Capítulo 6
A Leila le encantaba Manhattan.
Creía que, si no estuviera tan nerviosa por su cena con James, si no hubiera roto todos los lazos con su familia, si su corazón no le doliera tanto, estaría probablemente cantando en ese momento, mientras se ponía la túnica dorada con la que había llegado a Estados Unidos. Estaba preparándose para ir a trabajar.
Ni ella misma se lo terminaba de creer, pero era verdad, tenía trabajo.
Ya se había imaginado que, tarde o temprano, sus padres cancelarían su tarjeta de crédito y había decidido que no iba a pedirle dinero a su hermano Zayn. Aunque lo quería mucho, seguía enfadada con él.
Había sido duro encontrar trabajo, sobre todo al descubrir que no estaba cualificada para casi nada. Había hecho pruebas en tres establecimientos fregando los platos, pero había sido un auténtico desastre.
Había estado tan deprimida que había decidido animarse un poco yendo a comer a su restaurante árabe favorito. Hasta ese momento, no había sido consciente de lo caro que era. Se había limitado a disfrutar de la magnífica comida y de la música. A la hora de pagar, ni siquiera miraba la cuenta. Entregaba la tarjeta de crédito y firmaba sin más.
—¿Por qué no hay música hoy? —le había preguntado Leila a un camarero uno de los días.
—Estamos tratando de encontrar a alguien que toque —le había contestado Habib.
Así fue cómo se enteró de que necesitaban a un músico. Desde entonces, había estado tocando su querida qanun todos los días a mediodía, de once a tres. Le había sorprendido lo poco que le pagaban, pero estaba disfrutando mucho.
Poco a poco, fue obteniendo más propinas y su jefe le había pedido que considerara la posibilidad de trabajar también por la noche, pero le daba miedo caminar por las calles a esas horas.
Se limitaba a tocar durante las comidas de mediodía y a sonreír cuando recibía propinas. Después del trabajo siempre se acercaba a Central Park.
Le encantaba ese parque, pasear alrededor del lago o sentarse en un banco a tomar su café. Le gustaba mucho mirar a la gente, hacía que se sintiera por fin a gusto en la ciudad.
—Pareces demasiado joven como para tener ya tres hijos —le dijo un día a una mujer con aspecto de adolescente.
La joven acababa de sentarse en el banco junto con los niños.
—No son míos —repuso la mujer sonriendo—. Soy su niñera. Me ocupo de los niños mientras su madre trabaja.
—¡Ah! —exclamó Leila con sorpresa—. ¿Te paga para que cuides de ellos?
—Sí, eso es. Pero no demasiado —se quejó la niñera.
Se sintió mejor y más tranquila mientras se levantaba del banco para regresar al hotel, se veía capaz de salir adelante por sus propios medios. Creía que podía trabajar y encargarse de su bebé. Iba a decírselo a James en cuanto lo viera esa noche.
Y así él podría continuar con la misma vida que había tenido siempre.
No se pudo contener y le pegó un puntapié a un árbol mientras gritaba enfadada.
Las niñeras que había cerca se echaron a reír al ver a esa extraña mujer, vestida con una túnica dorada, gritando algo en un idioma que no conocían.
Leila se dijo a sí misma que James no le gustaba, que no pensaba en él y que no lo deseaba. Una voz en su interior le decía que se estaba engañando, pero ella la ignoró.
No dejó de pensar en todo ello mientras se vestía para la cena. Eligió un vestido rojo y unas sandalias rojas de tacón alto. No las escogió por su color, sino porque tenían una fina correa alrededor de los tobillos y eso haría que fueran más difíciles de quitar. Pensaba hacer todo lo posible para no volver a caer en la tentación.
Se había enamorado de James aquella noche y él se había ido sin más a la mañana siguiente. No lo olvidaba. Como tampoco podía olvidar lo avergonzada que se había sentido cada vez que lo veía en la prensa en actitud cariñosa con otras mujeres.
Cuando terminó de vestirse, la recepcionista la llamó para decirle que el conductor del señor Chatsfield ya estaba allí y que iba a subir alguien para recoger su equipaje.
—Pero no me voy —le dijo Leila.
Prefería tener deudas en ese hotel antes que permitir que James tuviera que mantenerla.
Miró de reojo la portada de una revista que tenía en la mesa. Allí estaba James con una de esas mujeres. Era un recordatorio que necesitaba cada día para no olvidar que se había acostado con otras desde aquella noche. Pensó entonces en el futuro, en lo difícil que iba a ser tratar de explicarle a su hijo el tipo de vida que llevaba su padre.
Ni siquiera saludó al conductor. Se limitó a meterse en la parte de atrás de la limusina. Decidió entonces pintarse los labios con la misma barra de la otra noche.
Y lo hizo por dos razones. Recordó que a James no le gustaba y el nombre de ese tono hacía juego con su estado de ánimo. Por encima de todo, Leila tenía su orgullo.
—¿Por qué nos hemos detenido? —le preguntó al chófer al ver que estaban parados cerca de Times Square.
—Órdenes del señor Chatsfield —repuso el conductor mientras miraba hacia la izquierda.
Siguió la mirada del conductor. La plaza siempre estaba llena de gente, pero muchas personas se habían concentrado frente a uno de los edificios para ver una de las señales luminosas.
Leila levantó la mirada.
Vio unos corazones rojos que se movían por la pantalla. No le dio tiempo a leer las palabras, desaparecieron enseguida para dar paso a una imagen de James con una gran sonrisa en su boca. Tenía en la mano un anillo y una rodilla plantada en el suelo.
El corazón le dio un vuelvo. Volvieron a aparecer las palabras.
Cásate conmigo, Leila.
Nunca. No tuvo siquiera que pensárselo. Trató de salir del coche.
—¡Abra la puerta! —le gritó al conductor.
Pero él la ignoró.
—¡Ábrame esta puerta ahora mismo! —insistió Leila presa del pánico y muy enfadada—. ¡Es una orden! ¡Una orden real!
Pero, en lugar de seguir sus órdenes, el chófer subió la pantalla divisora y puso la música.
Estaba furiosa.
No pensaba casarse con un hombre que había salido de su cama para ir directamente a la de otra mujer, un hombre que solo quería casarse con ella porque estaba embarazada. Había tenido que crecer y vivir sin amor y no pensaba hacerle lo mismo a su hijo.
Respiró profundamente y trató de calmarse mientras el coche emprendía de nuevo la marcha. Estaba decidida a hablar de todo con James y ponerse de acuerdo con él. Esa vez, intentaría estar tranquila y no tirarle un zapato. Pero creía que no tenían por qué casarse, había conocido a otras madres en el parque que criaban solas a sus hijos.
Se sorprendió cuando llegaron al Chatsfield y vio que había allí mucha gente. Cuando salió del coche, se encontró con fotógrafos y con algunas personas que la vitoreaban. No entendía lo que estaba pasando.
La alfombra roja de entrada al hotel estaba cubierta de pétalos de rosa. James salió en ese instante por la puerta principal y fue con una gran sonrisa hacia ella.
Quería darse la vuelta y echar a correr, pero no podía. Si lo hacía, todo el mundo sabría que lo suyo no había sido más que una aventura de una noche. No podía soportar que la gente de su país pensara eso de ella ni quería tener que explicárselo a su hijo cuando creciera.
No quería que nadie creyera que lo suyo solo había sido sexo. Esa parte había estado muy bien, pero si no había salido corriendo de allí había sido por la sonrisa de James. Por mucho que lo odiara, esa sonrisa la tenía hipnotizada, era la sonrisa de la que se había enamorado aquella noche.
Su cuerpo tampoco había olvidado a ese hombre, quería correr hacia él. Sus temblorosas piernas querían ir hacia él y deseaba que la abrazara, pero estaba demasiado enfadada para dejarse llevar por esa tentación.
James fue hacia ella y se detuvo.
—Leila —le dijo James en voz alta para que todos lo oyeran—. Eres la única mujer para mí.
Le entraron ganas de vomitar al ver que se sacaba un anillo del bolsillo. Pero ya no era una mujer anónima en Nueva York, todo el mundo sabía quién era, debía volver a ser una princesa de nuevo y comportarse en público como se esperaba de ella.
—Nuestro bebé y tú sois lo más importante para mí —continuó James—. Nunca he sido tan feliz como lo soy contigo. Como todas las parejas, hemos tenido nuestros altibajos, pero tengo la esperanza de que…
James vaciló unos segundos antes de seguir y ella frunció el ceño. Le parecía increíble que pudiera tener tan poca vergüenza, que fingiera estar emocionado.
Se puso entonces de rodillas y le ofreció el anillo que había comprado. James se dio cuenta de que tenía que alargar un poco las cosas, esperó a que el equipo de televisión presente estuviera listo para continuar con su proposición.
—Princesa Leila Al-Ahmar de Surhaadi, mi princesa, hazme el honor de convertirte en mi esposa —le dijo entonces con solemnidad—. Leila, ¿quieres casarte conmigo?
Lo fulminó con la mirada, fijándose en sus ojos de chocolate. James parecía estar tan seguro de sí mismo que ni siquiera parpadeó. Parecía saber tan bien como ella misma que no tenía más remedio que decirle que sí.
—Sería un honor —respondió entonces.
La multitud frente al hotel gritó enloquecida y comenzó a aplaudir. Era como si todo Manhattan entrara de repente en erupción. A varias manzanas de allí, en Times Square, la gente había estado conteniendo la respiración mientras miraba lo que pasaba en una gran pantalla. Todos estallaron en aplausos y vítores cuando pudieron leer la gran noticia.
¡HA DICHO QUE SÍ!
James le puso el anillo que había elegido ese mismo día y vio que Leila le dedicaba una sonrisa cariñosa. Pero sus ojos dorados lo miraron con furia cuando se acercó a besarla. Ella movió la cabeza en el último momento para que solo pudiera besar su mejilla.
—Te odio —le susurró Leila al oído.
—Me importa un comino —repuso James mientras se echaba hacia atrás con una gran sonrisa.
Después, sin que Leila pudiera hacer nada para evitarlo, James le dio un lento y profundo beso mientras el público suspiraba encantado.
James estaba muy satisfecho, lo había conseguido.