Capítulo 5

Parecía increíble, pero había llegado a acostumbrarse al hedor fétido y a los continuos lamentos. También al frío que iba devorándole las entrañas poco a poco. Por no hablar del frío y húmedo suelo de tierra sobre el que estaba, o de las dos raciones diarias consistentes en un mendrugo de pan y agua. Era lo más parecido al infierno, de eso estaba seguro Laurent, pero todo eso era un mal menor, simples padecimientos físicos. Lo peor que llevaba era el sufrimiento mental. Estar allí encerrado, en las mazmorras del Santo Oficio, acusado de herejía, era insufrible, sobre todo porque no tenía nada con lo que poder abstraerse. Eran veinticuatro horas al día dándole vueltas a su enloquecido cerebro, pensando en el negro futuro que le esperaba y maldiciendo su mala fortuna por estar en el sitio equivocado a la hora equivocada. No se merecía esto, se repetía una y otra vez. Pero daba igual lo que pensara o lo que mereciera.

Laurent llevaba encerrado en las mazmorras de la Inquisición tres días con sus tres noches, encadenado a la pared por argollas en los tobillos. 72 horas en las que apenas había podido dormir. Un sufrimiento continuo que acabaría en locura a no mucho tardar.

Cuando el preboste lo encerró en prisión, mientras Laurent le juraba que él no había cometido tal atrocidad, le aseguró que indagaría con premura y justicia, dejándole más tranquilo. Pero todo cambió al amanecer. Por lo visto, la Inquisición se interesó por él al haber cometido ritos satánicos. Laurent no podía negar que algo así debió de haber ocurrido dado el escalofriante escenario que vio, pero también tenía presente que sus opciones de salir indemne se reducían notablemente, tal vez a una entre un millón. Inmediatamente lo trasladaron al Santo Oficio, donde lo encerraron sin más preámbulos en las mazmorras, un lugar donde preferirías estar muerto. Y todavía faltaba lo peor, lo sabía. Todo el mundo lo sabía. Se trataba de las famosas torturas de la Inquisición. Cuando pensaba en ellas temblaba de pavor. Se maldijo una vez más por la perra fortuna con la que el buen Dios le había obsequiado.

Al amanecer del cuarto día, el alguacil le liberó de las argollas, mientras Laurent lo miraba horrorizado. ¿Le torturarían ahora? El alguacil le agarró sin contemplaciones y lo llevó a empujones fuera de la mazmorra.

—¿Adónde me llevas? —preguntó pavoroso.

—Hoy es el día del juicio —contestó escuetamente, sin dejar de zarandearlo.

Laurent se tranquilizó un poco al oír esto. No iban a torturarlo, o al menos eso creía él. Pero enseguida llegaron las dudas. ¿Un juicio? La verdad es que no sabía nada del procedimiento en estos casos. Tal vez habían encontrado pruebas sobre su inocencia, o quisieran oír lo ocurrido aquella nefasta noche. Lo que parecía evidente era que se abría un hilo de esperanza por poder salir indemne de tal trance.

En el pasillo de las mazmorras se encontraba un oficial y cuatro soldados para custodiarlo hasta su destino. El oficial abría el paso, dos soldados iban delante de Laurent y otros dos, detrás. Atravesaron la estancia del alguacil y subieron las escaleras, alejándose de aquel infierno. Laurent cada vez estaba más convencido de que caminaba hacia la salvación, de que todo se aclararía en aquel juicio.

Después lo condujeron a través de pasillos y desfiló ante frailes, sacerdotes y escribanos, los cuales se apartaban para permitirles el paso. Caminaban a grandes zancadas, sin importarles si empujaban de malos modos a quien estorbara en su camino. Por fin llegaron a su destino y se pararon frente a unas enormes puertas de madera de doble hoja. El oficial golpeó la puerta dos veces, con energía, después las abrió y accedieron al interior, donde se encontraron en una sala de proporciones descomunales con ricos tapices en las paredes. Los soldados llevaron a Laurent al centro de la estancia y luego volvieron sobre sus pasos para hacer guardia en la puerta, que cerraron tras de sí.

En ese momento, fue cuando se dio cuenta de su aspecto. Parecía un pordiosero, con las ropas rotas y negras de suciedad, desprendiendo un olor nauseabundo. Por suerte no podía verse la cara. Lo que sí podía asegurar era que había perdido bastantes kilos, dado lo holgada que la ropa le quedaba. Pero no estaba para banalidades, su futuro estaba en juego, un futuro que podía llegar a ser muy negro. Miró al frente con timidez. Se sentía como un náufrago en mitad de la inmensidad del mar.

El tribunal se ubicaba detrás de una larga mesa de madera copiosamente labrada. Cinco hombres no perdían detalle de su persona. En el centro de la mesa estaban el inquisidor general, Alfred Simonet, y el obispo de Narbona, vestidos con trajes bordados en oro. A la derecha del inquisidor, el notario del Santo Oficio. A la derecha del notario y a la izquierda del obispo, se sentaban dos dominicos vestidos de negro.

Laurent, cohibido, esperó a que decidiesen comenzar el juicio. Ante el mutismo de estos, no pudo sostenerles la mirada y la bajó al suelo, reparando en sus pies descalzos, tan negros como sus ropas. Se dio asco a sí mismo, pero ¿qué esperaba?, llevaba tres días en el infierno.

Un sacerdote se le acercó, con una sonrisa amable. Laurent lo miró intrigado.

—Laurent Rollant, ¿quieres confesar tu herejía?

Laurent se quedó lívido, aunque enseguida comprendió que sería parte del proceso del juicio.

—No, por supuesto. Soy inocente —contestó firme, aunque en voz baja. No tenía valor para alzarla en una estancia tan descomunal con un tribunal de la Inquisición observando con avidez.

El sacerdote se acercó un poco más, sin parecer advertir el hedor que desprendía. Su voz sonaba tan amable como su sonrisa.

—Laurent, debes hacerlo —le dijo en tono confidencial—. Debes confiar en la benevolencia de este santo tribunal.

Laurent se quedó boquiabierto. No podía creer que alguien le instara a confesar una herejía. Ni aunque fuera culpable. ¿Quién era ese hombre que le pedía tal desfachatez?

—Pero, señor, vos no lo entiende. Yo no cometí los asesinatos de los que se me acusa. No puedo admitir algo que no he hecho —aseguró vocalizando bien, para que lo entendiera sin género de dudas, a la vez que echaba discretas miradas al tribunal, que no perdía detalle.

—Laurent Rollant —dijo con voz poderosa Alfred Simonet, el inquisidor general—, tu abogado es un experto en derecho civil —advirtió con gesto grave.

—¿Mi abogado? —se sorprendió, volviendo la mirada hacia el sacerdote, que no había variado su sonrisa—. Pero… ¿por qué insistís en que me declare culpable? Vos tenéis que defenderme —gritó susurrando, sin entender su proceder.

—Laurent, yo no puedo defender a un hombre acusado de herejía —confesó con voz dulce. Ante la incredulidad manifiesta en el rostro del reo, añadió—: Nos tienen prohibido defender a herejes. Así reza una bula del papa Inocencio III. Mi labor es únicamente lograr la confesión voluntaria del hereje. Si yo defendiera al hereje, estaría defendiendo la herejía. ¿Comprendes ahora, hijo mío?

Laurent no salía de su estupor. Aquello debía pertenecer a una especie de burla de muy mal gusto. ¿Qué clase de ley era aquella? Empezaba a perder la cordura. Aquello no podía ser cierto, no podía estar pasando. En la mirada del sacerdote veía bondad, resignación. Esto le hizo convencerse de que las palabras del sacerdote eran ciertas, y su mente comenzó a aceptar la cruda realidad. De repente las piernas le flaquearon. Estaba sentenciado antes de empezar el juicio. El pánico se abrió paso nuevamente, sin impedimento. Alzó los ojos ante los cinco hombres que le miraban como hienas, ansiosos por devorarle. Ya comenzaba a desvariar. Cerró los ojos y rezó a ese Dios que todo lo ve, implorando justicia.

—Laurent, confía en mí —insistió el sacerdote, muy serio—. Confiesa tu herejía y te ahorrarás mucho sufrimiento.

Aquellas palabras le estremecieron. Otra vez le vinieron a la mente las famosas torturas que la Inquisición practicaba. ¿Eso era lo que le esperaba si se declaraba inocente? ¿Y qué le pasaría si se declaraba culpable? La muerte, de eso no tenía duda. No, no podía declararse culpable de algo que no había hecho, de semejante atrocidad.

—Soy inocente —aseguró categórico mirando al tribunal cara a cara.

El sacerdote se retiró a una señal del inquisidor general y Laurent volvió a quedarse solo, pero ahora muerto de miedo. Había sido un ingenuo por albergar esperanzas en ese juicio. Estaba en la antesala del matadero.

—¿Tienes enemigos? —preguntó el inquisidor general.

—¿Enemigos? —Laurent estaba contrariado.

—Sí, enemigos que quisieran verte en esta situación.

Laurent se quedó pensativo. Que él supiera, no tenía enemigos, y mucho menos para que quisieran verle con la soga al cuello.

—No. No tengo enemigos. Al menos, que yo sepa.

El notario anotaba con su pluma todo cuanto se decía, rasgando el silencio. El inquisidor general y el obispo de Narbona comenzaron a hablar en voz baja, dedicándole de vez en cuando miradas de reojo. Laurent tenía un nudo en la garganta que le era difícil tragar y los nervios se lo comían vivo. Las piernas comenzaban a dolerle. Había estado tres días inerte como un cadáver, a base de un poco de pan y agua. Estaba sin fuerzas. Volvió a mirarse las manos, los pies, las ropas. Se acarició la barba. Todo le repugnaba.

—Laurent Rollant, sé que has pecado —anunció con voz poderosa el inquisidor general, dando comienzo al juicio.

Antes de que Laurent pudiera reaccionar, el inquisidor continuó:

—Has cometido herejía. Un hombre de la ley te vio saliendo de casa de Diégue Cabart, poco después de que un vecino oyera gritos provenientes de su vivienda.

—Yo… Sí, fui a casa del mercader para hacerle un importante encargo. Pero yo no le maté, se lo juro por Dios.

—¿Entonces, quién lo mató? —rugió el inquisidor general.

—¡No lo sé, ya no había nadie cuando llegué! —aseguró, deseoso de que le creyeran. Su vida estaba en juego.

—Por supuesto que no había nadie, ¡tú lo mataste! ¿No es cierto que llevabas un cuchillo en la mano cuando saliste de la vivienda de Diégue Cabart?

—¡No! Bueno, sí, pero lo cogí en defensa propia. Cuando llegué la puerta estaba entornada, y llamé varias veces pero nadie contestó. Así que entré por si le había ocurrido algo al mercader, y cogí ese cuchillo por si era atacado por algún ladrón o qué sé yo. —Sentía una gran angustia por conseguir que lo creyeran.

—¿Y para qué necesitabas el cuchillo una vez que saliste a la calle? Ese era tu cuchillo, con el que degollaste a Diégue Cabart, ¡confiesa!

—¡Yo no podría hacer una cosa así, era mi amigo! No sé por qué salí a la calle con el cuchillo, ni siquiera me di cuenta de que lo llevaba en la mano. —Los nervios comenzaban a nublarle la razón. Aquel inquisidor lo culpaba de la muerte a voz en grito.

—Mientes —rugió el inquisidor—. El preboste asegura que saliste de la casa huyendo a la carrera, pero que te detuviste al ver a los soldados corriendo hacia ti.

—¡Yo no huía! Eso es mentira —aseguró escandalizado.

—¿Acaso el preboste es tu enemigo?

—No… Yo no he dicho eso.

—¿Entonces por qué iba a inventarse algo si no tiene nada contra ti? ¿O acaso llamas mentiroso a un hombre de la ley?

—Yo no le llamo mentiroso. Puede ser que saliera corriendo de la casa del mercader, pero no huía. —Pidió con la mirada a los dos dominicos que le creyeran, que le ayudaran a convencer al inquisidor.

—¡Huías, porque acababas de cometer un asesinato! —ladró el inquisidor.

—¡Hiciste un rito satánico con el cuerpo de Diégue Cabart! —vociferó el obispo, interviniendo por primera vez.

—¡Y también mataste a Thomas Vincent! —gritó el inquisidor, poniéndose en pie.

—¡De la misma forma que a Diégue Cabart! —continuó el obispo.

Laurent se había quedado sin habla ante esta retahíla de acusaciones. Ya no sabía ni dónde estaba, ni siquiera quién era.

—¡Has hecho un pacto con el diablo! —El inquisidor parecía fuera de sí, de pie, señalándolo con el dedo—. ¡Confiesa de una vez!

—Yo… no… No he matado a nadie —contestó con voz débil, sin fuerzas ya para soportar aquel juicio.

El inquisidor general se sentó, y reanudó los cuchicheos con el obispo de Narbona. Los dominicos le miraban imperturbables, con caras despectivas. El notario dejó de rasgar con su pluma los legajos que tenía delante. El silencio era total, a excepción de las ininteligibles palabras que cruzaban el inquisidor y el obispo.

Laurent cambiaba de postura sin cesar, el dolor de piernas era insoportable. Lo que no entendía era por qué se empecinaban en acusarle. ¿Qué clase de juicio era ese?

—Se suspende la sesión hasta mañana —anunció el inquisidor general, con mirada amenazadora—. Mañana comprobaremos la veracidad de los hechos.

Laurent se estremeció. Aquello no había sonado nada bien. La posibilidad de que le torturaran volvió a revolotear en su cabeza. Cerró los ojos con fuerza e intentó no pensar en ello. Los soldados le agarraron y le condujeron a las mazmorras, mientras él comenzó a llorar en silencio, impotente ante lo que se le avecinaba.