Cinco

SI había llegado a dudar sobre la identidad de la joven que estaba al lado de su amigo Dominic Vaughn, el conde de Blackstone, las dudas se disiparon en cuanto Diana dejó escapar un sollozo sofocado y cruzó corriendo el vestíbulo. Gritó «¡Caroline!» y se arrojó en brazos de la otra mujer con una felicidad evidente mientras empezaba a reírse y a llorar a la vez. Caroline hizo lo mismo mientras se abrazaban con todas sus fuerzas. Blackstone y él se miraron con las cejas arqueadas y una sonrisa irónica, antes de que desviara la mirada para observar con detenimiento a lady Caroline Copeland. A jugar por cómo la miraba su amigo, tenía que ser la «señorita Morton», la misma joven que hasta hacía unos días había estado cantando en el club de juego de Dominic con una máscara con joyas y una peluca negra para ocultar su identidad. Empezó a sospecharlo cuando se enteró de que el mayordomo de los Copeland se llamaba Morton.

Caroline Copeland era esbelta y elegante, llevaba un vestido verde como el mar debajo de una capa gris, el pelo era completamente dorado, sin reflejos rojizos como el de Diana, tenía unos ojos cautivadores y tan verdes como el vestido, un cutis como el alabastro y una barbilla puntiaguda que transmitía la misma decisión que la de su hermana mayor.

Una decisión que, en el caso de Caroline, la había llevado a jugarse la reputación y la vida antes que casarse con él... Su reputación la había llevado a ese extremo.

—¡Cuánto me alegro de verte en Inglaterra otra vez, Westbourne! —Dominic Vaughn se acercó para estrecharle la mano.

Su amigo se inclinó un poco para murmurarle algo y luego se apartó con una sonrisa que hacía algunos años que no veía en su rostro, habitualmente serio.

—Fuimos hasta Shoreley Park para verte —siguió Dominic—, pero, cuando llegamos, descubrimos que no habías ido allí después de todo.

—Entonces, ¿venís de Shoreley Park? —preguntó él.

Gabriel miró a Diana, quien, bastante perpleja, miraba fijamente a los dos hombres mientras agarraba de la cintura a su hermana. Indudablemente, se preguntaba qué hacía Caroline con un hombre de aspecto tan peligroso. Dominic Vaughn, herido en la batalla de Waterloo, tenía una cicatriz en la mejilla izquierda que le bajaba desde el ojo hasta el arrogante mentón. Una cicatriz que le daba un aspecto algo siniestro.

—Soames, por favor, lleva té para las damas y brandy para los caballeros al despacho —le pidió él al mayordomo.

—Muy bien, milord.

El mayordomo inclinó la cabeza y se retiró sin dar ningún tipo de señal de que hacía unos minutos había estado discutiendo con un hombre y una mujer que, evidentemente, eran amigos del señor de la casa.

—¿Qué...?

—Diana, esperaremos a estar en el despacho para hablar.

Gabriel se apartó para que las mujeres pasaran delante. Su futura esposa estaba aturdida por la inesperada y repentina aparición de su hermana con Dominic Vaughn y Caroline lo miraba algo desafiantemente mientras caminaba junto a su hermana.

—Dom, vas a tener trabajo con ella —murmuró él en tono irónico.

—Ya lo tengo —comentó Dominic con una sonrisa—. Entonces, ¿piensas darnos tu bendición, Gabe?

—Por lo poco que me ha contado Nathaniel de este asunto, ¡será mejor que os la dé!

Sacudió la cabeza con pesadumbre y entraron en el despacho detrás de las mujeres. Como era de esperar, Diana preguntó inmediatamente cómo y por qué estaba su hermana allí y, además, acompañada por un hombre como el conde de Blackstone. Lo que siguió, después de que Soames hubiese dejado la bandeja con té y brandy, fue una versión recortada de lo que había hecho lady Caroline Copeland desde que llegó a Londres. Una versión destinada a que Diana no se preocupara por la reputación de su hermana y a que Dominic quedara lo mejor posible.

—Al parecer, milord, tengo que agradecerle que mi hermana haya vuelto sana y salva con su familia.

Sin embargo, la gratitud de Diana no estaba exenta de preocupación. Durante la conversación le había quedado muy claro que Dominic era amigo íntimo de Gabriel desde hacía años, pero, por muy agradecida que estuviera a él, no podía evitar pensar que era muy inadecuado que su hermana hubiese estado viajando en la compañía de un hombre como el conde.

—¿Por qué no ha vuelto Elizabeth contigo? —le preguntó a Caroline.

Su hermana se quedó sorprendida.

—¿Conmigo? Yo daba por supuesto que habría venido a Londres con la tía Humphries y contigo...

La inquietud de Diana aumentó más todavía.

—Se marchó de Shoreley Park dos días después que tú.

Caroline se quedó pálida.

—¿Quieres decir que ha pasado sola estas semanas en Londres? ¡Dominic!

Caroline, con una expresión de espanto, se volvió y agarró el brazo del serio conde de Blackstone.

Diana no estaba menos espantada al comprobar que sus temores se habían confirmado; Elizabeth y Caroline no habían acordado encontrarse en Londres, como ella había esperado.

—Querida, has recuperado a una de tus hermanas sana y salva. Tenemos motivos para creer que lo mismo pasará con la otra.

Diana casi ni oyó las palabras tranquilizadoras de Gabriel cuando él entró en su dormitorio sin que ella le hubiese dado permiso.

La conmoción al saber que Elizabeth seguía desaparecida había generado más preguntas que respuestas. Cuando se hizo tarde, Gabriel propuso a Dominic que se quedara a pasar la noche y que subieran el equipaje de Caroline y el conde para que pudieran cambiarse para la cena.

Ella, sin embargo, estaba tan alterada que solo pudo dejarse caer en la cama cuando llegó al dormitorio. En ese momento, estaba sentada en el borde de esa cama con los ojos irritados de tanto llorar y las mejillas todavía mojadas.

—Yo no diría que encontrar a Caroline en compañía de un hombre como Dominic Vaughn sea recuperarla sana y salva.

Gabriel se puso muy rígido.

—Blackstone ha sido uno de mis amigos más íntimos desde la infancia. Es más, le confiaría mi vida. En realidad, creo que lo he hecho más de una vez.

Diana sacudió la cabeza con desesperación.

—Caroline solo tiene veinte años...

—Blackstone tiene veintiocho...

—Esa será su edad, pero cualquiera que lo mire se dará cuenta de que es un hombre mucho mayor por experiencia —ella se estremeció ligeramente—, de que es...

—Te cuidado, Diana —le advirtió él en tono gélido—. Antes, cuando tu hermana y tú os marchasteis del despacho, Blackstone me pidió formalmente la mano de Caroline y yo le di mis bendiciones.

Diana se levantó de un salto y con los ojos fuera de las órbitas.

—¡No lo dirá en serio!

—Completamente.

—Pero...

—No seas ingenua, Diana, basta mirarlos para ver lo que hay entre ellos.

Efectivamente, ella había notado la pasión subyacente entre su hermana y el conde de Blackstone. La había notado y, al mismo tiempo, se había preocupado por su impetuosa hermana.

—Caroline ha llevado una vida muy recluida...

—Diana.

Él se limitó a decir su nombre, pero en un tono tan tajante que habría sido imprudente pasarlo por alto. Sin embargo, no se sentía nada prudente en ese momento.

—Caroline siempre ha sido tozuda y tenaz, pero, en este momento, no puede estar segura de sus sentimientos. El conde y ella no se conocen desde hace tanto tiempo para...

—Nosotros nos conocíamos desde hacía menos de un día cuando aceptaste casarte conmigo —le recordó él.

—¡No es lo mismo! —replicó ella con impaciencia—. Sabe tan bien como yo que acepté su oferta de matrimonio solo para que ninguna de mis hermanas tuviera que hacerlo.

Efectivamente, él sabía los motivos, pero una cosa era saberlo y otra muy distinta que ella se los dijera tan claramente. Algo que ella también comprendió porque lo miró casi con remordimiento.

—No quería decir...

—Sé muy bien lo que querías decir, Diana —le interrumpió él en tono gélido—. Sin embargo, nuestros motivos para casarnos no deberían aplicarse a Dominic y Caroline. Te guste o no, lo apruebes o no, están enamorados y piensan casarse.

Además, su opinión tampoco había importado. La conversación con su amigo, una vez que las mujeres se habían retirado a sus dormitorios, había sido breve y sin rodeos. Dominic quería casarse con Caroline Copeland en cuanto pudieran organizar la boda. Su consejo para que no pusiera objeciones al noviazgo y la premura para casarse había sido suficiente para indicarle lo íntima que era la relación. Aunque dudaba que a Diana fuera a gustarle saberlo...

—Durante las conversaciones que hemos tenido sobre tus hermanas, me quedé con la sensación de que querías que pudieran elegir libremente de quién enamorarse.

—Claro.

—Pero ¿no aceptas que Caroline está tan profundamente enamorada de Dominic como él de ella solo porque no se conocen desde hace mucho tiempo?

¿Lo aceptaba? Caroline siempre había sido la más tozuda y díscola de las tres, la que siempre hacía travesuras, la que nunca tenía miedo cuando se le metía algo en la cabeza. Su escapada a Londres hacía dos semanas y media era la demostración.

Sin embargo, aceptar que Caroline estaba enamorada de Dominic Vaughn, el conde de Blackstone de aspecto bárbaro, que él estaba enamorado de ella y que los dos querían casarse, no podía atribuirse ni a una travesura ni a la tozudez. Aun así, había visto que el amor resplandecía en los ojos de su hermana cada vez que miraba a Dominic, como lo había visto en los de él cuando también la miraba. Tendría que haber estado ciega para no ver cómo se tocaban y miraban constantemente... o cómo Caroline, que era tan independiente, se volvió inmediatamente hacia él para que la tranquilizara cuando se dio cuenta de que Elizabeth seguía desaparecida...

¿Estaría celosa por esa cercanía? No estaba celosa del amor que transmitía la pareja porque después de haber comprobado lo superficial que había sido el amor de Malcolm Castle, no pensaba volver a confiar en la declaración de amor de ningún hombre aunque se hubiese prometido a Gabriel. Sin embargo, ¿sus recelos se deberían a que Dominic Vaughn hubiese ocupado su puesto como apoyo incondicional de Caroline? ¿Sería ese el motivo de que dudara de ese matrimonio? Si era así, eran unas dudas tan egoístas que no podía reconocerlas y mucho menos decirlas en voz alta.

Además, su hermana y el conde también transmitían una sensación de intimidad que hacía que sus preocupaciones pudiesen haber llegado demasiado tarde. Se irguió con decisión.

—Felicitaré cariñosamente a los dos cuando nos encontremos para cenar.

Gabriel la miró con admiración. Fueran cuales fuesen las dudas o recelos que había tenido sobre el repentino compromiso de su hermana, las había dominado firmemente. Con la misma firmeza que había empleado para aceptar su oferta de matrimonio.

—Es posible que cuando se enteren de nuestro compromiso, ellos también nos feliciten con el mismo cariño... —replicó él en un tono provocador.

—Claro.

A jugar por la palidez de Diana, le pareció evidente que ella se había olvidado de su precipitado compromiso cuando se preocupó tanto por el de su hermana.

—Entonces, ¿aceptamos que tu hermana y Blackstone se casen pronto? —preguntó él.

—Creo que en ningún momento me ha pedido que lo aceptara —contestó ella.

—Yo, no —reconoció él—, pero estoy seguro de que tu hermana sí lo querrá.

Gabriel se puso recto y se dio la vuelta para marcharse.

—Milord, ¿qué piensa hacer sobre la conversación anterior?

—¿A qué conversación te refieres, Diana? —preguntó él con los ojos entrecerrados.

Ella se humedeció esos labios carnosos y sensuales.

—Yo... a la carta sobre su madre que le ha mandado la señorita Britton, naturalmente.

Naturalmente. Debería haber sabido que la íntegra Diana no se olvidaría del asunto.

—Nada, Diana. No pienso hacer absolutamente nada sobre esa carta.

—Quizá debería viajar primero a Eastbourne para hablar con la señorita Britton y...

—Ya he contestado a la señorita Britton y le he comunicado que estoy muy ocupado en la ciudad y que no tengo tiempo para viajar a Cambridgeshire —él resopló con impaciencia cuando Diana hizo un gesto de descontento—. Me gustaría no haberte enseñado la maldita carta.

También la gustaría no haber anunciado su compromiso en los periódicos si la señorita Britton había conseguido así la dirección para escribirle.

Diana abrió los ojos con sorpresa.

—La carta de la señorita Britton estaba llena de cariño y afecto hacia su madre...

—Sí, pasó muchos años con mi madre.

—También parece preocupada porque su madre vive sola en Faulkner Manor, aparte de sus sirvientes y del señor y señora Prescott —insistió ella.

No le faltaban motivos. Si él pudiese elegir, no le habría confiado ni uno de sus caballos a los mencionados señor y señora Prescott.

—Charles, el hermano menor de mi madre, y su esposa —le aclaró él en tono tenso.

Ella lo miró con curiosidad al captar la tensión de su rostro y de todo su cuerpo. Tenía los hombros rígidos, los brazos muy rectos y los puños cerrados a los costados del cuerpo.

—¿Tiene mucha familia?

La verdad era que Gabriel, por su forma de ser, parecía muy... independiente, tanto que nunca se le había ocurrido pensar que tuviera otra familia que su madre y su fallecido padre.

—No tengo familia —afirmó él mirándola con unos ojos implacables.

—Pero...

—Al menos, no tengo ninguna familia que me importe —añadió él—. Ninguna familia a la que yo haya importado durante los últimos ocho años.

No le pasó desapercibido su tono de advertencia concluyente. Aun así, sintió la curiosidad de saber algo más sobre la familia que él desechaba con tanta facilidad.

—¿El señor Charles Prescott es el único hermano de su madre o...?

—Ya he dicho que no quiero hablar de esto contigo, Diana —le interrumpió él con el ceño muy fruncido.

Las últimas horas habían estado cargadas de emociones, por decir algo, y no se sentía con ganas de aguantar su arrogancia.

—¿Sus deseos de no hablar de algo suelen cumplirse?

—Sí, siempre.

Gabriel arqueó las cejas como si le divirtiera ver el brillo beligerante en esos ojos azules como el cielo. Se diera cuenta o no, Diana era tan tozuda y tenaz como, según ella, era Caroline.

—Entonces, es una pena que no vayan a cumplirse en este caso —replicó ella levantando la barbilla.

—Diana, espero que no vayas a desobedecerme incluso antes de que hayamos hecho los juramentos del matrimonio —dijo él con una sonrisa provocadora.

Esos ojos azules dejaron escapar un destello de rebeldía.

—En estos momentos, había pensado pedirle que se omitiera completamente esa parte de mis deberes como esposa, ¡milord!

Gabriel se rio con ganas.

—Personalmente, siempre he preferido otros deberes conyugales...

Gabriel vio, con satisfacción, que ella se sonrojaba inmediatamente. ¿Era por vergüenza o porque había recordado las veces que la había abrazado y besado? Algo que, en contra de la decisión que había tomado de no hacerlo, estaba deseando repetir en ese momento. Quizá pudiera permitirse disfrutar un poco, solo un poco, con ese cuerpo tan elegante y deseable.

Ella abrió los ojos con inquietud cuando él se acercó.

—Yo... ¿qué está haciendo?

Ella lo dijo con la voz entrecortada cuando lo tuvo tan cerca que podía notar el calor de su cuerpo. Él arqueó las cejas.

—Había pensado que, después de la tensión de las últimas horas, podría venirnos bien que te demostrara un poco cómo pienso cumplir yo con mis deberes conyugales cuando nos hayamos casado.

Ella tragó saliva al darse cuenta de que el corazón le latía con tanta fuerza que él tenía que oírlo.

—Estamos solos en mi dormitorio, milord...

Sus labios cincelados esbozaron una sonrisa que le dieron calidez a esos ojos irresistibles.

—El momento y el lugar perfectos para que te lo demuestre, ¿no te parece?

Estaba más que inquieta, estaba embriagada por su proximidad y por la deliciosa intensidad de esos ojos azul oscuro que tenía clavados en sus labios entreabiertos.

—No será necesario, milord.

—No recuerdo haber dicho que fuese necesario, Diana —murmuró él—. Solo he dicho que podríamos disfrutar.

Se engañaría a sí misma si no reconociera que había disfrutado las veces que la había abrazado y que había echado de menos esos abrazos durante los dos días pasados. Además, también era posible que esa intimidad tan evidente que existía entre Caroline y Dominic estuviera afectando a su sensibilidad, porque lo que más deseaba en ese momento era que Gabriel volviera a besarla como esas veces. Se pasó la punta de la lengua por los labios.

—No estoy segura de que mi tutor lo viera con buenos ojos...

La sonrisa de Gabriel solo podía describirse como lobuna.

—Al contrario, tu tutor está completamente de acuerdo en que participes en ese... ejercicio.

—Entonces, ¿cómo voy a negarme? —preguntó ella sonriéndole con timidez.

Como las otras veces, Diana le pareció liviana y muy femenina cuando la tomó entre los brazos. Olía a flores y limón, sus labios eran delicados y receptivos y sus curvas se amoldaban a él. No pudo evitar profundizar el beso cuando ella separó los labios e introdujo la lengua en su boca

¡Santo cielo! No debería haberse metido en ese juego tan peligroso, debería haber hecho caso de las advertencias que se había hecho a sí mismo y no abrazarla hasta que se hubiesen casado. Al menos, debería reunir fuerzas para apartarla de sí en ese momento.

En cambio, dejó escapar un gruñido desde lo más profundo de la garganta. Era un deseo que se adueñaba de él como si fuera un papel que se quemaba con una vela y que le endurecía tanto el miembro que palpitaba al mismo ritmo que el corazón desenfrenado. El beso se hizo más apasionado al devorarle los labios y estrechar sus pechos contra él.

Diana contuvo el aliento y arqueó el cuello cuando Gabriel se lo recorrió con los labios y la lengua. Sintió un estremecimiento entre los muslos cuando una mano le acarició la espalda y las caderas antes de tomarle un pecho.

—Perfecto... —susurró él con la voz ronca.

Le tomó el pezón endurecido entre los dedos, y por encima de la fina tela del vestido, mientras seguía recorriéndole el cuello con los labios y la lengua.

Ella le soltó los hombros e introdujo los dedos entre el pelo de la nuca. Le abrasaba la piel con cada caricia. Sus labios eran húmedos y cálidos y fueron bajando por la piel ardiente que dejaba desnuda el escote del vestido. Los pezones se endurecieron más todavía, como si anhelaran algo que ella no sabía qué era.

Gabriel le bajó la tela del vestido para satisfacer ese anhelo cuando tomó con voracidad el pezón entre los labios, cuando se lo lamió y consiguió que sintiera un hormigueo que también la abrasaba por dentro. No sabía que existiera un placer así, un placer abrasador y palpitante que hacía que se derritiera entre las piernas y que también sintiera ese anhelo ahí. Un anhelo que aumentó cuando Gabriel la agarró de las caderas para estrecharla contra la dureza que tenía él entre los muslos y la movió rítmicamente contra ella. Cada caricia de esa dureza y cada caricia de su lengua en el pezón despertaban un deseo incontenible en ella, fue sintiendo un placer cada vez mayor, hasta que, súbitamente, sintió como si fuese a explotar.

—Gabriel...

Diana no supo si lo susurró para que siguiera o para que parara. Lo agarraba del pelo para que no se apartara, pero también quería que acabara ese tormento de sensaciones que devastaba su cuerpo.

Él captó esa incertidumbre y bastó para que recuperara el juicio y se diese cuenta de lo que estaba haciendo... y con quién. No era una mujer con experiencia, no era una mujer con la que podía acostarse, con la que podía deleitarse y complacerse libremente para luego olvidarse de ella. Diana iba a ser su esposa, su condesa, la madre de sus hijos. Unos hijos que estaba dispuesto a tener dentro del matrimonio para que no les salpicara el más mínimo escándalo. Diana no se casaría hasta que no encontraran a Elizabeth y no sabía cuánto tiempo tardarían en encontrarla. No se atrevía a correr el riesgo de acostarse con ella hasta que no tuviera todo bien atado.

Tomó aliento, la apartó de él y la sujetó con los brazos extendidos. El miembro volvió a palpitar solo de ver el pecho desnudo y ligeramente enrojecido por lo que había hecho con los labios y la lengua.

—Creo que ya hemos disfrutado... bastante... por una noche —dijo él con la voz entrecortada.

Ella, muy sonrojada, se subió el vestido precipitadamente y lo miró con la perplejidad reflejada en los ojos azules. Él empezaba a sentirse igual de perplejo e inseguro cuando estaba con ella y era algo que no le gustaba lo más mínimo.

—Creo que es el momento de que te cambies para la cena —añadió él intentando recuperar el dominio de la situación.

—Pero...

—Ahora, Diana, por favor.

Si seguía tentándolo, mirándolo con esos maravillosos ojos azules, podría tener que abrazarla otra vez y sería un desastre. El buen juicio y la experiencia le decían que no permitiera que esa mujer derribara la protección de los sentimientos que había levantado tan cuidadosamente durante los ocho años pasados. Sin embargo, bastaba con tenerla entre los brazos para que todas sus buenas intenciones se esfumaran de su cabeza. ¿Podía saberse qué estaba pasándole?