Capítulo 16

El padre Sébastien alzó la vista al cielo. Anochecería antes de lo normal dado el grueso manto de nubes negras que sobrevolaban su cabeza. Aún así no deberían de tener problemas en llegar a Narbona antes del anochecer, aunque el camino estaba siendo tortuoso para él. Inmerso en aquella caravana de jornaleros, mercaderes y vendedores ambulantes, recorría el camino desde Carcasona sobre una burra que un buen cristiano le prestó para tal menester. Iba sentado de lado, ya que el hábito le imposibilitaba sentarse a horcajadas. Lo que había olvidado cuando decidió hacer el viaje, fue que ya era un anciano de cincuenta y nueve años, y que no estaba para esos trotes. Sin duda creyó, inocente de él, que cómodamente instalado sobre aquella infernal bestia llegaría sin problemas, pero lo cierto fue que al cabo de un par de horas era un suplicio mantenerse sobre la burra. Le dolían todos los huesos, todos los músculos, todos los tendones, y hasta las uñas de los pies. Era como si todas las carretas de esa caravana hubieran pasado por encima suyo mil veces. Pero no le quedaba otra que aguantar estoicamente las diez u once horas que pasaría encima de aquella viga de madera con patas. Porque la realidad era que su vergüenza había omitido la parte de su cuerpo que más dolorida se encontraba. Su trasero sufría el escarnio de la columna vertebral del animal que se clavaba con inusitada furia al cabo de varias horas, a pesar de llevar una manta debajo. Después de diez horas, con cada paso que daba el animal el sacerdote veía las estrellas; y el sol, la luna, y todos los planetas habidos y por haber. Como podía, aguantaba sin exteriorizar el dolor que soportaba y, ya estaba a punto de mandar al demonio a aquella burra, cuando vio a lo lejos la muralla que rodeaba la ciudad de Narbona. Volvió a mirar al cielo, aunque esta vez para dar gracias a Dios por poner fin a su sufrimiento. Pero todavía faltaba un kilómetro o más para llegar hasta sus puertas, lo que le hizo pensar seriamente en hacer el trayecto que faltaba caminando, su cuerpo ya no podía aguantar más. Sin pensárselo dos veces detuvo la burra y se dispuso a bajar con cuidado, pero se dio cuenta demasiado tarde de que no tenía sensibilidad en las piernas, estaban completamente adormecidas, y cuando posó el primer pie en tierra, no soportó su propio peso y cayó al suelo como un muñeco de trapo.

—Ay, Señor, por qué me castigas de esta forma —dijo con su voz débil, intentando levantarse sin éxito.

Rápidamente se acercaron a ayudarle las gentes que compartían aquel viaje, verdaderamente preocupados.

—¿Se encuentra bien, padre? —preguntó un hombre desdentado.

—Sí, hijo, sí. Me han fallado las piernas —contestó con agradecimiento.

Entre varios hombres lo levantaron del suelo y le sacudieron tímidamente el hábito. Reanudaron la marcha, mientras el sacerdote apenas podía caminar. Tenía todo el cuerpo entumecido, las articulaciones parecían negarse a hacer su función. Estaba muy viejo, y tantas horas a lomos de la burra lo habían dejado como una talla de madera.

Al llegar a las puertas de la ciudad, vio con horror cómo un par de soldados que custodiaban la entrada a la ciudad sujetaban a una muchacha joven y la tocaban lascivamente, mientras ella intentaba zafarse de ellos. Por las ropas parecía campesina, y no tardó en comenzar a llorar al ver que nadie la ayudaba. Las gentes que se adentraban en la ciudad, la mayoría humildes trabajadores, miraban para otro lado resignados. Nada podían hacer, sólo acabar en el calabozo si se enfrentaban a los soldados. Lo que no entendía el sacerdote era que la muchacha no fuese acompañada por su marido o padre, o en su defecto por cualquier otro hombre conocido.

—¿Qué hacen con esta pobre muchacha? —alzó la voz el sacerdote todo lo que pudo, que aún así sonó débil. Al tenerla tan cerca vio que se trataba de una chica muy joven de apenas catorce años.

Las carcajadas de los soldados que la magreaban sin recato cesaron, y miraron con desprecio al sacerdote.

—No es problema suyo, cura —contestó despectivo uno de ellos.

—Es una niña, ¿no les da vergüenza? —Endureció el gesto. Aquellos soldados no tenían respeto por nada.

—No hacemos nada malo —adujo el otro soldado.

La muchacha, que había cesado de llorar al ver la presencia del sacerdote, aprovechó que los soldados estaban despistados para zafarse de un tirón de ellos y huir a la carrera.

—Maldita puta… —masculló uno de ellos al comprobar cómo se les escapaba el entretenimiento de aquella tarde.

El padre Sébastien sonrió para sus adentros. Había conseguido su propósito, aunque se quedara con las ganas de castigar a esos bellacos.

—La próxima vez no se meta donde no le llaman —amenazó uno de ellos con furia—, o le costará varios azotes, por muy cura que sea.

La maldad de aquel hombre saltaba a la vista. El sacerdote sintió lástima por él, un alma condenada al infierno por los siglos de los siglos. Por desgracia conocía a muchos que le acompañarían, el mundo estaba infectado de maldad. No quiso replicar para no meterse en problemas, él ya era viejo, y nunca había sido un valiente. Esquivó sus miradas y se adentró en la ciudad llevando a la burra tras él. Buscaría primero una iglesia donde conseguir refugio para él y para el animal, después, si las fuerzas se lo permitían, iría en busca del hombre por el que había hecho aquel tortuoso viaje. El corazón se le llenó de alegría ante la perspectiva de reencontrarse con él después de tantos años. Para el sacerdote era una oportunidad única, puede que fuese la última vez que pudiera verlo antes de abandonar este mundo.