Capítulo 2

En cuanto atravesó los muros de la ciudad, Laurent Rollant avivó el paso hasta casi ir a la carrera. Era tarde. Incluso estuvo a punto de no poder entrar en la ciudad al haber anochecido hacía más de dos horas. El último tramo del viaje lo habían hecho en la oscuridad, intentando no romperse la crisma al tropezar con una de las múltiples piedras del camino. Por suerte había luna llena y suavizaba un tanto los peligros del camino.

Serían alrededor de las nueve de la noche. Maldijo para sus adentros. Era la desventaja de viajar en grupo, junto con jornaleros y mercaderes, pero viajar solo era un suicidio, tentar a la suerte. Los malhechores se escondían tras los árboles al borde de cualquier camino; estaban en todas partes. El viaje, ya de por sí complicado para hacerlo en un solo día, había tenido imprevistos, como solía pasar cuando la premura era fundamental. Dio gracias por haber salido cuando el sol comenzaba a intuirse tras las montañas. Ese madrugón le daba la posibilidad de presentarse en casa del mercader, y no esperar al día siguiente. Eso le habría retrasado demasiado, ya que esperaba salir de vuelta a casa al amanecer. Así que, aunque le molestara enormemente presentarse a esas horas en casa del mercader, no tenía otra opción.

Intentó convencerse de que se alegraría de verle. No es que se conocieran demasiado, pero sí lo suficiente. Llevaban varios años haciendo tratos importantes para ambas partes, y aunque se vieran una vez al año, dos como mucho, se llevaban bastante bien, surgiendo una leal amistad. Sí, se alegraría de verle. Y más que lo haría al comprobar la magnitud del encargo. Tenía un enorme pedido que satisfacer, y necesitaba una cantidad ingente de cuero y pieles. Su negocio iba viento en popa, como nunca antes. Si su padre viviera, se sentiría orgulloso de él. La curtiduría donde nació no tenía nada que ver con la que había logrado conseguir. Había prosperado mucho, y parecía no tener fin este progreso. Cada vez eran más los pedidos, más grandes los encargos. Esto le hacía soñar despierto, soñar con llegar a hacer una fortuna, con poder dedicarse única y exclusivamente a llevar el negocio sin tener que mancharse las manos. Estaba convencido de que ese día llegaría. Sus ojos resplandecieron de ilusión, mientras recorría las calles en dirección a la vivienda de este importante y acaudalado mercader. Tal vez un día pudiera ser como él. Sí, llegaría a serlo, sin ninguna duda. Una sonrisa espontánea brotó sin trabas. Las calles estaban desiertas a esas horas, así que nadie podría tratarlo de loco por reírse solo.

Avivó todavía más el paso, ya quedaba poco para llegar a su destino. Sintió una leve opresión en el pecho y suspiró resignado. Tal vez molestara al mercader por presentarse tan tarde. Casi estaba convencido de ello, pero intentaba pensar lo contrario para encontrar las fuerzas suficientes como para presentarse a unas horas tan intempestivas. Sobre todo rezó para que no estuviera acostado, porque entonces no dudaba que le daría un puñetazo en la cara. Esta broma tuvo un efecto balsámico, justo en el momento apropiado, al ver la casa del mercader a unos pocos pasos.

Laurent Rollant ralentizó su endemoniado caminar, con el corazón desbocado ante la idea de llamar a la puerta. ¿Qué cara le pondría? Suspiró profundamente y miró a ambos lados de la calle, totalmente desierta y envuelta en una penumbra fantasmagórica. Se armó de valor y dio los últimos pasos hasta plantarse frente a la puerta. Alzó la mano para golpearla, pero se detuvo en el último instante. La puerta no estaba totalmente cerrada. Una minúscula abertura así lo confirmaba. Arrugó el entrecejo, extrañado. Tal vez había salido un momento de la casa y había dejado la puerta entornada. Era una posibilidad. Volvió a mirar a su alrededor. No se veía ni un alma, y el silencio era inquietante. Llamó a la puerta dos veces, tímidamente. La puerta se abrió un poco. Laurent tragó saliva. ¿Habría ocurrido algo? Los nervios se pusieron a flor de piel. Llamó dos veces más, esta vez con decisión, ayudando a espantar su creciente miedo, y la puerta se desplazó un tramo más. Esperó unos interminables segundos. Nadie salía a recibirle. Tampoco se oía nada en el interior de la vivienda. Miró por enésima vez a su alrededor, y entró decidido. Tal vez el mercader necesitara su ayuda. Avanzó con paso firme y preparado por si era atacado por algún ladrón, pero se dio cuenta que necesitaba algo contundente para defenderse en tal caso. Mientras encontraba algo útil, se quitó la bolsa de cuero de su espalda y la puso como escudo para prevenir un mal encuentro. Cuando llegó a la cocina cogió un cuchillo, y ya, más tranquilo, fue en busca del mercader. Lo llamó a voz en grito, cada vez más seguro de que algo le había ocurrido. Poco tardó en dar con él. Nunca había estado en esa sala, de hecho, sólo había estado en una estancia, en la que despachaba a los clientes, pero cuando la examinó estuvo a punto de desmayarse. Un par de velas malamente alumbraban la estancia, siendo el fuego de la chimenea lo que más contribuía a que pudiera ver la imagen más horrible que había visto jamás. Colgado del techo por los pies, estaba Diégue Cabart, el importante y acaudalado mercader, desangrado como un cerdo, dado el gran charco de sangre que había en el suelo. Le habían degollado, y la cara estaba cubierta de sangre, con los ojos muy abiertos en un rictus de espanto. El pelo, tanto de la cabeza como de la barba, todavía goteaba sangre. En el torso desnudo, le habían dibujado una cruz, posiblemente con su propia sangre.

Laurent se quedó petrificado, mientras la bilis pugnaba por salir. No podía asegurar que fuera el mercader; era difícil saberlo, al estar bocabajo, con el rostro deformado por el horror y cubierto de sangre, pero ¿quién podía ser si no? Además no podía pensar con claridad, estaba bloqueado, la imagen era dantesca. Las arcadas le hicieron reaccionar, y salió de la casa espantado, con la mente en blanco. Era incapaz de pensar. Tan sólo quería salir corriendo y no detenerse hasta llegar a su casa al amparo de su familia. Al salir a la fresca noche, pudo calmar las arcadas, aunque tuvo que detenerse a recobrar el aliento, entre toses profundas.

—Por Dios bendito, ¡quién ha podido hacer algo así! —susurró despavorido, boqueando con avidez tratando de serenar un poco su perturbado ser. Se enderezó y se pasó la mano por la cara, respirando agitadamente todavía. No podía creer lo que había visto. En ese momento creyó oír voces, voces cercanas. Giró su cabeza y vio a un grupo de hombres corriendo en su dirección, mientras estos parecían gritarle algo. Laurent todavía se encontraba en estado de shock, y no escuchaba con claridad, ni tampoco podía pensar con lucidez.

—¡Alto ahí! ¡Tire el cuchillo! —logró oír en esta ocasión, cuando estaban a unos pocos pasos de distancia. Laurent, en un acto reflejo, se miró la mano derecha, donde todavía asía el cuchillo. Alzó la mirada ante los hombres que se detuvieron ante él. Eran cuatro, y tres de ellos mantenían alzadas sus espadas a la vez que lo rodeaban. Las palabras se le agolpaban en la mente, pero su boca se mostraba reacia a decir algo.

Dos de ellos le agarraron y le desarmaron con facilidad.

—Soy el preboste. ¿Quién es vos y qué hace aquí con un cuchillo en la mano? —preguntó amenazadoramente.

—Soy… soy Laurent… Laurent Rollant, de Carcasona —balbuceó. Señaló pausadamente hacia la casa del mercader—. Lo han asesinado —dijo con expresión ausente, todavía perturbado por lo que había visto.

El preboste miró al único hombre que no iba armado, un vecino que había ido en su busca al escuchar gritos dentro de la casa del mercader.

—Te dije que había oído gritos —aseguró categórico al preboste. Este ordenó a uno de sus soldados que se adentrara en la casa, mientras taladraba con la mirada a Laurent. Aquel malnacido había asesinado a uno de los hombres más importantes de Narbona.