Capítulo 8

La puerta se abrió y un poco de luz iluminó el interior de la mazmorra. Una veintena de sombras se movieron e hicieron tintinear las cadenas, mientras el alguacil entraba a por una nueva víctima. Laurent, hecho un ovillo en el suelo, rezó para que no fuera él. Tenía dolorido todo el cuerpo después de la paliza recibida en el día de ayer. Lo habían tenido atado a una silla, mientras sus negativas a reconocer su culpabilidad le acarreaban garrotazos. Así lo tuvo el inquisidor general durante horas, entre dolores atroces. Pero no había dejado de asegurar que era inocente, que se equivocaban de persona. El procedimiento del juicio había cambiado considerablemente, y había vivido en sus propias carnes las famosas torturas de la Inquisición.

Laurent vio con horror cómo el alguacil le libraba de sus cadenas. Con el nuevo día, presumiblemente el juicio tuviera una nueva sesión. Laurent luchó por mantenerse tumbado allí, pero el alguacil lo arrastró hacia la salida, como un fardo de trigo. Imploró clemencia, pero no obtuvo respuesta. Lo sacó de la mazmorra y lo llevó por el pasillo subterráneo hasta la sala donde ayer le torturaron. Arrastrado por el suelo, pataleando, Laurent vio al inquisidor general y al obispo de Narbona en el interior de la sala, imperturbables, junto al notario, preparando todo para desempañar su oficio.

Esta vez fue distinto. Lo tumbaron sobre un potro de tortura, cuan largo era, le ataron las muñecas a la cabecera y los tobillos a una cuerda que se enrollaba en un rodamiento. Era fácil imaginarse lo que le esperaba, y comenzó su retahíla desesperada implorando por su inocencia, argumentando una y otra vez que él no era el asesino, mientras lloraba de puro terror.

El inquisidor general se acercó con paso lento, dejando que el pánico impregnara al reo. El papa no permitía torturar más de una vez al reo, pero el inquisidor general decía que sí podía torturar más de una vez como continuación. Evidentemente, esto no llegaba a oídos del papa.

—Laurent Rollant —dijo con voz poderosa el inquisidor general—. Confiesa ahora tu herejía y pongamos fin a tu tormento —bramó con furia.

Laurent se estremeció más todavía. ¿Cómo podría convencer a ese monstruo de que él era inocente? ¿Es que nunca podría creerle? ¿No había tenido ya prueba suficiente ayer, cuando ni siquiera a base de garrotazos había dejado de asegurar su inocencia?

—Señor inquisidor general, se lo juro por Dios que no cometí ninguno de los dos asesinatos de los que me acusa. Tiene que creerme —suplicó con todo su corazón.

El inquisidor general asintió al verdugo, y este comenzó a girar el mecanismo del potro. La tensión comenzó a aumentar y el cuerpo del reo lentamente se estiró, hasta que la tensión fue tal que el dolor invadió cada centímetro de su cuerpo. Laurent aulló y apretó los dientes intentando soportar el martirio. El verdugo dejó de girar el mecanismo pero mantuvo la tensión. Un minuto después aflojó la presión, disminuyendo el dolor. Laurent sudaba profusamente, y sentía todas las articulaciones doloridas.

—Laurent Rollant, ¿por qué hiciste ritos demoniacos? ¡Confiesa de una vez! —gritó furioso el inquisidor general—. Sabemos que mataste a esos dos inocentes, sólo queremos saber el motivo de tu herejía. ¿Acaso estás poseído por el diablo?

A Laurent le daba vueltas la cabeza, estaba con las fuerzas debilitadas. Escuchó al inquisidor como si se tratara de una ensoñación, aunque sus palabras le dejaron perplejo.

—Yo no estoy poseído por el diablo, soy un buen cristiano, por el amor de Dios —contestó débilmente—. Tiene que creerme, yo no maté a esas personas.

El inquisidor general volvió a hacer un gesto al verdugo y este volvió a girar el mecanismo del potro, tensando el cuerpo del reo más todavía que anteriormente. Laurent aulló de dolor, parecía como si sus miembros fueran a dislocarse. El dolor era insoportable. El verdugo mantuvo la tensión en ese punto, entre el dislocamiento y el dolor extremo, era un experto en las artes de la tortura.

—¡Confiesa de una vez, hereje! —gritó por encima de los aullidos del reo—. ¡Mataste a Diégue Cabart y a Thomas Vincent! ¡Hiciste un trato con el diablo! ¡Confiesa! ¡Confiesa!

Laurent escuchaba muy lejos al inquisidor general, una voz de ultratumba. No podía soportar más ese dolor, atroz e inmisericorde. Se mantenía reacio a asumir una culpa que era falsa, pero por primera vez dudó si conseguiría convencerles. Ya tenía claro que la Inquisición no cejaría en su empeño hasta que se declarara culpable. No atendían a razones, para ellos él era el culpable. Sufriendo un dolor infernal, se abría una puerta ante él, una salida a esa tortura, que era declararse culpable y así acabar de una vez con ese sufrimiento constante y salvaje. No podía soportarlo más. Quería gritar que tenía un pacto con el diablo, que dejaran ya de tensar las cuerdas. Los miembros estaban a punto de dislocarse. Miró al inquisidor general, que se mantenía expectante, con una sonrisa maliciosa. Esto le dio fuerzas a Laurent, que apretó las mandíbulas y juró que no le daría ese placer a ese maldito hijo de puta. Se mantendría firme en su inocencia.