Catorce
—ESTOY seguro de que no te sorprenderá saber que Jennifer ha tomado un carruaje y se ha marchado de Faulkner Manor como alma que lleva el diablo.
Un par de horas más tarde, Gabriel irrumpió en el dormitorio de Diana. Seguía llevando la camisa desabotonada, las calzas y las botas y tenía el pelo más alborotado todavía, como si se hubiese pasado muchas veces los dedos.
Ella había intentado aprovechar el tiempo en su ausencia, como le había enseñado su tía que tenía que hacer cuando estuviera ociosa. Primero, leyó un libro. Luego, cuando ninguno de los libros que había llevado había retenido su atención, sacó el bordado. Después de confundirse cuatro veces y de haber tenido que deshacer las puntadas, también abandonó el bordado. Le daba demasiadas vueltas a la cabeza como para poder concentrarse en algo provechoso.
Empezó a ir de un lado a otro, pero se cansó y se sentó en una butaca junto a la chimenea para mirar las llamas, para esperar. Para esperar que la relación de Gabriel con su madre, a la que tanto quería, volviera a ser esa relación llena de cariño que fue una vez.
Sin embargo, no podía evitar preguntarse cómo afectaría esa reconciliación a su compromiso con Gabriel. Él había sido completamente sincero desde el principio. Era el conde de Westbourne y creía que necesitaba una esposa. De entrada, para que fuese la señora de sus casas y, más tarde, para que diera a luz a sus hijos. Ella era la hija del conde anterior y, por lo tanto, había sido, junto a sus dos hermanas, la alternativa más evidente para ser la esposa del nuevo conde. Sin embargo, si Gabriel se reconciliaba con su madre y se derretía el hielo que envolvía a sus sentimientos, quizá ya no fuese tan escéptico. Incluso, podría llegar a decidir que ya no necesitaba una esposa en ese momento, que su madre viuda podría ocuparse de las casas y que él, con solo veintiocho años, podía esperar para tener herederos.
Se levantó con una expresión intencionadamente serena e inmutable, aunque las dudas sobre su futuro como esposa de Gabriel hacían que no se sintiera así en absoluto.
—No, no me sorprende lo más mínimo.
Efectivamente, si la visita a su madre había demostrado que sus teorías sobre Jennifer Prescott eran acertadas, no podía haber hecho otra cosa. Jennifer tenía que marcharse de Faulkner Manor inmediatamente para reunirse con su marido y para que Gabriel no descargara toda su ira sobre ella.
—¿Tu madre está mejor? —preguntó ella.
Su expresión se suavizó inmediatamente y sus ojos se tornaron de un azul profundo y compasivo.
—Se quedó dormida hace un par de minutos, mientras todavía estábamos hablando —contestó él con la voz ronca.
—Tardará unos días en que se le pase completamente el efecto del láudano. ¿Conseguisteis... limar algunas de vuestras diferencias?
—Sí.
—Me alegro mucho.
De repente, Gabriel adoptó un aire muy sombrío.
—También podría complacerte saber que la mayoría de tus teorías son acertadas.
—No me complace oírlo, Gabriel.
Él sacudió la cabeza con impaciencia y fue hasta la chimenea para mirar las llamas.
—Mi madre, a petición de Charles, lo puso a cargo de las cuentas después de que mi padre muriera. Según ella, lo hizo porque, en aquel momento, se sentía incapaz de arreglárselas con las complicaciones de administrar las posesiones y la fortuna y porque esperaba que Charles sentara la cabeza por esa responsabilidad.
—¿No lo hizo?
—No —Gabriel frunció el ceño—. Fue muy hábil durante algunos años y las cantidades que se llevaba eran casi inapreciables dentro de las cuentas generales. Entonces, hace cuatro meses, mi madre tuvo que reprenderlo cuando descubrió que faltaba una cantidad muy grande de dinero —él endureció el gesto—. Mi madre no se acuerda de absolutamente nada desde entonces. Pasó tanto tiempo dormida que ni siquiera se enteró de que habían despedido a Alice Britton.
Ella contuvo la respiración.
—Eso es monstruoso.
—Tampoco recibió la carta que le mandé después de la muerte de mi padre, cuando le pedí visitarla a ella y la tumba de mi padre. Yo tampoco recibí las cartas que me escribió durante los últimos seis años, en las que me pedía que fuese a visitarla. Cartas que, al parecer, le entregó a Charles para que las mandara con todas las garantías.
El rencor de su expresión indicaba que iba a vengarse aunque solo fuera por eso, por no hablar de todo lo demás que hizo su tío en aquella época.
—Lo siento...
—No te compadezcas de mí, Diana —se dio la vuelta para mirarla con furia—. La compasión es para los débiles y te aseguro que, en estos momentos, lo que siento hacia mi tío y su esposa no tiene nada de débil.
Ella estaba convencida de eso, como estaba convencida de que la huida de Jennifer era el reconocimiento explícito de que los Prescott eran culpables.
—Entonces, reservaré mi compasión para tu madre por todo lo que ha sufrido.
Él se inclinó ante ella, un gesto que fue completamente sincero a pesar de su vestimenta informal.
—Debería estar de rodillas dándote las gracias, no soltando mi rabia contigo.
Ella sabía que estaría igual de alterada en una situación parecida.
—¿Qué vas a hacer?
—Aunque Jennifer haya huido, creo que lo mejor será que me quede con mi madre, al menos, esta noche.
Era evidente, por lo que acababa de decir, que no pensaba pasar la noche en su cama, pero ¿acaso lo había esperado? Tenía que estar espantado por cómo habían tratado los Prescott a su madre y, aunque ella siguiera estremeciéndose al recordar el placer que había sentido con él, no era la primera vez que él sentía un placer físico parecido, no podía haber tenido la misma repercusión en sus sentimientos. En realidad, parecía haber tenido tan pocas repercusiones que no daba indicios de acordarse siquiera. Sonrió levemente.
—No me refería a lo que ibas a hacer inmediatamente, Gabriel.
—En cuanto mi madre esté suficientemente bien para viajar, nos iremos a Londres, como propusiste durante la cena. Cuando mi madre esté instalada en Westbourne House, pienso buscar y perseguir a mi tío y a su esposa hasta el fin del mundo si hace falta. Además, me ocuparé de que paguen por lo que han hecho.
Quizá fuese egoísta por su parte, pero se dio cuenta de que ni ella ni su compromiso entraban en sus planes ni a corto ni a largo plazo.
Él seguía muy alterado, emocional y físicamente, cuando entró en el dormitorio de Diana hacía unos minutos. Nunca había podido imaginarse lo bajo que habían caído Charles y su esposa desde que se mudaron a vivir en Faulkner Manor con su madre, recientemente viuda. Para empezar, apropiándose de las cartas que se mandaron la madre y el hijo durante años...
Además, cuando pudiera repasar las cuentas, seguro que descubría que Charles había estado financiándose su afición al juego durante casi todos esos seis años, si no durante todos. Creía que esa elevada cantidad que le había reprochado su madre hacía cuatro meses, y que él no habría podido devolver dada su mala suerte en las mesas de juego, sería el motivo para que hubiese despedido a todas las personas cercanas a su madre y para que le diera grandes dosis de láudano.
En cuanto al supuesto escándalo de hacía ocho años... Él había dado por supuesto que el padre del hijo de Jennifer Lindsay era algún hombre del pueblo. Nunca se le había ocurrido, hasta que Diana lo insinuó, que podía haber sido su libertino tío Charles. Quizá debería habérselo imaginado. Ya entonces, Charles tenía bastante mala suerte en el juego y pasaba meses en Faulkner Manor para aprovecharse de la generosidad de su cuñado y para eludir a sus acreedores. Además, también disfrutaría de los favores de las mujeres de la zona. Cuanto más pensaba en la posibilidad de que Charles fuese el padre del hijo de Jennifer Lindsay, más creía que todo se había tramado para desheredarlo y para que Charles recibiera una considerable cantidad de dinero por casarse con la mujer que ya era su amante.
Había necesitado que Diana, con su frío distanciamiento, hubiese podido ver el curso de los acontecimientos. Se sentía necio, incluso ridículo, por no haberlo visto él. No solo eso, sino que, además, su orgullo y arrogancia al negarse a visitar Faulkner Manor había hecho que su madre tuviera que vivir unos meses en el infierno.
¿Qué pensaría Diana de él por no haberse dado cuenta de lo que pasaba allí y de lo que pasó hacía ocho años? ¿Qué pensaría de él por haber permitido que su arrogancia orgullosa dejara a su madre en manos de los Prescott durante tantos años? Sabía que Diana, con su concepto muy claro de lo que estaba bien y lo que estaba mal, nunca habría permitido que eso le pasara a alguien de su familia.
La miró con los ojos entrecerrados, pero no pudo interpretar lo que estaba pensando o sintiendo por su serenidad inmutable. ¿Sería intencionada? Naturalmente, necesitaría algún tiempo para asimilar todo lo que habían descubierto y para decidir qué pensaba sobre esos descubrimientos y, quizá, si todo eso afectaba a su compromiso y al buen concepto que tenían de cada uno y que había ido creciendo poco a poco. No quería que se casara si le había dado motivos para que cambiara ese concepto de él. En esas circunstancias, lo mínimo que podía darle era tiempo para pensar.
Se incorporó con un gesto intencionadamente inexpresivo.
—Entre mi madre y los asuntos de sus posesiones, estaré muy ocupado durante los próximos días, hasta que ella se reponga lo suficiente como para que pueda viajar.
Ella lo miró imperturbable, pero pálida y con los ojos muy azules.
—Claro.
—Gracias —él se inclinó con elegancia—. Como siempre, eres muy generosa y comprensiva.
¿Lo era? En esos momentos, sentía ganas de gritar por su frialdad. Lo único que quería era arrojarse en sus brazos y que le hiciera el amor. Necesitaba saber que, al menos, seguía deseándola. Naturalmente, no lo haría. Había aprendido, hacía mucho tiempo, que nunca podía pedir o esperar que los demás correspondieran a sus sentimientos, que tenía que dominar sus necesidades y sentimientos. Menos cuando Gabriel y ella hacían el amor...
—Intentaré ayudar como pueda para que tu madre se reponga tranquilamente —replicó ella con una expresión tan fría como la de él.
Él inclinó la cabeza.
—Agradeceré todo lo que hagas por ella.
Las ganas de gritar fueron casi insoportables. Se dirigía a ella con la cortesía de un desconocido cuando, hacía un rato, habían vivido una intimidad tan maravillosa que se sonrojaba solo de pensarlo. Sin embargo, la trataba como si solo fuera una amiga.
Ella, en cambio, lo consideraba... ¿Qué? Frunció el ceño al darse cuenta de que no era el momento de pensar lo que sentía hacia él.
—Por favor, no te entretengas. Es posible que tu madre se haya despertado otra vez y esté preguntándose si has estado allí o ha sido un sueño.
—Es verdad.
Él apretó los dientes y siguió mirándola unos segundos interminables. Segundos en los que no pudo interpretar nada por su expresión inalterable cuando lo que más deseaba era abrazarla y...
—Entonces, le deseo buenas noches, milord.
Su tono y actitud dejaron muy claro que estaba despidiéndolo. Él se irguió con orgullo. Se había sentido muy unido a ella cuando hicieron el amor, sintió como si... ¿Como qué? ¿Como si sintieran verdadero afecto el uno por el otro? Un afecto que habría podido aumentar a lo largo de los años y que habría conseguido que el matrimonio de conveniencia fuese más soportable para los dos.
Sin embargo, Diana no mostraba afecto en ese momento. No quedaba nada de la calidez y provocación de antes. Parecía como si hubiese un muro entre los dos.
—No puedo acordarme de la última vez que estuve en Londres...
La señora Felicity Faulkner miraba emocionada por la ventanilla del carruaje. Las calles de la capital de Inglaterra estaban llenas de más carruajes, de niños que corrían entre los caballos, de perros que ladraban, de mujeres que vendían flores en las esquinas y de hombres en puestos callejeros con pasteles calientes y cerveza. Nada de todo eso conseguía mitigar lo desdichada que se sentía.
Habían bastado dos días más para que Felicity recuperara la cabeza y la salud y pudiera emprender ese viaje de tres días a Londres. Esos dos días en Faulkner Manor habían sido un suplicio. No había visto casi a Gabriel y él la había tratado con una cortesía distante cuando se encontraban durante el desayuno o la cena. Como había previsto, había estado muy ocupado con los asuntos de las posesiones y su expresión era cada vez más sombría a medida que iba encontrando descuadres en los libros de cuentas de su madre.
Felicity era tan agradable como le había contado Gabriel. Era una mujer hermosa y alegre que, a pesar de lo que la habían maltratado emocionalmente durante años, había recuperado enseguida el ánimo. Además, se alegró muchísimo de saber que el hijo que había recuperado también había heredado el título y las posesiones del conde de Westbourne.
Gabriel le había prohibido que mencionara a cualquiera de los Prescott a su madre y ella habló de Shoreley Park para intentar eludir asuntos más personales. Algo que no le costó gran cosa cuando Gabriel, por algún motivo que sabría él, no le había contado a su madre que estaban prometidos. Para Felicity, ella solo era la pupila mayor de su hijo.
Quizá quisiera deshacer el compromiso cuando estuviesen en Londres, se decía a sí misma con pesadumbre. Entonces, ya serían dos los hombres que la habían desechado como esposa. Malcolm, porque había conocido a otra mujer que podía aportar dinero al matrimonio en vez de un título. Gabriel, porque el matrimonio solo había sido de conveniencia desde el principio. Un matrimonio que, evidentemente, ya no le parecía ni necesario ni conveniente.
Cuanto más pensaba en esos dos rechazos, más se enojaba. ¿Cómo se atrevían esos dos hombres a desecharla como si fuera un par de botas que ya no les parecían cómodas? No sabía cuándo le pediría Gabriel que lo librara del compromiso, pero, después de los cinco días de sufrimiento que había pasado, sí sabía que tenía muchas cosas que decirle cuando se lo pidiera. Tantas, que no sabía si podría parar cuando empezara.
—Pareces pensativa...
Diana dejó de mirar por la ventana y se volvió hacia Felicity.
—Lo siento si no soy una buena compañía, pero hay un pequeño... problema familiar que me tiene preocupada.
No era verdad del todo porque estaba pensando en todo lo que quería decirle a Gabriel, pero cuanto más se acercaban a Londres, más se acordaba de Elizabeth, su hermana desaparecida. En Faulkner Manor no había recibido noticias ni de Caroline ni de lord Vaughn y solo podía suponer que seguía desaparecida. Perdida y sola en algún sitio de esa ciudad ruidosa y maloliente... En ese momento, lo que más deseaba era volver a Shoreley Park para lamerse las heridas. Algo que no podría hacer hasta que hubiese encontrado a Elizabeth.
La expresión de Felicity se suavizó.
—Gabriel me ha contado... la situación... —la mujer miró a la doncella de Diana, que las acompañaba en el carruaje—..., sobre tu hermana.
—¿De verdad? —preguntó ella con los ojos muy abiertos.
—Sí —la madre de Gabriel sonrió—. Él se toma muy en serio su papel como tutor tuyo y de tus hermanas.
Su papel como tutor... ¡Ella quería mucho más! Quería que volviera a ser el hombre que hacía cinco noches había hecho el amor maravillosamente con ella. Además, seguía queriendo ser su esposa, con la esperanza de que algún día llegara a quererla de verdad. Como ella lo quería de verdad...
Durante los últimos días, no había pensado mucho en lo que sentía hacia Gabriel. Cuando se reconocía el amor, aunque fuese para una misma, ya no se podía pasar por alto. Por eso, se negaba a analizar sus sentimientos para saber si sentía amor por él. Además, si estuviese enamorada de él, no sentiría esas ganas irrefrenables de darle puñetazos en el pecho mientras le llamaba cosas más propias de una verdulera.
—Agradezco su preocupación —replicó ella con cierta tensión.
—Me gustaría que lo hubieses conocido antes de que pasaran todas estas cosas tan desagradables —comentó Felicity con añoranza—. Entonces, era mucho más afable y generoso con sus afectos —añadió ella sacudiendo la cabeza con tristeza.
A cambio de ser afable y generoso con sus afectos, lo habían desheredado y repudiado de la familia y la sociedad. ¿Podía extrañarle a alguien que se hubiese convertido en el hombre escéptico e inflexible que era en ese momento?
—Sigue siendo afable y generoso en sus afectos hacia usted —comentó ella.
—Sí... —esos ojos azules, tan parecidos a los de su hijo, se empañaron de lágrimas—. Ojalá... Mi marido no era un hombre tan inflexible y estricto, Diana. Le dolió mucho serlo con Gabriel. Estoy segura de que si Neville hubiese vivido más tiempo, Gabriel y él habrían acabado haciendo las paces.
Ella sabía que Gabriel y su madre habían visitado su tumba antes marcharse. Él tenía tal expresión de emoción sombría cuando volvieron a la casa, que ella no se atrevió a decirle nada antes de que se encerrara el despacho de su padre y no volviera a aparecer hasta dos horas más tarde, para la cena. Entonces, seguía teniendo un gesto tan distante que ella prefirió dejarlo con sus pensamientos.
—Yo también estoy segura —dijo Diana apretando la mano de la mujer.
Felicity dejó a un lado la tristeza.
—Ahora que voy a volver a Londres, me reencontraré con tu tía Humphries. Dorothea y yo éramos muy amigas durante nuestra juventud, ¿lo sabías?
—Sí, ella me lo contó —contestó Diana con una sonrisa.
—Seguro que no te contó todo —Felicity sonrió con malicia y pareció menor de los cincuenta y dos años que tenía—. A Dorothea la consideraban... original.
—¿Mi tía Humphries...?
Diana no pudo disimular la sorpresa. Su tía siempre le había parecido un poco tímida y remilgada.
—Efectivamente. Toda la alta sociedad se quedó asombrada de que aceptara al capitán Humphries, un hombre que no solo era mucho mayor que ella, sino que también podía ser muy serio.
—Creo que fueron muy felices.
—¡Espero que lo fuesen! —exclamó Felicity con sinceridad—. Estoy deseando volver a ver a Dorothea para ponernos al tanto de todo lo que ha pasado durante estos treinta años.
A ella, en cambio, le encantaría librarse de la compañía de Felicity. Cuanto más se acercaban a Londres, más le costaba disimular sus sentimientos hacia Gabriel. Sobre todo, cuando no entendía esa mezcla de furia, cariño y desesperación.
Gabriel se sentía cansado, rígido y de mal humor mientras se bajaba de Maximilian para darle las riendas a uno de los mozos de cuadra de Westbourne House.
El cansancio y la rigidez se debían a las muchas horas que había pasado montado a caballo, pero el mal humor se debía a que Diana ni siquiera había hablado educadamente con él las pocas veces que habían estado juntos. Había esperado, con arrogancia, al parecer, que sería más afectuosa con él al cabo del tiempo. Sin embargo, había sido más fría a medida que pasaban los días, hasta el punto que ya parecía evitar su compañía siempre que podía.
El estigma de su supuesto escándalo no le había impedido aceptar casarse con él. Indudablemente, su bondad había hecho que lo viera como a un ser perdido que tenía que salvar. Tampoco se impresionó durante mucho tiempo al saber que la esposa de su tío era esa mujer del pasado. No, lo que la sensibilidad y bondad de Diana no pudio soportar fue darse cuenta de que su arrogancia y orgullo habían supuesto la desdicha y reclusión de su madre. Al fin y al cabo, era la misma arrogancia que lo había llevado a proponer matrimonio a cualquiera de las hermanas Copeland.
—¡Diana! ¡Por fin has vuelto!
Las dos mujeres casi no habían tenido tiempo de bajarse del carruaje cuando la puerta principal de Westbourne House se abrió de par en par y Caroline bajó apresuradamente los escalones para saludar a su hermana con un entusiasmo que atestiguaba el cariño que se tenían.
—Señora Faulkner... —Caroline hizo una reverencia cuando Diana las presentó—. Milord...
Caroline se dio la vuelta para saludarlo con cierta frialdad y una leve inclinación de la cabeza.
Gabriel también inclinó la cabeza y comprendió que nada había cambiado allí. Ni siquiera la influencia de Dominic podía conseguir que Caroline dejara de pensar que no estaba a la altura de su querida hermana. Una opinión que él compartía en ese momento.
—Me alegro de que hayas vuelto a Londres —Caroline agarró a su hermana del brazo y las tres mujeres subieron las escaleras de la casa—. Además, nunca adivinarías quién ha venido también a la ciudad.
—Estoy segura de que no hace falta que lo adivine cuando estás deseando decírmelo —replicó Diana con ironía.
—¡Malcolm Castle! —exclamó Caroline con el rostro resplandeciente—. Vino de visita por primera vez hace cuatro días y ha vuelto todos los días con la esperanza de que hubieses regresado de Cambridgeshire.
Gabriel se tropezó al oírlo y el alma se le cayó a los pies al darse cuenta de lo que significaba esa noticia. ¿Acaso se había dado cuenta del error que había cometido y había ido a buscar a Diana con la esperanza de recuperarla?