Quince
—ESPERO que no se oponga a liberar a mi hermana del compromiso.
Gabriel cerró un instante los ojos antes de abrirlos otra vez. El jardín que volvió a ver a través de la ventana del despacho no le puso de mejor humor.
¿Cómo iba a ponerle de mejor humor si cada vez que veía ese jardín se acordaba de que había sido Diana quien había explicado a los jardineros cómo lo quería? Toda la casa había recuperado su esplendor gracias a ella...
—¿Está sordo, milord, o sencillamente no me hace caso?
Caroline siempre defendería a Diana y sería muy incómodo para todos cuando deshicieran su compromiso y Dominic y ella se casaran. Se dio la vuelta lentamente con una expresión impasible y vio que ella lo miraba con furia.
—Ni estoy sordo ni dejo de hacerte caso, Caroline —contestó él con suavidad.
—¿Entonces?
—Entonces, ¿qué?
Ella entró en el despacho y cerró la puerta.
—¿Va a deshacer el compromiso sin jaleo?
Gabriel apretó los labios.
—Que yo sepa, tu hermana no me lo ha pedido.
Esos ojos verdes como el mar se abrieron como platos.
—Pero debería saber que se lo pedirá.
—¿Debería saberlo?
—No creo que sea ni insensible ni estúpido —contestó ella con el ceño fruncido.
—Me alegro de oírlo...
—Está haciéndose él tonto —replicó ella resoplando.
—Al contrario. Estoy intentando, sin éxito, entender qué te importa que mi compromiso con Diana termine y cómo lo haga.
Caroline, fiel a su forma de ser, no se amilanó lo más mínimo.
—Empezó a importarme, milord, cuando mi hermana, una mujer que no llora nunca, empezó a llorar en mis bazos hace unos minutos. Parecía como si tuviera el corazón destrozado.
Esas palabras le atravesaron el pecho como un sable. Diana y él se habían separado hacía una hora. Ella había subido al piso superior con su hermana y él se había ocupado de que su madre se instalara en su dormitorio, donde, para alegría de su madre, estaba esperándola Alice Britton. Él lo había organizado mientras estaba en Faulkner Manor. La felicidad que vio reflejada en el rostro de su madre bastó para indicarle que había acertado, al menos, en eso. ¿También acertaría si liberaba a Diana de su compromiso?
Cuando decidieron casarse, Diana le había asegurado que no existía ninguna posibilidad de que volviera con Castle. Sin embargo, lo dijo en abstracto, convencida de que nunca pasaría. Su angustia cuando se enteró de que Castle quería verla otra vez, indicaba claramente lo que sentía al respecto.
—¿No le importa nada saber que Diana está desolada? —preguntó Caroline con cautela.
Él tomo aliento ante la idea de que estuviera pasándolo tan mal.
—¡Claro que me importa! Me ofende que pienses que no me importa. Te aseguro que no quiero contrariar lo más mínimo a Diana.
—Creo que lo dice de verdad...
—La incredulidad de tu tono me parece insultante —replicó él frunciendo el ceño.
—Gabriel, pareces cambiado desde la última vez que hablamos —comentó ella con desconcierto.
—¿Cambiado? ¿Cómo?
—Menos autoritario. Menos inflexible. Menos arrogante —concluyó ella con una sonrisa provocadora.
—¿De verdad? ¡Estoy seguro de que tu hermana se alegraría de oírlo! —exclamó él en tono irónico.
—Como todos. Entonces, ¿puedo confiar en que hablarás con ella?
—Sí, puedes.
Se quedó más sombrío todavía cuando ella se marchó del despacho y él se quedó pensando en la conversación con Diana que se avecinaba, y que era muy necesaria.
—¿Te ha hecho algo ese almohadón?
Diana se quedó rígida en el diván al oír la voz de Gabriel. Se dio la vuelta bruscamente y lo vio en la puerta del dormitorio con las cejas arqueadas y un brillo burlón en los ojos azules. Se había cambiado después del viaje y llevaba una levita negra, un chaleco azul claro, unas calzas beige y unas botas negras relucientes. Seguía teniendo el pelo un poco mojado y su simple presencia física la dejó sin respiración.
—¿Cómo dice?
—Parecía como si estuvieras dando una paliza a ese almohadón y creía que te había hecho algo —murmuró él con ironía mientras entraba.
Ella miró el almohadón que tenía sobre las rodillas como si ni siquiera supiera que lo tenía ahí y lo dejó precipitadamente en el diván antes de levantarse.
—¿Desea algo, milord?
¿Qué podía desear si estaban solos en su dormitorio? El anhelo se convirtió en incomodidad física al notar la incipiente erección. Un deseo totalmente ridículo cuando podía ver restos de unas lágrimas recientes en sus mejillas, cuando esos labios carnosos y tentadores temblaron levemente antes de que los apretara con firmeza y levantara la barbilla para adoptar la actitud fría que ya conocía muy bien.
Fue hasta la ventana que daba a la plaza que había delante de la casa.
—Estarás contenta de haber vuelto a Londres —comentó él.
¿Lo estaba? ¿Por qué iba a estarlo? No encontraba ningún motivo para estarlo, aparte de seguir buscando a Elizabeth, aunque parecía evidente que su hermana no quería que la encontraran. Tampoco le gustaba que él la viera así. Acababa de llorar, pero nunca sabría que había llorado porque estaba segura de que, una vez en Londres, él desharía el compromiso en cuanto pudiera. Se puso muy recta, como si se preparara para recibir un golpe.
—Desde luego, me alegro de reunirme con al menos una de mis hermanas.
Gabriel se dio la vuelta para mirarla.
—Te aseguro que Vaughn y yo seguiremos buscando a Elizabeth debajo de todas las piedras.
—No pretendía criticarlos ni a usted ni a lord Vaughn, milord —replicó ella inmediatamente.
La luz que entraba por la ventana le daba un tono azulado a su pelo moreno y su expresión sombría quedó entre sombras.
—¿No? —él arqueó una ceja—. Entonces, quizá deberías hacerlo. Dominic no ha conseguido nada durante la semana pasada y yo he estado ocupado con otros asuntos.
—Entiendo perfectamente que antepusiera la situación de su madre.
Él frunció el ceño.
—Eres tan cariñosa y considerada que siempre te preocupa la felicidad de los demás.
Ella ya no estaba muy segura. ¿Cómo iba a estarlo si en ese momento le angustiaba su propia felicidad? ¿Cómo iba a estarlo si la certeza de que Gabriel había ido para pedirle que le liberara del compromiso hacía que el corazón se partiera en tantos trozos que nunca podría recomponerlo?
Lo amaba. No podía negárselo más, no podía pasarlo por alto. Estaba irremediablemente enamorada de lord Gabriel Faulkner, conde de Westbourne. Al enterarse de que Malcolm Castle había reaparecido en su vida, sus sentimientos se cristalizaron repentinamente. Para ella, el único hombre del mundo era Gabriel y una oleada de sentimientos se adueñaba de ella cada vez que lo miraba. Quería alargar una mano y tocarlo. Quería encontrarse entre sus brazos y que la besara. Quería que la abrazara y saber que nunca la soltaría. Cuando, precisamente, había ido para soltarla...
Podía notarlo en el arrepentimiento que se reflejaba en sus ojos, en la resignación de su expresión, en su inquietud mientras empezaba a ir de un lado a otro del dormitorio. Indudablemente, estaba buscando las palabras adecuadas para decirle que ya no quería casarse con ella. Se dio cuenta de que no podía soportar una humillación más y se puso muy recta, con orgullo.
—Creo que, en situaciones como la nuestra, lo correcto es que la mujer sea quien dé por terminado el compromiso.
Él tomó una bocanada de aire antes de volver a mirar por la ventana sin ver nada, con una opresión gélida en el pecho por haber oído, por fin, que ella le pedía que la liberara del compromiso hacia él, por la idea de que tendría que aguantarse y ver cómo ofrecía todo su cariño y consideración a otra persona, por tener que presenciar cómo se casaba con otro hombre e, incluso, ¡tener que llevarla hasta el altar!
Se había comprometido sin importarle cuál de las hermanas Copeland aceptaría casarse con él, creyendo, equivocadamente, que una joven serviría igual que cualquier otra. En ese momento, sabía que eso era totalmente falso. No había otra mujer como Diana. No había otra mujer tan cariñosa y tan buena, tan leal y tan cumplidora de su deber. En cuanto a su valentía... Creía que desafiaría al mismísimo demonio si tenía que hacerlo y que no se pararía a pensar el precio que tendría que pagar. Eso era lo que había hecho incondicionalmente durante los últimos diez años para ocuparse de su familia y los demás, sin importarle su propia felicidad. Además, estaba seguro de que era lo que seguiría haciendo si no aceptaba romper el compromiso...
Sin embargo, no podía pedirle que lo hiciera y no se lo pediría.
Era irónicamente doloroso que él, un hombre que había vivido los últimos años de su vida sin importarle los sentimientos de los demás, no pudiera soportar que Diana fuese infeliz ni un minuto más por su culpa.
Se dio la vuelta para asentir rígidamente con la cabeza y con la mirada gacha para que no viera sus sentimientos en los ojos.
—Mañana, o pasado mañana como muy tarde, me ocuparé de publicar el comunicado en los periódicos, si te parece bien.
Con toda certeza, un día o dos después de ese comunicado tendría que publicar otro para anunciar que Diana se había prometido a ese majadero de Castle.
—Se lo agradecería, milord —replicó ella con la cara pálida y los ojos muy oscuros.
—¿Quieres hablar de algo más conmigo?
¿De qué iba a hablar? Se preguntó ella aturdida. Él ya no la quería ni como esposa ni como nada más, ¿qué otra cosa podía importarle lo más mínimo? Todo lo que había ansiado decirle durante los últimos cinco días, todo el dolor y la furia que había ido apoderándose de ella, se había disuelto como el azúcar ante la evidencia de lo que había temido. El final de su compromiso. No quedaba nada más, solo un torbellino de sensaciones tan dolorosas que hacía que se le doblaran las rodillas. Necesitaba que él se marchara para poder derrumbarse y llorar sin que él lo supiera.
—No quiero decir nada más, milord —mintió ella sin inmutarse.
—Muy bien.
Él fue hasta la puerta y ella, de repente, sin entenderlo, no pudo soportar que se marchara.
—Fue muy considerado al organizar que la señorita Britton estuviese aquí para recibir a su madre.
Él se detuvo y se dio la vuelta con una sonrisa forzada.
—¿Creías que no puedo ser considerado?
Ella se quedó atónita.
—No... no quería decir eso. Sé que puede serlo.
—¿Menos cuando se trata de ti? —preguntó él haciendo una mueca.
Ella habría podido jurar que oyó cómo se le rompía el corazón.
—Me parece que ha sido muy considerado al liberarme de nuestro compromiso —contestó ella atragantándose.
—Me alegro —él apretó los labios con una expresión indescifrable en los ojos—. Si me disculpas, Diana, estoy muy ocupado.
Gabriel se marchó de la habitación y cerró la puerta con firmeza, con la misma firmeza que le había cerrado el corazón a ella.
—¿Vas a salir?
A la mañana siguiente, Diana y su doncella se detuvieron ante la puerta que iba a abrir Soames. Se dio la vuelta y vio a Gabriel en la puerta del despacho. Sabía que el sombrero y la chaqueta de color burdeos sobre el vestido de muselina de color crema indicaban claramente que pensaba salir.
—Pensaba ir de compras, milord —contestó ella con frialdad—. Su madre está muy contenta en compañía de mi tía y de Alice, si eso es lo que le preocupa.
Él sabía muy bien que su madre estaba muy contenta con la vuelta de su señorita de compañía y por haberse reencontrado con su amiga Dorothea Humphries, una mujer que él conoció por fin el día anterior y que parecía mirarlo con mejores ojos por haber vuelto a casa con su amiga.
Además, aunque no lo hubiese sabido, su preocupación más inmediata no era por su madre, sino porque el abismo entre Diana y él se había profundizado desde que la noche anterior decidieron romper el compromiso.
—¿No podríamos hablar unos minutos antes de que te marches? —preguntó él con delicadeza.
Eso era lo que menos quería hacer del mundo. Sobre todo, cuando estaba más devastadoramente atractivo que de costumbre con una levita de color chocolate, un chaleco dorado y unas calzas color crema que se ceñían a sus musculosas piernas. Tragó saliva antes de contestar.
—¿No puede esperar hasta mi vuelta, milord?
—Preferiría que fuese ahora —contestó él frunciendo ligeramente el ceño.
—Muy bien.
Le pidió a la doncella que la esperara allí, fue al despacho y entró. Él cerró la puerta y se puso detrás de la mesa de caoba.
—Espero que sea algo muy importante porque no se puede interrumpir por cualquier cosa a una mujer que quiere ir de compras...
Intentó ser graciosa, pero hasta ella misma se dio cuenta de que lo había dicho sin gracia. Sin embargo, el gesto serio de él le indicó que ni siquiera había agradecido el esfuerzo.
Además, era un esfuerzo para intentar parecer tan inmutable como siempre después de haber pasado toda la noche llorando desconsoladamente sobre la almohada. Se había disculpado de cenar con el resto de la familia y había alegado que estaba muy cansada por el viaje. Esa mañana, había pedido que le subieran el desayuno al dormitorio por el mismo motivo. Sin embargo, como sabía que no podía evitar su compañía indefinidamente, había decidido marcharse de la casa durante unas horas, pero hasta eso se lo había frustrado Gabriel.
—¿Tiene alguna noticia de Elizabeth?
Lo miró con cierta esperanza por encima de la imponente mesa.
—Me temo que no —Gabriel frunció el ceño—. Había pensado que, como te viste tan implicada en ese asunto, te gustaría saber los avances que hemos hecho sobre los Prescott.
—¿Sabe dónde están?
—Todavía, no —contestó él apretando los dientes—. Sin embargo, con la ayuda de Vaughn y de sus fuentes, sí he conseguido saber algo más de las deudas de mi tío.
De repente, él pareció sentirse incómodo por haberle contado eso sobre Dominic. Ella sonrió con tristeza.
—No se preocupe, milord. Esta mañana he hablado con Caroline y ya sé que lord Vaughn es el propietario de uno de los salones de juego más conocidos de Londres.
Caroline había ido a su dormitorio después de desayunar y le había confesado todo lo que había hecho durante las semanas que estuvo sola en Londres. Aunque su hermana había terminado cantando unos días en el club de lord Vaughn, algo que no le parecía ideal ni mucho menos, se había dado cuenta de que Caroline había sido muy afortunada al acabar en esas manos tan seguras.
—¿Lo sabes? —preguntó él arqueando una ceja.
—Sí —Diana sonrió con pesadumbre al acordarse de lo que le había contado Caroline—. Agradezco mucho a lord Vaughn que cuidara tanto a mi hermana.
—Yo, también —comentó él en tono sombrío.
Ella se irritó y se puso a la defensiva.
—Caroline es muy joven.
—No es mucho más joven que tú.
—En años, es posible —reconoció ella—. Espero que no me haya pedido hablar conmigo para regañarme por no controlar mejor a mi hermana.
—¡No! —exclamó Gabriel—. Reto a cualquiera a que intente controlar a esa joven.
—¿También a lord Vaughn? —preguntó ella provocadoramente.
Él sonrió con franqueza.
—Vaughn parece disfrutar con esa... tarea.
Diana supo que se había sonrojado al imaginarse las tácticas que emplearía lord Vaughn para aplacar a la díscola Caroline cuando le convenía.
—Creo que iba a contarme algo sobre los Prescott.
—Sí. Como Vaughn conoce desde dentro el mundo del juego, he conseguido cifrar exactamente las deudas de mi tío.
—¿Son considerables?
—Son enormes —reconoció él.
Ella sacudió la cabeza.
—Sin embargo, eso no justifica que su esposa tratara así a su tía.
—No, claro que no.
Como no podía descargar su impotencia sobre nadie y como tampoco podía sentir el más mínimo rencor hacia Diana por haber roto el compromiso si eso garantizaba su felicidad, había concentrado todos sus esfuerzos en encontrar a su tío y a su esposa.
—¿Eso era todo lo que quería decirme, milord?
¡Era todo lo que podía decirle! Había pasado casi toda la noche pensando en ella y sabía que no podía aceptar la idea de que su compromiso se hubiese roto, como tampoco podía soportar la idea de que ella estuviese enamorada de otro hombre. Deseaba que lo amase a él.
Sí, anhelaba hacer el amor con ella otra vez, pero eso no era lo único que quería. También quería su bondad, su cariño, su valentía y su dignidad. Además, creía que Castle no se merecía ni remotamente a esa mujer tan única y hermosa que era Diana, como tampoco se la merecía él...
—¿Te parece poco? —preguntó él en tono airado.
—Sí.
Cualquier esperanza, esperanza vana, de que se hubiese replanteado la ruptura del compromiso se había esfumado completamente.
—Si no hay nada más, me gustaría marcharme.
Él la miró en silencio durante unos segundos antes de darse la vuelta.
—No, no hay nada más. Salvo...
—¿Sí? —preguntó ella arqueando las cejas.
Gabriel apretó los dientes para no decir lo que no podía decir, para no pedirle que cambiara de idea...
—¿Qué quieres que le diga a Castle si viene de visita esta mañana?
—La verdad, claro.
—¿Cuál es la verdad?
—Que he salido —contestó ella mientras se marchaba del despacho.
Una vez más, tuvo que admirar su orgullo y dignidad. Evidentemente, había decidido que no estaba dispuesta a que Castle creyera que podía recuperar su afecto fácilmente. Él, sin embargo, sabía que su afecto por Castle seguía siendo el mismo de siempre...
Diana pasó media hora en el carruaje sin saber a dónde iba ni qué hacía, como si estuviera en medio de una niebla muy espesa. Luego, cuando llegó a las tiendas, tuvo que hacer un esfuerzo enorme para poner un pie delante del otro. Estaba tan ensimismada, tan hundida por ese amor tan inútil que sentía hacia Gabriel, que tardó unos segundos en reconocer la cara que vio contra el cristal de un carruaje.