Siete
EL nerviosismo de Diana por haber tomado la decisión de viajar a Faulkner Manor, en Cambridgeshire, acompañada solo por su doncella fue aumentando a medida que se alejaban de Londres. Sabía que Gabriel iba a enojarse mucho cuando volviera a Westbourne House y se enterara de lo que había hecho. Esperaba que se enojara tanto que la siguiera...
Ante su negativa a volver a hablar siquiera de ese asunto, no le había quedado otra manera de conseguir que fuese a ver a su madre, algo que le pareció que tenía que hacer necesariamente después de haber recibido la segunda carta de Alice Britton. Evidentemente, esa mujer estaba muy preocupada por Felicity Faulkner.
Ella, sin embargo, se dio cuenta enseguida de que su plan tenía un fallo clamoroso: no había ninguna certeza de que Gabriel fuese a seguirla. Desde luego, no lo había hecho durante las casi veinticuatro horas que habían pasado desde que se marchó de Londres. Ella tampoco había dormido durante la noche que había pasado en la casa de postas y solo se había agobiado por la intensidad de la furia de Gabriel cuando hablaran. Sin embargo, él no había llegado todavía.
No había tomado a la ligera la decisión de viajar a Faulkner Manor. Estaba dividida entre la preocupación por el paradero de su hermana pequeña y las obligaciones que creía que se esperaban de ella como futura esposa del conde de Westbourne. Naturalmente, ni se habría planteado un viaje así si Caroline y lord Vaughn no estuviesen plenamente decididos a encontrar a Elizabeth una vez que se habían enterado de que estaba desaparecida.
Más tranquila en ese sentido, pudo concentrarse en sus deberes como futura esposa de Gabriel e hizo los preparativos para dirigirse a Cambridgeshire. Aunque en ese momento estaba abrumada por la inquietud, porque había tenido el atrevimiento de pedirle al ayuda de cámara de Gabriel que preparara un baúl con ropa del conde para que viajara con ella en el carruaje y porque sabía que Gabriel estaría furioso. Dudaba mucho que fuese a aceptar la explicación de que, dado su compromiso, se sentía tan responsable de su familia como él.
Ya era demasiado tarde para dar media vuelta, se dijo a sí misma con decisión. Incluso, era posible que Gabriel estuviese en el camino, persiguiéndola apresuradamente y con rabia. Al menos, lo esperaba.
—Espero que tengas un buen motivo para que no hayas salido detrás de Diana.
Gabriel se dio la vuelta lentamente. Había estado mirando por la ventana del despacho al ejército de jardineros que estaba arreglando el césped, demasiado alto, y los arriates abandonados. Estaba seguro de que ese trabajo se hacía siguiendo las instrucciones precisas de lady Diana Copeland.
Lady Caroline Copeland estaba imperturbable en la puerta abierta del despacho. La miró con frialdad. Había oído los ligeros golpes en la puerta, pero había decidido no hacerles caso.
—No recuerdo haberte dado permiso para que entraras.
Ella entró en la habitación y cerró la puerta.
—No recuerdo haberlo pedido.
Efectivamente, no lo había pedido, se reconoció a sí mismo con cierta admiración. Era menuda, hermosa, llevaba un vestido gris claro y tenía veinte años, pero Caroline también tenía una voluntad tan firme que no le extrañó que hubiese conseguido deslumbrar al arrogante y escéptico conde de Blackstone. Aun así...
—No tengo la costumbre de comentar con nadie lo que hago o dejo de hacer.
—¿De verdad? —ella resopló de una forma muy poco elegante—. ¿Puedo proponer que te acostumbres, al menos, cuando se trata de Diana?
Gabriel arqueó las cejas con arrogancia.
—¿Lo propones?
—Insisto —contestó ella lacónicamente.
—Me lo imaginaba.
Gabriel contuvo una sonrisa mientras se daba la vuelta. La luz de la tarde le calentaba la espalda, pero no mitigaba la furia gélida que sentía hacia Diana. Además, también tenía que reconocerse que seguía perplejo desde que se enteró de que se había marchado a Faulkner Manor. Había pasado años como oficial del ejército del rey y se había acostumbrado a dar órdenes y a que las obedecieran. No podía creerse que la mujer con la que solo llevaba seis días prometido, una joven hermosa, elegante y con un sentido del deber impropio de su edad, hubiese desatendido completamente sus deseos, ni más ni menos. Quizá hubiese debido haber hecho más caso del comentario de Diana cuando dijo que la palabra «obedecer» no iba a entrar en sus juramentos del matrimonio.
—¿Y bien?
Gabriel frunció el ceño cuando volvió a darse la vuelta para mirar a la hermana de Diana.
—Como ya he dicho, no veo motivos para tener que dar explicaciones, ni a ti ni a nadie.
Ella suspiró con desesperación.
—Eres tan tozudo y orgulloso como Dominic.
—Sin duda, por eso somos amigos desde hace tantos años —replicó él con una ceja arqueada.
—Sin duda —repitió ella—. Dejando a un lado tus defectos, quien me preocupa es Diana.
Él se quedó atónito por ese segundo insulto en tan pocos minutos.
—No entiendo por qué.
Sus ojos verdes brillaron con impaciencia mientras entraba más en la habitación.
—Es posible que no lo sepas, pero mi hermana siempre antepone los deseos y necesidades de los demás a los suyos propios.
—Si tenemos en cuenta lo que has hecho últimamente, me sorprende oír que sí sepas lo desprendida que es Diana —replicó Gabriel apretando los labios.
Ella se sonrojó ante esa reprimenda por lo díscola que había sido últimamente.
—¿Cómo no iba a saberlo si, evidentemente, ese ha sido el único motivo para que aceptara casarse contigo?
Él entrecerró amenazadoramente los ojos.
—Ten cuidado, Caroline —le advirtió él con una suavidad aterciopelada—. No le he comentado a Diana tu escandaloso comportamiento al escaparte y convertirte en cantante en un club de juego para caballeros porque sé cuánto te quiere y por mi amistad con Blackstone, pero te aseguro que esas dos cosas me darán igual si sigues criticándome de esa forma tan inaceptable.
Ella se quedó pálida, pero siguió sin amilanarse.
—Naturalmente, no sé nada o casi nada de lo que ocurrió en el pasado, ¡pero no puedes dejar que Diana se enfrente sola a tu familia!
—Creo que podría hacerlo perfectamente cuando ha desobedecido descaradamente mi voluntad, pero no, no pienso hacerlo.
Supo que tendría que seguirla desde que leyó la carta de ella, que quedarse en Londres en esas condiciones solo pospondría lo inevitable.
—Ah...
Caroline pareció menos segura de su indignación por Diana.
—Están ensillando mi caballo mientras hablamos —le explicó él.
Caroline se relajó apreciablemente.
—¿Por qué no me lo dijiste cuando entré aquí?
Gabriel esbozó una sonrisa apesadumbrada.
—Parecías tan decidida a enfurecerte en nombre de Diana que no quise defraudarte.
Ella ladeó la cabeza.
—¡Dominic y tú os parecéis tanto que podríais ser hermanos!
—Si tenemos en cuenta que tú y él vais a casaros dentro de poco —Gabriel sonrió—, lo tomaré como un cumplido.
—Yo no lo haría si fuese tú —replicó ella con sinceridad—. Cierta arrogancia puede ser aceptable en el hombre amado, pero no es tan atractiva en el hombre que va a ser el esposo de la hermana de una.
—Intentaré tenerlo presente.
Gabriel se sintió conmovido por el amor de Caroline hacia su hermana y por la declaración de que amaba a Dominic tanto como él la amaba a ella; un buen presagio para la boda de los dos.
Ella lo miró con cierta preocupación.
—Espero que no estés demasiado... disgustado con Diana cuando la veas...
—Al contrario, Caroline —Gabriel la miró fijamente—. Estoy deseando demostrarle lo profundamente disgustado que estoy.
¡La verdad era que estaba impaciente!
A última hora de la tarde del segundo día, cuando el carruaje se detuvo al final del camino de entrada a Faulkner Manor, Diana tenía frío y estaba cansada y muy irritable. El frío y el cansancio se explicaban por las muchas horas de viaje bajo la lluvia, una lluvia que le empapó el chaquetón y el sombrero cuando se detuvieron para comer algo en una posada del camino. El motivo para que se sintiera irritable recaía sobre las anchas espaldas de Gabriel Faulkner.
El nerviosismo inicial al pensar en su furia cuando descubriera que se había marchado, había dejado paso a cierto alivio cuando no oyó los cascos de un caballo que retumbaban con furia. Sin embargo, acabó enojada cuando tuvo que aceptar que él había preferido no seguirla. Había estado segura de que lo haría. Entonces, ¿por qué no la había seguido? Evidentemente, su compromiso era de conveniencia para los dos, pero, aun así, había creído que cualquier caballero con sentido del honor mostraría lealtad hacia la mujer con la que pensaba casarse. Al parecer, el sentido del honor de Gabriel desaparecía si podía implicar que tuviera que ver otra vez a alguien de su familia. ¿Qué iba a decirles a su madre y a su familia sobre su ausencia?
Se detuvo bruscamente cuando el lacayo le ofreció una mano para ayudarla a bajarse del carruaje. Sus sentidos se aguzaron cuando algo la alertó. Por puro instinto, se dio la vuelta y miró al final del camino de gravilla. Abrió los ojos como platos y se quedó pálida cuando vio un enorme caballo negro con un jinete igual de enorme e imponente vestido de negro, con una capa negra y el sombrero tapándole la frente. Supo con toda certeza quién era ese jinete. ¡Gabriel!
Mientras ella seguía inmóvil, el destello de un rayo iluminó el cielo y el caballo se encabritó sobre las patas traseras. Pudo ver claramente su cara, sus ojos acusadores y una expresión granítica mientras los cascos del caballo volvían a caer sobre la gravilla. Galopó hacia ella con el jinete inclinado, como si fuera el arcángel del mismo nombre dispuesto a descender vengativamente sobre su enemigo.
Diana...
Había esperado alcanzar a Diana antes de que llegara a Faulkner Manor e impedir que los dos fueran allí. Desgraciadamente, el tiempo que malgastó en Londres se lo impidió. Naturalmente, había reconocido el coche negro que se había detenido. Era uno de los suyos y llevaba un ángel y un unicornio rampante, el emblema de los Westbourne, en las puertas. Además, un lacayo con la librea de los Westbourne había abierto una puerta, había bajado el estribo y estaba esperando para ayudar a Diana a bajarse.
Cuando pisó la gravilla, lo miró y abrió los ojos azules con inquietud al reconocerlo montado en el caballo negro. Una inquietud que encontraría justificada en cuanto los dos estuvieran solos, pensó él con una satisfacción sombría.
Había sido un viaje largo e incómodo desde Londres, aunque había pasado la noche en una posada mediocre, y estaba cansado, hambriento y muy mojado. Sin embargo, nada de todo eso le desagradaba tanto como volver a estar en Faulkner Manor después de todos esos años. Tampoco tenía ninguna duda sobre quién era la culpable. Lady Diana Copeland, la mujer con la que se había comprometido hacía poco, la joven entrometida que pronto sabría cuál era el castigo por desobedecerlo...
Detuvo a Maximilian a unos metros de ella, desmontó y le tiró las riendas al lacayo que estaba esperando. Se acercó al carruaje, donde seguía ella con gesto de inquietud y sus ojos azules se abrieron más todavía cuando la agarró de un brazo. Ella tragó saliva antes de hablar.
—Me alegro mucho de verlo, milord. Creía que me había dicho que sus compromisos en la ciudad le impedirían llegar hasta mañana.
Ella lo dijo con naturalidad y delicadeza a pesar de su evidente desasosiego. Él sabía que lo había dicho por los sirvientes que estaban escuchando. Ella no podía saber que pensaba acudir y, desde luego, preferiría estar en cualquier otro sitio.
—No soporto estar alejado de ti ni durante tan poco tiempo —replicó él para seguir la farsa—. Sobre todo, cuando te ocupaste de traer casi toda mi ropa —gruñó para que solo lo oyera ella.
Diana supo que lo primero lo dijo para parecer enamorado a quienes estaban escuchando, pero ni los ojos que tenía clavados ni el segundo comentario dejaban lugar a dudas sobre lo que podía esperar.
—También me alegra saber que siente eso, milord.
—Esperemos que te alegres lo mismo cuando estemos solos —murmuró él.
Ella se sintió más nerviosa todavía.
—¿No recibiste mi carta de explicación?
—No estaría aquí si no la hubiese recibido —replicó él.
—Entonces...
—¿Puede saberse qué es todo este jaleo? ¡Dios mío! ¿eres Gabriel? —exclamó una voz de mujer.
Miró a Diana por última vez antes de que un telón cayera sobre todos sus sentimientos y se dio la vuelta para mirar a la joven que, evidentemente impresionada, estaba en lo alto de los escalones que llevaban a la casa. Solo la fuerza con la que la agarraba del brazo delataba que no estaba tan imperturbable como parecía indicar su rostro inexpresivo. Ella también se dio la vuelta lentamente para mirar a la mujer que observaba a Gabriel con los ojos fuera de las órbitas.
Era joven, aunque algo mayor que ella, y su belleza era perfecta y sin estridencias: un frente ancha y blanca, unos bonitos ojos marrones, una nariz pequeña y perfecta, unos labios carnosos y un mentón delicado y frágil. El pelo, negro como el ala de un cuervo, estaba peinado con unos elegantes rizos y el cuerpo esbelto quedaba resaltado por el vestido de color melocotón y muy favorecedor.
—Su perspicacia no la ha abandonado, señora —contestó Gabriel sin alterarse.
Ella palideció por su sarcasmo hiriente, aunque intentó mantener la compostura.
—Compruebo que tu arrogancia insoportable no ha disminuido con los años.
—¿Acaso lo esperaba?
—¡No esperaba verte!
—Eso es evidente —murmuró él.
La mujer lo miró con furia.
—Si te hubieses molestado en comunicarnos que pensabas venir, te habría dicho que no eres bien recibido.
Gabriel apretó los dientes y un músculo se contrajo en su mandíbula.
—Por algún motivo inexplicable, he tenido varias conversaciones últimamente sobre la poca necesidad que tengo de comunicar a nadie lo que voy a hacer.
Diana supo que también era una pequeña pulla dirigida a ella...
—Si no le importa —Gabriel miró a la otra mujer con frialdad—, Diana y yo la acompañaremos en la casa dentro de un instante.
Pareció como si la joven fuese a seguir discutiendo el derecho que tenía a entrar en la casa, pero se lo pensó mejor después de volver a mirarlo y se limitó a fruncir el ceño antes de darse la vuelta y volver a entrar apresuradamente.
Diana supuso que esa joven altiva tenía que ser una familiar de Gabriel. ¿Sería una hija del señor y la señora Prescott? Su actitud con Gabriel había sido lo suficientemente familiar e insultante como para ser una prima.
—Pronto nos habremos delatado todos, Diana —le aseguró Gabriel.
La lluvia volvió a caer y empezó a subir rápidamente los escalones sin soltarle el brazo.
—Pero... ¡Cuidado, Gabriel!
Ella intentó seguir su paso, pero se pisó el borde del vestido. Estaba tan impaciente y furioso que no se podía razonar con él. Ella los había llevado a esa cueva de escorpiones y no estaba dispuesto a tener compasión si no le gustaba su rencor.
—Ya estoy bastante mojado y cansado. Te aconsejo que no empeores las cosas.
Ella apartó la falda empapada de los pies y lo miró cabizbaja.
—Entiendo que estés enfadado conmigo, Gabriel, pero te aseguro que solo pensé en ti cuando decidí venir aquí.
—Al contrario, creo que tomaste esa decisión sin tener mínimamente en cuenta mis sentimientos —le corrigió él en tono cortante mientras subían los últimos escalones.
—¿Cómo puedes decir eso cuando dejé de buscar a Elizabeth para venir aquí?
—Para que no me corroa el remordimiento y el arrepentimiento el día que me entere de que mi madre ha muerto —le recordó él.
—Sí.
Él la miró con un brillo sombrío en los ojos.
—Esa decisión tendría que tomarla yo, no tú.
—Pero...
—Luego te daré tiempo de sobra para que te expliques.
Ella notó la punzada gélida de su tono.
—¿Tendrás alguna intención de escuchar lo que tengo que decirte?
—Seguramente, no.
—Entonces, no veo el sentido...
—¡Diana, por amor de Dios, podrías callarte!
Él se paró en seco, y con la respiración entrecortada, en la puerta de la casa que abandonó deshonrosamente hacía ocho años. La furia contra Diana lo había mantenido durante el penoso viaje hasta Cambridgeshire porque había ido repasando las distintas maneras de mortificarla por haberle obligado a seguirla. Sin embargo, en ese momento, se encontraba delante de la puerta principal de la casa de la que lo habían expulsado sin piedad, de la familia que había pensado no volver a ver jamás, y sentía una desolación que le llegaba a lo más profundo del corazón.
—Gabriel...
Diana no pudo evitar sentir preocupación al ver su expresión mientras miraba la puerta de la que había sido su casa. Su relación había estado cargada de tensión desde que se conocieron, pero mientras miraba a ese hombre sabía que no era el mismo hombre autoritario y tiránico que había conocido durante los últimos seis días, era completamente desconocido para ella...
Tragó saliva y comprendió que no debería haberlo arrastrado hasta allí, que había reabierto una herida antigua y que habría sido mejor no tocarla.
—Nunca pretendí importunarle, milord —susurró ella.
—Tu disculpa llega demasiado tarde y es muy leve, Diana —él la miró con los ojos del desconocido que le parecía en ese momento—. Ya no hay marcha atrás posible.
Él lo murmuró antes de dar el paso que los metería en la casa. Ella lo siguió al lúgubre vestíbulo de mármol y sintió un escalofrío en la espalda. No fue por la temperatura, fue por el ambiente, fue como si los ladrillos de las paredes se hubiesen impregnado durante años de un espíritu de maldad. Algo increíble porque los ladrillos no absorbían emociones, como tampoco las absorbían los opulentos cuadros y estatuas que había en las paredes. Esas imaginaciones tenían que deberse al cansancio y el hambre, y al desasosiego que le producía pensar en la conversación con Gabriel que la esperaba cuando estuvieran solos otra vez.
No obstante, se abrigó más con la capa para intentar mitigar el frío que sentía.
—¿Qué tal está mi madre?
Gabriel lo preguntó en tono áspero mientras la belleza morena bajaba apresuradamente la escalera amplia y curva con el hermoso rostro algo congestionado por el esfuerzo. Ella pasó por alto la pregunta y se dirigió al mayordomo que esperaba al pie de la escalera.
—Reeves, por favor, lleva té al salón marrón.
—Lleva té para las damas, Reeves, pero yo prefiero algo más fuerte.
Gabriel también se dirigió al mayordomo y comprobó que el paso de los años también le había pasado factura. Parecía veinte años mayor que los ocho años que habían pasado desde que lo vio por última vez. Aun así, captó la calidez en la mirada del mayordomo cuando lo reconoció.
—Muy bien, milord.
—Prepara también el dormitorio verde y el dorado para lady Diana y para mí —añadió Gabriel mientras le entregaba el sombrero y la capa, además del sombrero y la capa de Diana.
—¡No puedes llegar y empezar a dar instrucciones al servicio como si esta casa fuese tuya! —exclamó la mujer.
—Creo que Faulkner Manor todavía es de mi madre, ¿no?
—Yo... sí.
—Entonces, por favor, hazlo Reeves —dijo Gabriel antes de dirigir una mirada gélida a la belleza morena, quien lo miraba con ira—. Señora, propongo que sigamos la conversación en algún sitio donde haga más calor.
—Tú...
—Ya —exigió él.
La joven belleza se levantó un poco el vestido, se dio la vuelta bruscamente y fue a una habitación decorada en marrón y dorado con la chimenea encendida, pero que no conseguía aliviar el frío reinante.
—Creo haber preguntado por la salud de mi madre —dijo Gabriel con un brillo acerado en los ojos entrecerrados.
—Felicity está todo lo bien que puede esperarse —contestó la mujer con los labios apretados.
—¿Qué significa eso exactamente? —preguntó él.
Ella se encogió de hombros.
—Felicity se ha debilitado desde que murió tu padre. En realidad, se ha recluido en sus aposentos desde su entierro. Sale muy poco de allí, si sale alguna vez.
—Lo cual, le permite ejercer de señora de la casa con plenos poderes, ¿verdad? —preguntó él con desdén.
—¡Cómo te gusta culpar a los demás de lo que todos sabemos que son las consecuencias de tus desmanes!
Gabriel se limitó a arquear levemente una ceja cuando oyó hablar de la muerte de su padre o de que eso había afectado tanto a su madre que se había retirado completamente de la vida social, pero los dos datos habían conseguido atravesar la coraza que había puesto sobre sus sentimientos. Su padre siempre había sido un partidario riguroso de las normas sociales y su madre una especie de mariposa social, pero se habían atraído como polos opuestos y todo el mundo había percibido el amor incondicional que se profesaban el uno por el otro.
¿Tenía él la culpa? ¿Serían las cosas distintas en ese momento si no hubiese permitido que lo expulsaran hacía ocho años? ¿Seguiría vivo su padre y la alegría de vivir de su madre seguiría impregnando a todo y todos los que la rodeaban?
—Gabriel, ¿te importaría presentarnos?
El delicado recordatorio de Diana hizo que volviera del pasado. Miró primero a la mujer que lo observaba con hostilidad desde el otro lado de la habitación y luego, a su futura esposa, quien le había puesto una mano en el brazo.
—Diana, te presento a la señora Jennifer Prescott, la esposa de mi tío Charles. Señora Prescott, le presento a lady Diana Copeland, mi prometida.
Ella lo miró pasmada unos segundos antes de volverse para mirar a la otra mujer. No podía disimular la incredulidad ante la idea de que esa mujer increíblemente hermosa que estaba junto a la chimenea estuviese casada con el tío de Gabriel. Una mujer que Gabriel no había querido volver a ver... como tampoco había querido volver a saber nada de ella.