Capítulo 27
Un día espléndido les acompañó durante el viaje mientras se internaban en parajes agrestes rodeados de montañas rojizas. Estaban a punto de llegar a Arques, catorce leguas (unos sesenta kilómetros) recorridas a una velocidad pausada para no torturar en demasía al padre Sébastien, quien sufría lo indecible encima de aquellas bestias. Por lo demás resultó un viaje tranquilo, saboreando el sol que comenzaba a calentar con ímpetu en los últimos días del mes de abril. Aparte, Raimond, en cuanto tenía ocasión, se encerraba mentalmente en sus cuitas. Al pasar la noche en Lézignan, aprovechó para escribir una nueva misiva al papa y narrarle los últimos acontecimientos, obviando la búsqueda del tesoro, para no quebrantar la promesa que hizo a Joseph sobre el Santo Grial. También le pedía refuerzos al verse amenazado por asesinos a sueldo. Seguramente habría recibido la contestación a su primera misiva, pero se encontraba fuera de Narbona y sería imposible leerla hasta que regresaran. Esperaba que hoy terminaran de una vez con aquella estúpida búsqueda llena de pistas y de peligros. Era evidente que los querían muertos por entrometerse en la búsqueda del Santo Grial, pero estaba decidido a llegar hasta el final para salvar la vida de su gran amigo de la infancia. Poco había podido averiguar de aquellos hombres que mataron en defensa propia en la iglesia de Lézignan. El preboste de esta ciudad no supo contestarles a sus preguntas sobre la identidad de estas personas. No eran de por allí. Seguramente se trataran de asesinos a sueldo. Una vez más maldijo no haber reaccionado a tiempo y haber salido tras los dos encapuchados que huyeron. Había dejado escapar una oportunidad única, tal vez la última.
—¿Crees que encontraremos aquí el tesoro? —preguntó a su espalda el padre Sébastien con su voz débil.
—Espero que sí, estoy ya cansado de tanta pista —contestó Raimond con un suspiro.
—Dímelo a mí. Estos animales me destrozan los huesos —se lamentó cambiando de postura una vez más.
—Está un poco mayor, padre —dijo amablemente con ternura.
—Con respecto a Joseph y su hija, ¿qué opinión tienes de ellos? —inquirió obviando el último comentario.
Raimond sabía perfectamente a qué venía esa pregunta. La discusión en el día de ayer había dejado al sacerdote un tanto perturbado, y preocupado.
—Son buena gente —aseguró categórico.
—Lo parecen, al menos —tardó en contestar—. Pero esas afirmaciones sobre Jesús y María Magdalena… —dijo con evidente dolor, dejando escapar un gemido.
—Son buenos cristianos, pero tal vez han sido influenciados por leyendas antiguas —reflexionó un tanto confuso. Él tampoco entendía aquellas creencias que expusieron con total convencimiento.
—No dudo que sean buenos cristianos, pero podrían quemarlos en la hoguera por defender esas creencias. Yo que ellos me guardaría muy mucho de decir algo así en voz alta, la Inquisición tiene oídos en todas partes.
—¿De dónde habrán sacado esa idea? —preguntó Raimond más para sí mismo que para encontrar una respuesta.
—Como tú bien dijiste, seguramente son leyendas antiquísimas —contestó el sacerdote lastimeramente a causa del vaivén encima del caballo—. Podrían ser cátaros —susurró acusadoramente, pero sin perder la bondad en su rostro—. Llevo más de cuarenta años sirviendo a Dios, y he conocido a hombres con esas mismas creencias. No son mala gente, al contrario, pero piensan de forma distinta, un tanto diferente a la nuestra. Yo no los juzgo, no soy quién. Sólo soy un humilde siervo de Dios, que en la infancia pasé muchas penurias y mucha hambre —recordó con el corazón encogido al recordar a sus padres.
En medio de la nada, rodeados de montañas rojizas y encuadrado en un terreno irregular, se encontraba un pequeño monumento. Apenas tendría dos metros de altura en una superficie de un metro y medio cuadrado. Descabalgaron ansiosos por encontrar el tesoro y terminar con aquello de una vez. Después de lo sucedido en la iglesia de Lézignan, sentían que les acechaban los peligros, y todos desconfiaban del entorno que los rodeaba, siempre alerta con miradas furtivas a su alrededor por si veían el más mínimo indicio de peligro.
—Este es el monumento que se levantó en memoria de María Magdalena, que vivió en esta región hasta su muerte —anunció Joseph un tanto precavido. El día anterior habían ido demasiado lejos enfrascados en aquella discusión con el sacerdote. No podían caer en el mismo error nuevamente si no querían que sospecharan de ellos.
—¿Vivió en esta región, aquí, en Francia? —preguntó incrédulo el padre Sébastien.
—Así es como lo cuentan. Al parecer se refugió en una caverna durante cuarenta años tras la crucifixión de Jesús. Tuvo que huir de las persecuciones en Tierra Santa. Ella y los demás seguidores de Cristo se vieron obligados a la clandestinidad —contestó intentando parecer indeciso. Debería andar con pies de plomo.
Se asomaron por la abertura que hacía de puerta y se encontraron con la mirada apasionada de una mujer tallada en piedra de un metro de altura aproximadamente.
—Yo diría que se trata de la Virgen María… —dejó caer el sacerdote muy convencido.
—Eso mismo creen todos los habitantes de esta región —dijo Joseph taciturno—. Como comprenderá, padre, sería herejía si supieran que en verdad se trata de María Magdalena. Pero si se fija bien, esta mujer es pelirroja y viste de rojo, como en la representación tallada que vimos ayer en Lézignan.
—Me niego a creer que se trate de María Magdalena, ¡era una prostituta! —aseguró furioso el sacerdote.
—¡Otra vez no! —rugió Raimond—. Bastante tenemos con resolver un sinfín de acertijos como para tener que soportar discusiones religiosas que no nos llevan a nada —recriminó con dureza, mirando a ambos fijamente hasta que bajaron la cabeza, sumisos.
Edgard se adentró en el interior del pequeño recinto, apenas cabía, y leyó la inscripción que había debajo de la mujer representada:
—«El camino sigue, tanto en la Tierra como en el Cielo».
—Una nueva pista —maldijo Etienne. Se giró y oteó el horizonte, dando la espalda a todos.
El resto se quedó pensativo unos momentos.
—Parece demasiado explícito —opinó Agnés dedicando una mirada a Raimond. Conforme iba conociéndolo, más le atraía. Era un hombre de mundo, apuesto, de buen corazón, recto, humilde, famoso…
—Tiene razón Agnés —confirmó su padre— «El camino sigue» puede referirse a nuestro camino, nuestra búsqueda.
—¿Y el resto de la frase? —quiso saber Raimond.
—Bueno —contestó Joseph titubeante—, el Cielo lo descartamos, pero la Tierra sí está a nuestro alcance.
Raimond y el sacerdote lo miraron intrigados, dudando en que fuese tan fácil lo que pensaban. No podrían ser ciertas tantas facilidades.
Joseph enseguida comprendió lo que pensaban.
—A mí también me resulta difícil de creer que la lectura correcta sea esta, al parecer demasiado obvio, pero también hay que comprender que nosotros sabemos lo que buscamos, sin embargo, las gentes que pasen por aquí, simplemente verán una frase que la interpretarán de una manera mística —se explicó muy convencido.
Raimond y el sacerdote asintieron un poco más persuadidos, mientras Edgard los miraba completamente perdido.
—¿Qué es eso tan obvio? —inquirió irritado.
—Piensa un poco, lo tienes delante de tus narices —reprochó altiva Agnés.
—Parece ser, hijo mío —explicó bondadoso el padre Sébastien—, que nuestro camino sigue en la tierra, a nuestros pies.
—Será mejor que no perdamos más el tiempo —aconsejó Raimond con premura. Debían encontrar el tesoro antes de que pudieran volver a ser atacados. La opción de descubrir a los verdaderos asesinos cada vez perdía más fuerza. No albergaba demasiadas esperanzas de que esta búsqueda le ayudara a encontrarlos y demostrar la inocencia de Laurent, pero terminaría de ayudar a Joseph y tal vez, sólo tal vez, obtuviera finalmente lo que andaba buscando y pudiera librarlo de una muerte segura. Sacó su puñal y comenzó a ahondar en la tierra que había bajo la imagen de María Magdalena, el resto se colocó alrededor aguantando la respiración, incluso Etienne volvió a prestarles atención.
Joseph y Agnés seguían el proceso con los ojos muy abiertos, con el corazón desbocado y anhelantes por encontrar por fin el Santo Grial. Las fuerzas del Mal estaban tras él, y muy cerca, como habían podido comprobar el día anterior. De su pericia y valor dependía el éxito o el fracaso, el seguir con lo que sus antecesores les habían confiado o hundirse en un pozo sin fondo. Joseph cerró los ojos y rezó en silencio implorando que le ayudara una vez más.
—Aquí hay algo —anunció Raimond excitado—, junto a la pared donde se levanta la figura.
Todos se apretujaron más detrás de Raimond, que se mantenía de rodillas escarbando con el puñal. Raspó la tierra pegada a la enorme piedra con la que se habían valido para tallar la figura, que se hundía por debajo del terreno.
—¡Es el símbolo! —exclamó jubiloso Raimond, intuyendo que iban por el buen camino, y convencido, ahora sí, de que allí estaba escondido el Santo Grial. Aumentó la rapidez de sus movimientos con el puñal y ahondó más en el terreno donde estaba marcado con el símbolo de la sociedad a la que pertenecían Joseph y su hija.
Etienne, un poco más interesado, se acercó sin mucho entusiasmo. Estaba hasta la coronilla de aquella búsqueda, que si bien podía servirle a su jefe para avanzar en el caso que los había llevado hasta Narbona, no dejaba de ser un fastidio con tanto acertijo insulso sin avanzar lo más mínimo. Echaba de menos a su mujer y a sus hijos. Se recreó por un momento en la piel tersa y suave de su mujer, en su cuerpo esbelto, perfecto. Eso era lo que más echaba de menos, el sexo. Ya se relamía imaginando el rencuentro cuando un chasquido a su espalda le sobresaltó. Se giró inquieto y vio alarmado cómo hombres encapuchados, amparándose en el irregular terreno, los atacaban por sorpresa una vez más.