Tres
—EMPIEZO a dudar seriamente de que tu tía Humphries exista.
Gabriel lo comentó con ironía a la mañana siguiente, mientras Diana y él desayunaban en el comedor pequeño y Soames los atendía con discreción y eficiencia.
La tarde anterior la pasó visitando las redacciones de los periódicos, a William Johnston, el abogado de los Westbourne, y a un antiguo compañero de armas para comentar la desaparición de Dominic Vaughn en el campo. Sin embargo, volvió a tiempo para cambiarse para la cena y para cenar solo con Diana. La señora Humphries se disculpó como se había disculpado esa mañana para el desayuno.
—Le aseguro que existe —replicó ella con una sonrisa—, pero sufre espantosamente de los nervios. En realidad, no quería venir a Londres y solo accedió porque me empeñé.
Gabriel arqueó las cejas.
—Me alegro de que te acompañara, pero no ayuda gran cosa que se encierre en sus aposentos y se haya quedado allí. En realidad, es completamente inaceptable ahora que yo también vivo aquí.
—No puede ser inapropiado cuando es mi tutor...
—Un tutor que ya es, oficialmente, tu prometido.
Gabriel le pasó el periódico que había estado leyendo y a ella le temblaron un poco las manos al agarrarlo. Buscó la columna hasta que encontró el anuncio.
Se anuncia el compromiso entre lord Gabriel Maxwell Carter Faulkner, séptimo conde de Westbourne, Westbourne House, Londres, y su pupila lady Diana Harriet Copeland de Shoreley Park, Hampshire. La boda se celebrará, dentro de poco tiempo, en St. George’s Church, Hannover Square.
No decía nada más. No decía quiénes era los padres de Gabriel ni los de ella, se limitaba a anunciar el compromiso. Sin embargo, el anuncio del compromiso era real, estaba impreso en el periódico y cientos de personas estarían leyéndolo en Londres mientras también desayunaban.
A ella no se le había pasado por la cabeza cambiar de idea desde que llegaron al acuerdo la noche anterior, ni había retrocedido ante el comentario de que la boda se celebraría «dentro de poco tiempo». Por ella, cuanto antes, mejor. A ser posible, antes de que Malcolm Castle y la señorita Vera Douglas pasaran por al altar.
No se arrepentía de la decisión que había tomado, pero ver el anuncio impreso en el periódico también hacía que Faulkner fuese muy real para ella. Aunque tampoco lo había dudado en ningún momento después de que el día anterior la hubiese abrazado y besado tan apasionadamente. Se había quedado desvelada solo de pensar en ese beso... Lo que le contó la tía Humphries hacia tantos años sobre lo que pasaba en el lecho conyugal no la había preparado para esas sensaciones tan embriagadoras que se habían adueñado de ella mientras Gabriel la besaba. La excitación incontenible y abrasadora, el anhelo de algo más, algo que no sabía muy bien qué era, pero que creía que si se casaba con un hombre tan experimentado y sofisticado, él acabaría enseñándoselo...
Gabriel la miraba con los ojos entrecerrados. Diana se había quedado pálida antes de sonrojarse más todavía. El rubor era casi del mismo color del vestido que llevaba esa mañana y sus ojos azules como el cielo dejaron escapar un destello cuando lo miró desde el otro lado de la mesa.
—¿Te preocupa la expresión «dentro de poco tiempo»?
—En absoluto —contestó ella de inmediato—. Naturalmente, me gustaría encontrar a mis hermanas antes, pero no veo ningún motivo para que no se celebre la boda en cuanto las haya encontrado.
—¿No? —Gabriel la miró con malicia—. Me había imaginado que quizá quisieras darle tiempo a tu joven, me imagino que será joven, para que volviera a tu lado, reconociera su error y te declarara su amor eterno.
Esa vez, Diana se sonrojó de rabia por el tono burlón de Gabriel.
—Sí es joven... y muy estúpido. Además, aunque hiciera eso, yo no me lo creería —añadió ella apretando esos labios tan carnosos y tentadores.
Él se dejó caer contra el respaldo y la miró con curiosidad. No podía negarse que fuera hermosa ni que tuviera fuerza de voluntad. Le parecía sorprendente su firmeza en lo relativo a ese joven, sobre todo, cuando había aceptado que él afirmara que era inocente sin haber ofrecido la más mínima prueba que lo respaldara. Salvo su palabra...
—Quizá debiera saber cómo se llama ese joven por si se le ocurre venir a visitarte y tengo que mandarlo a que se ocupe de sus asuntos.
—Soy muy capaz de ocuparme de esa situación si se presenta —replicó ella en tono cortante.
Él sabía muy bien que tenía una personalidad fuerte. ¿Cómo no iba a tenerla si había sido la señora de la casa de su padre y la madre de sus dos hermanas desde que tenía once años?
No, el motivo para que quisiera saber el nombre del joven necio que dio la espalda a Diana cuando la fortuna también le dio la espalda era meramente egoísta. Una vez que había conseguido que aceptara casarse con él, no estaba dispuesto a permitir que la convencieran de que cambiara de idea. Primero, porque los dos harían un ridículo espantoso si el compromiso se rompía antes de que casi hubiera empezado. Segundo, porque el beso le había dejado entrever que casarse con ella no sería ese suplicio que siempre le había parecido el matrimonio...
Debajo del aire de eficiencia y pragmatismo que había mostrado al hacer que Westbourne House fuese habitable, había encontrado una joven receptiva y apasionada a la que enseñaría los placeres físicos con mucho placer. Desde luego, no pensaba permitir que un majadero cazafortunas volviera a aparecer en su vida y se la arrebatara delante de sus narices... o de cualquier otra parte de su anatomía.
—No obstante, me contarás cualquier situación así.
—Tengo que advertirle, milord, que me he acostumbrado a resolver mis asuntos como me parece conveniente —replicó ella en tono indignado.
Él inclinó la cabeza como si lo reconociera.
—Algo que me parece que ya es innecesario dado nuestro compromiso.
Ella intuyó por primera vez cómo iba a cambiar su vida por haber aceptado ser la esposa de Gabriel. Un cambio que no le gustaba especialmente. Después de haberse pasado diez años respondiendo solo ante sí misma por lo que hacía, había adquirido una independencia a la que no iba a renunciar fácilmente, ni siquiera por su marido.
—No estoy acostumbrada a permitir que nadie tome las decisiones por mí —insistió ella.
Él no lo dudaba. Diana no era una jovencita pusilánime ni una debutante romántica que esperaba enamorarse y que el hombre se enamorara de ella y por eso le parecía que el futuro matrimonio podía tener cierto equilibrio.
—Estoy seguro de que, con el tiempo, aprenderemos a adaptarnos el uno al otro.
Ella esbozo una sonrisa muy elocuente.
—Creo que quiere decir que, con el tiempo, yo aprenderé a ceder a su superioridad masculina.
Gabriel no tuvo más remedio que corresponder a su sonrisa.
—¿No estás de acuerdo?
—No creo que sea superior a mí por ser hombre. Tampoco entran en mi personalidad la sumisión y la obediencia sin objeciones.
Él se había dado cuenta, desde que la conoció, de que lo que menos deseaba del mundo era que su esposa fuese sumisa u obediente. Hacía una semana o así, cuando les contó a Osbourne y a Blackstone que pensaba casarse, les había asegurado que lo hacía por obligación y conveniencia. Primero, porque necesitaba una esposa y, segundo, porque sentía cierta obligación hacia las hermanas Copeland, quienes se habían quedado sin un porvenir asegurado por la repentina muerte de su padre. Por eso, entonces, le pareció que la sumisión y la obediencia era lo mínimo que podía esperar de su futura esposa.
Cuando vislumbró el fuego que se ocultaba bajo la fría apariencia de Diana, supo que no quería ninguna de esas dos cosas, al menos, en el lecho conyugal.
—Milord...
Diana lo miró con los ojos entrecerrados por el silencio que se prolongaba entre los dos. ¿Había hablado demasiado? ¿Había sido demasiado clara sobre su personalidad? Sin embargo, ¿no era preferible que él supiera lo peor de ella antes de que se casaran? Ella creía que sí, pero quizá hubiese sido demasiado sincera...
—A lo mejor puedo intentar... sofocar algunas de mis tendencias a la independencia.
—Te aseguro que no hace falta que lo hagas por mí —le guiñó un ojo, despidió a Soames y esperó a que el mayordomo se hubiese marchado—. Diana, había esperado que cuando me casara, el matrimonio fuese, como mínimo, aburrido. Es un alivio saber que, después de todo, no será el caso.
Ella abrió los ojos.
—¿No cree que es preferible esperar y que, quizá, se case con una mujer a la que ame?
—¿Amor...?
Él consiguió transmitir un espanto indescriptible en esa palabra.
—¿No cree en ese sentimiento? —preguntó ella con cautela.
Él esbozó una leve y desdeñosa sonrisa.
—Mi querida Diana, he llegado a comprobar que el amor llega con muchas apariencias, y todas falsas.
Ella quizá pudiera entender su escepticismo por ese sentimiento cuando lo habían marginado completamente por la acusación falsa de haberse aprovechado de una joven inocente. ¿Habría amado a esa joven antes de que ella lo traicionara? Sí podía respaldarlo e, incluso, quizá también sintiera el mismo escepticismo hacia el amor. Malcolm Castle había conseguido que ese sentimiento dejara de tener sentido cuando había afirmado que todavía la amaba, ¡pero que iba a casarse con otra mujer! Suspiró.
—Es posible que tenga razón y que un matrimonio como el nuestro, que no se basa en algo tan tenue y voluble como el amor, sino en el sentido común y la sinceridad, sea lo preferible.
Él frunció el ceño. Veintiún años eran demasiado pocos para que una joven tan hermosa se hubiese formado una opinión tan pragmática del amor y el matrimonio. Sin embargo, si tenía en cuenta el matrimonio de sus padres y que ese joven la hubiese abandonado hacía muy poco tiempo, podía tener motivos para habérsela formado. Al fin y al cabo, él tenía veinte años cuando aprendió esa lección tan tremenda.
—Eso no quiere decir... —él se levantó y rodeó la mesa para tomar la mano de Diana y levantarla—...que nuestro matrimonio no vaya a tener otras compensaciones que mitiguen la falta de amor.
Ella parpadeó al darse cuenta de que él pensaba besarla otra vez.
—Yo... milord, ¡solo son las nueve de la mañana!
Gabriel echó la cabeza hacia atrás y se rio.
—Espero que no pienses poner limitaciones a cuándo y dónde puedo hacer el amor contigo...
En absoluto. Retaba a cualquiera a que le pusiera limitaciones a un hombre como Gabriel Faulkner. Lo que pasaba era que su comportamiento no se parecía nada a la descripción del matrimonio que le había hecho su tía Humphries.
Según su tía, lo normal era que los esposos pasaran el día separados. El hombre se ocupaba de sus asuntos y la correspondencia por la mañana y por la tarde visitaba su club. La mujer se ocupaba de los asuntos domésticos, como preparar los menús, contestaba cartas, recibía visitas y las devolvía, hacía costura y leía. Por la noche, podían estar juntos en casa o en algún acto social y cuando volvían, cada uno se retiraba a su dormitorio.
Una vez a la semana, o quizá dos, el marido podría acudir brevemente al dormitorio de su esposa. Entonces, la mujer tenía el deber de hacer lo que quisiera el hombre. Su tía Humphries fue muy imprecisa sobre lo que podía significar «lo que quisiera» y solo añadió que un marido tenía necesidades que una esposa tenía que satisfacer silenciosamente y sin quejarse...
Afortunadamente, tenía alguna idea de lo que podían significar esas necesidades. Su padre había criado ciervos en sus tierras de Hampshire y lo que pasaba en el lecho conyugal no podía ser muy distinto... Era algo tan indigno que no le extrañaba que su tía Humphries no hubiese querido hablar de eso.
Sin embargo, su tía no había dicho que un marido, un prometido en ese caso concreto, pudiese tener la costumbre de besarla durante el día. Sobre todo, de besarla como la había besado el día anterior.
—Como le dije ayer, milord, sé cuáles son mis deberes hacia mi futuro marido.
Gabriel frunció el ceño. No quería que Diana le permitiera besarla por sentido del deber. Quería que ella le entregara libremente lo que él le había arrebatado el día anterior.
—Llámame Gabriel.
El pulso volvía a latirle intrigantemente en la base del cuello.
—Sería inadecuado que me tomara esa confianza antes de la boda, milord —replicó ella bajando la mirada con recato.
Él apretó los dientes.
—Creo que ya me conoces lo suficiente como para saber que me da igual lo que se considera adecuado.
Ella sonrió nerviosamente.
—No sé si...
La frase se cortó bruscamente cuando Gabriel bajó la cabeza y se adueñó de sus labios.
Eran unos labios carnosos y sensuales que lo habían tentado insoportablemente durante la hora anterior, mientras ella bebía el té y mordía la tostada untada de mantequilla y miel y él se imaginaba para qué otras cosas podrían servir esos labios...
Todavía sabía a miel y tenía una calidez que lo incitaba a besarla más profundamente. Su lengua se deleitó con la miel de los labios antes de introducirse en la boca ardiente y húmeda.
No le habían faltado las mujeres durante los años que pasó en el continente; rubias, pelirrojas, italianas de pelo moreno y piel morena, jóvenes y menos jóvenes. Todas ellas con experiencia y, al principio, intrigadas por su escandaloso pasado. Sin embargo, todas decidieron seguir después de haber estado una vez en la cama con él con la esperanza de que las invitara a volver.
Se convirtió en un amante diestro que podía satisfacer a la mujer más exigente y experimentada. Ninguna de esas mujeres tuvo la culpa de que nunca hubiese buscado nada más que la satisfacción inmediata de la carne. En esos encuentros, él solo había permitido que participaran las sensaciones físicas.
Abrazar a Diana, amoldarse a las delicadas curvas de su cuerpo, paladear sus labios y sentir la dulzura de sus reacciones instintivas, despertaban el afecto en él, una necesidad de protegerla, un sentimiento que creía haber olvidado hacía mucho tiempo, si no lo consideraba completamente muerto, unos sentimientos que sabía por experiencia que eran imprudentes en el mejor de los casos y peligrosos en el peor. Enseñar poco a poco los placeres del lecho conyugal a Diana, derretir su superficie fría, era una cosa, pero sentir algo más que el placer físico para sí mismo era algo que no pensaba permitir que sucediera, independientemente de lo tentador que fuera el señuelo.
No le gustó lo más mínimo la dirección que estaban tomando sus pensamientos y levantó la cabeza antes de apartarla con firmeza.
—Creo que deberíamos parar aquí, ¿no, Diana?
Ella se sentía demasiado aturdida como para preguntarse por qué había dejado de besarla tan bruscamente, pero fue asimilando lentamente lo que había dicho y notó que se sonrojaba por el bochorno. ¿Su entusiasta reacción le habría parecido impropia de su futura condesa? Retrocedió con una expresión fría a pesar de que le temblaban las piernas.
—Creo que fue usted quien me besó primero, señor.
Él la miró con arrogancia.
—¿Acaso cuestionas que tengo derecho a hacerlo?
Entonces, Diana se dio cuenta de que cuando fuese la esposa de Gabriel, no podría cuestionar nada que él le exigiera. ¿Podría soportarlo? ¿Podría soportar no ser nada más que una posesión suya, que él pudiese hacer lo que quisiera? Si así conseguía salvar la dignidad herida por la traición de Malcolm al amor que habían dicho que sentían el uno por el otro, sí podría, se aseguró a sí misma casi desafiantemente.
—Le pido disculpas si no he tenido... decoro en este momento —dijo ella con rigidez—. Creo que esta mañana estoy... alterada y demasiado sensible por la desaparición de Caroline y Elizabeth y por haber visto el anuncio de nuestro compromiso.
Gabriel se arrepintió, casi se sintió culpable por lo que sentía Diana, pero solo por un instante. Lo que había sentido por ella mientras la besaba era algo que un hombre tan escéptico como él no sentía. Era preferible mantener cierta distancia. Por mucho que creyera que disfrutaría enseñándole los placeres de la carne cuando estuviesen casados, prefería no hacerlo si existía el peligro de que ella se dejara llevar por fantasías románticas. Solo conseguiría que sufriera un desengaño mayor que el que ya había sentido por culpa de ese joven voluble. Se apartó más con las manos en la espalda para contener la tentación de tocarla otra vez.
—Con toda certeza, esta mañana, después del anuncio de nuestro compromiso, recibiremos una avalancha de tarjetas de visita y de invitaciones —él hizo una mueca de desprecio—. Tanto los que son corteses como los que solo son curiosos estarán ansiosos de poder decir que fueron los primeros en recibir a Gabriel Faulkner cuando volvió a Londres después de su ausencia de ocho años. Naturalmente, no hace falta que te diga que espero que no aceptes ninguna invitación sin consultármelo antes.
Diana no pudo disimular la indignación.
—Habré vivido toda mi vida en el campo, pero, aun así, creo que sé cómo comportarme correctamente. Naturalmente, no recibiré visitas ni aceptaré invitaciones sin comentarlo primero con usted.
Él esbozó una sonrisa implacable.
—Mi petición no tiene nada que ver con que te comportes correctamente, tiene que ver con que la mayoría de la sociedad me da igual.
Ella sabía muy bien cuál era el motivo de la orden de Gabriel, no era una petición, y lo comprendía perfectamente. Ella era la hija de una condesa con mala reputación y también despertaría la curiosidad de la sociedad a raíz del anuncio de su compromiso. Por eso, estaba encantada de que fuese Gabriel quien decidiera las invitaciones que podían aceptar y las que tenían que rechazar. Él conocía mucho mejor ese asunto y si se ocupaba ella, podría organizar algún desastre social. Contuvo un suspiro.
—Creo que subiré a ver qué tal está mi tía.
—Creo que, de paso, podrías sugerirle que sería una buena idea que nos acompañara esta noche a cenar.
Ella supo que esa «sugerencia» era una orden, como lo fue antes la «petición».
—Efectivamente, le preguntaré si se encuentra bien y puede acompañarnos esta noche —replicó ella con frialdad.
Empezaría como pensaba continuar. No estaba dispuesta a que Gabriel dominara todos los aspectos de su vida, por muy arrogante que fuera. Él frunció el ceño ligeramente.
—Supongo que no puedo esperar otra cosa.
—Efectivamente —contestó ella mirándolo a los ojos sin parpadear.
Gabriel le sonrió con cierta admiración. No se arrugaba ante sus desafíos.
—Esta mañana pensaba hacer algunas indagaciones discretas sobre tus hermanas. Evidentemente, necesitaré una descripción detallada de las dos.
Escuchó con atención mientras Diana las describía.
—¿Hay algo más que debas decirme antes de que me marche?
—¿Por ejemplo? —preguntó ella desconcertada.
Él hizo una mueca de pesadumbre con la boca.
—Por ejemplo, ¿alguna de tus hermanas ha podido fugarse con un hombre más joven?
—¡Claro que no! —contestó ella inmediatamente.
Gabriel levantó las manos en un gesto defensivo.
—Tenía que preguntarlo.
Ella tenía las mejillas sonrojadas, pero por la indignación.
—Es posible que mis hermanas hayan sido irreflexivas al escaparse, pero no creo que sean tan irreflexivas como para arruinar completamente su reputación, milord.
Él deseó poder tener la misma certeza que ella. Desgraciadamente, aunque ni Caroline ni Elizabeth se hubiesen escapado para irse con un hombre, sabía que la situación podía haber cambiado. Según Diana, Caroline llevaba desaparecida más de dos semanas y su hermana Elizabeth, dos días menos. Era tiempo más que suficiente para que algún desaprensivo se hubiese dado cuenta y se hubiese aprovechado de dos jóvenes solas y desamparadas.
—Me alegro de oírlo —comentó él para no preocuparla más—. Por favor, transmítele mis respetos a tu tía.
Ella lo observó mientras se marchaba con grandes zancadas. La levita marrón oscuro se ajustaba perfectamente a sus anchas espaldas, como las calzas beis a las piernas largas y musculosas. Su atractivo físico, como esos besos que le aceleraban el pulso solo de pensar en ellos, indicaban que lo mejor que podía hacer, y lo más seguro, era no pensar en absoluto en ellos.
—Casi me olvido...
Gabriel se detuvo repentinamente en la puerta y se dio la vuelta para mirarla.
—Ya sé que Hampshire es un condado bastante grande, pero ¿no conocerás por casualidad a una familia que se llama Morton?
Ya había enviado a algunos antiguos compañeros de armas a Hampshire para que buscaran a Dominic Vaughn y a la mujer con la que pensaba casarse, pero habría sido un descuido por su parte no preguntarle a Diana si conocía a la familia de esa mujer. Algo de lo que casi se olvida por el beso.
—¿Morton? —preguntó ella con cierto asombro—. El mayordomo de Shoreley Park se llama Morton, pero, aparte, no conozco a ninguna familia que se llame así.
—¿De verdad? —preguntó él inexpresivamente—. ¿Tiene familia? En concreto, ¿tiene alguna hija casadera?
—Que yo sepa, no... No, estoy segura de que no —añadió ella con firmeza—. Morton lleva años con nosotros. Si tuviese una hija, estoy segura de que lo sabría.
—Mmm... —murmuró Gabriel en voz baja—. Aun así, es curioso que vuestro mayordomo se llame así...
—¿Qué tiene de curioso, milord? —preguntó ella sin poder entenderlo.
—No estoy seguro —él frunció el ceño porque las piezas del rompecabezas eran cada vez más intrincadas—. Al menos, es un primer paso. Es posible que ese mayordomo tenga una sobrina que se llame así.
—No recuerdo que haya hablado de ninguna... —ella también frunció el ceño—. ¿Qué tiene que ver esa mujer con usted, milord?
Gabriel se quedó inmóvil.
—¿Por qué supones que tiene algo que ver conmigo?
Ella se sonrojó ligeramente.
—Como me ha preguntado por ella, he creído...
—¿Has creído que como he dicho que es joven he tenido algún interés por ella, sea ahora o en el pasado? —preguntó él con un brillo en los ojos que ella no supo descifrar.
No sabía qué pensar. Toda la conversación la desconcertaba. En realidad, seguía ligeramente perpleja por su reacción al beso y por su final abrupto y algo doloroso. Entonces, se dio cuenta de lo poco que sabía del hombre con el que iba a casarse. Lo creyó cuando le dijo que no había seducido y dejado embarazada a aquella joven hacía ocho años. Sin embargo, todo cambiaría si resultaba que esa mujer supuestamente mancillada y la que estaba buscando eran la misma...