Capítulo 35
Siete hombres con sus respectivas espadas asidas se interponían en la única vía de escape del subterráneo en el que se encontraban. Un poco adelantado al resto había un octavo hombre, posiblemente el líder, y probablemente el que había amenazado con matarlos. De momento estaban inmóviles, pero preparados para atacar.
Raimond observaba incrédulo el negro futuro que les esperaba. Esta vez ni la sorpresa ni su maestría iban a conseguir que salieran con vida, pero no iba a quedarse quieto como un niño asustado. Sacó su imponente espada cuyo emblema papal, que consiste en la tiara y dos llaves que se cruzan, resplandeció a la luz de la vela. Estaba dispuesto a luchar, a vender cara su derrota. Sabía a ciencia cierta que moriría en el intento, pero antes se llevaría a más de uno a la otra vida.
El líder y los siete mercenarios ni se inmutaron ante la valentía de Raimond.
—Al fin, y gracias a vosotros —dijo con serenidad el líder—, hemos conseguido encontrar la tumba de la que fuera la puta del falso profeta —terminó diciendo con rabia.
Ninguno de ellos osó replicar. Raimond estaba contrariado. En un momento de lucidez, pensó en lo inexplicable de aquella situación. Habían arrestado al inquisidor general de Narbona, cabeza pensante que estaba tras el Santo Grial. Entonces, ¿quiénes eran esos tipos? ¿Había otra cabeza pensante además de fray Alfred? Esta posibilidad la desechó inmediatamente, ese hombre blasfemaba sobre Dios, no podría estar asociado con un dominico.
—No era ninguna puta —replicó Agnés tras un momento de silencio, incapaz de no reaccionar a sus hirientes palabras y al hecho de que estuvieran seriamente amenazados—. Y ¿cómo puede decir semejante disparate de que Jesús era un falso profeta?
Raimond la miró un momento, era evidente que tenía agallas. Sin lugar a dudas era la mujer más atípica que había conocido jamás, y él podía alardear de haber conocido mundo y toda clase de mujeres.
Una risa cargada de tensión salió del líder, pero enseguida la ira quedó reflejada en su mirada.
—Eres una mujer —dijo con desdén—, no puede esperarse otra cosa de ti que la ignorancia. Malditos cátaros —escupió—, empecinados en tratar por igual a las mujeres. Pues bien, te daré una breve lección de Historia. Juan el Bautista, el verdadero y único profeta, se casó con María Magdalena y tuvieron un hijo. Sin embargo, esa puta comenzó a tener una aventura con Jesucristo. Se veían a escondidas y se solazaban, y urdieron un plan para proclamar a Jesucristo como único profeta. María Magdalena consiguió que Herodes Antipas encarcelara a Juan el Bautista, y finalmente lo ejecutaran, dejando paso franco para que Jesucristo tomara el relevo y se convirtiera en el profeta. —Una ira milenaria escupían sus ojos.
El padre Sébastien no podía creer las blasfemias que ese hombre expulsaba por su boca. No había escuchado semejante retahíla de palabras envenenadas en sus casi sesenta años. Ardería en el infierno, de eso no tenía dudas.
—María Magdalena se casó con Juan el Bautista —recriminó Agnés con altivez, mientras su padre parecía abatido— por conveniencia de los sacerdotes del Templo, que urdieron un plan para ello. Sin embargo, estaba destinada desde que nació a casarse con Jesucristo. María Magdalena era la única hija del linaje de Benjamín, y su futuro había sido trazado desde la infancia. Suyo era el privilegiado destino de la sangre real y la profecía. Estaba destinada a un matrimonio dinástico, predicho por los grandes profetas de Israel, un matrimonio que muchos consideraban voluntad absoluta de Dios. Era descendiente del rey Saúl, y era la princesa de mayor rango de Israel por sangre. Y Jesucristo era un Hijo del León de Judá, heredero de la casa de David, mientras que su madre descendía de la gran casta sacerdotal de Aarón. Jesucristo nació rey y su madre reina. Estaba destinado a ser el futuro rey de la casa de David. Y no fue María Magdalena la culpable de que encarcelaran a Juan el Bautista…
—¡Basta ya, maldita bruja! —exclamó enloquecido el líder—, no intentes sermonearme, ¡cátara del demonio! Lleváis siglos tergiversando la Historia y encumbrando al falso profeta, cuando sólo se trataba de un hombre débil que fornicaba con esa puta.
—Jesucristo nunca estuvo con María Magdalena mientras estuvo casada con Juan el Bautista —replicó nuevamente Agnés, incapaz de morderse la lengua—. Tan sólo cuando enviudó, Jesucristo le propuso matrimonio, tal como estaba escrito antes de que los sacerdotes del Templo se inmiscuyeran. Se casaron y adoptaron al bebé, hijo de Juan el Bautista. Después tuvieron dos hijos, Sarah Tamar…
—¡Cállate de una vez o te corto la lengua a pedazos, puta! —exclamó iracundo el líder—. Eres igual que ella —escupió señalando a la tumba—. Pero hoy, vamos a poder vengar a Juan el Bautista. Mis antepasados no pudieron encontrarla con vida, pero nosotros destruiremos su tumba y su memoria para la eternidad —dijo con un brillo especial en sus pupilas. Lo había conseguido. Sí. Desde que llegara a sus oídos que unos cátaros parecían buscar el Santo Grial, se puso en marcha, siempre en la sombra, al acecho. Era un hombre paciente, metódico, y esperó su momento. Pronto logró localizar a los hombres que se afanaban en la búsqueda, y todo resultó muy fácil. Sólo debía esperar su momento, vigilando los pasos de estos cátaros, y de los sicarios del inquisidor, que andaban tras ellos: una panda de inútiles que a punto estuvieron de dar al traste con su plan, empeñados en matar a los cátaros creyendo antes de tiempo que ya habían encontrado el Santo Grial. En más de una ocasión estuvo cerca de intervenir, pero los cátaros, ayudados por dos feroces guerreros, habían conseguido defenderse bien.
Raimond asistía en silencio a aquella confrontación verbal. Ya tenía claro que aquellos hombres no estaban asociados con el inquisidor general; sin embargo, buscaban lo mismo, a pesar de que tenían propósitos bien distintos. No obstante, lo que más le preocupaba era salir con vida de allí. Se había devanado los sesos para encontrar una salida, pero para su desdicha debían vencerles si querían seguir con vida, algo del todo imposible. Por muy mal que se les diera la lucha a aquellos siete mercenarios, la superioridad era abismal, insalvable. Además, Joseph parecía incapaz de reaccionar, hundido anímicamente. No sabía si era porque habían acabado perdiendo el Santo Grial o porque le restaban unos pocos momentos de vida. Lo mismo daba.
—Matad a todos menos a la chica —ordenó el líder con gesto triunfante, aunque su ira seguía muy presente.
Raimond tragó saliva y asió con más fuerza su espada. Uno. A uno de ellos debería matar antes de que cayera derrotado, se dijo furioso, si quería abandonar este maldito mundo con la conciencia tranquila. Miró de reojo a Joseph, que seguía tan abatido como antes; no iba a luchar. Maldijo su suerte, al final eran siete contra uno. Apretó los dientes y plantó ambos pies firmemente. Uno. Sólo debía matar a uno para sentirse satisfecho cuando exhalara el último aliento.
—Matadlos como a perros que son —repitió el líder—, pero dejadme a la chica, voy a disfrutar con ella. Le arrancaré las uñas a esa bruja, después le arrancaré los ojos, para bajarle los humos y demostrarle quién es el verdadero Dios —dijo iracundo, con una perversa sonrisa dibujada en su rostro. Avanzó lentamente con la espada en mano, con su mirada fija en la chica, dando tiempo a sus mercenarios para que acabaran con los demás. Ya se relamía con el dolor que infringiría a esa maldita descendiente del falso profeta y de la puta. Toda una vida dedicada a encontrar el Santo Grial, a limpiar el nombre de Juan el Bautista, el verdadero profeta, generaciones enteras esperando el momento de demostrar al mundo que Jesucristo era un farsante. Lo había conseguido, y pensaba vengarse como se merecían. Esa maldita puta que había tenido la osadía de desafiarlo pagaría con su sangre, con un sufrimiento atroz hasta llevarla a la muerte lentamente para saciar una ira milenaria.
De reojo vio a sus siete mercenarios que comenzaban a moverse para cumplir la orden que había dado, cuando de repente un tintineo le distrajo. Después otro, y otro en milésimas de segundo. El sonido era inconfundible, y sin la necesidad de girarse supo que eran espadas que caían al suelo. Sin tiempo a poder pensar, contrariado, sintió un pinchazo en la espalda y un sudor frío le invadió. Después un dolor inimaginable se apoderó de él.
Raimond se quedó boquiabierto al ver aparecer en silencio descendiendo por la escalera a hombres armados. Pero más perplejo se quedó al reconocer a Ferdinand Yvain y Jaume Raga junto con los soldados que llegaron de refuerzo hacía dos días. Sin tiempo para percatarse de lo que ocurría, los mercenarios fueron acuchillados por la espalda antes de que pudieran cumplir con la orden de su líder, que también fue abatido.
Raimond y sus acompañantes no cabían en sí de gozo. En un suspiro habían pasado de verse muertos a estar muy vivos. La diosa providencia les había echado una mano, Raimond, sin embargo, cuando ya recobró la compostura, pensó que se había quedado con las ganas de cargarse a uno de ellos. Sonrió divertido ante este pensamiento. A veces emergía de su interior una bravuconería que detestaba y le satisfacía a partes iguales.