Capítulo 11
James esperó a que Leila se fuera a trabajar para llamar a Manu.
—Hola —la saludó en cuanto contestó—. Quería saber si podrías venir a Nueva York, reunirte conmigo y ayudarme con los padres de Leila.
—Está claro que necesitas ayuda.
—Sí, por eso quiero que te metas en un avión tan pronto como sea posible.
James no soportaba que Leila se despertara llorando cada noche. Sabía que había sido lo bastante infeliz como para irse de casa, pero le dolía que él pudiera haber sido el que había causado una ruptura irremediable entre Leila y su familia, tanto como para que no quisieran siquiera tener nada que ver con el bebé.
No era experto en interpretación de sueños, pero le parecía claro que Leila estaba preocupada al ver que su familia le había dado de lado. Quería hacer todo lo posible para arreglar las cosas.
—He estado estudiando árabe para poder pedirle disculpas a su padre —le contó a Manu.
—No es solo el idioma lo que necesitas saber, James.
—Eso lo entiendo.
Lo último que necesitaba era que Manu le sermoneara. Estaba a punto de decírselo cuando se abrió la puerta y Leila entró en la suite.
—Te volveré a llamar más tarde —le dijo James.
—No hace falta. Voy a buscar billete. Puedo llegar mañana y quedarme dos días, pero no te garantizo que te vaya a ayudar. Por ahora, solo estoy dispuesta a reunirme contigo y hablar de la situación. Te mandaré la información del vuelo.
—Lo siento. ¿Te he interrumpido? —le preguntó Leila cuando James colgó el teléfono.
—No, por supuesto que no —replicó él algo cortante—. Estaba vendiendo unas acciones…
Leila sabía que le estaba mintiendo, había oído la voz de una mujer al otro lado de la línea. Además de olfato, también tenía muy buen oído.
—¿Cómo es que no estás en el trabajo? —le preguntó James.
—El músico que va por las noches me ha pedido que le cambiara el turno. Así que hoy trabajaré de noche.
—Pero no quiero que…
James se detuvo antes de terminar la frase. Sabía que él no era nadie para decirle cuándo y cómo tenía que trabajar ni lo que podía hacer o no. Sobre todo cuando sabía que le encantaba ese trabajo. No quería coartarla cuando Leila parecía estar empezando a encontrarse a sí misma.
Pensó entonces que tampoco él era nadie para obligarla a casarse con él.
Tenía la esperanza de que hubiera cambiado de opinión y que quisiera hacerlo.
—Bueno, si eso es lo que quieres hacer —le dijo James al final.
—Sí. Además, parece que los dos necesitamos tiempo a solas para poder hacer llamadas telefónicas en privado y esas cosas.
A James no se le pasó por alto la acusación en sus palabras. La miró con una sonrisa mientras Leila entraba resoplando al baño. Siempre seguía las mismas rutinas. En cuanto llegaba a la suite, iba directa al baño para desmaquillarse. Se acercó a mirarla mientras se limpiaba los ojos. Apenas podía controlar su enfado.
Aunque no tenía razón para estarlo, le quedó claro que estaba celosa.
Trató de mirarla a los ojos en el espejo, pero ella lo estaba ignorando.
—Leila… —susurró James deslizando una mano alrededor de su cintura.
Pero ella se apartó y él se sentó en el mostrador de mármol, mirándola mientras seguía quitándose el maquillaje.
—Estaba hablando con una mujer por teléfono, pero no tengo nada con ella, Leila —le dijo entonces—. Eres la persona más insegura que he conocido.
—No soy insegura, James —protestó ella.
—Trata al menos de confiar en mí.
Leila suspiró. Sabía que tenía razón, que debía confiar en él, pero le daba miedo hacerlo. Quería creer que James no solo estaba con ella por el bebé. Quería creer que, de alguna manera, su matrimonio podría funcionar.
Y también quería decirle que lo amaba.
James le entregó otra toallita y ella la aceptó.
—Soy tu asistente desmaquillador personal —le dijo James.
Vio que Leila se tenía que esforzar para no sonreír. Le gustaba estar en el baño con ella, aunque solo fuera para ver cómo se limpiaba la cara. Tomó su crema hidratante y puso un poco en sus dedos.
Leila miró sus dedos de reojo. Recordó cómo James le había limpiado los labios la noche que se conocieron. Pero prefería no pensar en ese momento de debilidad. Por eso ignoró la crema que le ofrecía y usó directamente el frasco de loción hidratante.
James no se lo tomó como algo personal. Bajó los ojos y vio las pastillas anticonceptivas en el neceser.
—¡De poco sirvieron! —comentó mientras las sacaba de la bolsa de aseo—. Leila, ¿de dónde sacaste estas pastillas? —le preguntó frunciendo el ceño.
Leila tardó unos segundos en contestar. Aunque había muerto, no quería dañar la reputación de Jasmine.
—Me las dio un médico.
—Sí, pero ¿cuándo fue eso?
—No lo recuerdo.
—Caducaron hace años…
James no entendía nada. Miró de nuevo la fecha creyendo que se había equivocado. La caducidad era de hacía más de una década.
—¿Cómo?
Le entregó el paquete y señaló la fecha. Leila frunció el ceño.
—Los medicamentos caducan, igual que los alimentos —le explicó James—. Este anticonceptivo ya no es eficaz.
Leila se sentía tan estúpida y avergonzada… Estaba segura de que estaba enfadado con ella.
—No lo sabía —susurró ella aterrada—. Me equivoqué…
—Está bien, no pasa nada —le dijo James.
La creía. Conociéndola, no le extrañaba que no lo hubiera sabido, pero le sorprendió ver que se le llenaban los ojos de lágrimas. Leila lloraba cada noche, pero rara vez revelaba sus emociones durante el día.
—No pasa nada, no estoy enfadado. Entiendo que fue un error —le aseguró con una sonrisa—. Aunque es un error que solo tú podrías cometer.
Se arrepintió de sus últimas palabras al ver que se echaba a llorar desconsolada.
—Eran de Jasmine —le confesó Leila sollozando—. Pertenecían a Jasmine. Se las escondí en mi dormitorio.
—¿Hablas de tu hermana? ¿La que murió?
Leila asintió. Nunca le había dado detalles sobre lo que pasó. Había supuesto que le dolería hacerlo.
—¿Hace cuánto tiempo que murió?
—Hace dieciséis años.
Había imaginado que no habrían pasado más de dos años. Recordó horrorizado que Leila le había dicho que su madre no había sido capaz de mirarla desde entonces. Dieciséis años eran muchos años siendo ignorada por sus propios padres. James la sacó del baño y la llevó sin soltarla hasta el salón para que pudiera sentarse.
—Jasmine tenía un arcón que yo le escondía en mi armario. Me fui de Surhaadi después de tener una horrible pelea con mi madre. Decidí demostrarle que Jasmine no había sido tan buena como pensaban. Pero, después, al ver sus cosas, decidí irme de allí y usar su ropa, sus zapatos, su maquillaje… Era lo que llevaba puesto cuando nos conocimos. Estaba tratando de ser ella…
Se quedó callada esperando el sermón de James, esperando que le dijera que había sido muy tonta. Era a lo que estaba acostumbrada. Pero, cuando le habló, no le pareció que estuviera enfadado.
—Vaya… —susurró James con una sonrisa que le sorprendió—. ¿Así que lo hice con el fantasma de Jasmine?
Le parecía increíble que pudiera hablarle de un tema tan doloroso y no hacerle daño.
—No —le confesó Leila—. Dejé de intentar ser como ella cuando te conocí.
James le secó una lágrima que tenía en su mejilla.
—Cuando pienso en esa noche, me aterroriza lo que te podría haber ocurrido si yo no hubiera estado allí —le dijo James con emoción en la voz—. Porque, a pesar de lo que todos piensan, cuidé de ti esa noche, ¿verdad?
—Sí. Lo hiciste —repuso Leila—. Pero no fuiste tú porque estuvieras allí, solo podrías haber sido tú. Cuando entré en ese bar, me di cuenta de estaba haciendo una locura. Iba a irme. Pero entonces te vi. De no haber estado tú allí, me habría vuelto corriendo a la suite, me habría quitado esa ropa y habría vuelto al palacio con mis padres —le confesó—. Pero no tuve que hacerlo. Te vi y fui hacia ti.
—Me alegra oírlo —le dijo James sonriendo—. Ahora estoy más tranquilo.
—Sí, pero fui ya la que provocó este desastre…
—¿Qué desastre? —le preguntó James—. Lo mejor que me ha pasado en la vida fue que tú entraras en ese bar.
Era algo que, hasta ese momento, ni siquiera había admitido él mismo.
—Esa noche creamos una vida nueva y, aunque he tardado en hacerme a la idea, no me parece que esto sea un desastre. Vas a ser una madre increíble y yo haré lo que pueda para ser un buen padre. Nunca me he tomado nada más en serio en toda mi vida. Y te prometo que arreglaré las cosas con tus padres.
—No puedes, James. No me prometas algo que no puedes cumplir. Quiero llamar a mi madre, pero me da miedo que no quiera saber de mí ni de mi hijo. A lo mejor si tengo una niña y la llamo Jasmine…
—Bueno, será mejor que no tomemos aún ninguna decisión al respecto —repuso él.
Después de saber cómo había sido su hermana, no le gustaba ese nombre para el bebé.
—Trataré al menos de no empeorar las cosas con tus padres. Lo que sí te prometo es que nunca te voy a engañar con otra mujer. ¿Me crees?
Quería creer que ese hombre tan maravilloso la deseaba y que podía llegar a tener amor en su vida.
—Lo intentaré.
—¿Hago el mejor discurso de mi vida y recibo una respuesta tan tibia como esa? —protestó sonriendo—. Bueno, supongo que lo acepto por ahora.
Leila se echó la siesta mientras James jugaba en la bolsa. De vez en cuando miraba hacia donde estaba ella durmiendo. Cuando vio que eran ya las cinco, la llamó por su nombre.
—Leila, tienes que irte al trabajo.
—Lo sé —repuso ella despertando.
—Sé que te sonará muy machista, pero no quiero que trabajes por la noche. No porque no quiera que trabajes por la noche, sino porque…
—Lo sé —repuso ella sonriendo—. Yo tampoco quiero ir.
Prefería quedarse allí con él.
—¿No puedes llamar y decirles que te encuentras mal?
—No. No puedo hacerles algo así —le dijo Leila—. Pero la verdad es que estoy pensando en decirles que dejo el trabajo. Me gustaría tocar allí de vez en cuando, pero quiero aprovechar el abono de temporada que me diste para ver los ensayos de la Filarmónica.
Fue el mayor cumplido que Leila le podía hacer. Le encantó ver que esa princesa tan independiente confiaba en él lo suficiente como para dejar que se hiciera cargo de ella.
—Diles que esta es tu última noche —le pidió James.
Se dio cuenta de que, si quería oírla tocar, iba a tener que pasarse esa noche por el restaurante.
James se acostó un rato en la cama mientras Leila se duchaba. Cuando salió del baño, se secó frente a él. No le dio la espalda y él no dejó de mirarla. Después sacó su ropa interior de la cómoda y se la puso.
También se maquilló frente a él.
James siguió observándola.
Leila se acercó al armario, sacó una de sus túnicas y se la puso.
—¿No vas a ofrecerme tu ayuda con los botones?
—No.
—¿Me ayudas con los botones? —intentó ella de nuevo.
Leila se acercó a la cama, se puso de espaldas a él y sostuvo en lo alto su cabello.
—¿Por favor? —sugirió James mientras se sentaba en el borde de la cama para ayudarla.
—Por favor —le dijo por fin Leila.
Le dio un beso en la espalda por cada botón que iba cerrando y Leila sintió que comenzaban a temblarle las piernas cada vez más, con cada uno de sus cálidos besos. James la atrajo hacia su regazo para abrocharle los últimos botones, los del cuello. Cuando terminó, no la hizo girar para besarla, sino que la atrajo más hacia él, con su poderoso muslo entre las piernas de Leila mientras besaba su cuello.
Quería darse la vuelta, pero James sostenía sus caderas con las manos mientras recorría su cuello con la lengua y los labios. Podía escuchar su respiración entrecortada mientras la apretaba de nuevo contra él.
—Voy… Voy a llamar… Les diré que estoy enferma… —susurró Leila.
—No, no puedes avisarlos tan tarde —le dijo James mientras la apartaba de él.
Leila se puso de pie, pero no lo miró a los ojos. Se puso el velo y se fue sin preguntarle qué iba a estar haciendo James durante su ausencia.
Los dos sabían lo que iba a pasar esa noche.
Leila le dijo al dueño del restaurante y a Habib que esa sería su última noche tocando allí.
Le dijeron que lo sentían, pero que no les extrañaba. No solo porque habían adivinado que era la prometida de James Chatsfield, sino porque creían que tenía tanto talento musical que habían estado convencidos de que terminaría por dejar el restaurante.
La halagaron mucho sus amables palabras.
—¿Vendrás a vernos alguna vez? —le preguntó el dueño.
—Por supuesto —les dijo Leila—. Me encanta comer aquí.
El restaurante estaba muy lleno esa noche.
Comenzó a tocar el arpa. Después de unos minutos y, aunque no levantó la vista, supo que James había entrado en el restaurante. Oyó el murmullo de los comensales al ver a alguien famoso. Pero, aunque no los hubiera oído, su corazón sabía que estaba allí. Por un momento, sus dedos, que nunca dudaban, fallaron en una nota.
James se quedó sin aliento cuando la oyó tocar.
Le ofrecieron una mesa baja en la que había una pipa shisha y muchos platos. James se sentó en los cojines y le dijo a la camarera que iba a cenar solo.
Pero no lo hizo, la música de Leila lo acompañó y le habló durante toda la noche.
Sintió que la gente lo miraba a él y después a la bella mujer que tocaba el arpa, adivinando al ver la intensidad con la que la observaba, que debía de ser su prometida.
Se quedó absorto al oír cómo Leila iba contando su historia sobre las cuerdas del arpa.
Su música le habló del miedo y la confusión que sintió al salir de su país para ir a Nueva York. Después, describió con la música cómo se conocieron. Había una melodía masculina y otra femenina que jugaban a la par, que se complementaban y fortalecían la una a la otra.
Aunque le hubiera parecido imposible, Leila pudo capturar con su música ese primer beso, su primer baile o cuando hicieron el amor.
Se quedó sin aliento al escuchar en su melodía cómo sintió desconcierto y aprensión al saber que un bebé crecía dentro de ella.
Su música hablaba de sus primeros días juntos tras su reencuentro, de cómo se habían ido conociendo, de un futuro esperanzador e incierto al mismo tiempo.
La música terminó bruscamente. Leila levantó la vista y lo miró a los ojos.
Todo el mundo aplaudió con entusiasmo. A Leila nunca la habían aplaudido por su música y era un poco abrumador, pero lo mejor de todo fue cuando salió y James le confesó que creía que se había equivocado.
—Con tu música, podrías ganar suficiente dinero para criar tú sola a diez bebés, Leila. Ha sido increíble.
—Gracias.
—Esa música… Hablabas de nosotros, ¿verdad?
—¿Yo? ¡Claro que no! —repuso sonriendo—. Debes de haberte excedido con la shisha. Mira, ¿ves ese bar? Allí es donde me compro siempre un café después del trabajo para ir a tomarlo al parque, donde me gusta sentarme en un banco, observar a la gente y soñar.
—¿Con qué sueñas?
—Sueño con encontrar mi lugar en el mundo.
—Podríamos ir ahora.
—Es de noche —le dijo Leila.
—Sí, pero no estás sola —contestó James—. Y este puede ser tu lugar en el mundo, Leila.
Sus palabras le hicieron recordar que, a pesar de la gente que vivía en el palacio, siempre había estado sola, pero ya no se sentía así. Caminaron hasta el banco donde solía sentarse, pero al final decidieron tumbarse en la hierba para ver las estrellas.
—Hay tan pocas… —susurró Leila—. En Surhaadi se ven millones.
—Hay millones aquí también —le dijo James—. Pero hay demasiadas luces en la ciudad para poder verlas.
—Eres muy buen maestro. Nunca haces que me sienta estúpida. Me explicas las cosas con mucha paciencia.
James se volvió y la miró.
—¿Echas de menos tu casa?
Leila no lo miró, se quedó con la vista perdida en el cielo. Se preguntó cómo reaccionaría James si le dijera que no echaba de menos Surhaadi porque esa ciudad era ahora su casa, si le confesaba que nunca había tenido tanto afecto ni tanto cariño como los que le había mostrado él durante esas últimas semanas.
—Yo sí echo de menos mi casa —murmuró James—. Tengo un ático a unos diez minutos a pie de aquí. Había pensado que estaríamos más cómodos en el hotel. Con el gimnasio, el restaurante…
—Pero nunca bajamos a comer allí.
—No. Es verdad. Estoy empezando a disfrutar mucho con los desayunos en la cama —le dijo—. Contigo.
—Yo también —admitió Leila.
James se apoyó en su codo y puso una mano en su mejilla.
—Vente a vivir conmigo, Leila. A mi casa.
—¿Quieres vivir conmigo?
—No se me ocurre nada mejor —repuso James.
La besó entonces suavemente y fue Leila la que antes separó los labios para profundizar en el beso. Estaba profundamente enamorada de él, cada vez estaba más segura.
Cuando dejaron de besarse y James se apartó para mirarla a los ojos, le dijo las palabras que tanto había anhelado escuchar.
—Estoy enamorado de ti, Leila.
Sintió tanta emoción al oírlo…
—Y yo te amé desde esa primera noche —admitió Leila.
—Ahora lo sé —le dijo James sabiendo cuánto daño le había hecho—. Cuando vi que no tenías ropa, equipaje ni teléfono, pensé que eras una periodista o alguien que Isabelle había contratado para engañarme…
La mano de James estaba acariciando su pecho y, cuando le dijo lo que había pasado, ella pudo por fin entender mejor lo que había hecho esa mañana. Temía decirle que sus sospechas no habían estado muy desencaminadas, que la nueva novia de Zayn, que además era periodista, había sido la que había descubierto que estaban juntos y la que le había dado la información a la prensa.
Pero no quería decírselo. Aún no.
Estaban enamorados y James la llevaba a casa. De momento, no necesitaban nada más.