Capítulo primero

El alguacil

 

Todavía dolorido y cubierto de moratones, Jimeno abrió los ojos en el lecho. Su mano se deslizó buscando a Arlena, pero su mujer no estaba en la cama. Giró la cabeza a izquierda y derecha sin verla.

Emitió un quejido cuando se incorporó. Aquel maldito caballo debía de haberle roto algo. Y le ardían las manos tras intercambiar estocadas.

—Arle… —la voz le falló y carraspeó—. ¡Arlena!

No hubo respuesta. Se aproximó lentamente hacia el balde de agua y vio su rostro reflejado en ella. Pese a los moratones que su cuello exhibía estaba sonriendo. No era para menos. La noche anterior se había colmado de gloria con la hazaña de ser el primer hombre que supiera que había matado a un albar. Aquello no era asunto menor. Requería de la destreza del corpulento hombre frente al balde.

Jimeno sospechaba que el muerto antes de ser bandido había sido soldado. Un desertor. Espada de buen acero. Jubón de cuero, cota de malla y gorjal. Además del caballo, un viejo aunque robusto destrero que Jimeno lamentaba haber matado. No era algo que un simple bandido poseyera. Ni lo que Jimeno creía saber sobre aquellos bandidos.

«Si estoy vivo es porque fui mejor espadachín».

De camino al pueblo había preparado un plan para entrenar a los vecinos y sorprender a unos simples bandidos, pero todo había cambiado: los albares no eran simples bandidos y los corvillanos habían perdido el factor sorpresa.

Ahora no sabía qué hacer.

El agua fría sobre su rostro hizo que se despejara. Cuando se dio la vuelta su mujer estaba junto a la puerta.

La maternidad siembre embellecía a Arlena. La mujer del alguacil era lo bastante alta para no desentonar con su enorme marido y los seis partos no la habían cargado de innecesarias carnes. Se conservaba con un cuerpo semejante al de la muchacha que conoció y aunque su abundante cabellera castaña había encanecido por la edad todavía conservaba aquella sonrisa…La misma sonrisa que ahora tenía en su cara.

—Ven aquí…—le dijo agarrándola de la cintura mientras su otra mano trataba de levantarle el vestido.

Y así, con apenas dos palabras, en casa del alguacil se inició una discusión a viva voz. Las cuatro paredes de la casa no parecían lo bastante firmes para contener los gritos. Las piedras escuchaban, una vez más, cómo el matrimonio se recriminaba sus opuestos puntos de vista sobre su creciente progenie y cómo obtenerla.

—¡Eres mi esposa, y debes cumplir con tus deberes!

—No si ponen en peligro a nuestro hijo —Arlena cogió las manos de su esposo y las apoyó sobre su vientre hinchado—. Mucho estás forzando a mi vientre para que nos dé hijos, no quieras también forzarlo para obtener placer.

Jimeno, una cabeza más alta que cualquier otro vecino y de anchos hombros, se puso a menos de un palmo de su mujer. Pero ni eso impedía que le sostuviera una mirada desafiante, sin dejarse intimidar por el tamaño del alguacil. La mirada continuó tras algunos improperios que avergonzarían a un hombre decente.

El alguacil había pasado, en apenas unos minutos, de la euforia a la ira. Había sido una noche larguísima. El reposo le había relajado pero se sentía con ganas de que su mujer le agradeciera haber salvado la vida de su hijo Alfonso. Para él era lógico que Arlena debiera mostrarse cariñosa. Era una recompensa que se merecía.

Pero Arlena no lo veía así y era una mujer con carácter; de las que no daban su brazo a torcer con facilidad. Aquello exasperaba al alguacil.

—¡Soy un hombre! ¡Y tengo necesidades que mi esposa no me puede negar!

Jimeno se dirigió a la cocina oyendo los pasos de su mujer a su espalda. Había un cubilete medio lleno sobre la mesa pero ninguno de sus hijos estaba en ella. También había fuego en la estufa. Débil. Cogió un par de troncos y los arrojó con furia al interior.

Arlena se acercó a su marido, no iba a dejar que Jimeno tuviera la última palabra.

—Además de esposa soy madre, y mi deber es proteger a mis hijos, que son los tuyos —dijo mostrando el bulto que su hijo aún no nacido era y fijó la vista en Jimeno—. Se debe vaciar el cántaro antes de volver a llenarlo —le increpó—. No insistas, tendrás esperar hasta que alumbre.

—Cosa que ya deberías haber hecho —reprochó Jimeno—. Ese niño lleva demasiado tiempo ahí.

Su mujer frunció el ceño y le apuntó con un dedo.

—Te equivocas... —Arlena extendió los dedos mientras enumeraba los meses—. Noviembre, diciembre... no nacerá hasta enero.

—¡Este mes! —le ordenó Jimeno, como si de ella dependiera—. Antes de que el año termine. Todo el mundo sabe que los hijos fuertes nacen antes de nueve meses.

—¡Bah! —desdeñó Arlena—. Nadie se cree eso. Son cosas que dicen los ignorantes. Y más sabré yo de parir que tú.

—De parir hembras; mas poco sabes de parir varones, visto lo visto. Tres hijas llevas desde que me diste el último varón. Ya va siendo tiempo de que me des otro hijo.

Arlena miró con fijeza a su marido.

—No se puede alterar lo que Dios dispone en la concepción. Nacerá varón cuando el Señor lo desee. Y si tanto te preocupan tus hijos varones deberías cuidar mejor de ellos. Lo que hace fuerte a un muchacho es que esté protegido hasta que sea un hombre —comentó—. Algo que a ti no se te da bien.

El rostro de Jimeno se enrojeció de furia. ¿Cómo se atrevía Arlena a acusarle a él de lo que pasó la noche anterior? Esas cosas pasaban cuando tratabas con desertores y ladrones. Esas cosas pasaban. Punto. Él no era culpable.

—Al muchacho le clavaron una lanza en el culo, ¿y qué? Ahí no hay nada importante —comentó con desdén—. Pronto se recuperará —afirmó—. Y si lo hace será gracias a que su padre mató a ese cabrón.

—No deberías haber llevado a Alfonso al monte en plena noche —le acusó Arlena—. Un hombre más sensato lo habría sabido. El pobre está en la cama, durmiendo boca abajo porque no puede apoyar la herida. Le duele.

—Y más que le dolerá cuando se cierre —declaró Jimeo, sabiendo que sanar heridas era una parte importante en la vida de todo hombre. Ser consciente de que los errores traen dolor. «Si en lugar de rodar hubiera alzado la espada no le habría herido»—. El muchacho ya tiene diecisiete años. Si le enseño a luchar con espada es porque pronto la necesitará. El Reino necesita expandirse hacia el sur y cuando acabe el invierno el nuevo rey llamará a los señores y caballeros —Arlena fue a decir algo pero Jimeno alzó una mano para detener a su esposa—. Sé lo que vas a decir: que si al Rey le llaman el Monje no estará a favor de luchar. Pero te digo, mujer, que un rey debe ser guerrero, quiera o no; y que debe saber que si no ataca, será atacado. Necesitará de muchachos como nuestro Alfonso para ello y no voy a consentir que sea llamado a las armas sin saber empuñarlas.

Arlena negó con la cabeza. Tenía sus ojos marrones puestos en él.

—No es eso lo que iba a decir —replicó—. Sino que mucho te crees tú que don Yéquera irá a la guerra con el nuevo rey. A ese anciano cualquier día se le vuelve a ir la cabeza y nombra heredero a su caballo —planteó llevándose un dedo a la sien. En ese momento sus hijos entraron en la cocina. La pequeña Juana estaba en los brazos de Sancha. Faltaba Alfonso—. ¿Y no estábamos hablando de cumplir con mis deberes de esposa?

Jimeno frunció el ceño ante la sonrisa picarona de su mujer. Sus ojos pasaron de la sonrisa a sus hijos y de vuelta a la sonrisa. «Maldita seas, mujer», pensó el alguacil. Desistió en seguir discutiendo.

—No es bueno que forcemos la situación —musitó—. Una noche próxima, tal vez, con suavidad.

Arlena asintió e indicó a sus hijos que se sentaran en torno a la mesa. Sancha, la hija mayor del matrimonio, ayudaba a su madre a colocar la mesa para el desayuno mientras el joven Ramiro asistía a su padre con el fuego.

—¿Cómo está tu hermano? —preguntó Jimeno—. ¿Ha pasado buena noche?

—Él, no lo sé —dijo Ramiro frotándose los ojos—. Pero a mí no me ha dejado dormir con sus quejidos.

Las llamas crepitaron en el brasero que protegía a sus inquilinos del frío de la calle. En el hogar del alguacil el fuego siempre estaba encendido; el gasto de combustible —madera, ya que Jimeno no utilizaba carbón— no suponía problema para las rentas que Jimeno obtenía tanto por la cosecha de algunas de sus tierras, más extensas que otras en el pueblo, como por su condición de caballero villano y alguacil. Por ello no le importó que Ramiro añadiera excesiva leña al fuego.

—Tu hermano fue ayer muy valiente —dijo—. No olvides eso y haz el favor de llevarle algo de desayuno a la cama.

El alguacil y el hijo se sentaron en la mesa y comieron. Jimeno untó mantequilla en pan blanco recién horneado y cogió una de las manzanas de la mesa. Ramiro le ofreció un cuchillo y preguntó:

—¿Podré ir luego a la taberna?

El padre miró a su hijo. El muchacho quería ir a la reunión vecinal. El alguacil había convocado a todos los hombres de la aldea para determinar cómo iban a afrontar el tema de los bandidos, que Jimeno no creía aún resuelto. El alguacil seguía insistiendo en convencer a cuantos pudiera para que se adiestraran en las armas, aunque todavía no estuviera seguro de que fuera la mejor decisión. Por supuesto, Ramiro quería acudir.

Decidió cambiar de tema.

—No olvides entrenarte con la espada cuando me vaya. Con Alfonso en la cama tú debes cuidar a la familia.

Seis hijos tenía el alguacil con su esposa: Alfonso, Sancha, Ramiro, Teresa, Jimena y Juana, de apenas un año. Todos viviendo bajo su techo. La mayor ya estaba en edad de buscar marido y los dos varones listos para probarse en combate aunque aún no habían presenciado batalla.

«Alfonso, sí».

Jimeno era consciente de los peligros de la guerra, él era veterano de muchas. Los golpes de hacha y espada podían arrancar al hombre parte de lo que recibió al nacer y las heridas de flecha nunca terminaban de sanar. Pero también sabía que no había oportunidades de prosperar en un pequeño pueblo como Lacorvilla si no se arriesgaba la vida al servicio del rey. Él era un caballero, villano, pero un caballero. Y su lugar estaba en la batalla, no buscando prófugos y furtivos.

El alguacil miró a sus dos hijos y se preguntó si la guerra haría de ellos hombres de provecho, tullidos o cadáveres.

Terminó el almuerzo y se levantó de la mesa. Dio un beso a su mujer y abandonó la cocina. Ramiro le siguió. Jimeno buscaba sus botas buenas.

—Pero, ¿podré ir con vos? —insistió el hijo.

—No —gruñó el alguacil mientras se colocaba las botas en los pies—. Hablaremos más tarde de eso, Ramiro.

Jimeno prefería llevar abarcas en los meses fríos; sin embargo, quería dar imagen de hombre guerrero delante de los vecinos. Por ello llevaba las botas de marcha y, con ayuda de su hijo, se colocó la camisa de malla sobre el jubón. Ramiro se acercó servicial con el cinto y la espada, que su padre le arrebató con presteza. Su espada, que ya era una extensión de su cuerpo, era bien conocida en Lacorvilla. Decidió no coger la capa, pese al frío; la taberna estaba cerca y en aquel lugar siempre había un fuego encendido.

—Padre...

—¡He dicho que no! ¡No! —repitió el alguacil—. No puedes venir a la reunión. Aún no eres hombre.

—¡Ya no soy un niño! —replicó Ramiro.

—Demuéstramelo, hijo mío. Tráeme la cabeza de un sarraceno o dame un nieto fuerte —exclamó. A Jimeno no le disgustó que su muchacho de trece años palideciera más ante la idea de engendrar un hijo que ante la posibilidad de arrancar una cabeza. Algún día su pequeño sería un buen soldado—. Hasta entonces, o a menos que yo lo diga, serás un niño. Ahora, ve a practicar con la espada.

Mientras el padre se ajustaba el cinto, Ramiro salió de la casa para realizar sus ejercicios matutinos. Jimeno se acercó al alambique que su mujer utilizaba para elaborar licores. Abrió uno de los recipientes y le llegó un fuerte aroma a alcohol y almendra. Mojó un dedo en el contenido y se lo chupó. Demasiado amargo para su gusto. Cuando se volvió vio cómo su esposa tomaba la capa que él no se había puesto, con intención de acompañarle a la taberna.

—¡Tampoco quiero que vengas tú! —espetó el alguacil. Arlena permaneció inmóvil ante la brusquedad de las palabras de su esposo—. Es una reunión para los hombres de la aldea. No habrá mujeres allí.

—Nosotras también queremos participar. Los albares no matarán solo a los hombres.

El rostro de Jimeno enrojeció y el pulso se le aceleró.

—¿Quién te ha dicho nada de los albares? —preguntó, hecho una furia—. ¿Ha sido Alfonso? Ese chico no sabe estarse callado.

—Entonces, es cierto. Ayer mataste a un albar. Las mujeres también debemos ir a la reunión. Tenemos derecho a opinar.

—Ya opinaréis sobre lo que decidamos. ¡Quédate en casa y sigue haciendo bebidas! —Su furioso dedo señaló al alambique—. El licor de almendras está amargo.

—¡Tiene que estar amargo!

El alguacil salió a la calle y cerró de un portazo.

Sintió un escalofrío cuando su cuerpo reaccionó a la temperatura de la calle. Su casa era cálida y acogedora, como correspondía a un hombre de su estatus. Pero el pueblo era un lugar frío, siempre amenazado por el helado viento de las montañas. Su mirada se posó en el huerto aledaño a su casa; zanahorias, coles y poco más era lo que podría recolectarse antes del invierno. Pero Jimeno no estaba preocupado; a diferencia de otros, tenía suficiente reserva de alimento para todo el invierno y buenos dineros con los que comprar lo que necesitara.

«La recompensa por una vida de servicios al Rey».

—Y más me espera —murmuró por lo bajo—. Ya veréis, ya. Algún día…

Jimeno dejó atrás una discusión con su familia y, de un humor de perros, se dirigió a la taberna para participar en otra discusión mucho más importante.

 

*****

 

A veces, alguno la llamaba La taberna de Bermudo, por su dueño. Pero la mayoría la llamaba sencillamente «la taberna», era la única del pueblo y no necesitaba nombre. En su interior se hacía casi toda la vida social del pueblo y era el lugar adecuado para celebrar las reuniones importantes. Y el asunto de aquella jornada, más que importante, era vital.

Jimeno pretendía exponer su plan a los vecinos y ganarse a los más aptos para llevarlo a cabo. Por eso había convocado a los hombres de la aldea, para un primer acercamiento. Cuando llegó frente a la puerta, empujó.

No había espacio ni para el silencio. No podía existir entre aquella densa masa de voces humanas tratando de hacerse escuchar sobre las demás. Jimeno había invitado a los hombres pero hasta los niños pequeños habían venido acompañando a sus madres. Todos tenían algo que opinar sobre la amenaza que se cernía sobre el pueblo y eran muy pocos los habitantes de Lacorvilla que no estaban allí congregados en aquella histérica mañana.

—Maldita sea… —gruñó mientras entraba. Inclinó la cabeza instintivamente para no darse con el dintel de la puerta.

En aquella marea humana que eran los vecinos era casi imposible que nadie o nada más entrara. Pero Jimeno se las arregló para, empujando cuando fue necesario, hacerse hueco en el local y tratar de llegar a las primeras filas. Había quienes se apartaban de su camino y quienes eran apartados por el alguacil. Sus palmas no tardaron en humedecerse de sudor ajeno. Jimeno gruñó de asco. Al fuego de la taberna se sumaba el calor humano y la temperatura en el interior era digna del mismo Infierno.

Guillén estaba subido en una de las mesas de la taberna, relatando a los vecinos lo sucedido la noche anterior. Ni Jimeno ni Alfonso se lo habían contado por lo que debía haberlo sabido de boca de Sancho el Negro. Sus palabras eran atentamente escuchadas por los presentes y la preocupación podía percibirse entre el pestilente olor del lugar.

—…vieron que dos jinetes oscuros se les aproximaban a traición. Con sus negras lanzas listas para matar…

Pocos prestaron atención a Jimeno, que recibió algunas palmadas en su heroica espalda. Cuando llegó a las primeras filas encontró a su hermana, Jimena, que había conseguido hacerse un hueco. Apretujada por el poco espacio y respirando el mismo aire impregnado del olor de decenas de personas intercambió una mirada con el alguacil.

—Hermana...

—Jimeno, ¿cómo está Alfonso?

La boca del alguacil dibujó media sonrisa y le dijo a su hermana que Alfonso estaba bien. Que no tenía que preocuparse por su sobrino. Tuvo mala suerte, nada más. O el jinete tuvo mucha. En temas de lanzas y combates el azar tenía mucho que decir. El acero se le clavó en profundidad y no pudieron atenderle correctamente hasta que estuvieron en el castillo. Allí vieron que ni había mucha sangre y ni era una herida fatal. Le dolería y después sanaría.

—Y cuando deje de dolerle, le servirá como lección.

Jimena se rió.

—Una lanza en el culo —comentó con tono jocoso—, ¡qué gran maestra! Y yo que creía que lo mejor para los hijos era enseñarles un oficio.

Sonrió con aquella dentadura que se había conservado en perfecto estado durante más de cuarenta años.

—…el malvado se puso en pie, alzándose imponente junto a su caballo muerto. Con ojos de furia se lanzó contra Jimeno. ¡Lucharon! Lucharon a muerte. ¡Cling! ¡Clang! Hacían las espadas…

El público estaba embelesado en la historia que narraba Guillén, quien agitaba las manos y daba puntapiés sobre la mesa, esquivando estocadas invisibles.

—Tiene piel de pastor pero nació bardo —opinó Jimena, señalando con la cabeza a su marido. El alguacil se vio forzado a asentir. Le hubiera gustado luchar en el combate que Guillén describía.

El pastor nunca había sido del agrado de Jimeno. Era un hombre de aspecto extraño y ojos grises aún más extraños. Decir que era poco agraciado era ser generoso; con ese rostro no resultaba extraño que sus sobrinos fueran los chicos más feos de la aldea. Pese a que su hermana era, a ojos de Jimeno, bastante atractiva pese a tener un volumen semejante al del alguacil. Sus padres también habían sido robustos campesinos.

Pero Guillén era pequeño aunque también tuviera anchas espaldas. Pequeño, feo y no muy valiente. Sin embargo, era inteligente. Y, a su lado, nunca le faltaron comodidades a su hermana. El pastor había logrado enriquecerse gracias al comercio y la artesanía. Criaba corderos, esquilaba sus muchas ovejas y Jimena, junto a otras mujeres de la aldea, convertía la lana en telas y prendas que luego vendían en Luna o en Ayerbe.

A Jimeno no terminaba de gustarle aquel pastor venido a más, con vestimenta propia de alguien que podía permitirse tener varias prendas de ropa para un mismo mes. Pero era el mejor marido que su hermana podía tener en Lacorvilla. Y estaba contando una historia a los vecinos en la que Jimeno era el héroe. Se merecía una oportunidad.

—¿Y cómo fue, exactamente? —preguntó su hermana.

Jimeno se encogió de hombros.

—Como lo cuenta tu marido, ¿no?

Jimena gruñó.

—En este pueblo cuentan muchas cosas, y no es bueno escuchar ni la mitad. El último chismorreo que he oído es que Sancho y su hijo se comen el carbón que no nos pueden vender —dijo Jimena—. Pero primero los envuelven en pelarzos de manzana.

—¿Acaso comen manzanas? —se burló el alguacil.

Su hermana fue a responder algo pero Guillén había terminado de contar la historia y alguien le puso al alguacil la mano en el hombro y preguntó:

—¿De verdad le clavasteis la espada en el corazón?

—¿Qué? —Jimeno se giró hacia el hombre, distraído. Notó cómo todos le miraban y sintió un golpe de calor que nada tenía que ver con la temperatura—. No, fue en el estómago. Ahí no hay huesos y es más fácil para la hoja entrar. No se muere al instante pero es un golpe fatal. —Imitó con sus manos el movimiento de la espada atravesando la carne—. Fatal.

Los vecinos asintieron en señal de aprobación. Un golpe fatal, dijeron. Sí, señor. Así es como se hace.

Jimeno recibió más palmadas y agradecimientos. Algunos se interesaron por la salud de su hijo o cómo iba el embarazo de Arlena. Sabiendo que pronto iba a pedirles un favor, trató de ser lo más cortés que sus rudos modales de soldado le permitieron. Normalmente era una persona poco querida, pero cuando el pueblo estaba amenazado nadie parecía quejarse de tener a un alguacil que supiera empuñar la espada.

No sabía muy bien cómo plantear la situación. Sabía qué quería de ellos pero no cómo preguntárselo. Por suerte, su hermana hizo una pregunta que le permitió tomar la iniciativa.

—Algunos hemos oído que el bandido no estaba solo —empezó Jimena—, ¿qué opinas de todo esto? ¿Hay más en el monte?

Guillén le tendió la mano para que subiera a la mesa y Jimeno la aceptó. Después, el pastor bajó de la mesa para dejarle solo. El alguacil tuvo que agachar la cabeza para no darse con el techo. En el pueblo no construían casas para gigantes. Arrugó la nariz al percibir con fuerza el hedor de la gente en la taberna. Era como si al subirse a aquella mesa el olor alcanzara con mayor facilidad su nariz. Era muy desagradable, el hedor de quienes tenían miedo y necesitaban ser calmados. Desde allí vio el rostro ennegrecido de Sancho el Negro. Cruzaron miradas mutuas de odio. El alguacil desenvainó su espada.

Tal y como pensaba aquello captó la atención de los vecinos. Apoyó la punta sobre la mesa y sus dedos se cerraron en torno al pomo, una familiar sensación que le hizo sentirse como un gigante guerrero frente a aquella multitud. Golpeó con el pie la mesa hasta en cuatro ocasiones para captar la atención de los que aún seguían hablando entre ellos. Tuvo que gritar a quienes no se callaban. Quería demostrarles que el hombre que llamaba a sus puertas para recaudar impuestos era algo más. El alguacil Jimeno velaba por ellos.

—¡Corvillanos! —empezó—. Ayer maté a un bandido, sí. Y no creo que estuviera solo, no. —Un murmullo de consternación surgió entre los presentes. Jimeno volvió a golpear la mesa reclamando silencio—. Hace unos días, Guillén me comentó que una oveja le había desaparecido pero no le di demasiada importancia. Son cosas que pasan. Todos lo sabemos. Pero con la segunda y la tercera comencé a sospechar. Un ladrón de ganado no se atrevería a robar unas pocas ovejas cada vez en días tan seguidos. Por fuerza, tenía de tratarse de más de un hombre.

—¡Los albares! —gritó alguien. Un coro de voces preocupadas le acompañó.

Jimeno lanzó una maldición. Ya lo sabían. Buscó a Sancho entre la multitud, con la certeza de que había sido él quien se lo había largado a los vecinos sin el permiso de Jimeno. Apretó con fuerza el pomo de la espada y decidió continuar, ya no tenía sentido posponer aquello.

—Cuando sospeché que podía haber bandidos en nuestras tierras me dirigí al monte de la Carbonera para examinar cierto lugar en el que podría haber un campamento. Sabéis bien de qué hablo: el pozo de San Juan. Llevé a mi hijo conmigo y examinamos ese lugar. Conocéis bien lo que ocurrió después —hizo una pausa teatral—. Los albares están aquí. ¡No os alteréis! ¡Estad tranquilos! Sé lo que debemos hacer —añadió mientras los presentes expresaban sus dudas—. He visto antes bandidos como ellos. Parecen invencibles pero solo son unos cobardes. Quien se esconde en los montes en pleno invierno es que tiene miedo de ser descubierto. Ayer dimos cuenta de uno de ellos y el otro huyó con el rabo entre las piernas. Tengo intención de hacer lo mismo con todos ellos.

»Hoy marcharé al castillo de Yéquera para hablar con el señor y le propondré que me deje entrenar a mis buenos vecinos para una lucha breve y triunfal. ¡Aceptará! Sabe que los bandidos ya están asustados porque ayer perdieron un hombre y eso les hace aún más débiles. No pediré hombres valientes porque sé que en este pueblo todos lo son —afirmó. La bravata caló bien entre los vecinos que jalearon a Jimeno—. Voy a pedir hombres fuertes. Hombres que puedan partir de un garrotazo la cabeza de esos indeseables. Hombres que les claven el hacha con la misma facilidad que talan árboles. Hombres que con la fuerza de quien protege a los suyos machaquen los huesos de esos desertores. Hombres como Bermudo —exclamó señalando al tabernero—, que cortó la cabeza de un mahometano de un único golpe de espada. Entre todos, echaremos a estos bandidos y dejaremos un mensaje claro para los futuros ladrones: ¡los corvillanos no dejamos que nos roben lo que es nuestro! ¡No somos una panda de cobardes que esperan que otros solucionen sus problemas por ellos! ¡No! Vecinos, ¿quién quiere ser parte de las historias que escucharán vuestros nietos?

En la taberna surgieron dos voces: la de los hombres que se sentían como si fueran el Batallador y la de las mujeres que pedían sensatez antes de actuar, se lo pedían a unos maridos que no escuchaban. El griterío impedía entender una sola palabra pero Jimeno supo que había logrado convencer a muchos para que se unieran a su empresa. Cerró los dedos en torno a la espada y notó la firmeza del pomo. Puede que aquella espada ayer le diera una pequeña victoria pero pronto la empuñaría al frente de sus propios hombres. ¿Quién sabe cuántos de los presentes podrían resultar ser buenos soldados?

Sancho el Negro se acercó a la mesa e hizo amago de querer subir. Jimeno interpuso un pie, impidiéndoselo.

—¿Qué quieres? —le espetó desde la altura.

El Negro hizo otro intento por subir que Jimeno le cortó.

—No le habéis dicho que le matamos entre los tres —acusó el Negro mirándole desde el borde la mesa—. A uno de ellos.

Sancho le dio la espalda a Jimeno. Renunciando a la mesa, el carbonero decidió subir a un taburete, y Jimeno no pudo impedir aquello. Por alguna razón que se le escapaba al alguacil, el Negro tenía la capacidad de despertar la simpatía de los que estaban a su alrededor.

Su pobreza y su mala fortuna le habían convertido en alguien de quien compadecerse. Su delgada figura se alzó para hacerse ver sobre las cabezas de los demás; era un hombre bajo, y con pocas carnes. De piel oscura debido a la capa de carbón que ocultaba su verdadero color. Jimeno no podía verle el rostro pero supuso que estaba examinando las caras de los presentes con aquellos ojos suyos. Los huesudos ojos de una calavera descompuesta. Tosía ora sí, ora también. El pelo largo sin color alguno y la barba descuidada le daban un aspecto miserable. Calzaba unas buenas botas de invierno, hechas por él mismo, pero el resto de su ropa era prueba de la extrema pobreza en la que vivía. La camisa y los calzones que llevaban eran más remiendo que tela original y por mucho que lavara su ropa no era posible limpiar las manchas del desgaste. Eran, además, prendas holgadas para su delgado cuerpo y nadie en el pueblo se sorprendería de que se las hubiera quitado a un muerto; rumor que circulaba por el pueblo, junto a otros muchos sobre él.

A Jimeno le enfureció ver que la taberna se había callado sin que Sancho necesitara pedirlo. El maldito carbonero siempre estaba deseoso de dar su opinión, sabiendo que le escucharían; pero aquello podía ser fatal. Jimeno tuvo que pensar con rapidez cómo iba a contradecir sus palabras o de lo contrario el carbonero iba a conseguir que los vecinos olvidaran de inmediato el coraje que Jimeno acababa de infundirles. ¡Maldito Negro!

El carbonero habló:

—No me importaría unirme a la lucha con mis vecinos. Pero me gustaría saber con certeza a qué me enfrento. El alguacil no os ha dicho toda la verdad —anunció el Negro—. Quizá no haya querido asustaros con lo que realmente está pasando pero tarde o temprano lo descubriréis y me parece justo que todos lo sepáis. Hicieron falta tres de nosotros para reducir a uno de ellos. Y solo tuvimos éxito porque el segundo albar se mantuvo a la espera.

Aquello sí que provocó un griterío ensordecedor. Durante unos minutos fue imposible llamar a la calma y algunos vecinos, entre ellos hombres fuertes como los que había pedido Jimeno, abandonaron la esperanza.

—Jimeno, ¿es eso cierto?

—En todo grupo de guerreros siempre hay algún valiente y algún cobarde —les dijo. El maldito Sancho estaba minando la confianza de los vecinos con historias de terror para los niños. El alguacil no creía que los albares fueran ni la mitad de peligrosos de lo que otros creían—. El valiente murió ayer. ¿Qué posibilidad hay de que los demás albares sean como el muerto y no como el que huyó? ¡Ninguna! Ni son fantasmas, ni monstruos, ni espectros malignos. Son simples bandidos que han estado demasiado tiempo eludiendo a la justicia. No hay que convertir en un diluvio lo que son unas gotas de agua. No dejéis que Sancho os inunde de miedo. Toda fama que los albares tengan no es sino resultado de una leyenda. Y solo los niños se asustan de cuentos de monstruos.

Jimeno pensó que llamarles niños no había sido la mejor de las ideas, pero al menos había logrado mitigar sus preocupaciones sobre los bandidos. Apretó los dientes pensando en cómo seguir hablando.

El Negro se le adelantó.

—¿Cómo podéis decir eso, después de lo que pasó en los últimos inviernos? —dijo en voz baja, como si le estuviera reprochando un comportamiento indigno—. ¿Qué creéis que nos hace diferentes a los demás pueblos?

—¡Yo! —respondió inmediatamente—. Yo estoy aquí, con vosotros. Los otros pueblos estaban indefensos y fueron arrasados pero aquí estoy yo para hacerles frente. Lo que antes os he dicho no ha cambiado: quiero hombres que hagan frente a esos bandidos. Sean albares o no.

—¡No son bandidos! —gritó un vecino—. ¡Son demonios!

—Yo he matado uno con mi espada —le recordó—. No era un demonio muy impresionante.

Acompañó sus palabras de unos golpes sobre el pomo de su espada. La malla de su brazo también tintineó. Quería demostrarles que por muy terribles que pudieran parecer los albares no eran distintos a cualquier hombre. Todos morían.

—Vos sois un guerrero, nosotros trabajamos la tierra —dijo Sancho. El alguacil esgrimió media sonrisa. El Negro trabajaba la tierra, pero no sus propios campos. Hacía años que aquellas parcelas eran propiedad del alguacil. Arrebatados al padre del Negro por deserción. Tal vez Jimeno pudiera aprovechar aquello para finalizar aquella incómoda discusión—. No tenemos vuestra destreza en combate y si nos enfrentáramos a uno de ellos tendríamos algo mucho peor que esos moratones.

El Negro señaló el cuello de Jimeno. El dedo huesudo de quien no comía, ni bien ni mal. Sancho se veía obligado a ejercer multitud de oficios para mantener una mínima carne en ellos. Cuando no preparaba carbón, trabajaba tierra ajena, a cambio de algunas judías; también remendaba zapatos, quizá por dos lechugas; cualquier cosa que le impidiera morirse de hambre. Hacía años que su cuerpo solo era pellejo y todavía seguía entre los vivos, para fastidio de Jimeno, que tenía que lidiar con su vergonzosa presencia.

Algunos vecinos se estaban convenciendo de que luchar era inútil. Jimeno bufó de desesperación. Pese a estar amenazados muchos no querían ver que el peligro era real y que tarde o temprano deberían hacerle frente. Quisieran o no.

—Nosotros no somos guerreros —decían.

—Tienen espadas y caballos.

—Moriremos.

Jimeno golpeó la mesa con tal fuerza que temió que se partiera bajo sus pies. Toda aquella charla le estaba encendiendo la sangre más que el calor humano que aquel ganado asustado desprendía.

—Entonces daréis vuestra vida, si es preciso, por proteger a los nuestros. Igual que yo haré —les aseguró—. Albares o no, esos ladrones no abandonarán estas tierras hasta que hayan cogido cuantas ovejas, gallinas y vacas quieran. Y si las escondemos en el pueblo pronto empezarán a quemar los campos. Asaltarán nuestros graneros y a quien trate de impedírselo sin ayuda será pasado por la espada. Y así, de uno en uno, muchos iremos cayendo. ¿No lo veis? Sálvese quien pueda no funcionará. ¡Debemos luchar!

—Si luchamos, todos moriremos —replicó Sancho—. Lo que debemos hacer es pedir ayuda al rey. Ya va siendo hora de que los soldados cumplan con su deber. Debemos enviar una carta al rey, eso debemos hacer —añadió—. Guillén puede escribirla.

Ya había tenido suficiente. No soportaba más todas aquellas quejas.

—El rey no hará caso a la carta de un pastor —expuso Jimeno. Guillén agachó la cabeza ante aquel comentario—. Tiene cosas más importantes que hacer, como lidiar con las Órdenes Militares y reorganizar el reino que dejó su hermano Alfonso. Solo tendremos la ayuda que nosotros nos podamos dar. ¡Nosotros! —Se volvió hacia el carbonero—. Y tú, Sancho, eres el menos indicado para cargar responsabilidades en otros. A tu padre no le sirvió, no te servirá a ti. Aprende eso y enséñaselo a tu hijo.

Se produjo un silencio mortal en la taberna. Aquel era un asunto serio. Jimeno era consciente de que nadie en el pueblo mencionaba nunca al padre del Negro, por respeto al hijo y a su madre.

Guillén se aproximó a su cuñado.

—Jimeno —susurró Guillén—, no es necesario que habléis de los malos recuerdos. El pasado quedó atrás.

—No se puede culpar al hijo de los pecados de su padre —musitó Sancho.

—Llevas la marca de Caín —le acusó Jimeno con un dedo amenazador que hizo que el carbonero se estremeciera.

Sancho no se atrevió a decir nada más. El carbonero salió de la taberna, harapiento y derrotado, dejando a Jimeno con la última palabra.

—Comparto las preocupaciones del Negro, y las de todos vosotros. Os aseguro que no dejaremos nada a la ligera. Explicaré a don Yéquera mis planes; él nos proporcionará espadas y lanzas para que podamos defendernos. Aquel que quiera acompañarme sepa que estaré en la Fuente Nueva a mediodía.

Con aquellas palabras Jimeno dio por zanjada aquella reunión, y, aunque algunos aún tenían dudas, el alguacil no quiso dar más explicaciones. Poco a poco la taberna se fue vaciando de personas.

El alguacil bajó de la mesa.

 

*****

 

Haciendo tintinear la armadura, Jimeno se aproximó a la barra de la taberna. Bermudo estaba recogiendo los pocos vasos que había servido durante la reunión. Todavía quedaban algunos vecinos en el interior y permanecía el olor de los que se habían marchado pero ya era posible moverse sin tener que rozarse con otros cuerpos.

Cuando se volvió hacia la barra Bermudo le estaba mirando fijamente.

—Si me llegas a partir la mesa, te mato —dijo fijando la vista en la bota del alguacil.

Ni el contenido ni el tono familiar que empleó el tabernero le molestó. Jimeno sabía cómo era Bermudo en el trato con otros, agresivo y poco dado a las disculpas. Jimeno se sentó en un taburete y dejó que su cuerpo descansara. Llevar puesta aquella armadura era agotador.

—¿Es eso lo único a lo que has prestado atención? —preguntó apoyándose sobre la barra—. ¿Que he golpeado la mesa?

Bermudo chasqueó la lengua.

—También has dicho que le corté la cabeza a un sarraceno de un tajo —añadió. Lanzó un par de cubiletes sobre la pila de fregar, sin preocuparse de si se rompían o no—. Eso es mentira. Necesité dos —aclaró—. El cabrón tenía un gorjal que paró el primer golpe.

Al oír aquello Jimeno sintió una incomodidad en el cuello. No porque el tabernero le hubiera acusado de algo que era cierto sino porque le recordó que él todavía llevaba puesta la cofia y le rozaba el cuello cada vez que se giraba. Decidió quitársela.

—Las verdades mejoran cuando las decoras un poco —expuso—. Al final lo mataste, ¿no? Es lo que importa.

El alguacil trató de alcanzar el cierre de la cofia para quitársela. Bermudo le apuntó con su grueso dedo.

—Esa armadura no te ha protegido del Negro —dijo. Después, se ofreció a quitarle la cofia de malla a Jimeno.

Las grandes manos del tabernero rebuscaron el cierre hasta dar con él. Con gestos bruscos retiró la protección de la cabeza de Jimeno y la dejó caer sobre el mostrador. El alguacil inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.

—Al final he ganado —dijo quitándose los guantes. Los discos de hierro que llevaban cosidos sonaron contra la cofia—. Se ha ido con el rabo entre las piernas.

—Le has clavado un puñal que nadie ha visto venir —le acusó Bermudo tomando un paño para limpiar la barra—. No me esperaba algo así de ti.

—Era necesario —se defendió—. Ese imbécil estaba minando la moral de los vecinos. No necesito que les recuerden lo peligroso que todo esto puede llegar a ser y se crean que otros pueden hacerlo por ellos. Necesito a los vecinos comprometidos —explicó—. El Negro solo les estaba asustando.

Si Bermudo opinaba lo mismo, no lo dejó entrever. Siguió limpiando la barra con lentitud y echaba ojeadas a la puerta, como si esperara que alguien entrara en su taberna.

—¿Vas a tomar algo o no? —preguntó, cambiando de tema.

Su gran mano abarcó las estanterías que había tras él. Todos los barriles y cántaros que había en ellas tenían dibujadas unas marcas que servían para identificar el contenido. Bermudo, al igual que Jimeno, no sabía leer. Por ello utilizaba marcas familiares para diferenciar las bebidas. Jimeno conocía bien la de los orujos. Su mujer los preparaba en el alambique de casa y luego se los vendía a Bermudo. Finalmente, encontró lo que quería.

—Medio cubilete de sidra. —Ante la mirada de incredulidad de Bermudo, añadió—: Para aclararme la garganta.

—Media sidra... Habráse visto —se quejó. Puso de mala gana un cubilete bajo el caño del barril y lo llenó de sidra hasta la mitad. Ni una gota más—. Mal invierno será éste si ni siquiera el alguacil puede permitirse un maldito vaso de sidra. Con los dedos de estas manos puedo contar las bebidas que he servido hoy —aseguró el tabernero extendiendo las manos. Eran fuertes y afables. De todos los hombres del pueblo, Bermudo era el único que pudo llegar a poner nervioso al alguacil, tiempo atrás. Desde que comprara aquella taberna se había convertido en un hombre tranquilo, muy distinto al monstruo que Jimeno conoció en su juventud; cuando todavía se asustaba de lo que un hombre era capaz de hacerle a otro—. ¡Y todo el maldito pueblo estaba en mi taberna! —les gritó a los vecinos que se escabullían por la puerta, sin haber tomado nada.

Se quedaron solos.

«No he dejado que Arlena viniera y hasta las viejas estaban aquí», pensó Jimeno. No obstante, reparó en algo.

—Todos, no —apuntó el alguacil—. Ruderico no estaba aquí.

El comentario no era inocente. Jimeno no había visto al sacerdote en la reunión y supuso que todo lo que supiera de ella le llegaría a través de otros. Era mejor que se pasara por la iglesia para hablar con él para asegurarse de que escuchaba la versión correcta.

—Ese solo viene algunas noches —dijo Bermudo—. Para jugar a los dados, a las cartas y lo que se tercie. No es que el cura cuente con ayuda divina —añadió—, no es de los que ganan.

—¿Pierde dineros? —se interesó Jimeno.

El tabernero calló un momento, dudando sobre si hablar o no de aquellos temas con el alguacil. Jimeno bebió a sorbos de su vaso, esperando a que el otro hablara. Sin precipitarse.

El alguacil pensaba que si el sacerdote estaba escaso de monedas sería fácil atraerlo a su lado con algunos regalos ocasionales. Un poco de licor, algunas tortas recién hechas, unos recios calcetines…Pequeños favores que Jimeno se cobraría en algún momento.

Pese a estar solos, Bermudo miró a un lado y a otro.

—Cuando hay monedas —acabó diciendo—. No siempre. No me gusta que se practiquen tales cosas en mi taberna. De vez en cuando les dejo, por cortesía —añadió sonriendo al alguacil, responsable de que tales juegos no tuvieran lugar en su pueblo—. Pero no juegan cuando hay gente en la taberna. No me gustan las habladurías y el juego da para muchas. Ya sabes que aquí alguien dice algo y es como si le prendiera fuego a la paja.

Jimeno sabía bien de lo que Bermudo hablaba. Los rumores eran algo muy peligroso para la reputación de un hombre. Más aún en el caso de una mujer. Uno nunca era lo bastante precavido sobre lo que hacía o decía. Todo podía…interpretarse.

Apuró el vaso y lo apoyó con suavidad sobre la madera. Pidió el otro medio cubilete. Bermudo se acercó al barril, al pasar junto al brasero se percató de que se estaba consumiendo y se detuvo a añadir un poco de carbón para avivar el fuego.

«El carbón del Negro».

Bermudo, sin limpiarse las manos, volvió a llenar el cubilete hasta la mitad. Algo menos, se fijó el alguacil, pero lo dejó pasar.

—Entonces, ¿no pierde dineros? —indagó. Bermudo negó con la mano y no dijo más. Dejó la sidra frente a Jimeno y se acercó nuevamente al brasero. Sus dedos habían dejado un par de marcas ennegrecidas alrededor del borde—. ¿Y tú? —acompañó la pregunta con una sonrisa, sabiendo que estaba forzando la situación.

—Yo ya no juego. Perdí mucho dinero cuando era joven. Me lo podía permitir porque siempre había botín para el soldado —recordó con una sonrisa, mostrando los dos huecos en la mandíbula izquierda. Un golpe de maza le había hecho aquello—. Pero ahora no estoy en condiciones de ir a la guerra y no pienso arriesgar lo que tengo con dados y cartas.

Jimeno se preguntó hasta qué punto la sensatez enmascaraba el miedo. Bermudo era todavía un hombre fornido. Guerrero formidable en otro tiempo había resultado herido de gravedad y abandonó la vida del soldado. Con los dineros ahorrados había construido aquella taberna que era su único sustento. Dejando que su cuerpo ganara volumen por una vida de inactividad.

El alguacil era distinto, aún tenía aspiraciones. La guerra podía hacer grandes cosas por un hombre y él no estaba dispuesto a dejar las armas. Quería más, aunque no sabía exactamente qué.

Miró al tabernero.

—Creía que los viejos guerreros nunca eran lo bastante viejos.

—La cadera —se quejó Bermudo—, ya no puedo montar a caballo. Pero no tendré ningún problema en arrancar alguna cabeza si llega el caso. De un tajo —puntualizó.

Acompañó las palabras enseñando el arma que guardaba bajo la barra.

Era un hacha de armas, de las que llamaban ferradas por estar completamente elaboradas de acero, pesada como para asestar tajos contundentes, pero lo bastante pequeña para ser blandida por un hombre a caballo. En la cara opuesta al filo había un pico, usado para clavarse en las armaduras de enemigos acorazados.

—¿Aún está afilada?

Bermudo asintió con orgullo.

—¿Esperas contar con ella cuando nos enfrentemos a los albares?

El alguacil sonrió, apuró la última gota del vaso y dejó caer una moneda sobre la barra. Recogió la cofia y los guantes, se ajustó el cinto y encaminó sus pasos a la salida.

Cuando ya estaba en el umbral de la puerta Bermudo dijo:

—El Negro es un tipo valiente. Eso es algo que no se puede negar. —Jimeno se giró hacia el tabernero e hizo un gesto de no comprender lo que quería decir—. Es posible que ahora mismo esté pensando en ir a la Carbonera, aunque allí estén los albares. Es el único lugar donde hay algo que puede ser verdaderamente suyo —dijo con rostro serio—. Trabaja duro. Hace carbón. Después, con sus buenas palabras, nos lo vende. Es un tipo listo. Aquí todos quemamos su carbón. Lo hueles a cada paso que das por la calle. Es como si tuvieras un brasero delante de tus narices.

—No entiendo… —empezó Jimeno antes de ser interrumpido por el tabernero.

—Es el único en el pueblo que se alegra de que los inviernos sean lo bastante fríos para que las pelotas se te peguen a la pierna. Y no es porque sea alguien mezquino —aclaró—, sino porque sin frío Sancho no tendría el modo de seguir adelante. Ni García, su hijo, que es un buen muchacho. Si los albares están en la Carbonera no hay modo alguno de que el Negro pueda hacer carbón para venderlo —explicó mirando fijamente al alguacil—. Sin carbón, no hay dineros, ni comida. Y el Negro se muere. Él lo sabe —prosiguió—, desde luego. Y aún así, opina que es mejor esperar a que soldados de verdad den cuenta de esos bandidos blancos —reflexionó mientras daba golpecitos sobre la barra con los nudillos. Alzó la vista hacia el alguacil—. Me fío más del juicio de un pobre hombre valiente que impone su sensatez a su hambre que de un alguacil, valiente también, que da por sentado que una panda de campesinos podrá hacer frente a guerreros curtidos.

Jimeno chasqueó la lengua. Le fastidiaba ser el único en aquel pueblo que realmente creía que sus gentes podían valerse por sí mismas.

Desenvainó la espada y se la mostró a Bermudo. Buen acero. Afilada.

—Yo no nací sabiendo empuñar una espada. Mi padre me golpeó con una de estas hasta que tuve más moratones que piel. Y a medida que curaban yo era más diestro y recibía menos moratones. Con el tiempo, fue él quien tenía los dolores —declaró orgulloso—. La práctica hace al maestro.

Jimeno tornó la hoja arrancando destellos y volvió a envainarla. Aguantó la mirada del tabernero.

«Yo les enseñaré a luchar. Espada, hacha y maza. Practicaremos hasta que no puedan más. En dos días habrán mejorado lo bastante para que ellos mismos se den cuenta. Y a medida que adquieran destreza ganarán en confianza. No serán buenos soldados, pero servirán para la lucha».

Bermudo sabía bien por dónde iban los pensamientos del alguacil.

—Mira, Jimeno, te voy a decir algo —advirtió apoyándose sobre la barra—. No conseguirás tropas para las guerras que están por venir. Los del pueblo no te valen como soldados. Tres o cuatro, como mucho. El resto son campesinos desde las orejas hasta las uñas de los pies: no sabrían luchar ni aunque les enseñaras. Lo único que conseguirás mandándolos contra los albares es que los maten. No —sentenció mientras cogía la escoba y salía de la barra para limpiar el suelo de su local. El viejo tabernero no parecía un guerrero en absoluto—. Si no vienen, no busques problemas. Pide ayuda al rey o a quien sea. Protege a tu gente de los albares y no vayas a por ellos. No compensa. Confórmate con la vida que tienes. Dedícate a cultivar campos. Zanahorias, judías, cebollas…lo que sea. No eres tan joven como te crees —añadió con gesto cansado—. Ya vale de aventuras. Ten cinco hijos más y deja que ellos luchen si quieren. Nosotros ya no valemos como antes.

 

*****

 

A media tarde Jimeno se creyó libre de charlas, explicaciones y buenas promesas. Desde que hiciera escuchar su voz en la taberna los vecinos habían acudido a él en busca de detalles sobre lo que pretendía hacer. ¿Cuántos hombres necesitaba? ¿Cómo pensaba entrenarlos? ¿Les dejaría llevar armas dentro del pueblo? ¿Don Yéquera les acogería en su castillo? ¿Cómo les agradecería el servicio? ¿Habría paga?

Al alguacil le agradaba comprobar que ya nadie preguntaba sobre cuántos albares había ni si eran realmente peligrosos. Muchos se sentían entusiasmados con la idea de pelear. Estaban deseando llegar a Yéquera. También Jimeno.

Sin embargo, había aceptado la opinión de Bermudo y había hecho que su cuñado escribiera una carta al rey pidiendo ayuda, aunque no esperaba obtener una respuesta satisfactoria. O incluso una respuesta.

Al final, los preparativos habían llevado más tiempo de lo esperado; cuando descendió junto a su hijo menor la cuesta que llevaba a la Fuente Nueva la hora del mediodía había quedado atrás. Los rayos del sol que descendía por el oeste iluminaban a la multitud congregada junto a la casa del panadero. El viaje había despertado gran expectación y parecía que medio pueblo se había reunido para verles partir.

Detuvieron los caballos y miraron a los congregados.

—¡Cuánta gente! —exclamó Ramiro con evidente sorpresa—. Creo que los vecinos están de vuestro lado, padre.

—No te entretengas hablando con ellos —ordenó Jimeno a su hijo, cortando su emoción—. Debemos partir cuanto antes.

—Sí, padre —contestó obediente al tiempo que espoleaba su montura para que siguiera avanzando.

Jimeno vio cómo su hijo se aproximaba con porte gallardo hacia los vecinos y se permitió una orgullosa sonrisa al ver el modo en que la gente le miraba.

La mayoría de los corvillanos se vestían con calzones y camisa. Algunos llevaban chaqueta y la mayoría se protegía del frío con una recia capa de lana. Ramiro, por el contrario, llevaba una elegante saya verde claro de mangas largas, buenas botas de monta del mejor cuero que se había visto en aquel pueblo y capa con un broche de plata. Le cubría la negra cabellera una boina de color granate, semejante a la que usaban los nobles navarros.

—He aquí un pequeño señor —le había dicho Arlena cuando terminó de colocarle la capa sobre los hombros—. Cuando veas a don Yéquera compórtate con educación. Demuestra que eres un gentilhombre y no solo lo aparentas.

Su madre se había esforzado mucho para que Ramiro destacara entre los vecinos que iban a ver al señor del castillo.

La intención de Jimeno era que sus hijos visitaran a don Yéquera; nada como la alegría de la juventud para animar a un viejo. Quería que el caballero se sintiera cómodo con los chicos mientras Jimeno examinaba el arsenal del castillo. Si lo que contenía era de su agrado solicitaría llevárselo para instruir a los vecinos, también si no lo era. Don Yéquera se mostraría más predispuesto a ceder sus armas si estaba de buen humor.

Arlena tenía muy presente lo sucedido con Alfonso e ir al castillo suponía acercarse demasiado a la Carbonera. Había aceptado a regañadientes que Ramiro acompañara a su padre, después de que Jimeno hubiera jurado en repetidas ocasiones que no permitiría que nada le pasara a su hijo.

Alguien carraspeó a su espalda y Jimeno vio a su hermana sobre Roca. La mula no parecía contenta de tener que cargar con Jimena. Ni aquellas abultadas alforjas.

—¿Vienes al castillo? —inquirió Jimeno señalando los fardos que Roca cargaba.

—No, me apetecía dar un paseo sobre esta mula maloliente —suspiró resignada mientras se recolocaba sobre el animal—. He estado hablado con tu mujer. Le llevamos una tarta a don Yéquera. También algunos licores y algo de ropa. De buena calidad, por supuesto —aclaró.

Jimeno se fijó nuevamente en las alforjas que debían contener la ropa. Fabricada en el corral junto a la iglesia que su hermana había convertido en un taller que daba buenos dineros. Gracias a la lana de Guillén y la bendición del padre Ruderico, quien se llevaba una parte de las ganancias por ceder aquel sitio.

«Si no huelen tan mal como ese gallinero donde las han tejido estoy seguro de que acabarán con el mismo hedor que esa mula».

—Así que…¿unos regalos? —indagó el alguacil.

—Alguien de esta familia tiene que ser la cabeza pensante y no solo un brazo fuerte —increpó Jimena. Después giró el rostro hacia los vecinos—. Parece que todos hayan venido a despedirse —comentó—. Ni que fuéramos a morir todos en el camino…

Jimeno gruñó y observó a los congregados frente a la panadería. Más personas de las que Jimeno supiera contar se arremolinaban en torno a una carreta tirada por asnos que manejaba el padre Ruderico. Su poblado bigote se agitaba de un lado a otro, nervioso por lo que pudiera deparar aquel viaje. El alguacil se alegraba de que el sacerdote se hubiera unido al grupo, también de que hubiera traído la carreta. En ella Jimeno esperaba traer de vuelta las armas del castillo.

A juzgar por el humo que salía por la chimenea el panadero debía tener el fuego encendido para vender hornadas recién hechas a quienes se habían congregado frente a su casa. De haberlo sabido Jimeno habría acordado con los vecinos reunirse en su casa, así Arlena hubiera vendido algunos licores.

«No se puede pensar en todo», se lamentó.

Irguió la espalda y espoleó su caballo para que avanzara con porte orgulloso; dando a entender que tenía todo bajo control. Su hermana le siguió con Roca.

Olía a pan caliente y aire frío. Había personas en diversos corros intercambiando impresiones y un pellejo de sidra medio vacía pasaba de mano en mano. Los corvillanos parecían ociosos y Jimeno miró al sol que descendía.

Ninguna gracia le hacía tener que cabalgar tan apresuradamente hasta Yéquera con las noches siendo tan prematuras en aquella época del año y con los albares por la zona. Mejor partir cuanto antes.

Jimeno y Ramiro eran los únicos que montaban a caballo. Jimena sobre la mula. Los demás viajaban a pie o en la parte trasera de la carreta.

El cuerpo del alguacil tembló ligeramente a causa del frío. Estiró los hombros para disimular y se ajustó la recia capa de lana. Entre Lacorvilla y el castillo de Yéquera apenas había una milla de distancia pero al tener que bordear la Punta del Paco el camino se hacía hasta tres veces más largo.

—¿A qué estamos esperando? —quiso saber mirando a sus vecinos desde el caballo.

De mal agrado fue conocer la respuesta.

El hombre que era todo huesos salió con pasos largos de la panadería. Protegía del viento una hogaza de pan. Recién hecha. El Negro se la pasaba de una mano a otra cuando el calor se le hacía demasiado molesto. Se acercó con paso ligero a la carreta y de un salto se subió a la parte trasera, que ni media pulgada se resintió del peso.

—¿Qué hace Sancho aquí, padre? —preguntó Ramiro. Al igual que su hermano mayor, compartía la animadversión de su padre por el Negro.

—Eso mismo quisiera saber yo.

—Voy a ver a mi madre —explicó Sancho. Jimeno chasqueó la lengua cuando cayó en la cuenta de que la madre del pordiosero era sirvienta en el castillo. Por razones que el alguacil no llegaba a entender don Yéqura había consentido que la viuda del asesino sirviera su mesa. Ahora aquel miserable carbonero tenía una excusa para acompañarles en su viaje—. Y yo también quiero ayudar a mi gente.

Ante la airada mirada de Jimeno, añadió que el alguacil no podía impedirle que fuera a ver a su madre ni que ayudara a sus vecinos. No, si el señor alguacil era el buen hombre que esta mañana en la taberna había dicho ser.

Ramiro echó impetuosamente la mano al pomo de la espada pero su padre le refrenó.

—No merece la pena discutir con él —dijo con desprecio.

El Negro pareció quedar satisfecho con su pequeño triunfo y se acomodó en la parte trasera del carro.

Sin más retrasos, marcharon. Quienes se quedaron les desearon un seguro viaje.

«Estaremos en Yéquera antes de que caiga el sol. No sé por qué tanta preocupación».

Abrían la marcha algunos vecinos a pie. El alguacil y su hijo seguían a la carreta. Jimena montaba a Roca junto a ellos. Soplaba un fuerte viento de cara que arrastraba polvo y Jimeno se veía obligado a cerrar los ojos con fuerza a menudo, sintiéndolos húmedos. Cada vez que los abría Jimeno veía al carbonero apoyado en la parte trasera de la carreta, canturreando algo ininteligible. Parecía feliz.

Aquello enfurecía a Jimeno.

Veía que Sancho viajaba como un rey. Disfrutando de un viaje que no le requería esfuerzo alguno por su parte. Jimeno sabía que era un hombre débil por causa del hambre, y tenía que reconocer su voluntad de vivir y buena predisposición para los azares de la vida. Pero aquello iba a acabarse pronto.

Tan pronto como hubiera un nuevo señor, al viejo don Yéquera no le quedaba mucha vida, convencería al nuevo para que expulsara a Sancho. Cuando se marchara no sería por más tiempo una vergüenza para el pueblo. No había lugar para los ladrones en el pueblo de Jimeno.

«Todos sabemos que lo es. Las pequeñas cosas no desaparecen por sí solas y el hombre que se muere de hambre no termina nunca de morirse. Habrá que echarle en cuanto surja la ocasión —sentenció—. Pero lo mejor sería que se muriera de una vez. Así me ahorraría problemas con los vecinos. Ya dijo Bermudo que en el pueblo se murmura que le robamos sus tierras. No hay que echar más leña al fuego».

Aquel iba a ser un invierno de hambruna, y nadie pensaba que el Negro fuera a sobrevivirlo. No estaba enfermo, pero pronto lo estaría. Todos los hombres enfermaban si no comían lo suficiente, y Jimeno esperaba que el carbonero no fuera una excepción.

—¿Por qué has venido, tía? —preguntó Ramiro.

La pregunta de su hijo sacó a Jimeno de sus pensamientos.

—Para asegurarme de que hacéis las cosas como hay que hacerlas —respondió Jimena.

—La guerra no es asunto de mujeres —apuntó Jimeno.

Su hermana alzó una ceja.

—¿Quién ha dicho nada de guerra? ¿Ves por qué no es os puede dejar solos? Esta mañana hablabas de un grupo de bandidos y por la tarde los has convertido en un ejército —expuso al tiempo que mostraba una gran sonrisa—. Visto lo visto, es mejor que alguien os vigile.

—Pocos o muchos, cuando los hombres luchan es como en la guerra. No es asunto de mujeres sino de hombres. De guerreros. El acero busca encontrarse con la carne. Siempre hay muertos y la sangre inunda el suelo —relató Jimeno describiendo imaginarios golpes de espada—. Y los que no han tenido la sensatez de prepararse son los primeros en reposar sobre el frío suelo. Será mejor para vosotras que cuando todo termine seamos nosotros los que hayamos vencido.

Había una promesa funesta en la forma de hablar del alguacil y el grupo quedó en silencio.

Hombres y caballos descendían el camino que circulaba entre campos y pequeños matorrales. Los montes que tan buena caza daban cuando la puntería acompañaba se mostraban inquietos ante el paso del viento entre sus árboles y en alguno de ellos los albares podían encontrarse cobijados, tal vez observando al grupo marchar a Yéquera. Jimeno temió la posibilidad de una emboscada pero el terreno estaba demasiado despejado como para que pudieran sorprenderles sin aviso previo.

—Nosotras también podemos ayudar —declaró Jimena interrumpiendo los pensamientos del alguacil—. Igual que hicieron las mujeres de Jaca.

—¡Bah!

Al doblar una curva apareció el castillo de Yéquera. El color arenoso de las piedras de sus muros contrastaba con el verde húmedo de los terrenos circundantes. Su altura parecía mayor de la que era debido a la loma sobre la que estaba construido.

«Un lugar sólido, pese a los pocos guardias».

—¿Qué es eso de las mujeres de Jaca? —curioseó Ramiro.

Jimeno abandonó sus cavilaciones y se volvió hacia su hijo con desagrado.

—Una leyenda. Hace tres o cuatro siglos las jaquesas abandonaron la ciudad para luchar con los mahometanos.

Cabalgaban a paso lento, marcando un ritmo que los vecinos a pie de la carreta pudieran seguir. Pero Jimeno apretó la marcha y sobrepasaron la carreta.

—¿Y cómo ocurrió? —inquirió Ramiro.

—No estuve allí —resopló Jimeno.

Jimena se inclinó hacia su sobrino.

—No es una historia que le guste a tu padre…

—…leyenda —corrigió el alguacil.

Jimena se desquitó reduciendo el paso, forzando a su hermano y su sobrino a hacer lo mismo. Pronto la carreta volvió a pasarles.

—Leyenda o historia —prosiguió Jimena— no es algo que un hombre como Jimeno, bravo alguacil, quiera oír. En realidad —añadió alzando la voz—, es una buena historia.

Jimena carraspeó. Con fuerza. Los vecinos se arremolinaron en torno a Roca para protegerse del frío y agudizaron el oído para escuchar.

—Aragón antes de Reino fue Condado. Su fundador fue García Íñiguez, primer rey de Sobrarbe, conquistador de Pamplona y Aínsa. Este rey había sido nombrado tal por un grupo de seguidores cristianos que habían jurado recuperar las tierras que los sarracenos arrebataron a sus antepasados; con aquellas fieles huestes marchó hacia tierras en el oeste hasta alcanzar Álava. Jaca, pese a estar próxima a los dominios del rey, continuaba en manos de los moros.

»Aquello era motivo de tristeza para los buenos cristianos y un capitán, de nombre Aznar, decidió que tomaría la ciudad de Jaca en nombre de su rey. La jugada era audaz pues Jaca era una fortaleza toda ella. Sin embargo, las victorias de García Íñiguez habían hecho mella en las fuerzas de los sarracenos y los de Jaca, que no debían ser muy sagaces, dejaron marchar a sus mejores hombres para la guerra contra el Rey de Sobrarbe. Buena jugada, ¿no creéis? Conocedor de esto, Aznar puso sitio a la ciudad y logró conquistarla tras una dura lucha con sus defensores. Pobló sus calles de buenos y leales cristianos y sus familias, les permitió cultivar las tierras próximas, construyó iglesias donde se alzaban los templos sarracenos y reparó las murallas. Era el año setecientos y cincuenta y nueve. García Íñiguez recompensó a Aznar como gobernador de la nueva y hermosa ciudad de Jaca.

»Al año siguiente los moros que habían dejado Jaca para luchar contra García Íñiguez regresaron, junto con ochenta mil guerreros más. Comandaban semejante ejército cuatro de los más fieros adalides que haya habido en los ejércitos sarracenos. Aquella masa de soldados se aproximaba a Jaca con la intención de tomarla y masacrar a sus habitantes. La situación era desesperada y exigía de un acto de valor. No queriendo que su ciudad y sus gentes sufrieran daño alguno, el gobernador Aznar reunió un ejército con todos los hombres de Jaca y salió al encuentro de los enemigos.

»La batalla fue dura y cruenta; los defensores se veían superados en número por los moros y la derrota parecía inevitable. Habiendo perdido a muchos de sus hombres Aznar se encomendó a la Virgen. Y esta escuchó su plegaria. Pronto un nuevo contingente de tropas apareció en el campo de batalla. Vestían de un blanco impoluto y desprendían un aura de dignidad celestial. Provenían de Jaca. «¿Qué refuerzos pueden venir de Jaca? —se extrañó Aznar—. No quedan hombres allí». El gobernador tenía razón. No quedaban hombres en la ciudad.

»Las mujeres de Jaca, enviadas por la Virgen, se lanzaron sobre los moros con furia y sin piedad. Mataron a muchos en el primer envite y su vestimenta blanca que no se manchaba con la sangre de los impíos extendió el pánico entre los supervivientes. Pronto todos los enemigos arrojaron las armas al suelo y huyeron del campo de batalla, dejando en el suelo los cadáveres de los cuatro adalides. Los cristianos cortaron sus cabezas y la clavaron en las puertas de Jaca. Desde entonces representan el escudo de la ciudad.

Finalizada la historia los vecinos intercambiaron impresiones. A unos les parecía una leyenda inventada. Otros juraban que era cierta. La mayoría afirmaba que era entretenida para un viaje como aquel. En lo que Jimena había tardado en contarla casi habían llegado a Yéquera.

—Creo que sí es una gran historia —opinó Ramiro.

Jimena sonrió a su sobrino.

—Me la contó tu tío Guillén. Él lo hace mejor, desde luego —afirmó, al tiempo que bajaba de Roca—. Puede que tenga piel de pastor pero nació bardo.

Jimeno y Ramiro también descabalgaron y continuaron el camino a pie. El pueblo había quedado atrás y Yéquera estaba a trescientas varas, pero la noche ya se les había echado encima y necesitaron algo de luz para iluminar el resto del camino. Jimeno volvió a temblar de frío. El ambiente se refrescaba con rapidez y el viento arreciaba.

«Una buena cena junto al fuego es lo que necesitamos. Y no cuentos tontos».

El castillo se iba haciendo más grande a medida que se acercaban. Ramiro seguía preguntando a su tía sobre la historia, visiblemente interesado. El alguacil volvió la vista hacia su muchacho.

—Solo es una leyenda, hijo mío. Está para enseñarnos una moraleja —explicó—: si luchas bien nunca tendrás que sufrir la vergüenza de ser rescatado por mujeres.