Capítulo tercero
El carbonero
El sol seguía oculto entre los montes, remoloneando antes de despertar. Unos pocos rayos menos holgazanes se filtraban entre la cortina gris del cielo que amenazaba tormenta. Las sombras de los que cavaban en la tierra apenas eran perceptibles. Luz endeble y dispersa contra las finas placas de hielo que antes habían sido charcos.
El frío sí que había madrugado, entumeciendo las manos desprotegidas de Sancho y su hijo mientras se esforzaban en agujerear la tierra. Los dientes del carbonero castañeteaban y su vaho se mezclaba con el de su hijo, que se esforzaba en seguir el ritmo de su escuálido padre.
—Deberíamos haber traído una antorcha —gruñó García entre dientes.
Sancho le dio un afectuoso golpe en el hombro.
—Ya casi hemos acabado el hoyo —trató de animarle.
A García le costaba levantar los párpados, todavía somnoliento por el temprano madrugar al que su padre le había obligado, y era difícil observar sus ojos claros. El gorro de lana le cubría hasta las orejas y ocultaba el pelo color carbón que siempre procuraba llevar corto. Alto y delgado, aunque con más cuerpo que su escuálido padre. Aún no era un hombre, pero en cuanto lo fuera no habría duda de que sería tan fuerte como el alguacil. Además, era un chico guapo —gracias a la madre, se decía en el pueblo—, y no le faltarían muchachas en el pueblo y alrededores que quisieran casarse con él. Más aún ahora que era heredero de buenas tierras.
—No entiendo por qué tenemos que enterrar nosotros al albar —se quejó el chico—, si fue Jimeno quien lo mató y este es su campo.
La tumba en la que iban a enterrar al bandido tenía más de una vara de profundidad. La intención de Sancho era que el cadáver, junto a las partes del caballo que no habían podido aprovechar para carne, no pudieran ser desenterradas por error cuando el campo se arase. Él hubiera querido enterrar al difunto en una tumba apropiada, alejada del campo. Pero su difunta esposa le había dicho una vez que los animales muertos, al igual que los hombres, aportaban fuerza a los campos cuando se descomponían. Recordando aquello y sabiendo que nadie acudiría a reclamar el cuerpo del albar había decidido enterrarlo en el campo que algún día sería suyo.
—Es trabajo duro —contestó Sancho—, cierto. Y muy desagradable. Pero es necesario y Jimeno no va a hacerlo.
García dejó de hurgarse la nariz.
—La abuela nos diría que enterráramos el cadáver lejos de aquí —dijo mientras se limpiaba el dedo en la manga de su abrigo. Sancho no quiso decirle nada—. Que si no lo hacemos el alguacil nos acusará de brujería y tratos con el demonio.
El carbonero suspiró de resignación.
—Tu abuela da muchos consejos, no hay ninguna necesidad de escucharlos todos. Tu madre hablaba poco pero siempre acertaba con las palabras. Haremos lo que ella nos hubiera aconsejado.
Siguieron cavando en aquella fría mañana sin sol hasta que Sancho quedó satisfecho con su profundidad. El hijo agradeció dejar la pala y se apoyó en las rodillas, fatigado. El abundante vaho ocultaba su rostro juvenil que no cesaba de proferir críticas sobre lo fatigoso de la tarea. Su padre le apretó el hombro con simpatía.
—Si te quejas del esfuerzo…¿a qué tanta prisa por unirte al alguacil? —inquirió el padre, consciente de las inclinaciones de su hijo—. Combatir con la espada es un trabajo mucho más duro que cavar, y no pone comida en la mesa.
—¡Pero evita que otros te la quiten! Además, somos los únicos que no están entrenando —dijo en tono de reproche—. ¡Incluso algunas mujeres han querido empuñar las armas!
Era cierto. Algunas corvillanas, con Arlena y Jimena a la cabeza, habían pedido unirse a la defensa del pueblo. La mujer y la hermana del alguacil no eran la clase de persona que aceptaba un no por respuesta, y los gritos y acusaciones se habían prolongado largo tiempo. Sancho, que había preferido mantener una razonable distancia entre él y el nuevo heredero de Yéquera, había escuchado los gritos con el mismo gesto cómico que algunos de los vecinos. Sancho había procurado no ser uno de los imprudentes que habían sido descubiertos por el alguacil y que más tarde lo habían pagado con una ración adicional de palos durante el entrenamiento.
La discusión no había terminado bien para las mujeres, que se alejaron con malos modos a sus casas y quehaceres, pero el carbonero intuyó, con acierto, que los gritos seguirían por la noche en casa del alguacil. Nadie se libraba fácilmente de aquellas dos.
A Sancho le daba la impresión de que Jimeno creía que estaba organizando un ejército, no una milicia. Todo aquel asunto de la herencia le había vuelto aún más arrogante y trataba a los vecinos a gritos. Les hacía cargar piedras y correr ladera arriba con ellas. Las prácticas con espada no eran menos agotadoras y provocaban un creciente número de moratones. Bermudo contribuía a ello. El viejo tabernero había vuelto a convertirse en el soldado de guerras pasadas y blasfemaba como un demonio cada vez que alguien cometía una equivocación.
Solamente las prácticas con arco y ballesta parecían saludables. Los que estaban acostumbrados a la caza —el jabalí, el conejo y la perdiz eran abundantes en aquella zona, así como algún ciervo que nadie en su sano juicio osaría matar con un alguacil como Jimeno, siempre al acecho—, enseñaban a tirar con arco a quienes tenían hombros anchos. Los mismos que Jimeno consideraba más aptos para practicar con espada. No era raro que muchos se mostraran más predispuestos a tirar con arco que con espada. Pero Sancho había visto lo engañoso que podía ser aquel entrenamiento. No creía que los albares fueran a ser unos sacos de paja inmóviles que se limitaran a recibir flechas.
Entre unas cosas y otras, todos los vecinos parecían haberse convertido en soldados de la noche a la mañana, a pesar del duro trato recibido. A Sancho no le gustaría verse sometido al duro castigo que estaban sufriendo otros vecinos. Ni tampoco querría ver a su hijo en una situación de vulnerabilidad con Jimeno implicado. No se le olvidaban las palabras que le había dicho su madre tres noches atrás.
Jimeno buscará el mal para ti.
Eso incluía a su hijo. Tener que ceder sus campos no había hecho sino enfurecer aún más al alguacil, pese a que iba a recibir mucho más en compensación. Su hijo había aprovechado aquellos momentos de reflexión para recuperar el aliento; cavar en la tierra helada había sido arduo.
—Si quieres aprender a manejar las armas es decisión tuya —le dijo—. Pero me gustaría que lo hicieras con alguien distinto a Jimeno.
—Entonces, ¿podré unirme a los demás? —inquirió entusiasmado.
El carbonero asintió.
—No antes de que terminemos lo que hoy debemos hacer.
Arrojaron el cadáver del albar y lo que quedaba del caballo al interior del foso y comenzaron a cubrirlos con la tierra excavada. Deshacer lo hecho para terminar con aquel desagradable asunto. Cuando arrojaron la última palada de tierra, la mañana seguía sin clarear.
—Lo que nos faltaba —protestó García.
Sancho alzó la vista hacia su hijo y vio cómo un frágil copo del nieve descendía hasta caer en tierra. Otros le siguieron.
—La primera nevada del año —anunció el carbonero con cierta amargura. Aquella nevada tenía algo diferente, como si fuera la señal de un mal augurio.
La nieve era fina y triste. Tan pronto como tocaba el suelo se fundía, convirtiendo la tierra en barro. Si algún copo se posaba en la piel se convertía en una gélida lágrima. Caía, frágil e imparable, sobre los desprotegidos campos arados que esperaban la primavera con la misma impaciencia que sus dueños.
A la nieve le hacía compañía el frío. Más intenso que antes. Además de sentirlo, podía olerlo. Ese peculiar aroma a monte frío y húmedo que siempre le recordaba a Sancho que había trabajo que hacer. Giró la vista hacia su derecha. El campo terminaba en las faldas del monte y a partir de ahí la masa boscosa inundaba por completo la vista, ascendiendo por las laderas de los montes que eran la Carbonera.
Allí arriba tenía Sancho una pila de leña ardiendo lentamente que no había comprobado en tres días. Desde que vieran a los albares.
«Perdida, seguro. Pero, ¿quién sabe?».
La idea le tentaba sobremanera. El invierno aún estaba por recrudecerse y los vecinos querrían carbón. Y pagarían por él. Pero en aquella zona habían visto a los albares por primera vez y aunque no se había sabido nada de ellos desde que se enfrentaran al hombre que acababan de enterrar Sancho no olvidaba que podían estar cerca. Aún así, la posibilidad le seducía. O tal vez fuera la necesidad de llevarse algo a la boca.
García gruñó cuando un dedo se le quedó pegado al metal de la pala. Tuvo que dar un fuerte tirón para liberarlo. Uno que debió dolerle.
—Este frío no le hará ningún bien al campo, por mucha brujería de muertos que le hagamos —El hijo se ajustó el gorro de lana, aplastando sus orejas—. Y a nosotros tampoco nos vendrá bien ni lo uno ni lo otro.
—¿Sabes dónde hará calor? —tanteó el padre—. En la Carbonera.
La expresión de su hijo le pareció más helada que el suelo. Y no supo decir si García estaba negando o solo le tiritaba la cara. En ambos casos, lo entendía.
—Podría pasar más tiempo del que creemos antes de que este campo sea nuestro —dijo el padre dando un par de golpes de tacón sobre la tierra removida—. Tenemos que enfrentarnos a nuestros miedos si queremos sobrevivir.
—Ese carbón podría estar perdido —opinó García—. Y los albares podrían seguir allí. No veo razones para subir.
—Podrían estar ahí, sí. Pero no lo sabremos si no echamos un vistazo, como tampoco podemos dar por sentado que hemos perdido ese carbón si no lo comprobamos. Tienes tu hacha, ¿no? —García mostró reticente el mango de la pequeña hacha que usaban para cortar leña, una herramienta vieja pero siempre afilada. Sancho mostró lo que desde que se encontrara con los albares siempre iba a acompañarle—. Y yo tengo la mía. No estaremos indefensos. Además, ¿dónde está tu espíritu curioso?
—Escuchando a mi sentido común —gruñó el hijo.
Sancho alzó una ceja y se quedó un instante callado al escuchar aquella respuesta. Después, sonrió.
—Necesitamos ese carbón para pasar el invierno. Es más, necesitaremos mucho más carbón, por lo que no podemos desperdiciar el que ya tenemos solo porque los albares puedan estar ahí arriba.
—Están ahí arriba —aseguró García—. Solo están esperando su momento para atacarnos. Lo que debemos hacer, como ya he dicho, es volver con los demás, armarnos y recuperar la Carbonera. Solo entonces podremos fabricar más para el invierno.
Sancho valoró aquello pero se resistía a ser convencido. Para conseguir una nueva remesa de carbón necesitarían encontrar un buen lugar, reunir la leña, construir la carbonera y después dejarla arder durante más de veinte días. Y todos aquellos eran días en los que necesitarían comer para poder trabajar, incluso para vivir. La carne del caballo no les duraría tanto.
El carbonero no quería recurrir a la caridad de los vecinos, aunque se la ofrecieran. Bastante había hecho con llevarse lo que su madre le había elegido de la despensa de don Yéquera. García había comido en abundancia de aquello y por eso aquel día se mostraba confiado, lleno como estaba de energía. Pero esa comida se acabaría pronto y volverían a lo de siempre. Necesitaban asegurarse su futuro inmediato si querían llegar a ver frutos en los campos en los que tantas esperanzas estaban depositando.
Su hijo tenía razón: no era sensato subir al monte. Por desgracia, Sancho lo veía más necesario que insensato.
—Necesitamos ese carbón, así que iré —manifestó el carbonero echando a andar—. Si no quieres venir, puedes volver al pueblo.
No le sorprendió comprobar que su hijo, pese a gruñir, siguió sus pasos.
*****
Sancho y su hijo sabían por experiencia propia que subir a la Carbonera en los días fríos era una tarea dura y poco propensa a ser apreciada. El ascenso por el camino embarrado era siempre dificultoso y no exento de algún traspiés. Además, el último tramo lo habían recorrido a través del bosque, igual que hiciera con el alguacil el día que vio a los albares, para no ser vistos caminando al descubierto.
Los campos irregulares, a menudo en bancales de los que algo de trigo se podía sacar, cuando el tiempo acompañaba, se habían convertido en un tupido bosque de pinos que daban leña, bayas, setas, frutos silvestres, caza y, cuando había demasiado hambre, raíces. Sancho confiaba en no tener que llegar a ese extremo. Otra vez.
De camino a la Carbonera habían encontrado unos pocos corros donde la nieve había cuajado, pero eran la rara excepción a un monte que se veía húmedo como si acabara de llover. El frío seguía siendo el incómodo camarada en aquel viaje que terminó en cuanto divisaron la solitaria pira humeante que tres semanas antes habían construido. No había ningún albar en la zona.
En aquel momento, salió el sol.
Había sido la primera nevada del año y poco había durado. Los dos carboneros agradecieron aquel gesto y García alzó su rostro al sol, como si pudiera beber sus rayos. Una gota le cayó en la frente. El cielo despejado permitía que el sol derritiera los pequeños corros de nieve, convirtiéndolos en barro.
Para alivio de Sancho, la pila no se había desprendido y solo hizo falta volver a prenderle fuego. Si de él hubiera dependido, nunca se hubiera alejado de aquella carbonera pero la aparición de los albares le había hecho alejarse varios días de allí, con el riesgo que suponía aquello para el bosque y para la calidad del producto. Por fortuna, todo parecía estar en orden cuando regresaron. El grato olor del trabajo en marcha se desprendía de la piconera. Todavía le quedaban uno o dos días para estar terminada pero Sancho ya estaba pensando en precipitar las cosas y sacar ahora lo que pudiera.
Las aves se habían animado a salir de sus nidos y volaban en bandadas o piaban desde los árboles, otorgando una pacífica aura a un lugar en el que tanto Sancho como García temían estar.
—Si hay pájaros, no hay peligro —indicó Sancho—. Serían los primeros en irse de aquí.
El que no se iba era el frío. Por eso agradecían estar cerca de su carbonera, donde la madera volvía a arder lentamente tras haberse extinguido el fuego. Sancho había cubierto la pila de troncos con ramas y sobre estas había colocado una capa de tierra que contuviera el fuego. Después, la madera ardía lenta y suave.
No habían encontrado a los albares, por suerte, pero sí habían visto marcas en el suelo.
—Serán de jabalí —opinó García cuando las vio—. Por aquí siempre hay muchos y a veces me han dado un susto de muerte.
—Los jabalíes no llevan herraduras —indicó su padre rodeando la huella con el dedo—. Esto no son marcas de pezuña, sino de caballo.
García se había alejado, pese a las protestas de su padre, siguiendo aquellas huellas mientras Sancho examinaba el carbón. Un simple vistazo le sirvió para comprobar que la quema no había terminado.
«Pero servirá si es necesario. Un carbón de mala calidad es mejor que nada».
Pronto el sol no tendría fuerza para derretir la nieve, cuando llegaran los vientos de diciembre. Los vecinos necesitarían calentar la estufa, y el carbón de Sancho era mejor que la madera que ellos tendrían que talar y acarrear hasta sus casas, siempre y cuando hubiera disponible en los comunales. En temas de dineros rentaba más, para los vecinos y para él mismo. También era considerada una especie de tradición en Lacorvilla el quemar carbón en las estufas. No en vano el nombre del pueblo provenía de la corvera, la herrumbre del carbón al quemarse. Pero eso a Sancho le importaba menos que la comida que podría conseguir para él y su hijo cuando lo vendiera.
Jimeno recaudaría parte de aquel dinero, más ahora que había que pagar al herrero de Valpalmas por el tiempo empleado en arreglar algunas de las armas, pero todavía le quedaría lo suficiente para pasar parte del invierno.
—Han juntado a las dos peores figuras —murmuró Sancho—: el alguacil y el recaudador.
Nadie podía escucharle, aun así echó un vistazo en derredor. La pila ocupaba gran parte de la planicie, con la tierra removida a su alrededor, marrón y humedecida, sin rastro de hierba. Pequeños hilos de humo se filtraban a través de sus caras e incitaron a Sancho a acercar las manos al calor.
García seguía desaparecido, lo cual fue una punzada de preocupación para el carbonero, pero el monte seguía en paz. Se escuchaba el viento entre las hojas. Las ramas al rozarse entre ellas apenas eran suspiros de la naturaleza. Un tábano solitario voló cerca, sin causar daño alguno. No se percibía ningún peligro y supuso que su hijo estaría dando una vuelta, tal vez recolectando algo que se pudiera aprovechar. La naturaleza siempre proveía.
Le gustaba aquel lugar. Le gustaba Lacorvilla. Su pequeño hogar bajo las estrellas del cielo. El pueblo era todo su universo, porque no había nada más allá que le interesara. Las guerras de las que Bermudo, o el propio Jimeno, a veces hablaban en la taberna eran una cosa lejana que había tenido a bien no venir a perturbar a los suyos. Este o aquel rey eran menos importantes que saber qué árboles elegir, cuánta leña apilar y cómo ser cuidadoso de no provocar un incendio en el monte.
Todo estaba muy húmedo y el carbonero no veía riesgo alguno. No era como si encendiera un fuego en el monte en pleno verano, cuando todo estaba seco y apenas era necesario el chocar del metal contra una piedra para que saltara una chispa y toda la región ardiera.
O un rayo.
«Hermosa. Hermosa como ninguna otra lo fue y ningún poeta supo describir».
A la mujer del carbonero siempre le había gustado caminar sola por el monte, pese a lo algunos dijeran. Se podía pasar tardes y noches en busca de nada y traer el cesto lleno de sorpresas. Incluso una vez trajo un perro perdido.
Se trataba de Migajas, uno de los perros que usaban en la caza.
—Se ha ido al monte y he de darlo por perdido —era lo que el dueño había dicho en su momento.
Pero todo el mundo sabía que eso era lo que se le decía a los niños cuando preguntaban por el animal que ya no estaba en la perrera. Siempre se decía que se había ido al monte para enmascarar que el pobre animal estaba viejo, o enfermo, y el dueño lo había sacrificado y, en algunas ocasiones, enterrado. Por eso, cuando su mujer volvió con Migajas nadie creyó que el perro realmente se hubiera perdido sino que con magia negra lo había traído de vuelta con los vivos.
Su mujer había sido sido la quintaesencia del infortunio. Rodeada de altos árboles fue a ella a quien el rayo del cielo había golpeado. El relámpago apenas duró un parpadeo, pero fue suficiente para arrebatarle a su esposa. Una muerte así no pasaba desapercibida.
Bruja. Hija de Satán. Ramera.
Los rumores habían empezado mucho antes de su muerte. Pero de murmuraciones habían pasado a conversaciones abiertas. No hacía falta que su madre se lo dijera para saberlo.
García no es hijo tuyo, sino de la que fuera tu esposa con el demonio.
Eso era lo que más le dolía al carbonero. Las muchas insinuaciones sobre aquello. Su esposa había estado con otros hombres, sí. Pero eso fue antes de que se casara con Sancho. Sin embargo, los cuchicheos nunca se callaron. El rumor era el heraldo del prejuicio.
Ahora cualquiera que viera a García susurraba «el hijo de la bruja». A nadie le importaba cómo se comportara García o qué ejemplo le diera su padre a seguir. Y cada pequeño gesto estaba abierto a la especulación y la calumnia.
Se preguntó qué dirían los vecinos cuando les vieran aparecer con aquel carbón en el pueblo. Por mucho que Sancho les dijera que se habían acercado con cautela y les dijera todo lo sucedido habría alguno que pensaría que había llegado a algún tipo de acuerdo con los albares.
No se puede controlar lo que se aparenta.
Pero Sancho no se rendía y luchaba por encontrar la mejor solución entre sus necesidades y el qué dirán.
Sus pensamientos se interrumpieron cuando percibió un movimiento entre los árboles. Rápidamente tomó el hacha y se escondió detrás de la carbonera, escudriñando el bosque y lanzando furtivas miradas a ambos lados. Puso una rodilla en tierra mientras aferraba con firmeza el mango. La carbonera desprendía tanto calor que le hizo sudar.
García apareció entre los árboles, con prisa, pero sin correr. Sancho se relajó y salió al encuentro de su hijo. Se hurgaba la nariz con nerviosismo mientras sorteaba raíces y piedras hasta llegar a su padre que lo observaba con curiosidad.
—He visto el campamento de los albares —dijo García con calma—. Abandonado.
Y aquello fue un gran alivio para el carbonero. No solo porque los bandidos se hubieran marchado sin causar mayor problema, sino porque ahora podría vender aquel carbón con la misma tranquilidad que siempre lo había hecho.
—Enséñamelo.
*****
Una rama crujió bajó el peso de Sancho y al carbonero se le paró el corazón. Se quedó muy quieto, casi sin respirar, atento a todo cuanto le rodeaba. Aferró con fuerza su hacha, temeroso de que el ruido atrajera a unos albares que según su hijo ya no estaban allí. García también se había quedado quieto, con el arma lista y cargando el peso hacia atrás, listo para atacar en cualquier instante.
Nada ocurrió.
El bosque seguía silencioso e inmóvil, a excepción de unas pocas gotas que se desprendían de los árboles. Todo era verde y barro. Los rayos del sol se filtraban tímidamente entre las hojas, iluminando un terreno salvaje y carente de vida humana. Las gotas de agua relucían en las copas de los árboles lanzando fugaces destellos sobre los ojos. Era como un bosque de cristal. Brillante y claro.
Pese a que nada anticipara peligro, Sancho imponía la cautela sobre las apariencias. Su vista pasó por los pinos, musgos y charcos de barro hasta su hijo.
—Dijiste que no estaba lejos —susurró el padre.
Habían descendido la ladera norte casi hasta alcanzar el barranco. El terreno seguía dominado por los árboles pero Sancho sabía bien que de un momento a otro la zona se abriría para dejar paso a los matorrales bajos que rodeaban los pequeños cauces de agua. Un terreno expuesto y poco propicio para que unos bandidos instalaran su guarida.
—Ya deberíamos haber llegado —declaró García apartando unas ramas húmedas. Y pocos pasos después, tuvo razón.
Se parecía al campamento que Sancho viera la primera noche. Pese a que las tiendas ya no estaban, con excepción de una que se veía tan rota que a Sancho no le extrañaba que la hubieran abandonado, la distribución seguía siendo similar a la que inspeccionara con Jimeno y su hijo desde la maleza. Las marcas del hombre se veían alrededor de una pequeña pila de cenizas y troncos a medio quemar. Ahora humedecidos por la nieve.
No había ninguna duda de que los albares habían estado allí. Como también era evidente que ya no estaban. La cuestión residía, y Sancho estaba impaciente por conocer la respuesta, en saber si habían abandonado definitivamente aquellas tierras.
Se acercó con cautela al campamento, vigilando bien dónde pisaba debido a la gran cantidad de charcos acumulados en el suelo. De no haber sido por el buen calzado que llevaba, fabricado por él mismo, hubiera estado chorreando a cada paso. Mirando a izquierda y derecha descubrió señales de abandono. Unos huesecillos, de algún tipo de ave, se encontraban desperdigados en torno al fuego, así como la cabeza de lo que parecía ser un conejo asado. El extremo superior de una cuchara de madera asomaba entre la hierba y cerca de la tienda encontró una perola de peltre con un considerable agujero por el que cualquier sopa se hubiera escurrido. Examinó con las yemas de los dedos las marcas de hacha que había en unos troncos cortados mientras García forcejeaba con la tienda abandonada.
—No han dejado nada que merezca la pena —informó el hijo del carbonero—. Nada.
—Uno no abandona lo que es valioso a menos que tenga demasiada prisa. Los albares dejaron el campamento tras haber hecho los preparativos. No fue una huida precipitada.
—Pero lo importante es que se han marchado —dijo García, aunque luego añadió—: se han marchado sin responder por los crímenes que cometieron. Puede que no aquí, pero sí en otros pueblos.
Sancho respiró profundamente.
—García, deberías aprender a ver el lado bueno de las cosas. Nuestra gente no podría haber hecho nada frente a los albares. Si se han marchado es bueno para todos. Es una lástima, sí, que sigan libres pero agradece que no hayamos tenido que enterrar a ninguno de los nuestros para llevarles ante la justicia. ¡No, aguarda un momento! —exclamó Sancho deteniendo a su hijo antes de que dijera nada—. Sé lo que piensas, y es intachable por tu parte que quieras que la justicia se haga cargo de ellos, pero recuerda que para esa labor están los alguaciles y los soldados, no los campesinos y carboneros.
—Nadie nace soldado —objetó García—, y yo no quiero morir carbonero. Quiero que todos asuman la responsabilidad de lo que hacen. O dejan de hacer —añadió mirando con dureza a su padre.
«Mi hijo no es de los que se quedan en el pueblo que nace», pensó Sancho con amargura, sabiendo que un día, no muy lejano a juzgar lo poco que le faltaba a su hijo por crecer en altura y fuerza, dejaría Lacorvilla para luchar en las guerras que cada vez se desplazaban más hacia el sur. Sancho Ramírez. El Cid Campeador. Alfonso el Batallador. Aquellos eran nombres que sonaban con fuerza en la mente de su hijo.
García seguía estudiando a su padre, con la misma mirada que un mercader a una balanza inquieta. El carbonero se sintió víctima del juicio de su hijo, con la certeza de que dictaminaría culpabilidad.
—Nos aseguraremos de que los albares ya no están —dijo Sancho, abarcando con una huesuda mano el terreno que les rodeada—. Después, volveremos al pueblo y le diremos al alguacil lo que hemos visto, para que decida qué es lo mejor. Así cumpliremos con nuestro deber, ¿te parece?
García tuvo que conformarse con aquello, pese a que Sancho se preguntaba qué mas había esperado que su padre, el carbonero, hubiera hecho en aquella situación.
Realizaron una batida más por la zona, buscando algo que les indicara el paradero de los albares o que pudiera serles de utilidad. Sancho no soltaba el hacha, temeroso de que todo aquello fuera una trampa especialmente elaborada. Aunque no lo creía.
—¡Padre!
El grito hizo que Sancho se volviera y echara a correr hacia su hijo. Las ramas húmedas le golpearon en la cara al atravesarlas y vio a su hijo parado junto a un árbol en cuyo tronco había una cuerda atada. Se aproximó con zancadas largas y cautelosas, sintiendo cómo el terreno se hundía ligeramente bajo sus pies.
—¿Qué sucede? —preguntó Sancho sin dejar de lanzar frenéticas miradas en derredor.
—Hay sangre en esa cuerda —el dedo de García señaló las manchas granates de las ataduras. Sangre. El padre se arrodilló junto a la cuerda, comprobando su resistencia. Se sentía áspera entre los dedos—. ¿Es humana?
—¿Cómo podría saberlo? —inquirió Sancho—. Es roja. Probablemente sea de algún animal.
García lo dudaba.
—Tendría que haber sido un animal muy grande —comentó señalando el grosor de la cuerda— y no creo que nadie mantuviera vivo a un jabalí.
La sangre no solo estaba en la cuerda, también en el tronco del árbol y había salpicado la vegetación cercana.
—No, eso es cierto —aceptó el padre. Su memoria voló hasta la noche en que se enfrentaron a los albares. La amenaza que el muerto había lanzado al que huyó.
Tu hermano te hará trizas.
Que alguien pudiera haberle hecho a su hermano hizo que Sancho se estremeciera. No era el frío. Los albares bien podían resultar ser los monstruos de los que todos hablaban. Pero ahora se habían ido…
—Seguramente…Tal vez…—pero no supo cómo continuar. Decidió dejarlo a un lado—. ¿Qué importa lo que haya pasado aquí? Lo realmente importante es que esa gente ya no está con nosotros y podemos volver a nuestras vidas.
—Tal vez solo se han mudado a otra parte del monte —opinó García.
El carbonero observó el hacha en la mano de su hijo y se sintió aliviado de que no hubiera tenido que utilizarla.
—No lo creo. Se han ido temprano, quizá mientras nosotros cavábamos la tumba. Esa hoguera parece haberles dado calor por la noche —valoró el carbonero— pero no se han preocupado de mantenerla encendida por la mañana. Seguramente querían alejarse de aquí antes de que alguien pudiera verles.
—En algún momento volveremos a saber de ellos. Cuando sea tarde para detenerles —se lamentó García, como si la desaparición de los albares fuera motivo de desdicha—. Si Jimeno nos pregunta hacia dónde se fueron, ¿qué le diremos?
Sancho sopesó aquello mientras trataba de imaginarse la geografía de los montes y barrancos, pensando en los senderos que un grupo de guerreros armados podría escoger para alejarse de aquellas tierras ajenos a ojos curiosos. El sur y el oeste quedaban descartados.
—Hacia Lacasta —dijo al fin—, pero no creo que vayan a causar ningún problema allí. Sin duda sus gentes ya están sobre aviso y los albares se desviarán hacia otro lugar donde no haya llegado la noticia de su presencia. Confiemos en que sea muy lejos.
García asintió. En los dos hombres se mezclaba la sensación de alivio por verse liberados de aquel mal junto a la preocupación de saber que los albares seguían en algún lugar. El temor de verse sorprendidos, el mes próximo, el año próximo, por una banda de ladrones asesinos que tal vez buscaran venganza por la muerte de uno de los suyos.
«Tal vez deberíamos haberle dejado escapar —reflexionó Sancho—. Se hubieran marchado igualmente al saberse descubiertos y no nos guardarían rencor». Pero conforme se imaginaba aquello Sancho supo que hubiera sido imposible, la furia con la que el albar acometió hubiera traído, de un modo u otro, la muerte de alguien. Mejor que hubiera sido el albar y no alguno de los suyos. Incluido Jimeno.
Volvieron sobre sus pasos hasta la humeante carbonera que ahora Sancho observaba esperanzado. Sin riesgo de que los albares estuvieran por la zona, podrían esperar tranquilamente los días que su buen ojo consideraba que faltaban para que todo estuviera a punto y vender el carbón como si nada hubiera pasado.
Padre e hijo comprobaron la solidez de la estructura y despejaron los orificios, añadiendo leña a la chimenea. Cuando quedaron satisfechos con el resultado Sancho indicó a su hijo que regresarían al pueblo para dar parte a los vecinos. También tenían hambre y rebuscarían entre la despensa algo que comer, con la tranquilidad de saber que pronto vendrían dineros.
—Le diremos al alguacil que estuvimos aquí —expuso Sancho—. Con un poco de suerte los vecinos sacarán algo de sidra para que nos animemos a hablar —consideró Sancho, arrancando una sonrisa a su hijo—. Piensa bien lo que dirás. No seas hosco y responde a lo que te pregunten. No todos los días se alegran de oírnos hablar de nuestro trabajo en la Carbonera.
—Hoy va a ser un buen día —apuntó García.
Bajaron del monte con más garbo y ánimo del que habían empleado al subir. Dejaban atrás con rapidez su propio aliento y en no pocas ocasiones estuvieron a punto de resbalar. Era como si estuvieran compitiendo por quién sería el primero en llegar al pueblo y dar la noticia.
No obstante, cuando Sancho vio un grupo de flores a un lado del camino hizo una pequeña pausa para arrancarlas con cuidado, usando el filo del hacha hasta formar un ramo elegante, digno de una dama.
—Son para tu abuela —explicó el carbonero ofreciéndoselas a su hijo—, pero si en el pueblo ves que alguna muchacha cree que eres muy heroico por haber explorado el campamento de los albares se las entregas. Unas simples flores pueden darte una esposa.
—No sé yo…—dijo García cogiendo aquellas flores con cautela, como si quemaran—. No sabría que decirles. «Toma. Ten». No parece muy apropiado…
Sancho observó las facciones de su hijo.
—Con esa cara, no deberías ser un chico tímido.
*****
Divisaron a dos mujeres que permanecían quietas en medio del camino embarrado, no muy lejos de donde habían enterrado al albar. Como padre e hijo seguían caminando a buen ritmo no tardaron en percatarse de que se trataba de Arlena y Sancha. La mujer del alguacil tenía un barril como vientre y se apoyaba en su hija mayor. Intrigados por su presencia apretaron aún más el paso, llegando hasta ellas casi a la carrera.
Las dos mujeres vestían con elegantes abrigos de lana que protegían tanto del frío como de los prejuicios. A Sancho no le costó imaginarse que bajo aquellos abrigos se ocultaban también buenas ropas, lo mejor que Jimena o alguna otra hilandera con maña hubiera podido elaborar, con algunos aderezos que las diferenciaban de las ropas más comunes.
La embarazada dio un paso hacia ellos. Sus elegantes zapatos estaban manchados de barro.
—Sancho, ya creíamos que os habíamos perdido. Nos dijeron que estabais enterrando al bandido y vinimos a traeros esto —Arlena extendió una cesta en la que se adivinaba una tarta de manzana. Sancho se relamió pensando en ella—. Es un pequeño obsequio por haberos ocupado del cuerpo del bandido. Algo que mi marido debería haber hecho… —añadió. Después, apartó el tema, como si no mereciera la pena hablar de ello—. Pero llevamos aquí un buen rato y no os encontrábamos. Hubiéramos ido al castillo para dársela a vuestra madre pero… —se llevó las manos a su hinchado vientre, sin terminar la frase.
—No deberíais haberos molestado —dijo el carbonero—. Podíais haber esperado a que mi hijo y yo volviéramos al pueblo. Os agradezco que tengáis buen corazón, pero no si pueden causaros algún daño. Con este frío y esta nieve que lo embarra todo ya me parece demasiado que hayáis llegado hasta aquí, como para que hayáis pensado en llegar hasta Yéquera. —Sancho alargó las manos para coger la cesta que Arlena le ofrecía y asintió con una sonrisa—. En verdad, tenéis suerte de encontrarnos. Hemos estado aquí, sí. Pero temprano por la mañana —explicó. Su dedo señaló el monte que dejaban atrás—. Ahora venimos de la Carbonera.
—¿De la Carbonera? —exclamaron ambas mujeres. Arlena lo dijo con gesto de sorpresa. Sancha, con pavor.
No hacía falta ser un hombre versado en los secretos de los corazones femeninos para interpretar correctamente la mirada que Sancha dedicó a García. La hija del alguacil sería una buena esposa. Había salido inteligente como su madre y trabajadora como su tía. La acomodada posición de su padre había sido fundamental para obtener aquel buen color que, pese al frío de la mañana, tenía el rostro de Sancha. Además, la muchacha no era fea ni para los ojos de un ciego. Dientes blancos en una boca rosada, rostros agraciado, nariz graciosa con alguna pequeña espinilla que pronto desaparecería, ojos marrones claros bajo unas cejas perfectamente cuidadas y un pelo largo que relucía brillante de haber sido lavado y bien cuidado. Quizá un poco más alta de lo normal, pero nada que su García no pudiera manejar.
—De la Carbonera, así es —confirmó Sancho—. Queríamos comprobar si era posible conseguir algo de carbón para el pueblo. Aunque los hombres se estén entrenando las chimeneas echan humo como un día cualquiera. Así que allí hemos ido, con mi hijo —le pasó una mano por el hombro— para asegurarnos de si, como sospechábamos, los albares se habían marchado. Tendríais que haber visto a mi García, con qué determinación empuñaba el hacha.
Aquello provocó en Sancha la reacción que el carbonero esperaba. Continuó hablando sobre lo sucedido allá arriba, cómo habían descubierto el campamento abandonado de los albares, para gran alivio de las mujeres, ensalzando en todo momento a su hijo como un hombre decidido que había llevado la iniciativa. Sin embargo, pese a lo mucho que se esforzó, lo único que las mujeres querían oír, como era natural, era sobre la marcha de los albares.
—¡Tenemos que volver inmediatamente! —resolvió Arlena—. Todos deben saberlo en el pueblo.
Sancho coincidió, y los cuatro iniciaron el camino de vuelta a Lacorvilla. Las mujeres siguieron indagando en más detalles sobre lo sucedido, sobre los que Sancho, si no conocía la respuesta, improvisaba una que se adaptara. No mucho después, las mujeres se adelantaron, o más bien Sancho dejó que fueran más rápidas, para poder hablar en voz baja con su hijo.
Sancho no esperaba que García, en un arrebato, pidiera el favor de la muchacha. Su chico era demasiado tímido para hacer eso, aunque aquella fuera una victoria ganada de antemano. Sancho no recordaba su propia juventud como un tiempo en el que ser vergonzoso, sino todo lo contrario, había que ser osado. No se trataba solo de levantarle las faldas a una muchacha y buscar el premio que había debajo, sino también ser consciente de que la hija del alguacil podía ser una llave dorada a la plena aceptación social.
La muchacha lanzó una mirada furtiva hacia atrás y siguió caminando junto a su madre, hablando en susurros. Su hijo, en cambio, no lanzada mirada alguna a la chica, ni siquiera al trasero que oscilaba con cada paso. En su lugar, García tenía la vista fija en algún charco de barro especialmente importante. Sancho decidió echarle un guante.
—A esa chica le gustas, y no es de las que haya que dejar escapar.
Los charcos del suelo ya no le parecieron tan interesantes a García, que dedicó un largo vistazo a la muchacha antes de volverse hacia su padre.
—Es la hija del alguacil —expuso el hijo del carbonero—. Dejarla escapar es librarse de muchos problemas.
Sancho tuvo que aceptar la gran verdad de aquellas palabras pero no era aquel motivo suficiente para interponerse a los designios de la naturaleza. Quién sabe qué fuerzas divinas e intenciones ocultas se esconden tras el enamoramiento de una persona. Pero aunque no se conocieran los motivos Sancho sabía lo suficiente de la vida para saber que era mejor no oponerse a lo inevitable. Hacerlo solo provocaba un innecesario dolor.
—Un suegro enfurecido siempre es mejor que una cama vacía.
—Ya encontraré a alguien que me quiera —refunfuñó García, evitando un charco especialmente ancho con un brinco—. Alguien más apropiado a mí.
—Hay otras chicas en el pueblo que seguro que te miran de igual modo. Lo que quiere la reina lo anhelan sus damas —apuntó el padre—. Podrías escoger a la que quisieras pero si fuera tú no me conformaría con una plebeya si pudiera tener a la reina. Especialmente a una reina hermosa, que son aún más escasas.
—Ya veré.
—Que sea pronto —insistió el padre—. Al que no espabila, le quitan las chicas. Es algo que debes tener presente.
García seguía cerrándose a las palabras de su padre, y este quería seguir insistiendo hasta convencerle, pero no pudieron continuar con aquella conversación. Porque los albares no se habían marchado.
Al principio solo fueron unos puntitos en el lejano campo que rodeaba la fortaleza, valle abajo. Sancho los vio de reojo y les restó importancia, centrándose de nuevo en mejorar el estado de ánimo de su hijo; pero con el segundo vistazo se dio cuenta de que aquellos puntos eran personas que avanzaban hacia el castillo. Con un golpe en el hombro, captó la atención de su hijo.
Eran muchos. Avanzaban a la carrera desde dos direcciones diferentes, unos a pie, otros a caballo, sin que el lodo pareciera ser un gran obstáculo en su avance. Casi habían alcanzado las murallas cuando la primera flecha, un diminuto punto en llamas, voló desde las almenas hacia ellos, extinguiéndose al chocar con el barro húmedo. Una segunda flecha tuvo el mismo destino. El viento arrastró gritos confusos.
Las mujeres también se habían dado cuenta de lo que estaba pasando. Se acercaron a los dos hombres para contemplar la batalla que tenía lugar en la distancia. Arlena cerraba y abría el puño con nerviosismo, como si estuviera frustrada por no poder hacer nada salvo mirar.
Los primeros atacantes llegaron a los pies del castillo mientras sus compañeros disparaban a los dos únicos guardias de las murallas. Los garfios alcanzaron las almenas. Hubo quienes necesitaron varios intentos hasta asegurar el extremo superior, pero pronto había cuatro albares escalando la pared. Una flecha alcanzó a uno de ellos; pese a que el bandido no murió, sus movimientos se hicieron más lentos. Los jinetes daban vueltas alrededor del castillo, tratando de atraer los pocos proyectiles que los defensores lanzaban. Una tercera figura se unió a la defensa.
«¿Un vecino? ¿Don Yéquera? ¿Mi madre?». Sancho no podía adivinarlo desde aquella distancia.
El primero de los albares que llegó a la almena hizo frente a la maza de un guardia que se movía con asombrosa rapidez. El atacante fue arrojado desde lo alto tras un breve intercambio de golpes. Vieron sus piernas patalear en el aire hasta caer al suelo, de donde no se levantó. Aquello provocó una oleada de aprobación entre los testigos de la lucha.
Ya era el segundo albar que moría en tierras de Lacorvilla.
Pero poco duró la alegría, pues dos albares más alcanzaban las almenas y otros dos estaban a punto de lograrlo. La última flecha que los defensores lanzaron aterrizó cerca de uno de los jinetes, sin causar daño. Un albar cargó contra uno de los guardias y ambos quedaron abrazados tratando de darse muerte mutuamente. En unos instantes, la escena sobre las murallas se había vuelto confusa y alborotada pero resultó evidente que era imposible mantener un castillo con solo tres defensores.
Sancho solo podía ver las armas ascender y descender pero era evidente que los guardias estaban rodeados por un número superior de enemigos. Un defensor cayó derribado y no volvieron a verle levantarse. A medida que el combate se prolongaba los puntitos sobre las murallas fueron desapareciendo hasta que solo quedaron los jinetes y el albar herido en el exterior. Una fina columna de humo oscuro surgió del interior del castillo.
Sancho trataba de imaginar qué sucedía tras aquellas murallas.
—¿Qué está pasando? —preguntó García, con el nerviosismo en cada sílaba.
—Se han replegado al interior del castillo —contestó Arlena, con el entrecejo extremadamente fruncido—. Tratarán de defender la Torre Mayor. Cuanto puedan.
«No aguantarán mucho», pensó Sancho tratando de recordar cuántos bandidos habían logrado llegar a las murallas.
—García, ve al pueblo, ¡deprisa! ¡Trae al alguacil y a todos los que puedas! —le ordenó, al tiempo que le empujaba para que echara a correr.
—Pero yo quiero…
—¡Corre!
El muchacho salió disparado como una flecha hacia Lacorvilla. Pero no había modo alguno de que fuera lo bastante rápido como para salvar a quienes estaban en el castillo. Poco después de que García desapareciera al doblar una curva, las puertas del castillo se abrieron de par en par y los jinetes entraron por ella. La totalidad de los albares se encontraba ahora dentro del castillo de Yéquera. La columna de humo se hizo más opaca e intensa.
No hubo más flechas, ni intercambios de espada ni hombres arrojados desde las almenas. Solo el ulular del viento y el piar de algunos pájaros. Los bosques y montes permanecían ajenos a lo que acontecía en el castillo.
—¿Se habrán rendido? —preguntó Sancha con un hilo de voz.
—No estoy segura de que eso les haya servido —alegó Arlena mientras se ajustaba el abrigo de lana—. Si los albares han tomado el castillo no es para compartirlo.
Sancho sintió una punzada en el pecho cuando pensó en su madre, una pobre anciana que trabajaba para el señor en aquella construcción de piedra.
«Solo es una anciana indefensa. No puede ser una amenaza para ellos. Además, limpia y cocina. Espero que no la maltraten mucho y solo se conformen con que les sirva la mesa», anhelaba Sancho. Se imaginaba a aquellos hombres dando gritos sin cesar, tal vez incluso tratando a empujones a su madre para demostrar que estaban al mando, pero no creía que le hicieran ningún daño irreparable. Una buena criada como ella sería apreciada por un grupo de bandidos errantes que no estaban acostumbrados a limpiar y cocinar. También lavaba platos, sabía de ungüentos para males menores y remendaba ropas. Todas aquellas cosas que parecían menores eran a su vez esenciales en el bienestar de la gente y los albares no causarían ningún mal a quien se las proporcionara. Eso esperaba.
—Aquí no hacemos nada —dijo Arlena—. Todo ha acabado —añadió, con los ojos tristes puestos en aquel castillo que tenía un sombrío aspecto.
Se alejaron en silencio mientras el castillo enmudecía con la solitaria columna de humo oscuro como única señal de que algo había sucedido. Cuando llegaran, García ya habría dado aviso a los vecinos, pero Sancho sabía que no tendrían tantas facilidades para tomar la fortaleza ahora que había más de tres defensores en su interior. Arrastraron los pies sobre el barro con el mismo ánimo de quien acudía al funeral de un hijo.
El pánico se difundió casi más rápido que la noticia. Una histeria colectiva asaltó a los vecinos de Lacorvilla y hubo quien abandonó el pueblo aquella misma tarde, arrastrando a otros con él. De poco sirvieron las amenazas y golpes que Jimeno propinó a algunos de los desertores, como les gritaba a medida que empequeñecían en la lejanía. Huyendo.
El miedo había golpeado con fuerza a los corvillanos y aquella noche nadie durmió.
A la mañana siguiente al ataque, dos albares a caballo se aproximaron a Lacorvilla, llevaron sus monturas casi hasta la Fuente Nueva y dejaron allí un macabro presente. Los vecinos les observaron con temor y para cuando Jimeno hizo acto de presencia, cubierto de acero de los pies a la cabeza, los jinetes se alejaban con los cascos de sus monturas levantando el barro.
Sancho, al igual que otros vecinos, se acercó con cautela al lugar en el que los albares habían estado. Clavadas en el suelo había varias picas, a cuyos pies se congelaba la sangre coagulada. En su extremo superior había varias cabezas. Una de ellas era la de su madre.