Capítulo 23

Ya anochecía cuando llegaron a la iglesia Saint-Félix de Lézignan. Siete leguas recorridas (unos 29 kilómetros) bajo un frío repentino que los acompañó buena parte del trayecto. El viento era el culpable, que había arreciado y traía consigo todo el frío de los nevados picos montañosos del norte. Hablaron poco, cada uno iba abstraído en sus propios pensamientos.

Accedieron al interior de la iglesia convencidos de que allí descubrirían la ubicación del Santo Grial. Por otro lado, no sabían qué pensar con respecto a si los asesinos habrían conseguido descifrar las pistas y encontrado el tesoro o no. Parecía poco probable que hubieran llegado al campanario, y todavía más difícil que hubieran hecho sonar la campana y descubrir la pista que allí habían dejado tan hábilmente. Pero no podían asegurar ninguna de las dos opciones.

Joseph se dirigió con rapidez frente a la imagen tallada en la pared de Cristo resucitado, donde podía verse con claridad el momento de la resurrección, apareciéndose a una mujer arrodillada ante él y agarrándole con una mano una especie de capa blanca que Jesús portaba sobre los hombros; parecía suplicarle. La imagen era cuadrada, de unos dos metros y medio por cada lado.

—Aquí está —anunció Joseph—. Cristo resucitado —confirmó con voz embriagada.

—¿Quién es la mujer? —preguntó interesado Edgard.

—La Virgen María —contestó al instante el padre Sébastien.

Joseph y Agnés se mordieron la lengua y no contradijeron al sacerdote. No era el momento para entrar en detalles que además podrían suponer un contratiempo para ellos.

—Entonces busquemos el símbolo que nos marcará dónde se encuentra el tesoro —alentó con urgencia Agnés. Se puso a buscar con los ojos muy abiertos acercándose al máximo a la representación de Cristo, ansiosa por corroborar que el Santo Grial todavía estaba bajo la protección de su sociedad.

Raimond la observó un instante y se sorprendió al averiguar que le gustaba mirarla. Era muy guapa, se movía con gracia y elegancia, enérgica, segura de sí misma. Azorado, apartó sus ojos de aquella belleza innata y se obligó a concentrarse en el problema.

Tras observar minuciosamente la imagen tallada, no encontraron inscripción alguna, ni el símbolo que acompañaba a cada pista. Se quedaron un momento inmóviles y en silencio. La representación era de una pieza y se apoyaba sobre una especie de repisa.

—El tesoro podría estar debajo de Cristo resucitado —opinó Joseph meditabundo. Todos pensaban lo mismo.

—Esto tiene que pesar una barbaridad —dijo preocupado Edgard, viéndose incapaz de moverla.

—Somos cuatro hombres fuertes —declaró con su voz grave Etienne—. Si no conseguimos moverla es que somos unos afeminados —gruñó.

Se dispusieron a moverla lateralmente mientras el padre Sébastien y Agnés miraban esperanzados.

—Por si sirve de algo, yo estoy convencida de que vais a poder moverla sin dificultad —aseguró muy sincera y excitada.

Como había pronosticado Edgard, aquello pesaba demasiado, incluso para ellos. Echaron el resto los cuatro a la vez y sus rostros se tornaron rojos por el esfuerzo inhumano. La imagen tallada, que, tras un primer momento sin moverse ni un milímetro parecía estar clavada a la repisa, finalmente se desplazó mínimamente. Agnés, al ver que se les resistía, no pudo quedarse quieta y también se puso a empujar con todas sus fuerzas. Este detalle, que hablaba muy bien sobre su persona, no pasó inadvertido para Raimond.

—¡Vamos, empujad, que parecéis unas viejas! —recriminó Etienne con dureza, ciertamente enfadado ante el poco progreso que estaban consiguiendo.

Consiguieron desplazarlo un par de centímetros, y tuvieron que parar para recuperar el resuello. Todos se inclinaron, apoyando las manos sobre las rodillas, exhaustos. El único sonido que se percibía era sus respiraciones jadeantes. Estaban preocupados por si debían de retirar la imagen tallada completamente, porque resultaría del todo imposible.

—Cada vez me gusta menos esta búsqueda del tesoro —dijo Edgard con dificultad, respirando ansioso—. En vaya embolado me habéis metido… —bromeó.

—Y vos, padre, ¿no echa una mano? —preguntó refunfuñando Etienne.

—Qué más quisiera yo… Pero no tengo fuerzas ni para sostenerme, hijo mío.

Tras un breve descanso, se pusieron manos a la obra nuevamente, con renovadas energías. Empujaron con todas sus fuerzas otra vez y la movieron lenta y mínimamente; parecía que empujaran una carreta cargada de piedras. Nadie osaba a decir palabra, o mejor dicho, no podían articular ni una letra, tan sólo gemidos por el tremendo esfuerzo.

Otros dos centímetros, puede que incluso tres. A punto de desfallecer, se tomaron un nuevo descanso, convencidos ahora de que si no bebían un poco de agua, no podrían terminar de moverla. Habían conseguida desplazarla cuatro o cinco centímetros y, por ahora, no habían obtenido el premio que anhelaban. Lateralmente tan sólo podrían moverla otros cinco o seis centímetros. Raimond comenzó a dudar si no serviría de nada todo ese esfuerzo, si finalmente no encontrarían el tesoro. Se giraron para recuperar el resuello y ponerse frente al sacerdote, cuando en ese momento repararon en que unas sombrías figuras se cernían sobre ellos. Estaban siendo rodeados por seis hombres armados encapuchados.

Ante las caras de temor que se dibujaron en los rostros de sus compañeros, el padre Sébastien se giró para comprobar qué era lo que tanto temor les causaba.

—Por el amor de Dios —susurró invadido por un repentino pánico. Acto seguido retrocedió unos pasos instintivamente y se puso a rezar en voz baja. Falta les iba a hacer si querían salir con bien de allí.