía el propósito de reducir aún más esa cifra. Fue buscando los cuerpos de los albares entre los bultos sobre la nieve ensangrentada, implantando su justicia inmisericorde. No atendió a las miradas censoras del sacerdote ni a las caras sorprendidas de sus hijos. También ignoró las muestras de alegría de la mayoría, que celebraban el resultado de la batalla, completamente ajenos a lo que Jimeno hacía. Con sangre fría y ninguna voz sonando en su cabeza fue asegurándose de que los albares nunca serían un problema para nadie. Uno de ellos, con el rostro pintado de blanco y de sangre alzó las manos en tono suplicante.

—Por favor, no…

Pero Jimeno no le dejó terminar. Su espada se hundió en el cráneo del albar y al ser liberada regó con sangre a los vecinos más próximos. En el rostro exhausto del alguacil se dibujó una sonrisa de satisfacción.

Aunque no era nada en comparación a la euforia de las mujeres. Al igual que las jaquesas, habían sido las mujeres de Lacorvilla quienes decidieron la batalla. Ellas. Los vítores de las victoriosas inundaron las calles del pueblo, haciendo saber a quienes habían permanecido escondidos, evitando la batalla, que aquel día los corvillanos y corvillanas habían logrado una gran victoria. Un clamor de alegría infinita que acalló los quejidos de los heridos y el silencio de los caídos.