Capítulo 11
Bien entrada la noche en Narbona, dos hombres caminaban por las calles desiertas rompiendo el silencio con sus apresurados pasos. El suelo de tierra de las calles suavizaba el sonido de las pisadas de sus zapatos. Tenían un encargo importante que ejecutar, y se mantenían en silencio y alerta para cumplirlo debidamente.
Al llegar frente al edificio señalado, se detuvieron y uno de ellos susurró algo a los soldados apostados en la puerta. Estos se apartaron sin abrir la boca porque ya estaban advertidos con antelación. Los dos hombres se adentraron en el edificio con sigilo, intentando hacer el menor ruido posible, era de suma importancia que nadie les viera. Los candelabros iluminaban la antesala, y se encaminaron hacia la puerta derecha, donde unas escaleras poco iluminadas descendían hacia el subterráneo. Con paso lento y seguro, sigilosos como gatos, descendieron las húmedas escaleras. El ritmo de sus respiraciones iba aumentando paulatinamente por el nerviosismo, se acercaban a la fase clave. Cerca ya del último escalón, a dos metros para llegar al pie de las escaleras, se detuvieron y aguzaron el oído. Todavía no podían ver al alguacil. No se oía ni una mosca, y esto les puso nerviosos. Debería estar durmiendo y roncar como un oso. Uno de ellos descendió dos peldaños más con una sutileza digna de encomio. Después, con los dos pies bien plantados en el suelo, asomó la cabeza muy despacio, con sumo cuidado, y pudo ver con claridad al alguacil, repantingado sobre su silla, con la cabeza apoyada en la pared y los ojos cerrados. Pero no emitía sonido alguno, y dudaba si ya le habría hecho efecto la droga que con anterioridad alguien debía administrarle. Se volvió hacia su compañero de fatigas, y por gestos le hizo saber sus dudas. Este le pidió calma, esperarían unos minutos para asegurarse.
Los nervios se apoderaban de ellos, la espera se hacía eterna, y ese maldito oso no roncaba. Tal vez nunca roncara, aunque les costara creerlo, a tenor de su apariencia. Incapaz ya de mantener a raya su angustia, el cabecilla se asomó de nuevo, presto a comprobar si el alguacil dormía profundamente. Golpeó la bota contra el suelo dos veces provocando un ruido imponente dado el silencio que reinaba. El alguacil ni se inmutó. Jubiloso se giró y le indicó a su acompañante que tenían vía libre. Cruzaron la estancia y pasaron delante del alguacil, cogieron el manojo de llaves que reposaba sobre la mesa, con sumo cuidado para no emitir sonido alguno, y se encaminaron hacia el pasillo opuesto. Por ahora todo iba según lo planeado. Caminaron ya con menos sigilo recorriendo el tenebroso pasillo de las mazmorras del Santo Oficio. Algún lamento lejano se escuchaba y se mezclaba con un monótono goteo que se filtraba por los muros. Cuando llegaron a la tercera puerta del pasillo se detuvieron, miraron nerviosos por donde habían venido, pero no se veía a nadie. Tragaron saliva. La adrenalina estaba en su punto álgido. Probó con la primera llave; nada. Eligieron la segunda; tampoco. Gruñeron al unísono. Seguramente sería la última llave que probaran. Pero se equivocaban; a la tercera fue la vencida, y el cerrojo se descorrió con un ruido aparatoso. Se estremecieron ante tanto escándalo. Los sonidos allí se multiplicaban por mil. Se quedaron inmóviles, aterrados por la posibilidad de que fueran descubiertos, pero enseguida repararon en que nadie podría escucharlos, tan sólo el alguacil, y estaba bajo los efectos de un somnífero.
Con los nervios a flor de piel abrieron la puerta pausadamente. Como ya suponían, el chirrido fue descomunal, y blasfemaron en voz baja repetidamente. Accedieron a la mazmorra sin percatarse del terrible hedor, tan concentrados como estaban. Los lamentos se intensificaron y los reos se movieron inquietos. Se encaminaron directos hacia su presa, le habían descrito en qué lugar concreto se hallaba encadenado, qué aspecto tenía y qué ropa vestía. Era fundamental cerciorarse de que cumplían bien el cometido, habían sido advertidos de que no podían equivocarse de hombre.
Llegaron hasta el reo que estaba encadenado el segundo comenzando por la izquierda, que se encontraba tumbado bocabajo sobre la fría tierra, y parecía dormir. Uno de ellos se agachó para examinarlo bien, pero la luz era tan exigua que era imposible comprobar su aspecto y sus ropas.
—Necesitamos una antorcha —declaró en susurros el cabecilla.
El otro miró en derredor con nerviosismo.
—No podemos perder tiempo. Debemos hacerlo ya —gritó en susurros.
La ansiedad que sentían era latente. Pero debían asegurarse de que fuera ese tal Laurent Rollant, y no meter la pata. El cabecilla se dirigió al pasillo a grandes zancadas, mientras su compañero se desesperaba. Cogió una antorcha encendida que iluminaba el pasillo y se adentró con decisión en la mazmorra. Su compañero le dirigió una mirada de reproche.
Se situó al lado del reo y le examinó ahora con la luz suficiente. Las ropas, hechas jirones y negras por la suciedad acumulada, dificultaban su tarea hasta tal punto que era absurdo poder garantizar si se trataban de las mismas que le habían descrito. Comenzó a maldecir. Seguidamente se fijó en su calvicie, lo que sí coincidía. Era medio calvo, y el pelo negro. Se concedió el gusto de sonreír. Debía de ser él. Además, no entendía a qué tanta meticulosidad. Los reos no podían cambiarse de lugar en la mazmorra, así que ya era prueba suficiente para que ese despojo que tenían delante fuera su objetivo.
El cabecilla, con la antorcha en alto, se apartó del reo que tenía a sus pies y miró a su compañero.
—Es él —anunció categórico. Asintió una vez de forma pausada y clara.
El otro hombre sacó una daga que resplandeció ante la luz de la antorcha. Avanzó dos pasos hasta llegar a Laurent y se agachó para acabar con esa miserable vida. Pensó que en el fondo le hacían un favor, ya no sufriría más en aquellas mazmorras ni a manos de la Inquisición.