Capítulo quinto
La alambiquera
La intensidad de la nevada aumentó hasta tal punto que Arlena vio desaparecer la palma de su mano bajo un manto blanco y frío. La humedad comenzaba a filtrarse a través de su ropa y la capucha se le pegaba al cuero cabelludo.
—Tenemos que ir a casa —les dijo Arlena a sus hijas, despertándolas del ensimismamiento en el que se habían quedado observando cómo los hombres y muchachos del pueblo se entrenaban para el combate. Sus rostros carecían de color a causa del frío—. Hay que almacenar más leña y el cobertizo no va a limpiarse solo.
Las pequeñas refunfuñaron algo ininteligible pero terminaron por obedecer a su madre, orientando sus pasos de vuelta a casa; pero Sancha, como era habitual en las chicas de su edad, se opuso abiertamente a la decisión de su madre.
—¿Por qué no podemos esperar? —protestó la hija mayor al tiempo que se ajustaba los guantes. Su mirada seguía fija en el hijo del carbonero, que se entrenaba con el caballero Raphaël. Otra vez—. Nunca entramos en ese cobertizo y por mucho que lo limpiemos seguirá teniendo polvo y tierra hasta en el aire. Yo quiero quedarme aquí y ver cómo los hombres se preparan para la lucha. Es bueno saber quién lo hará mejor.
«Mejor sería saber luchar».
—Si nos quedamos aquí nos convertiremos en muñecos de nieve que caerán enfermos y toserán durante toda una semana —replicó Arlena. Podía sentir el frío penetrando en su garganta—. Ver a los hombres luchar no servirá de ninguna ayuda. Cumplir con tus obligaciones, por poca aportación que sea, ya es más que quedarse mirando embobada al hijo del carbonero.
El color inundó la cara de Sancha, un rojo vergonzoso. Eso hizo que sus hermanas se rieran.
—No le estaba mirando a él —se excusó, bajando la cabeza—. Simplemente… creo que es el mejor luchador de todos, ¿no es así?
El que mejor luchaba era Jimeno, de eso no había duda. Y Arlena no pensaba aquello porque fuera su marido, sino porque de no haber sido un gran combatiente no habría sobrevivido a las guerras contra los sarracenos y, triste pero veraz era, contra cristianos de otros reinos.
Arlena le había conocido en una de aquellas campañas y le había seguido en sus guerras; primero como concubina y después, con el primer embarazo, como esposa. Cuando se retiraron a vivir a Lacorvilla, pueblo natal de Jimeno, su marido había conseguido un puesto como alguacil que le permitía seguir ejercitándose en la lucha por si llegara la necesidad de volver a empuñar la armas. Ese poco anhelado momento había llegado, y por ello Arlena sabía que no había nadie mejor con la espada que Jimeno. Ni siquiera aquel caballero que de momento solo había demostrado habilidad para ser oportuno en sus apariciones y comentarios.
Volvió la cabeza hacia su hija mientras seguían caminando por la gélida calle de vuelta a casa. Sancha seguía enumerando halagos acerca de García.
—Ahora no quiero hablar de hombres —le dijo su madre—. Hay asuntos más importantes que hacer.
—¿Como limpiar un estúpido cobertizo? —preguntó Sancha, con evidente falta de respeto. A Arlena le dieron ganas de abofetearla.
—¡Como saber cuáles son tus obligaciones y aprender a hacerlas cuando se te ordena! —le reprendió. Arlena sacó a relucir su actitud de reflexiona-sobre-lo-que-has-hecho frente a su hija—. No querrás que sea tu pobre madre embarazada la que se agache en el suelo para limpiar y colocar bien todos esos troncos, ¿verdad?
Pese a que durante el resto del camino, siguiendo las huellas que otros vecinos habían dejado sobre la nieve, Sancha no dejó de protestar y en el momento en que llegaron a casa se puso a adecentar, que no era lo mismo que limpiar, el cobertizo junto a sus hermanas.
Arlena, una vez asegurada de que sus hijas llevaran ropa de abrigo adecuada para aquel horrible día, les dio las últimas instrucciones para realizar la tarea y ella se dedicó a comprobar el estado de su preciado alambique.
Lo de hacer orujos le venia de su otra familia. La que había quedado atrás. Su padre había sido alambiquero en su Asturias natal, apreciado por sus orujos, no por sus modales; y cuando Arlena huyó de casa, se llevó las recetas familiares.
Tales habilidades eran muy apreciadas entre los soldados en campaña, y pronto se convirtió en una de esas mujeres que van a la cola de un ejército, esté donde esté. Aunque su profesión había sido más digna que la del resto de aquellas chicas.
Cuando estaba en campaña con los ejércitos del Rey Alfonso, y ya había intercambiado más que caricias con Jimeno, le llegaron rumores acerca de un famoso alambiquero asturiano al que le había explotado su orujo. Pero nunca supo si había verdad tras aquellos rumores. Ni se molestó en indagar.
Ahora solo pensaba en su padre, y no siempre, cuando trabajaba el alambique. No le gustaba cardar lana, el oficio habitual de las corvillanas, y como Bermudo siempre necesitaba de bebidas para su taberna, era Arlena quien satisfacía aquella demanda.
Arlena suspiró.
Algunas manchas en la retorta habían sobrevivido tras la limpieza de la última destilación. Su avanzado estado de gestación le impedía agacharse de forma apropiada y había rincones que quedaban sin limpiar en profundidad. Tomó nota mental de todos ellos para que a Sancha, si proseguía con su mal humor, se le asignara una nueva tarea.
Apenas había empezado a barrer el suelo cuando escuchó crujir los goznes de la puerta de su casa.
La abultada figura de su cuñada Jimena apareció en el umbral, con su gran sonrisa desvanecida a causa de la abundante nieve que le cubría el pelo mojado. Tiritaba cuando habló:
—Pasas el cepillo más que un cura.
Arlena miró la escoba en sus manos y la apoyó en la pared.
—No todas tenemos un marido que barra la casa.
—Eso es porque no sabes cómo manejarlo bien —replicó Jimena acercándose. La nieve derretida goteaba sobre el suelo—. Guillén es dócil a los gritos; a estas alturas ya deberías saber cuál es el mejor método para domesticar a Jimeno.
—El alguacil no es de los que se dejan domesticar. Ya lo sabes. —La ropa de su cuñada seguía goteando—. Ven, acércate al fuego.
Su cuñada se quitó las ropas humedecidas y las colocó en el respaldo de una silla, para que el fuego las secara. Arlena le ofreció un poco de caldo caliente, que Jimena rechazó, y unas pastas, que también rechazó.
—No me quedaré mucho—dijo Jimena. Ni siquiera se sentó.
Mantuvieron una breve charla insulsa acerca del nerviosismo que todos en el pueblo sentían y la conversación, como no podía ser de otra forma, terminó derivando en los albares.
—Los hombres no podrán vencerles —afirmó Jimena.
—Ahora contamos con el caballero Raphaël —objetó Arlena, examinando a través de la ventana que sus hijas siguieran limpiando el cobertizo. No podían escuchar nada.
—¿Crees que no lo he tenido en cuenta cuando he dicho hombres? —resaltó Jimena—. No, no son suficientes para hacer frente a los albares y verles cómo se entrenan solo me ha servido para ver las pocas oportunidades que tenemos. Y ese es otro problema: lo único que hacemos las mujeres es mirar, y eso no me parece que vaya a ser suficiente cuando llegue la hora de la verdad.
Arlena se masajeaba las pantorrillas mientras escuchaba a su cuñada.
—Jimeno comentó, algo enojado —especificó la alambiquera—, que durante el viaje a Yéquera insinuaste que las mujeres podrían desempeñar un papel en la defensa del pueblo. Si ahora me dices esto es porque quieres convencerme de que luchemos.
La hilandera se apresuró a alzar las manos, alegando inocencia.
—Tú no, claro está. No en esas condiciones —indicó señalando la abultada barriga de Arlena—. Pero las demás podemos hacerlo. He hablado con Gostanza, Facunda y las otras hilanderas. También se lo hemos dicho a Nicasia, la de casa del panadero, y a Blanca. —«No creo que una mujer que es golpeada por su marido tenga muchas ganas de luchar contra unos bandidos», pensó Arlena; pero no dijo nada—. Quieren luchar. Las mujeres de Lacorvilla queremos luchar.
Apoyó ambos puños sobre la mesa de la cocina y Arlena observó la determinación en el rostro de su cuñada. Sabía con seguridad hacia dónde se estaba encaminando aquella conversación y qué era lo que Jimena esperaba que hiciera.
—Quieres que convenza a Jimeno para que os deje entrenar con las armas. —Jimena asintió lentamente—. Dirá que no hay tiempo suficiente. Es más, dirá que es una pérdida de tiempo que no merece la pena. Que somos mujeres y todas esas cosas que le brotan tan fácilmente de la boca.
—Te has rendido, Arlena.
No había sido una pregunta. La alambiquera se ofendió mortalmente de que su cuñada hubiera recurrido a la bajeza de tildarla de cobarde para conseguir que hiciera lo que quería. Más aún después de haber dado a entender que lo máximo que se podía esperar de ella era que convenciera a su marido de que dejara participar a las mujeres en la defensa de Lacorvilla. Arlena estaba harta de que le trataran con condescendencia y actitud protectora cada vez que estaba embarazada.
—Yo no me he rendido —se defendió—. Nunca lo hice antes ni pienso hacerlo ahora. Solo te estoy recordando, porque pareces haberlo olvidado, que Jimeno expondrá cien excusas para oponerse a lo que quieres. A lo que queremos —enfatizó, dejando claro que ella era parte de ese deseo—. Hablaré con Jimeno, y haré cuanto esté en mi mano por convencerle de que las mujeres debemos ser parte de la defensa del pueblo. Pero no vengas a insultarme a mi propia casa.
Jimena alzó ambas manos con gesto de inocencia.
—En ningún momento quise decir que tuvieras que cargar tú sola con esta responsabilidad. Quizá me haya expresado mal cuando…
El tono de disculpa no enmascaraba que Jimena solo pretendía relajar el ambiente antes de continuar hablando. Quizá solo había tenido un pronto y ahora tratara de compensarlo, pero Arlena conocía bien los métodos de su cuñada y ya tenía claro cuál era el papel que se esperaba que ella jugara; no necesitaba que su cuñada se estuviera disculpando hasta que Arlena le diera a entender que el daño había sido enmendado.
—Jimeno volverá pronto —cortó Arlena—. Será mejor que te vayas.
Las palabras fueron acompañadas por una urgente necesidad de levantarse de la silla. Pese a la breve punzada de dolor que sintió en los tobillos a causa del peso adicional acompañó a Jimena hasta la salida, con cierta prisa. Cuanto antes se marchara, antes se disiparía el enfado.
—No te olvides de lo que tu gente quiere —le recordó la hilandera.
Arlena miró una última vez a su cuñada mientras cruzaba el umbral de la puerta.
—Se lo comentaré a Jimeno.
—Estoy convencida de que harás más que eso —sentenció Jimena abandonando la casa.
*****
Volvía a haber gritos en casa del alguacil. Jimeno recorría la cocina, arrastrando los pies alrededor de la mesa recién limpia, gritando improperios, insultos y blasfemias. Bien sabía Arlena que aquello era bueno para su marido, pues le ayudaba a liberar la furia que acumulaba —y era mucha a consecuencia de haber perdido la oportunidad de obtener un dominio señorial cuando ya lo tenía en la palma de la mano— para que el asunto no fuera a mayores.
—Ese bujarrón malnacido y pretencioso. ¡Hijo de una ramera!
Claro que lo que era bueno para Jimeno no tenía por qué serlo para ella. Arlena odiaba los gritos, especialmente cuando sus hijas podían escucharlos desde el cobertizo. Les había mandado a continuar con la limpieza después de haber comido y ahora se centraba en la desagradable tarea que su cuñada le había encomendado. No era algo que le apeteciera, especialmente con su marido más centrado en la herencia que en la defensa de Lacorvilla. ¿En qué momento un asunto se había convertido en menos prioritario que el otro?
No obstante, se mantenía lo más serena posible, bebiendo a pequeños sorbos el humeante caldo que solía tomar por las tardes. Escuchaba a su marido, haciendo alguna aportación esporádica, mientras dejaba que el vapor le calentara las palmas.
—Años desaparecido y ahora regresa con un pergamino que le convierte en heredero —se quejaba Jimeno—. Qué gran momento para aparecer, ¡inmejorable!
—Sugerí que el documento podría ser falso. Pero no es así: el padre Ruderico lo dio por bueno. Raphaël es el heredero de don Yéquera. —Arlena bebió algo más de caldo caliente, se sentía reconfortante en el estómago—. Aunque yo no estaría tan segura —dudó—. Tan pronto como terminó de hablar con el sacerdote aquel muchacho fue a ver a su amo. Era como si estuviera… aliviado. Yo no juraría que es el auténtico Raphaël.
—Se le parece mucho —manifestó Jimeno con amargura—. Mucho. Hay quien aún dice recordarle y no hay manera de convencerles de lo contrario. El maldito hijo pródigo, de vuelta a Lacorvilla, con ese escudero que no ve a más de dos pasos. ¡Ni siquiera hablan bien! —exclamó repentinamente. Los movimientos de sus brazos eran coléricos—. ¿Les has escuchado, con esos acentos que parecen de un retrasado que solo sabe babear?
—Son extranjeros —argumentó Arlena.
—¡Por eso mismo! ¿Qué derecho tienen ellos a vivir en estas tierras?
—¿Es justo desconfiar de él solo por tener un acento extraño?
—¡No es solo el acento! —gritó el alguacil—. Son las formas de comportarse, de mirarse entre ellos. Algo raro hay en esos dos que van juntos a todos lados —murmuró, haciendo rechinar los dientes—. Algo raro. Esos dos y García, el del carbonero, que les sigue a todas partes.
Arlena también se había fijado en la inusual forma de comportarse el uno con el otro, como un padre y un hijo, pero con una diferencia significativa que podría tildarse como anormal. También Jimeno lo había notado, pero sus conclusiones habían sido más precipitadas y menos sutiles. Hombres…
—Don Yéquera muerto, su castillo tomado por unos salvajes, un despreciable como heredero y esta puta nieve que no deja de caer —dio un largo suspiro—. No podría ser peor.
—Siempre nieva cuando hace frío —apuntó Arlena, su marido le miró con incomprensión—. Quiero decir, que las cosas pueden empeorar.
Jimeno asintió, dejándose caer sobre la silla. Miró con ojo crítico el caldo humeante de su mujer y alcanzó un vaso para sí mismo.
—No me extrañaría que los albares se aprovecharan de esta nevada para atacarnos —manifestó mientras se llenaba un tazón.
Aquello dio una oportunidad a Arlena para llevar la conversación hacia donde ella quería. Pedir algo a Jimeno requería de una frágil mezcla de claridad y cautela. Era un hombre propenso a decir «no» a cuanto los demás solicitaban. Optó por mostrar gesto de preocupación tan obvio que no podía ser malinterpretado. No le resultó difícil pretender que estaba preocupada.
—¿Estás bien? —preguntó Jimeno, algo más tierno—. Nuestras hijas estarán bien, si es en lo que estás pensando. Tus hijos las protegerán. Y yo me aseguraré de que nuestros chicos estén bien.
—Sé que estarán bien. Son chicos sensatos, a pesar de su padre —sus palabras hicieron que el alguacil alzara una ceja, levemente enojado—. Y han recibido un buen entrenamiento, a pesar de su madre —añadió, para relajar el ambiente—. Es Guillén. Me preocupa que se haga daño. En todos los años que ha tenido una espada solo la ha empuñado dos veces, y la segunda se cortó. —Jimeno emitió una risa seca. Había estado ahí cuando sucedió. «Patético» es como lo había descrito aquella noche al llegar a casa. Arlena prosiguió—: No es el único que me preocupa. Hemos visto que no todos los hombres valen para la lucha. ¡Tú también lo has visto! —le indicó—. Es hora de buscar… otras ayudas.
Jimeno asintió con gesto preocupado y empezó a hablar de las carencias que muchos de los hombres tenían en el manejo de las armas. Sus constantes tropiezos y caídas, su falta de determinación a la hora empujar, la lentitud con la que alzaban los escudos y la poca firmeza con la que daban sus lanzadas. Y tampoco contaban con suficiente protección para todos los combatientes. Un hombre sin destreza y sin armadura, le habían dicho una vez, se encamina a la sepultura.
Continuó su charla sobre faltas y dificultades, lamentando que el rey no hubiera contestado —tal y como el propio Jimeno había anticipado— a la carta que se le envió. Lo cual les dejaba por seguro que no contarían con auténticos soldados para la defensa de aquella aldea irrelevante.
Por fortuna sí que se les habían unido dos hombres de fuera, de Luna. Ambos eran familiares de los de Casa del Panadero y habían acudido en cuanto oyeron hablar de los problemas en Lacorvilla. El alguacil no esperaba que pudieran sustituir a los fallecidos guardias de don Yéquera, pero eran hombres fuertes que se las habían arreglado para llegar hasta allí, a pesar de la nieve y el miedo a los caminos que podían haber estado vigilados por los albares.
—Nos serán de gran ayuda —aseguró Jimeno—, pero yo no esperaría la llegada de más caballeros del invierno en el último momento. No contaremos con más ayuda.
Arlena no supo decir si su marido no había entendido lo que pretendía decir o no había querido entenderlo.
—No me refiero a más hombres —matizó Arlena.
El alguacil no fue capaz de fingir que seguía sin entender a su mujer. El ceño fruncido era toda la prueba que la alambiquera necesitaba.
—No.
—Todavía no has escuchado lo que te ofrezco…
—¡Porque es algo absurdo! Deja de lloriquear como un niño al que no le dejan jugar. Una mujer no vale ni como medio hombre —aseguró.
—Mejor uno y medio que uno solo.
Jimeno negó con la cabeza.
—No, eso no es así. Debilitarías a la tropa. No sois hombres —repitió—. En batalla un hombre tiene que mantener la lanza firme, alzar el escudo a la par que sus compañeros, agacharse cuando debe, empujar cuando se le ordena y matar a cuantos pueda —enumeró Jimeno—. Debe levantar barricadas, apagar fuegos, derribar jinetes y sacrificar caballos. Un hombre ha de derramar sangre, por él y por los suyos; estar dispuesto a entregar su vida; obedecer a sus superiores y animar a quienes le rodean.
El alguacil esgrimió un rostro de superioridad y satisfacción extrema, como si creyera que acababa de dar el argumento definitivo en la conversación.
—Nada de lo que has dicho es algo que no pueda hacer cualquier persona con dos brazos y dos piernas.
La satisfacción se tornó en frustración. Arlena no se había rendido. La mirada de superioridad se mantuvo.
—Claro. Tú, embarazada, vas a levantar una barricada en medio de un combate —se mofó Jimeno.
—Sí, yo, y otras mujeres. A más brazos, más fuerza. ¿No lo entiendes? Necesitamos toda la ayuda que podamos reunir. Y tú, con tu tozudez, nos has privado de un plumazo de la mitad de lo que tenemos. ¿Qué pensaría el Creador si viera que no se tiene en consideración la mitad de su obra?
—Ahora también querrás ser sacerdote, ¿no? —reprendió el alguacil—. Pues yo también puedo hablar de religión. Dios hizo a Eva para que Adán procreara. Al hombre le iba muy bien sin la mujer, tan solo fuisteis una necesidad.
—Supongo que antes de Eva era Adán el que se encargaba de todas esas labores que nos habéis echado encima, como limpiar la casa, preparar la comida, vaciar las letrinas, comprar lo que necesitamos, elegir los granos para la siembra, atender a los vecinos enfermos.
—Son tareas menores —cortó Jimeno—. Un hombre podría hacerlas igualmente pero su tiempo es demasiado valioso para esas cosas. Hay faenas más importantes.
—¿Como en jugar a los soldaditos? ¡Eso es algo que una mujer también podría hacer!
Jimeno irguió la espalda.
—Os faltan huevos.
—Los tenemos más gordos. Se llaman tetas.
Al principio, Jimeno puso cara de escándalo, pero enseguida se recompuso y adoptó una actitud desdeñosa.
—No todas son gordas.
—Habría que ver los huevos de alguno —replicó Arlena.
Aquello sí ofendió a Jimeno, que dio un paso al frente y levantó un puño furioso. La cara se le había enrojecido y tenía ojos de matar. Arlena agarró las tenazas con las que removían las brasas y las alzó frente a su marido. Una brizna de ceniza se desprendió de su punta.
Jimeno no dijo nada. El aire enfurecido salía de su boca, como un toro a punto de cargar. Dio un paso atrás, y luego otro. Bajó el brazo y retrocedió hasta la pared, donde tenía la espada. Arlena cerró los puños en torno a las tenazas con tal intensidad que los nudillos se le pusieron blancos.
«No será capaz —se decía—. No se atrevería…».
El alguacil tomó la espada y se la colocó en el cinto, hizo lo mismo con el cuchillo y dirigió sus pasos hacia la salida.
—¿Dónde vas? —No obtuvo respuesta. Los pasos de uno y otro les llevaron hasta la puerta de la casa—. No me dejes aquí. ¡Jimeno! ¡Jimeno! ¡Estoy hablando contigo!
—Solo estás dando gritos de loca. Y tu marido tiene cosas más importantes que hacer. —Abrió la puerta. Arlena todavía llevaba las tenazas en la mano—. ¿Quieres hacer algo útil? Sigue haciendo licores, nos los beberemos cuando ganemos la batalla.
Y, dando un sonoro portazo, abandonó la casa.
*****
Queriendo no envenenar a sus hijas con aquella rabia que le invadía el alma, Arlena cogió una capa, se la echó sobre sus cansados hombros y salió a la gélida tarde invernal. La nieve seguía cayendo, aunque con menor intensidad. Se ajustó los guantes y cerró su manto, intentando que le cubriera por encima de la garganta, sin éxito. Respirar aire frío era algo que ninguna capa de lana podía aliviar.
Algunos vecinos se habían dejado caer por la taberna de Bermudo, especialmente las mujeres, que habían elegido aquel lugar para sus pequeñas conspiraciones rebeldes. El tabernero estaba con los que se entrenaban; pero nunca cerraba su local, por lo que todo el mundo tenía acceso. Se confiaba en la honestidad de los clientes sin vigilancia.
Alterada como se encontraba, Arlena no quería empezar ninguna conversación que implicara tener que dar explicaciones sobre lo que se había gritado con Jimeno. Seguro que habían escuchado los gritos, hubiera sido imposible no hacerlo. Decidió seguir caminando e ir hasta la Erica, donde le gustaba acudir cuando quería estar sola y ordenar sus pensamientos.
Su marido era una persona frustrada e irascible. Una pésima combinación en hombres que acostumbraban a empuñar armas. Hasta hacía poco se había visto a sí mismo como dueño del Castillo de Yéquera, aunque para conseguirlo su predecesor hubiera tenido que sufrir una muerte terrible; sin embargo, todo había cambiado con la llegada del caballero Raphaël. Jimeno no se rendía ante la evidencia de que no iba a heredar, y aquella obstinación iba a consumirle por dentro hasta que su actitud fuera un problema para todos. Empezando por las mujeres de su familia.
Absorta en sus pensamientos, no escuchó las repetidas llamadas de atención que Sancho el Negro le había estado dirigiendo. No fue consciente de su presencia hasta que el carbonero le agarró del hombro.
—Arlena.
—¿Eh? ¡Ah!, Sancho. ¿Qué sucede? —inquirió, adoptando una sonrisa para que el hombre se relajara.
El pelo y la barba del Negro estaban sucios y mojados de nieve derretida. Los últimos días los había pasado yendo de casa en casa prometiendo devolver los favores —Jimeno decía que estaba mendigando— en cuanto pudiera volver a trabajar como carbonero o en los campos. Sin duda había tenido épocas mejores y era la prueba viviente de que siempre era posible estar un poco más delgado.
—¿No habréis visto a mi hijo, verdad?
—Trátame de tú, Sancho. Mi marido no está aquí para impedírtelo —expuso. «¿García?» Sí que había visto al muchacho—. Sí. Esta mañana estaba entrenando en la era —concretó. Después, recordó algo que quizá animara al carbonero—. Mi hija me ha dicho que es el más diestro.
—Ya… eso me han comentado otros. Pero el caso es que le necesito para unos asuntos y no hay manera de encontrarlo. Supongo que estará con el caballero Raphaël. Él y su escudero también están desaparecidos.
Algo raro. Esos dos y García, el del carbonero, que les sigue a todas partes.
—Estoy segura de que estará bien. Quizá se haya ido con los extranjeros para entrenar en otro lugar. Es sensato pensar que los combates pueden ocurrir en casi cualquier lugar, no solo en el campo de entrenamiento. Es más, estoy convencida de que es ahí donde no se lucha en absoluto cuando llega la hora. No te apures, Sancho. El caballero le estará enseñando nuevos trucos. O las virtudes de proteger a la gente inocente.
Sancho emitió una risa seca, burlona. Se quedó mirando a ningún lugar en particular, respirando con parsimonia mientras reflexionaba sobre qué decir y qué tono emplear. Habló con lentitud, alargando las pausas entre las palabras.
—Todos sabemos que se debe ayudar a nuestros cercanos. No es necesario que un caballero de Tierra Santa venga a decírnoslo. Son cosas obvias —dijo—. Alguien tiene que recordarlo, sí. Pero no hace falta que se dé tantos aires de importancia, como si él fuera el único que está dispuesto a sacrificarse. Si llega el momento de proteger a los nuestros, lo haré. También le protegeré a él —aclaró—, si se da la ocasión. Pero me gustaría que permitiera a mi hijo estar más tiempo con los suyos. —El carbonero se rascó la cabeza y añadió—: Es a un padre a quien se debe mostrar cariño.
Arlena asintió, comprensiva.
«Él también lo sabe. O lo sospecha».
—Te haré saber si me entero de su paradero —afirmó la alambiquera.
—Y si eres tú quien le ve dile que… dile que su padre se preocupa por él. Dile a García que en estos tiempos es mejor permanecer con los que aún conservamos, ¿de acuerdo? ¿Se lo dirás?
A la embarazada no le costó entender que bajo aquellas palabras de preocupación había un gran dolor. El Negro ya había perdido a su madre a manos de los albares —los vecinos habían enterrado su cabeza y las de los hombres del castillo en apropiadas tumbas cristianas, con la tierra dispuesta a ser removida si alguna vez lograban recuperar los cuerpos—, la idea de perder también al hijo debía corroerle por dentro.
—Se lo diré —aseguró Arlena—. Ahora mismo iba a la Erica —dijo indicando con un ademán la dirección que iba a tomar—, me apetece estar sola. Pero si veo a tu hijo se lo diré.
Sancho agradeció la actitud de Arlena y miró al suelo. La alambiquera apartó los pies con calma cuando se dio cuenta de que el carbonero le estaba mirando sus zapatos; cuero flexible de buena calidad, no apto para todos los bolsillos. Con recios calcetines de lana. Junto a su gruesa capa con capucha y la ropa que se ocultaba bajo ella era mucho más de lo que Sancho tenía.
El carbonero se cubría con un jubón con agujeros que mucho hilo de remiendo mantenía de una pieza. Alrededor del torso llevaba un pedazo de tela, una peculiar variante de chaqueta. En un roído cinturón, que mantenía puestos unos holgados pantalones, se sostenía una pequeña hacha de cortar leña. Calzaba unas buenas botas, hechas por él mismo, pero no había calcetines en su interior que le protegieran del frío y la humedad.
Una quemazón de vergüenza recorrió el cuello de Arlena hasta las mejillas.
—Yo iré a entrenar un rato —comentó Sancho, apartando la vista de la mujer—, es posible que García aparezca por ahí tarde o temprano.
—Así es. ¿Cómo va el entrenamiento? —se interesó Arlena.
—Mejorando —dijo el carbonero. Tenía buenas expectativas en las posibilidades de Lacorvilla frente a los albares. Habló con tono orgulloso de cómo Bermudo les había enseñado a mantener una línea firme de escudos y lanzas, cómo cubrir a los compañeros con tu propio escudo y cómo rellenar «un hueco en la línea». Aquello le producía cierta angustia. Ver a un amigo caer con sus propios ojos. Así que se lo había comentado a Bermudo—. No le gustó que lo dijera en voz alta y me ha dado un severo sermón —explicó el carbonero—. Uno sobre la gloria de los tiempos de su juventud, el honor de servir junto a valientes y el veneno que los cobardes representaban para el reino. Con unas pocas palabras entusiastas hizo que los demás renovaran sus esfuerzos en el entrenamiento.
—Al menos hay alguien que sí está entusiasmado por la batalla —opinó Arlena cuando el carbonero terminó. Había hombres a los que la guerra les atraía como la mierda a las moscas.
Sancho emitió un chasquido disconforme.
—No creo que a Bermudo le guste que la violencia llame a nuestra puerta. Tan solo aprecia que esta situación le haya devuelto algo de juventud. ¿Sabes todas esas batallas pasadas que tanto le gusta contar en la taberna? Dice que ahora todos tendremos alguna para contarle a nuestros nietos.
«Los que sobrevivan», consideró Arlena.
—Hablando de nietos, ¿cuándo piensas buscarle una esposa a tu hijo?
El Negro suspiró. Sus preocupaciones en relación a su hijo y las mujeres no parecía el tipo de conversación que le gustara tener en aquel momento.
—Nunca, a este paso. Antes García solo tenía ideas de buscarse una vida mejor, encontrar trabajo fuera del pueblo, como peón en Zaragoza o en alguna finca más al sur. Tal vez tener su propio ganado. Modesto, claro. Unas ideas no muy alocadas, razonables para lo que los chicos a su edad suelen querer… Ahora solo piensa en la lucha, en convertirse en un caballero. Un caballero.
—Entrará en razón —le aseguró Arlena—. Pero si estás preocupado por sus decisiones lo mejor es que le busques una buena esposa. Una sensata. Nada como una mujer inteligente para hacer entrar en razón a un marido.
Sancho se rió de aquello. Una risa franca que incitaba al buen humor.
—Arlena, como siempre, estás en lo cierto —le dijo el carbonero a la embarazada—. Aunque una cosa te digo, si sigues dando a luz hijas dentro de poco a mi García no le quedará más remedio que casarse con una de las tuyas. Han salido espabiladas, como la madre, y están por todos lados.
Arlena reflexionó sobre aquello. Sancha había mostrado interés en el hijo del Negro. No es que el pobre tuviera mucho que ofrecer a su hija, además de que el simple hecho de mencionarlo haría que Jimeno se opusiera violentamente. Seguro. También estaba el asunto de la relación entre el caballero Raphaël y su escudero, en el que García había caído. O se había dejado caer, no estaba claro. Puede que Sancha se hubiera encaprichado del hijo del carbonero, pero confiaba en que fuera algo pasajero, no el tipo de cosas que se tornan en amargas desilusiones cuando se comprende que no pueden hacerse realidad. No había un futuro para Sancha junto al hijo de un carbonero.
«No en el mundo que vivimos».
—Supongo que algunas mujeres tienen más ventajas para criar muchos hijos —respondió Arlena—. Y hay quienes no se conforman con solo criarlos, también están dispuestas a reconocer que hay peligros acechándoles. Eso es algo que muchos hombres no terminan de entender: que no son los únicos que van a sangrar en las luchas con espada. Habrá mujeres junto a ellos, quieran o no.
El carbonero observó su pequeña hacha con detenimiento, pasando el dedo con suavidad sobre su filo.
—Toda carne puede ser cortada —murmuró.
—Así es.
Sancho tomó la mano de Arlena entre las suyas, con firmeza.
—Los albares no perdonarán a nadie, sea hombre, mujer o niño. No lo harán. Yo también creo que la guerra no es un asunto donde solo se involucren los hombres. Las mujeres también son parte de este pueblo y no estamos haciendo nada para adaptarnos a esa realidad. —Aquello hizo que Arlena inclinara la cabeza en gesto de agradecimiento. Parecía que por fin un hombre comprendía que todo aquel problema no era algo que solo los varones pudieran solventar. Sin embargo, Sancho añadió—: Lo mejor sería que os fuerais del pueblo y os escondierais. Así las mujeres tendríais una oportunidad.
*****
En ocasiones como aquella, en las que necesitaba estar sola para no pagarlo con nadie, Arlena solía acudir a la Erica. Situada en el otro extremo del pueblo, aquella porción de terreno rocoso donde un único almendro había crecido le permitía sentarse sobre la dura piedra y observar cómo el monte del norte daba paso a grandes llanuras. Con solo el viento como compañero.
La naturaleza se mostraba pura y poderosa. De la lluvia se había pasado a la nieve y el blanco era el color reinante; todos los demás parecían intrusos en sus dominios. Aunque, si se miraba bien, nada parecería tan blanco si no fuera por esos contrastes. Los árboles permanecerían invisibles a la vista si sus pardas ramas no asomaran entre la nieve acumulada en las hojas que resistían con firmeza el rigor del invierno.
Había quienes consideraban la nieve como un símbolo de pureza. El blanco manto que cubría el mundo para ocultar los pecados y que con la llegada del deshielo arrastraba las impurezas dejando atrás almas virtuosas con la esperanza de que se mantuvieran así hasta el próximo invierno. Pero Arlena también sabía que la nieve era fría y desagradable y cuando había suficiente cantidad, como era el caso, podía aislar a un pueblo necesitado de ayuda. Que aquellos dos valientes de un pueblo vecino hubieran acudido en su ayuda no era un alivio, sino la certeza de que ninguno más estaba en condiciones de acudir en auxilio de los corvillanos.
Sentada en el banco de piedra, contemplando aquel muro blanco que mantenía alejado a otros pueblos y campesinos, Arlena hablaba con su hijo no nacido.
—Espero que nazcas niña —le dijo a su vientre hinchado—. Tu padre quiere varones, porque es un hombre que cree que la vida es una lucha constante contra el enemigo. Un lugar donde el acero es lo que nos mantiene vivos en el día a día. Y parece cargar sobre mí la responsabilidad de dar a luz a todos los súbditos del rey. No quiere hijos, sino soldados. Quiere que mis hijos vayan a la guerra igual que lo hizo él cuando era joven, con la esperanza de que sus hijos regresen ricos o con una muerte honrosa. Mis hijos. Sé muy bien que los soldados son necesarios para que los sarracenos se mantengan lejos de nuestras casas y podamos vivir en paz. Pero tu padre ignora que hay otras guerras que no se libran con espadas sino con acciones. Buenas acciones.
»Hay poca justicia en este mundo, hija mía, y de ese mendrugo las mujeres recibimos las migajas. ¿Has visto cómo nos han tratado desde que empezó todo este asunto de los albares? Han cargado sobre nosotras la responsabilidad de trabajar los campos y cuidar del ganado mientras ellos empuñan las espadas y las lanzas. Con más sidras en el estómago de las que deberían. Y no creas que trabajar los campos es algo que normalmente hacen ellos solos; allí estamos tantas horas como los hombres, con la espalda doblada y las rodillas peladas de trabajar. Y cuando llegamos a casa nuestras agotadas manos aún tienen que hacer un último esfuerzo por limpiar, preparar comidas y cuidar de los hijos. Seis hermanos te esperan: dos chicos y cuatro chicas. ¿Adivinas quiénes ayudan a tu pobre madre con las tareas de la casa? Tus hermanas. Como tú también tendrás que hacer cuando seas lo bastante mayor. Así es como son las cosas, me temo; pero no tienen por qué ser así.
Alzó sus ojos hacia el almendro. La nieve se había acumulado sobre sus ramas y de vez en cuando caía debido al oscilar del tronco empujado por el viento. Arlena dejó que su cuerpo fuera envuelto por la recia capa de lana y notó un familiar tic en el dedo hinchado donde en los meses finales de sus embarazos no encajaba su anillo de casada. Sus temblores eran provocados por una mezcla de frío y temor.
—Estamos bajo amenaza, hija mía, hombres malos vienen aquí para quitarnos lo que es nuestro. Vivimos en tiempos en los que alguien puede quitarte lo que quieres si no luchas por ello. Eso es lo que hacen tu padre y tus hermanos, pero obran para mantener todo como estaba antes, para volver al mundo en el que estaban acostumbrados a vivir. Tu madre valora lo que hacen. Les agradece su sacrificio, pero aspira a algo más. Que haya gente en nuestro pueblo que quiera hacernos daño es una tragedia, no lo negaré; sin embargo, he pensado que tal vez esta sea la oportunidad que estábamos esperando para ganar algo más de justicia para las mujeres.
»¿Has escuchado lo que tu tía ha dicho esta mañana, con muy malos modos, cuando ha venido a casa? Me ha pedido que yo convenza a mi marido que deje luchar a las mujeres. Tú y yo conocemos bien a tu tía Jimena. A una persona se le entiende tanto por lo que dice como por lo que hace. El problema no ha sido la intención, sino los modos. Como si tu madre no jugara otro papel que ser la esposa de Jimeno. Ni siquiera ha contado conmigo para luchar. Tu padre, ya lo has visto, se ha negado en redondo porque dice que somos un estorbo. El Negro, aunque más caritativo, piensa lo mismo. Los hombres no quieren que tu madre luche porque es mujer. Y las mujeres no quieren que luche porque está embarazada. Para colmo, tu tía ha rematado su torpeza diciendo, acusándome, que yo me había rendido, que he abandonado las ideas de las que muchas veces hemos hablado, sueños de que algún día en este pueblo, y en otros muchos pueblos, la opinión de las mujeres se respete en público y no solo en casa, de boquilla.
»Pues sabes lo que te digo, que tu madre no se ha rendido. Ni está demasiado embarazada para ser de auténtica ayuda. Está dispuesta a hacer incluso lo que no se espera de ella, porque solo haciendo algo distinto se puede aspirar a cambiar el mundo. Tu madre va a luchar por ti. Sí, yo. Para que tú, tus hermanas y todas las mujeres que existen y nacerán tengan una voz tan potente que los hombres no puedan ignorar. Ya basta de gestos de desdén y menosprecios a nuestras opiniones. No queremos seguir siendo tratadas como niños pequeños que berrean. Eso ha dicho tu padre, ¿le has oído? No me han dolido tanto las palabras como el convencimiento con el que las ha dicho. Como si fuera algo innegable, a ojos de todos los hombres y de todos los que vivimos en esta tierra, que las mujeres no podemos hacer nada para protegernos, y que nuestra libertad es el precio que hemos tenido que pagar a cambio de la seguridad que nos dan los hombres. ¿Cuándo decidimos las mujeres renunciar a nuestros derechos? Yo no estaba ahí cuando se tomó al decisión. ¿Estabas tú? No, claro que no. Así es como nos tratan. Todo se decide sin que podamos decir nada, porque dicen que somos las débiles.
»Pero, ¿quién decide quién es más fuerte? He pensado mucho sobre ello y he llegado a convencerme de que todo esto empezó hace mucho tiempo, casi en los tiempos de Noé. En aquella época no había pueblos ni ciudades, la gente vivía al raso o en cuevas, quizá ni siquiera tuvieran campos y ganados. Comían lo que la naturaleza les daba. Setas, algún fruto silvestre, un conejo despistado…Como todas las manos eran necesarias, y la mujeres tienen las mismas manos que los hombres, debían vivir todos en igualdad. Quizá las mujeres tuviéramos algo más de poder, porque tenemos algo que todos los hombres quieren. ¡Ja! Ya sabrás de lo que hablo.
»Vivíamos en igualdad, te estaba diciendo, pero entonces apareció un oso. Un oso, hija mía, es una bestia peluda y grande. Muy grande. Es feroz como ninguna y puede desgarrar con facilidad a una persona. Semejante bestia atacó a los primeros grupos de personas y causó mucho daño. Casi todos huyeron asustados, pero un hombre, supongo que debió ser un hombre, porque si no lo era no me explico lo que pasó después, le hizo frente y con sus manos desnudas o usando una piedra lo mató, salvando a los demás. Solo hizo falta un hombre valiente para protegernos y para que todos los demás, los cobardes, dijeran: «Ha sido un hombre, uno de los nuestros, el que nos ha salvado. Es una señal del Cielo: los hombres son superiores a las mujeres». Desde ese momento todo el mundo dice que los hombres deben tener la tarea de proteger, de gobernar y de asumir responsabilidades para defender a la comunidad. La mujer debe trabajar. Y obedecer. Porque solo así estaremos a salvo cuando nos ataquen los osos, los lobos y los albares. Así fue como nos condenaron a todas.
»Hija, yo no me enfrentaría con un oso con mis manos desnudas; pero estoy convencida de que muchos hombres tampoco lo harían. Pero fue uno de los suyos quien lo hizo, y se aferran en decir que todos los hombres son superiores a todas las mujeres. Y hasta aquí hemos llegado viviendo de las consecuencias del ataque de aquel oso. Uno mata a un perro y le llaman mataperros. Las apariencias, hija mía, las apariencias lo son todo en este mundo. Los hombres gobiernan y tienen todos los derechos porque nunca se nos ha dado la oportunidad de demostrar que somos iguales que ellos. Pero yo estoy harta. No quiero que se me diga lo que puedo y no puedo hacer a cambio de la frágil promesa de que otros me protegerán. ¿Has visto a los hombres entrenarse? Está claro que no pueden hacerlo solos y que debemos luchar a su lado, como iguales. Ha llegado el momento de que las mujeres exijamos que se nos devuelva lo que se nos quitó y empiecen a tenernos en consideración.
»Queremos libertad para decidir lo que queremos hacer, y lo queremos en este mundo terrenal en el que vivimos. Aquí. Ahora. Queremos vivir un lugar donde las mujeres seamos una parte respetada e indispensable de la sociedad; donde si vamos a matarnos a trabajar al menos que sea valorado como es debido; donde no tengas que dejar todo e irte a vivir con tu esposo sin que se escuche tu opinión; donde seas tú la que pueda heredar el campo de tus padres, y no el marido que se casa contigo con el ojo puesto en esas tierras; donde si un hombre no te trata como mereces puedas decirle adiós, y no tener que pedir permiso ni a padres ni a iglesias; y donde ningún marido te diga que tus opiniones son estúpidas sin pensarlas siquiera. ¡Que ni siquiera diga que son estúpidas! Esa es la razón por la que tu madre va a luchar, con sus manos desnudas o con las herramientas que encuentre para hacerlo, para que ese lugar del que te hablo sea Lacorvilla, hoy. Y todo el mundo, después.
Una sensación de euforia creciente inundó a Arlena después de haber dicho aquello. Con el pulso acelerado y el rostro enrojecido, una sonrisa de satisfacción creciendo en sus labios. Se sentía capaz de hacer cualquier cosa, más de lo que nunca hubiera imaginado y, ciertamente, mucho más de lo que el mundo esperaba de ella.
—Todo eso hará tu madre por ti, hija mía. Que este almendro sea testigo de que habrá justicia en este pueblo. —El árbol osciló al viento, asintiendo. Arlena se incorporó con decisión y dirigió sus pasos de vuelta a casa. Con presteza. Dispuesta a desobedecer los deseos de su marido y unirse, liderar, a las mujeres a la lucha y hacia un mundo mejor al que habían nacido—. Y si después de todo naces niño no te preocupes, igualmente te querré.
Por el camino procuró evitar a quienes intentaban iniciar una conversación con ella, necesitaba llegar a casa cuanto antes y comprobar sus licores.
Cuando llegó, sus hijas no estaban en casa —sin duda por haber vuelto a dedicarse a su tarea de observar a los hombres practicar con la espada— y pudo recorrer con la mano el gran número de pequeños toneles apilados que contenían el fruto de su trabajo. Abrió uno al azar y aspiró el fuerte olor a orujo de hierbas.
—Servirá…
Después, sonrió.