Ocho
—SEÑORA PRESCOTT...
La reverencia de Diana fue mecánica, en el mejor de los casos, mientras intentaba quitarse de la cabeza la idea que se había formado de que la señora Prescott sería una mujer regordeta y respetable. ¿Acaso no le había dicho Gabriel que su tío era el hermano de su madre? Para ella, eso le había dado a entender que tendría cuarenta y tantos años, como mínimo. La hermosa mujer que acababan de presentarle no tenía más de veintimuchos años.
—Lady Diana...
La señora Prescott inclinó la cabeza con rigidez en vez de devolverle la reverencia. Ella, que tenía agarrado el brazo de Gabriel, notó su tensión, como si fuese una fiera dispuesta a saltar para defenderla si hacía falta. ¿Acaso temía tener que defenderla? Volvió a sentir los recelos que sintió cuando entro en esa casa y supo que se había equivocado al desdeñarlos. Había algo tenebroso en ese lugar, algo que esperaba paciente y silenciosamente en el rincón más oscuro. Quería marcharse de allí lo antes posible.
—Gabriel, me gustaría asearme del viaje más que tomar el té.
Durante unos segundos interminables, pareció como si no la hubiese oído y siguió librando esa batalla silenciosa con su hermosa tía política. Hasta que la miró y ella notó que su brazo perdía algo de la tensión. Aun así, le contestó con la mandíbula apretada.
—Estoy seguro de que la señora Prescott estará encantada de disculparnos a los dos.
Una sombra de rabia cruzó ese hermoso rostro, aunque llamó al mayordomo.
—Habría estado más contenta todavía si no hubieseis aparecido.
—¿Por qué?
—Sabes por qué.
—Es posible —reconoció él—. Supongo que mi madre seguirá en los mismos aposentos.
—Naturalmente —la señora Prescott frunció el ceño—. Sin embargo, no te aconsejo que la visites ahora, Gabriel. Felicity siempre cena temprano y ya la han preparado para acostarla...
—Creo que seré yo quien decida si la visito y cuándo la visito, no la mujer sin dos dedos de frente que se casó con mi tío.
—¡Es usted un insolente, señor!
Él arqueó desafiantemente las cejas.
—Qué lista es usted al darse cuenta de que ya no soy ese joven idealista que conoció hace tanto tiempo y al que obligaron a marcharse.
Ella lo miró con rabia.
—Usted lo eligió, señor.
—La alternativa me pareció despreciable —replicó Gabriel en un tono aterciopelado.
Jennifer Prescott dejó escapar un bufido.
—Eres...
—¿Dónde está mi querido tío Charles esta tarde? —le interrumpió Gabriel, aunque sabía que esa conversación tenía que ser incómoda para Diana.
—Mi marido se marchó ayer a Londres con la intención de pasar unos días allí —contestó ella con la barbilla levantada.
—¿Por placer o por... negocios?
—Por negocios, naturalmente.
A juzgar por la mirada de Gabriel, no tenía nada de natural. Su tío siempre había sido un jugador incorregible.
—No sabía que mi tío seguía teniendo... negocios en la ciudad.
Como no tenía ningún interés en encontrarse a su tío y a su joven esposa en algún acto social, había hecho algunas indagaciones sobre Charles cuando volvió a Inglaterra y se había enterado de que pasaba casi todo el tiempo en Cambridgeshire y que solo iba a la ciudad de vez en cuando, siempre, para perder en las mesas de juego.
—No los tiene.
—Entonces...
—Charles y yo cerramos nuestra casa después de que tu padre muriera y de que tu madre se recluyera en sus aposentos. Nos mudamos aquí para que yo pudiera ocuparme de la casa y que Charles administrara las posesiones y los asuntos económicos de Felicity —le comunicó Jennifer Prescott con altivez.
Gabriel siguió mirándola con desprecio. Era indudable que estaba más hermosa que nunca, que su cuerpo juvenil había madurado y que era una mujer voluptuosa y deseable, pero era una belleza que no tenía ningún atractivo para él y, además, no se fiaba de ninguna de las palabras que decía ni de ningún gesto de los que hacía. Sin embargo, una vez cometió el error de subestimarla y no iba a repetirlo otra vez.
—Naturalmente, Charles habrá aprovechado la ocasión para llenarse los bolsillos —comentó él con ironía.
Al parecer, las cartas tan correctamente escritas por Alice Britton se habían quedado cortas al describir la situación en Faulkner Manor.
Jennifer Prescott se quedó pálida y boquiabierta.
—¡Ha llegado demasiado lejos!
—¿De verdad? —preguntó él con los dientes apretados.
Esos ojos azul oscuro y los ojos marrones chocaron en silencio hasta que Reeves apareció. La tensión se rompió bruscamente cuando ella tuvo que darse la vuelta para ordenarle que acompañara a Gabriel y a Diana a sus dormitorios. Algo que, sin duda, ella lamentaba tanto como él.
—Tu tío Charles y su esposa tienen que llevarse muchos años.
Diana lo afirmó, no lo preguntó, mientras Gabriel iba de un lado a otro de su dormitorio.
Se había quedado bastante sorprendida al darse cuenta de que los dormitorios verde y dorado que había pedido Gabriel eran don habitaciones contiguas que se comunicaban por una puerta, algo que él aprovechó en cuanto se marchó el mayordomo. Era muy inadecuado y daba a entender una intimidad entre ellos que no existía, pero, al mismo tiempo, el trasfondo de esa casa la inquietaba y se sentía más tranquila al saber que Gabriel estaba en la habitación de al lado.
Ninguno de los dos había aprovechado el agua caliente que habían subido con sus equipajes. Al contrario, ella había despachado a la doncella y se había sentado en la cama para observar a Gabriel cuando empezó a ir de un lado a otro en silencio.
—Unos treinta años —le aclaró él mirándola por fin.
—Me parece que no aprecias mucho a tu tía...
—¡Qué astuta al haberte dado cuenta!
Ella frunció el ceño por su sarcasmo.
—Cuando recibimos la primera carta de la señorita Britton, ¿por qué no me explicaste lo complicada que era esta situación?
Él se quedó inmóvil.
—¿Qué situación?
—Para empezar, que tu tía no tenía la edad de tu madre, como yo creí.
Diana hizo una mueca de disgusto. Sabía que era frecuente que los hombres de la alta sociedad se casaran con mujeres mucho más jóvenes, pero, aun así...
—Como ya te he dicho a ti, a Caroline y a la señora Prescott, no tengo la costumbre de dar explicaciones a nadie.
Ella se imaginó perfectamente en qué circunstancias se lo habría dicho a la deslenguada Caroline.
—Tenías que haber sabido que me sorprendería comprobar que la señora Prescott es tan joven.
—Es posible.
—Además, ¿tu tío y ella han vivido aquí desde la muerte de tu padre?
—Eso parece —contestó él con una mueca de enojo.
—Sin embargo, tu tía y tu tío fueron muy amables al cerrar su casa para vivir aquí y cuidar a tu madre —comentó ella con inquietud.
—Un consejo, Diana. No te creas todo lo que oigas aquí. Sobre todo, no te creas nada de lo que diga la señora Prescott.
—No entiendo...
—Te lo explicaré. El señor y la señora Prescott no cerraron su casa y vinieron a vivir aquí porque estuviesen preocupados por mi madre. Me he informado y me he enterado de que embargaron su casa, y todo lo que tenían de valor, para saldar las considerables deudas de juego que tenía Charles.
Ella parpadeó.
—¿Y crees que ahora está saqueando la herencia de tu madre?
—Esperemos que no llegue a tanto —él frunció el ceño—. Creo que mi padre conocía bien a su cuñado y seguramente redactó su testamento de tal forma que nadie podía tocar el capital, menos mi madre.
—Ya sé que la situación no es la ideal, Gabriel, pero, quizá, ya que estamos aquí, podríamos intentar arreglar las cosas.
—¿Tienen arreglo? —Gabriel se detuvo delante de ella—. Si lo tiene, me gustaría que me dijeras cómo.
Ella tuvo que callarse. Sabía que se merecía su enojo por haber desoído sus deseos y haberlos llevado a esa casa fría e inhóspita, que fue la de él una vez. Sin embargo, podía ver una cosa positiva en todo ese embrollo.
—Al menos, con un poco de suerte, podrías hacer las paces con tu madre.
—Qué joven e ingenua eres, Diana —replicó él con un suspiro.
Ella lo miró al captar el dolor que había en esas palabras.
—¿Puedo...? ¿Te gustaría que te acompañara cuando vayas a visitar a tu madre?
—¿Para qué? —preguntó él arqueando una ceja.
—Gabriel...
—¿Diana?
Ella frunció el ceño por la sorna de su réplica.
—Si voy a ser tu esposa, mi sitio está a tu lado.
Él la miró con los ojos entrecerrados.
—Cuando seas mi esposa, tu sitio no estará a mi lado, ¡estará debajo de mí en mi cama!
Diana notó que se sonrojaba por su intencionada crudeza.
—Entiendo su enojo, milord...
—¿Enojo? —repitió él con incredulidad—. Te aseguro que lo que siento ahora mismo es demasiado intenso como para llamarlo algo tan tibio como «enojo».
Ella volvió a notar un escalofrío en la espalda cuando lo miró a esos ojos que eran como ascuas azules. Sin embargo, no era el mismo escalofrío de aprensión que sintió antes. Malcolm y ella fueron amigos y novios durante años. A ese hombre lo conocía desde hacía solo unos días y, sin embargo, ya había sentido más excitación sexual que entre los brazos jóvenes e inexpertos de Malcolm. Gabriel no era mucho mayor que Malcolm, pero lo superaba ampliamente en sofisticación y experiencia. La había besado más profundamente y la había acariciado más íntimamente que nadie. Lo miró con los ojos entrecerrados y supo que había besos y caricias que anhelaba que repitiera. Además, su comentario sobre estar juntos en la cama solo había conseguido aumentar ese anhelo...
En vez de amilanarse por su enojo, levantó una mano y le acarició levemente una mejilla. A pesar de la tensión, él notó la calidez de su caricia y la suavidad de su mano.
—¡Diana, no soy un gato o un perro que puedes aplacar con una caricia!
—Gabriel, no soy tan tonta como para creer que alguien puede aplacarte.
—Entonces, ¿qué estás intentando?
¿Qué estaba intentando? Lo había obligado a seguirla hasta allí. Estaban en una casa con un ambiente desagradable, estaba incómoda con la arisca señora Prescott y tenía que conocer a la enclaustrada madre de Gabriel. Sin embargo, en ese momento, lo único que parecía importarle era el evidente dolor que sentía él.
—Creo que intento demostrarte que no soy tu enemiga, aunque tú creas lo contrario.
—Sé muy bien lo que eres, Diana.
—¿Qué?
Él resopló.
—Una joven ingenua e idealista que sigue creyendo que la situación que hay en esta casa puede acabar bien, aunque ha vivido experiencias en sentido contrario.
Había querido ser hiriente con su acritud y supo que lo había conseguido cuando ella se estremeció y volvió a bajar la mano a un costado. Además, como se dio cuenta con fastidio, también había acabado con la breve calidez que había notado con su caricia compasiva. ¡No necesitaba la compasión de nadie y menos de ella!
Sin embargo, sabía por experiencia que la pasión sexual no permitía pensar en nada que no fuese la satisfacción de la excitación y el deseo... y estaba excitado. Toda su rabia e impotencia la había canalizado hacia la excitación sexual. Se dio cuenta mientras la miraba disimuladamente, mientras admiraba los rizos pelirrojos que querían escapar de las horquillas, la palidez de sus mejillas, el delicado cuello sobre los abundantes pechos que asomaban por encima del escote de su vestido rosa.
—Gabriel...
Evidentemente, ella también había percibido, aunque no entendido completamente, la repentina tensión sexual que había brotado entre ellos. La miró y comprobó que estaba sonrojada, que tenía los ojos brillantes y que se humedecía nerviosamente el carnoso labio inferior con la lengua.
—¿Tienes miedo de mí, Diana? —preguntó él con suavidad.
En ese momento, supo que sus sentimientos descarnados habían borrado de un plumazo la cautela que había tenido sobre seducirla. Ella tragó saliva y sus pechos subieron y bajaron.
—¿Debería tenerlo?
—Desde luego —contestó él con una sonrisa abatida.
Ella sacudió la cabeza e, imprudentemente, liberó algunos rizos de las horquillas que los sujetaban.
—No creo que nunca vayas a hacerme daño, Gabriel.
Él esbozó esa sonrisa lobuna.
—Te aseguro que, en estos momentos, soy muy capaz de hacer daño a alguien.
Ella siguió mirándolo a los ojos sin inmutarse.
—No he dicho que no puedas hacerme daño, Gabriel. Solo he dicho que no creo que vayas a hacérmelo, jamás.
Entonces, ella sabía más que él porque, en ese momento, lo que más le gustaría sería tomarla en los brazos, tumbarla en la cama, arrancarle la ropa y poseerla allí mismo. O, si no, tumbarla en la cama, soltarle todo el pelo y, lentamente, quitarle todas las prendas que llevaba para deleitarse con la lengua y las manos de cada centímetro de ese cuerpo perfecto. Apretó los puños a los costados.
—Estás despertando la fiera que hay en mí —le advirtió él.
Por una vez en su disciplinada vida, no quería ser prudente, solo quería que desapareciera la frialdad que había entre Gabriel y ella. Además, ansiaba la pasión que veía en esos penetrantes ojos azul oscuro que la miraban con intensidad.
Hacía muchos años, su padre le enseñó la ilustración de una pantera negra que había en uno de los libros que tenía en el despacho. En ese momento, Gabriel se parecía mucho a ese felino. Era fiero, peligroso, depredador...
Levantó la mano otra vez y le acarició el pelo negro y sedoso que le caía por la frente. Contuvo el aliento unos segundos interminables, mientras él la miraba a los ojos, a la nariz, a la palidez de sus mejillas y a sus labios carnosos y entreabiertos. La intensidad de su mirada era como una caricia. Se le aceleró el corazón y sintió una oleada abrasadora que le bajaba desde los pechos hasta la unión de los muslos. Quería, necesitaba, estar cerca de él. Quería abrazarlo con toda su alma y, aunque fuese brevemente, aliviar el dolor que él padecía...
—¡No!
Gabriel la agarró de los brazos y la alejó con firmeza y una expresión despiadada mientras seguía mirándola con rabia.
Ella se tambaleó ligeramente al notar la frialdad de su rechazo. La humillación fue absoluta cuando él le dio la espalda para dirigirse a uno de los ventanales que daban a los establos. ¿Qué había esperado? ¿Que el ambiente malsano de esa casa los hubiese unido de alguna manera? ¿Que Gabriel hubiese buscado el consuelo en ella por la tensión que le producía volver a estar allí? Si había esperado eso, era la ingenua idealista que él había dicho que era. Había dejado muy claro que no estaría allí si ella no se hubiese entrometido y era muy poco probable que fuese a perdonárselo. Se puso muy recta.
—Creo que es un buen momento para que me dejes sola y que pueda arreglarme para la cena.
Él tomo una bocanada de aire cuando captó el dolor detrás de ese tono frío de Diana, un dolor que le había causado él al rechazar el cariño y el consuelo que ella le había ofrecido voluntariamente.
Por mucho que anhelara aceptar esa oferta, aceptar el consuelo del cuerpo de Diana y olvidarse de todo menos de complacerse físicamente el uno al otro, no podía hacerlo y no era solo porque quisiera esperar a que estuviesen casados. La simple idea de consumar su relación por primera vez en esa casa opresiva era suficiente para enfriar cualquier excitación. Era preferible que ella padeciera un poco de dolor en ese momento a que los dos quedaran marcados para siempre con ese recuerdo.
—Sigues sin tener ni idea de lo que está pasando en esta casa, ¿verdad?
Ella se quedó desconcertada.
—Me has contado algo y sé que hay un ambiente desagradable.
Gabriel dejó escapar una carcajada desabrida.
—Ojalá fuese solo eso.
—Entonces, cuéntamelo, Gabriel, comparte eso conmigo.
—¿Para que intentes arreglarlo como has arreglado tantas cosas de tu familia desde que vuestra madre os abandonó despiadadamente?
Ella se estremeció y se alejó de él.
—Tú eres quien está siendo intencionadamente despiadado.
—Perdóname, Diana. Esta casa y la gente que vive en ella hacen que me sienta despiadado —se disculpó Gabriel pasándose los dedos entre el pelo.
El corazón de ella volvió a ablandarse por la explicación.
—Entiendo que...
—¡No entiendes nada! —le interrumpió él soltando otra carcajada estremecedora—. Llevo unos minutos en esta casa y ya me siento como si estuviera asfixiándome.
—Entonces, contármelo podría aliviarte ese sufrimiento.
Ella volvió a poner la mano en su brazo tenso y lo miró suplicantemente.
—¿Lo crees de verdad?
—No puede hacernos ningún daño.
—Te equivocas, Diana, te equivocas completamente.
Gabriel sacudió la cabeza, pero también supo que si iban a quedarse allí, aunque fuese una noche, sería injusto que ella siguiera desconociendo el pasado. En esa casa había otra persona que estaría encantada de darle su versión de lo que pasó.
—Muy bien —siguió él quedándose inmóvil—. Me has pedido que te lo contara y lo compartiera contigo.
Ella se fijó en que tenía los labios apretados y en que sus ojos volvían a ser duros como el ónix. Sabía que en ese momento no tenía el arrogante dominio de sí mismo que solía tener y se temió que el provocador comentario sobre el abandono de su madre iba a ser una nimiedad en comparación con todo lo que estaba a punto de contarle.
Él sonrió con sorna al captar el temor en su mirada.
—A lo mejor has cambiado de opinión y prefieres no saberlo...
Diana tragó saliva. Una parte de ella, cobardemente, quería decir que había cambiado de opinión, que no deseaba oír lo que estaba a punto de contarle, pero también sabía que no entendería nada de lo que pasaba en esa casa hasta que hubiese oído lo que él tenía que decir.
—Creo que nunca me ha dado miedo oír la verdad, milord —contestó ella levantando la barbilla con orgullo.
Él esbozó una sonrisa apenada.
—Yo estoy seguro de que querrás huir de esta verdad.
El temor de ella aumentó aunque siguió mirándolo a los ojos sin inmutarse.
—Nada de lo que pueda decirme conseguirá que cambie mi opinión de usted.
—¿Cuál es tu opinión? —preguntó él con curiosidad.
Ella se humedeció los labios antes de contestar.
—Sé que es un hombre que siente una obligación profunda como tutor de mis dos hermanas y de mí. Sé que lord Vaughn, quien fue oficial y es un caballero, tiene un concepto muy elevado de usted.
—Nada de lo que has dicho es tu opinión sobre mí.
Quizá fuera porque le había parecido más prudente, dado lo poco que se conocían, decir lo que opinaban los demás. Sus sentimientos hacia ese hombre, al que estaba prometido, seguían siendo tan tenues que no podía expresarlos en voz alta. Sabía que Gabriel era arrogante e intolerante con los defectos de los demás. También sabía que prefería ocultar sus sentimientos detrás de un muro de altivez, pero ¿qué sentía personalmente hacia él? Se sentía atraída por su apostura, se estremecía cuando la tomaba entre sus poderosos brazos y la estrechaba contra su musculoso pecho, temblaba cuando la besaba con esos labios sensuales y se sentía dominada por el anhelo cuando la acariciaba con sus manos firmes y delicadas, pero ¡no quería decirle eso en ese momento!
—No te molestes en buscar una respuesta cuando, evidentemente, te cuesta tanto encontrar una adecuada —añadió él al notar que ella hacía en esfuerzo para encontrar una respuesta que no fuese insultante.
—A lo mejor, deberías limitarte a contarme lo que creas que debo saber.
—¿Por dónde empiezo? —preguntó él en tono sombrío.
—Por el principio.
—Eso fue hace ocho años.
¿Ocho años? ¿Fue cuando ocurrió aquel escándalo que destrozó la vida de Gabriel y de su familia?
Él apretó los dientes.
—Te he contado el escándalo que me deshonró y me desheredó.
—Sí...
Él asintió con la cabeza y dejó de mirarla.
—Lo que también tienes que saber si quieres entender las tensiones que hay en esta casa es que...
Él no terminó la frase. Tenía la respiración entrecortada.
—Gabriel, si prefieres no...
—Nos has obligado a venir aquí y ya no puedo hacer otra cosa.
Diana sintió un escalofrío de aprensión. Siempre había sido sincero, le había contado lo peor y lo mejor de sí mismo, pero, aun así, sabía por su actitud implacable que lo que estaba a punto de contarle era tan extremo, tan descomunal, que podía arruinar su concepto de él para siempre...