Capítulo 8

 

A James no le atraía la idea de verse con Spencer. Pero esa mañana estaba de mucho mejor humor que el día anterior y lo recibió con una sonrisa cuando James entró en su despacho.

—¡Bien hecho! —exclamó acercándose a él para darle una palmadita en la espalda.

—¿Bien hecho? ¿No deberías estar felicitándome? —repuso James.

—Es que no me refería al bebé —le explicó Spencer sonriendo—. Sino a tu actuación de ayer. Gracias a esa romántica petición de matrimonio, todo el mundo quiere alojarse en el Chatsfield. Todos los famosos y personalidades que vienen a Nueva York quieren reservar con nosotros. Hay una pareja real europea que ha cancelado la reserva que tenían en el Harrington para venir aquí. Isabelle debe de estar furiosa.

James apenas habló durante la reunión. Detestaba los negocios de su familia y solo se acercaba al Chatsfield cuando tenía que hacerlo. También le molestaba que su hermano viera ese bebé como una oportunidad para potenciar la presencia del hotel en la ciudad. Spencer dio por hecho que celebraría allí la boda.

—Bueno, aún no hemos tenido tiempo de hablar de ello.

—Hacedlo cuanto antes. Sería perfecto si pudiéramos invitar a unos cuantos miembros de la realeza. Podríais tener una ceremonia allí si sus padres así lo quieren y luego otra aquí…

—No trates de organizarme la boda —replicó James poniéndose en pie.

Lo último que quería era una gran boda al estilo de las que se celebraban en su familia.

—Preferimos algo pequeño y discreto.

—Es un poco tarde para eso —le dijo Spencer—. Por cierto, ¿sabes que mamá ha estado llamándote sin suerte?

—Sí, lo sé.

—Quiere hacer una cena dentro de unos días para celebrar el compromiso.

—Estoy muy ocupado.

—Lo mejor es que accedas a ello o seguirá insistiendo —le aconsejó Spencer—. Ya sabes cómo son y cuánto les importan las apariencias. Quieren que la gente sepa que les has presentado a tu prometida.

—Poco me importan las apariencias ahora mismo. ¿No es suficiente lo que hice ayer?

—Si os vais a casar, van a tener que conocerse tarde o temprano.

Se estremeció al pensar en ello. No quería ni imaginarse la cara de sus padres cuando vieran a Leila dando órdenes a diestro y siniestro. Pero sabía que Spencer tenía razón.

—Les diré que tu bella prometida y tú iréis a la cena, ¿de acuerdo?

James asintió de mala gana.

—Bueno, tengo que irme…

—¿Te preocupa que la princesa trate de fugarse aprovechando que está sola?

—Se llama Leila —lo corrigió James algo molesto.

Salió del despacho sin despedirse y volvió a la suite.

La llamó al entrar, pero no tardó en darse cuenta de que no estaba allí.

El corazón comenzó a latirle con fuerza en el pecho y recordó las últimas palabras de Spencer.

Abrió los armarios y vio que le habían subido y guardado ya todas sus cosas. Le sorprendió ver la ingente cantidad ropa, zapatos, bolsos y otros accesorios que llenaban cajones y armarios. Entró después en el cuarto. Las estanterías estaban llenas de botecitos de fragancias y aceites perfumados. Debía de haber más de un centenar de productos de ese tipo.

Se dio cuenta entonces de que eran probablemente unos cien, uno por cada día que Leila había pasado en Nueva York.

Recordó entonces lo que le había dicho, su decepción al ver que no encontraba el que siempre había sido su aroma.

Volvió a entrar en el dormitorio y vio preocupado que la caja fuerte estaba abierta, pero recordó entonces que Leila ni siquiera había sido capaz de usar el teléfono. Suponía que con la caja habría tenido aún más problemas. Respiró aliviado cuando abrió un cajón y vio que tenía allí su pasaporte y dinero en efectivo.

Pensó que quizás estuviera en el spa del hotel o de compras, pero Leila ya no tenía su tarjeta de crédito…

Fue hasta uno de los ventanales y observó la ciudad. Le preocupaba que estuviera allí fuera ella sola, pero se calmó un poco al darse cuenta de que ya había pasado así tres meses y había sobrevivido sin problemas.

Se sentó frente a su ordenador y se puso a trabajar, comprando y vendiendo acciones para mejorar su cartera. Estaba a punto de hacer una operación muy importante, que podía suponerle mucho dinero de manera muy rápida, cuando se detuvo antes de completar la compra. Hasta ese momento, había jugado en la bolsa como si el dinero no fuera real. Su objetivo había sido lograr el suficiente dinero como para continuar llevando la misma vida de siempre sin tener que depender de su familia.

Pero las cosas habían cambiado durante las últimas horas e iba a tener que pensar más en el futuro. Además, se había dado cuenta de que a su futura esposa le gustaba mucho gastar.

Eligió una operación un poco más conservadora y solo apostó la mitad de dinero.

Pensó entonces en Leila, en su búsqueda infructuosa para conseguir su aroma y en las lágrimas que había derramado mientras dormía. Sacó su teléfono del bolsillo para poder arreglar lo poco que estaba en su mano.

Esa mujer era un auténtico misterio.

Y se sorprendió aún más al verla entrar por fin en la suite a las cuatro de la tarde. Su aspecto era muy distinto. Llevaba una túnica dorada y el pelo suelto. Se había perfilado los ojos con kohl. Nunca había visto ninguna mujer más bella, pero recordó entonces lo preocupado que había estado.

—¿Dónde has estado, Leila?

—Aún no estamos casados —respondió ella repitiendo sus palabras de esa mañana.

—Estás… Estás guapísima —le dijo sin poder dejar de mirarla.

—Gracias, pero la verdad es que estoy harta de esta túnica, es la única que traje conmigo… No sé qué hacer con la ropa occidental. Me gusta ir bien cubierta, pero con los vestidos largos parezco una gitana y con pantalones parezco un hombre.

—Tú nunca podrías parecer un hombre, Leila.

—Pero me gusta ir cubierta y…

—Me encargaré de que alguien venga con una selección de ropa…

—¿De qué? ¿De túnicas auténticas de Surhaadi? —lo interrumpió Leila—. Eso sería muy difícil, incluso para James Chatsfield —añadió mientras abría sonriente su bolso y sacaba un gran fajo de billetes—. Mira cuántas propinas.

—¿Propinas? —repitió James sin entender nada—. Leila, ¿dónde has estado?

—Trabajando.

Abrió mucho los ojos al oírlo.

—Ayer me acusaste de no saber nada de salarios ni temas laborales, pero sí lo sé.

—¿Dónde estás trabajando?

Leila se lo dijo y James frunció el ceño. Conocía el sitio, era un restaurante árabe muy caro que estaba cerca de su casa.

—No estarás sirviendo mesas, ¿no?

—Por supuesto que no.

—¿Friegas los platos? —le preguntó James horrorizado.

—No, no sé hacerlo. Lo intenté tres veces y fue un desastre.

—¿Eres una bailarina de la danza del vientre?

Le pareció que había interés en la voz de James y lo fulminó con la mirada.

—No seas grosero —le dijo Leila—. Toco el qanun en el restaurante. Están encantados conmigo y quieren que trabaje también por las noches. ¿Qué esperabas que hiciera, James? ¿Que me quedara aquí todo el día?

—No sé, no había pensado en ello —admitió.

—Gano poco. No podría pagarme una noche aquí ni con lo que gano en una semana, pero era el único trabajo para el que estaba capacitada. Y, como ahora me han ofrecido más turnos, podré ganar más dinero. Algo es algo. No pienso seguir siendo una carga para ti.

—No tienes por qué trabajar, Leila.

—Pero me gusta hacerlo.

—Sí, pero ahora la gente te conoce, sabe quién eres.

—Me cubro la cara con mi velo cuanto estoy trabajando. Los clientes no saben quién soy. Me gusta vestirme así y tocar mi música. Me gusta sentirme apreciada y poder pagarme con mi propio dinero al menos una comida al día.

Fue hasta la cocina de la suite con las bolsas con las que había llegado. Empezó a sacar comida de ellas.

—Me gusta poder comprar comida que conozco y saber así los nutrientes que le estoy aportando al bebé. James, como ves, no necesito un marido. No necesitamos casarnos…

—Además de muchos otros motivos, Leila, te conviene casarte conmigo para poder estar aquí legalmente. Ese matrimonio sería la manera más fácil de conseguir la residencia.

—No entiendo…

—No puedes elegir sin más el país en el que quieres vivir. Aunque a lo mejor estoy equivocado, deberías consultarlo con la embajada de Surhaadi —le dijo James—. Si es que hay una.

—Lo haré —repuso ella—. Pero lo decía en serio, James. Puedo mantenerme a mí misma y al bebé. Puedes visitarnos cuando quieras, pero no necesito tu dinero.

Leila estaba poniendo a prueba su paciencia, pero de una manera que empezaba a divertirle.

—Entonces, ¿dónde vas a vivir?

—Ya encontraré algo.

—¿Con el dinero que ganas tocando en el restaurante?

—Sí.

—Y ¿qué va a pasar cuando nazca el niño?

—Seguiré trabajando. Pienso contratar a una niñera.

—¿Con el dinero del restaurante?

—Sí —repuso ella quedándose pensativa un momento—. Aunque quizás lo mejor sea que me compres una casa.

—¿Con un par de criadas a tu disposición?

—Sí, eso sería estupendo.

—¿Qué te parece si trato de encontrarte plaza en algún curso de «Bienvenida a realidad para princesas desterradas»?

—¿Qué te parece si aceptas que, a pesar de tu romántica escena de ayer, no quiero casarme y menos aún con un hombre que piensa con su entrepierna y no puede contenerse cada vez que ve a una rubia despampanante?

Lo miró y vio que estaba sonriendo. Le había estado hablando en serio, pero no pudo evitar devolverle la sonrisa.

—¿Ha sido esto una discusión? —le preguntó Leila.

—Sí, creo que sí —repuso James—. Por cierto, he encontrado una ginecóloga que te verá mañana a las seis.

—¿A las seis? No puedo. Yo ceno siempre a las seis.

—No seas ingrata. Te va a ver a esa hora para hacerme un favor, no tenía otro hueco en su agenda —repuso James—. Y esta noche he reservado una mesa para las siete, pero si quieres llamo para adelantar la hora a las seis.

Leila arrugó la nariz al oírlo.

—¿Qué? ¿Qué tiene eso de malo?

—Estoy cansada de los cubiertos que usan en el restaurante del hotel —repuso.

Después, fue a tumbarse en la cama para echarse una siesta. Era algo que había hecho siempre, dormía todo lo que podía para pasar así el tiempo y que se le hicieran más cortos los días en el palacio.

Leila suspiró cuando James llamó suavemente a su puerta y le recordó que era la hora de la cena. Se levantó y fue hacia la cocina para beber agua, pero se quedó inmóvil al ver que la iluminación del salón era suave. Había un mantel en el suelo y cojines a su alrededor. La comida que había traído del restaurante estaba servida en bellos platos y había un paquete envuelto en papel plateado justo en el centro.

—Pensé que estaría bien cenar aquí —le dijo James mientras ella se sentaba—. No hay ni un tenedor a la vista —añadió mientras le servía un poco de té recién hecho.

Tomó un sorbo. Era delicioso. Cortó después un pedazo de pan de pita y lo comió junto con el cordero a la menta. Miró de nuevo la cajita, pero no dijo nada al respecto.

—¿Por qué no hemos bajado a comer al restaurante?

—Porque pensé que no querrías comer allí. La gente normalmente prefiere ir a otro sitio a cenar.

—Yo también quise hacerlo cuando llegué a Nueva York, pero todo me parece tan confuso aquí… Prefiero la comida del restaurante donde trabajo. Allí al menos sé lo que estoy comiendo.

—Creo que debería pasarme por allí —le dijo James—. He oído que tienen unos músicos increíbles.

Leila le dedicó una pequeña sonrisa.

—Si vas, no me lo digas —le pidió—. No quiero ponerme nerviosa.

—Si voy, creo que me verás aunque no quieras, ¿no?

—No, nunca levanto los ojos del arpa.

James estaba disfrutando mucho. La comida era increíble y decidió que se pasaría por allí para verla tocar.

—A lo mejor debería salir más a restaurantes —comentó ella.

Creía que sería agradable salir alguna vez con James. Tenía que reconocer que era bastante amable con ella y que no le importaba explicarle las cosas. Pero decidió que era mejor no decírselo.

—Sobre todo ahora que me encuentro mejor.

—¿Cuánto tiempo has estado sintiéndote mal? —le preguntó James.

—Más o menos desde esa mañana, cuando te fuiste —reconoció ella.

Aunque sabía que esos primeros días se había encontrado mal porque estaba dolida, no por el embarazo. Se había pasado llorando la mayor parte del tiempo, sin poder entender por qué se había ido sin más.

—Pero empecé a sentirme mal físicamente unas dos semanas después de que te fueras —le dijo—. No sabía qué me pasaba.

—¿Cuándo supiste que estabas embarazada?

—Unas semanas después. Me encontraba mal, pero pensaba que era por el cambio de dieta. Fui a un restaurante árabe para ver si así me sentía mejor, pero seguía con náuseas y muy mal. Les pedí en el hotel que me sirvieran agua de miel, pero me sabía mal. En Surhaadi, la miel es de las abejas que polinizan el azahar. Supongo que tengo un paladar muy sensible… Al final, les dije que quería ver al médico del hotel.

Leila no había podido olvidar la conmoción que sintió cuando la doctora le hizo orinar en un palito de plástico y cuando después le dijo que estaba encinta…

—Le dije a la doctora que estaba tomando la píldora —agregó ella—. Traté de llamarte, pero fue entonces cuando me encontró Zayn y tuve que decirle la verdad. Creo que es muy protector conmigo porque se siente responsable por la muerte de Jasmine, mi hermana, que perdió un poco la cabeza por culpa de los hombres. Cuando le dije que te fuiste después de esa noche y que ni siquiera me llamaste…

—Se suponía que iba a ser solo una aventura de una noche. Nada más.

—A mí no me pareció que fuera solo eso —le confesó Leila mirándolo a los ojos.

Por primera vez, le pareció que James se sonrojaba y que estaba algo incómodo. Supo entonces que para él también había sido distinto a otras breves aventuras amorosas.

—¿Cómo lo haces, James? —le preguntó desafiante—. ¿Cómo puedes besar con tanta pasión, hacer el amor con alguien y después irte sin más?

—Leila, te envié flores al menos cinco veces y no te dignaste a llamarme. ¿De verdad crees que iba a quedarme célibe por si dentro de un año, de dos o de diez cambiabas de opinión y me llamabas?

—¿Me mandaste flores? —repuso Leila frunciendo el ceño.

—¿No las recibiste? —le preguntó James sin poder contener su enfado con la floristería.

—¿Los arreglos florales que me subieron a la habitación los habías mandado tú?

—¡Claro! —exclamó James—. ¿Acaso no leíste las tarjetas?

—¿Qué tarjetas?

—Las que acompañaban a cada ramo. ¿No las leíste? ¿No las viste?

—En el palacio, cambian las flores todos los días. Es a lo que estoy acostumbrada, pensé que era un servicio del hotel. Incluso reñí a las camareras por traer ramos frescos y no llevarse los viejos —le explicó Leila con el ceño fruncido—. Pero ¿por qué me enviaste esas flores?

—Para darte las gracias por esa noche, para invitarte a cenar, para pedirte que contestaras cuando te llamaba…

Leila sacudió con incredulidad la cabeza.

—¡Y pensar que le di al número tres para hablar con la recepcionista y protestar cuando dejaron de llegarme flores!

James no lo pudo evitar, se echó a reír con ganas.

No solo le sorprendió ver que se estaba riendo, sino darse cuenta de que había echado de menos ese sonido. Le bastaba con verlo así para querer sonreír. Pero no lo hizo, seguía dolida con él.

—Después, como vi que no estaba consiguiendo nada con las flores, me fui a Francia —le explicó James—. Mi intención era conseguir distraerme un poco y dejar de pensar en ti, pero no funcionó. Regresé hace un par de semanas, pero tuve la mala suerte de encontrarme con tu hermano cuando me dirigía al Harrington con la esperanza de verte. Después de eso, decidí regresar a Francia. Y fue entonces cuando me enteré…

No dijo nada más, no era necesario.

Lo que pasó después de ese momento no había sido positivo para ninguno de los dos.

—¿Por qué no intentas hablar con tu hermano y arreglar las cosas con él?

—La verdad es que lo echo de menos —reconoció Leila—. Pero estoy enfadada con él.

—¿Y tus padres? Ahora que se habrán enterado de que vamos a casarnos, ya estarán más tranquilos, ¿no?

—Lo dudo. Solo espero que, aunque no me perdonen a mí, no odien a mi bebé —le dijo Leila—. Espero que lo quieran a pesar de lo que haya hecho yo.

Le sorprendieron sus palabras. No se habría imaginado que lo contrario pudiera ser posible.

Siguieron cenando y, cuando los ojos de Leila se detuvieron de nuevo en el paquete, James lo tomó y se lo dio.

—¿No lo vas a abrir? —le preguntó James con tanta impaciencia como ella.

—¿Qué es?

—Un regalo.

—¿Para quién?

Estaba acostumbrada a que su madre y Jasmine tuvieran regalos, pero ella no solía recibirlos. Por eso no había querido hacerse ilusiones pensando que ese paquete pudiera ser un regalo para ella.

—Para ti.

Era la primera vez que alguien le regalaba algo solo para ella. Y el papel en el que estaba envuelto era tan bonito… Tenía un lazo que tardó una eternidad en desatar.

—Vamos, Leila —le dijo James cada vez más impaciente.

—¿Qué es? —le preguntó al abrir la caja y ver que había dentro una botellita oscura.

—Ábrela.

Leila desenroscó el tapón, inclinó la cabeza y cerró los ojos mientras aspiraba su aroma.

—Soy yo… —susurró maravillada Leila mientras ponía un poco del aceite perfumado en sus dedos—. Pero, ¿cómo…?

—No voy a decírtelo —le dijo.

James se quedó mirándola mientras pasaba los dedos por su melena negra y ponía una gota en su cuello. El aroma le recordaba a aquella primera noche y sabía que era muy peligroso que pensara en eso. Sobre todo cuando después tuvo que darle las buenas noches e irse a dormir de nuevo al sofá. Pero había valido la pena, sabía que no iba a poder olvidar nunca el brillo de sus ojos cuando olió el perfume.

Leila miró al techo, sabía que le iba a costar dormirse.

—Gracias —le dijo ella.

—De nada.

—¿Por qué me has hecho ese regalo? —le preguntó Leila.

—¿Por qué no?

—Pero ¿por qué? —insistió Leila.

—Porque no me gusta que te sientas nostálgica al estar tan lejos de tu país.

Pero la verdad era que no lo estaba. No recordaba haberse sentido nunca tan atendida y cuidada. Aunque esa atención se la diera un hombre que no la amaba.

Cuando unas horas más tarde se echó a llorar, James se acercó a la cama y sacudió suavemente su hombro. Como seguía llorando, decidió tumbarse a su lado. Pero, esa vez, se metió bajó las sábanas.

Leila se giró hacia él y James aspiró su delicioso aroma. Se había encargado de que un laboratorio analizara la camisa que había llevado puesta durante su primera noche juntos. Los expertos perfumistas habían encontrado allí un aroma con base de jazmín y ciertas notas de madera de aquilaria, incienso y almizcle.

Respiró profundamente y la abrazó con más fuerza.

Leila se despertó y no tardó en darse cuenta de que podía escuchar los latidos de James contra la cara. Tenía sus fuertes brazos alrededor y James acariciaba lentamente su brazo.

Se quedó inmóvil, fingiendo que aún dormía, deleitándose con las maravillosas sensaciones de estar de nuevo en sus brazos. Sus dedos se morían de ganas de explorar su cuerpo, pero se contuvo.

—Estás metido en la cama —susurró entonces Leila mientras se apartaba de él y se tumbaba boca arriba.

—No te quejaste cuando lo hice —respondió James sonriendo—. Te pusiste a ronronear como una gatita.

Molesta, le enseñó la lengua. Después, volvió a mirar el techo.

—No tengo náuseas —murmuró sorprendida.

—¡Qué bien!

—¿Y si es señal de que algo no va bien?

—No te preocupes. Todo lo que te está pasando es, según Internet, completamente normal. He leído que las náuseas y vómitos matutinos desaparecen cuando empieza el segundo trimestre.

—¿Has buscado información sobre embarazos?

—Por supuesto.

A Leila le encantó que lo hiciera.

—Y esta tarde podrás preguntarle a la doctora todas las dudas y preguntas que tengas —le recordó James—. Yo ya sé lo que quiero preguntarle…

—¿Tú? —dijo Leila frunciendo el ceño—. Pero no quiero que vayas.

—Tengo que ir —repuso James levantándose de la cama.

—¿Adónde vas? —le preguntó Leila.

—A la ducha —le dijo James.

—Pero nos van a servir pronto el desayuno —protestó Leila.

La verdad era que no quería dejar de charlar con él, estaba disfrutando mucho.

—He decidido que a mí tampoco me importa ya aparentar delante de las camareras del hotel —respondió James.

—Estás enfadado.

—Sí.

—¿Por qué?

—Estoy seguro de que puedes averiguarlo tú sola.

Apenas hablaron durante toda la mañana y fue un alivio cuando Leila se fue por fin a trabajar.

James aprovechó para llamar a Manu en cuanto se quedó solo. Quería que le recomendara una modista para Leila, pero la encargada del departamento de relaciones públicas del hotel Chatsfield de Dubái lo sorprendió mostrándose muy enojada con él en cuanto descolgó el teléfono.

—¿Has hablado con su familia antes de hacerle esa propuesta de matrimonio? —le preguntó Manu—. ¿Los has incluido en vuestros planes? —le preguntó claramente enfadada.

—No.

—Lo que has hecho es una grave ofensa —le dijo Manu.

—Lo hice porque me pareció que era lo que tenía que hacer —se defendió James—. Después de todo, le he pedido que se case conmigo, ¿no es eso lo que se espera de un hombre en una situación como esta? ¿No crees que es también lo que querrán sus padres?

—James, Leila es una princesa, su padre es un rey…

—¿Qué se suponía que debería haber hecho entonces?

—No deberías haberla presionado como lo hiciste para que accediera a casarse contigo. ¡Y de una manera tan pública! Has causado daños en la relación entre ella y sus padres que podrían ser irreparables. No ha sido un buen comienzo. Deberías haberme escuchado cuando te dije que no lo hicieras.

—Bueno, dame el nombre de una modista, por favor —le dijo James con impaciencia.

Las palabras de Manu habían conseguido irritarle.

Y seguía en el mismo estado de ánimo unas horas más tarde, cuando esperaban sentados en la consulta de la ginecóloga a que esta los atendiera. Tuvo que rellenar una infinidad de formularios.

Prefirió no decir nada cuando la enfermera llamó a Leila para que pasara.

—¿Quieres que pase James también? —le preguntó la mujer a Leila—. Catherine te va a hacer una ecografía.

—No, estaré bien sola —repuso Leila—. Aunque no lo creas, soy más capaz de lo que crees.

A James le costaba creer lo arrogante que podía llegar a ser. La observó mientras entraba en la consulta.

Leila estaba aterrorizada.

No quería que nadie la examinara y tampoco le gustaban todas las preguntas que Catherine le estaba haciendo. Pero, mientras estaba tumbada en la camilla, tratando de ser valiente mientras la doctora le ponía un gel frío en su estómago, entendió por fin por qué James se había enfadado con ella esa mañana.

Solo entonces comprendió por qué él había querido estar allí con ella. Lo entendió en cuanto miró a la pantalla y vio a su bebé. Se fijó en esa diminuta criatura, mirando absorta la pequeña cabeza, los brazos, las piernas, los dedos, las manos y la nariz. El bebé movió sus pequeñas piernas mientras lo observaba y Leila se sintió casi vencida por la emoción cuando vio lo que habían hecho entre los dos aquella noche.

—Haremos una ecografía más completa cuando estés de dieciocho semanas, pero por ahora todo va muy bien. ¿Tienes alguna pregunta?

Leila negó con la cabeza.

Catherine trató de charlar un poco más con ella y hacerle preguntas, pero a Leila no le apetecía hablar de su vida. Cuando salió de la consulta se encontró a James esperándola con impaciencia. Vio que parecía nervioso y preocupado.

—¡Es muy pequeño! —le dijo Leila mientras trataba de indicarle su tamaño con las manos—. Ya tiene nariz.

—Me alegra saberlo —repuso James mirando la foto que le acababa de entregar ella.

—Si quieres venir conmigo, me harán otra ecografía dentro de unas cinco semanas. Creo que te gustaría verlo.

—Me gustaría mucho —le aseguró él.

—Pensé que te estabas ofreciendo a venir conmigo por compasión o algo así —le explicó Leila.

James se limitó a sonreírle.

—¿Te apetece ir a cenar? —le preguntó a Leila.

Ella asintió con la cabeza.

Decidieron ir andando y James le dio permiso a su chófer para que se fuera.

Pasearon hasta un estupendo restaurante italiano poco concurrido. Era muy agradable poder sentarse allí, relajarse y comer mientras hablaban. Ninguno de los dos podía dejar de mirar la ecografía.

—¿Vas a querer saber lo que es? —le preguntó James.

—¿A qué te refieres?

—Si es niño o niña.

—¿Acaso importa? —le dijo Leila con voz desafiante.

—Por supuesto que no.

—En mi familia sí importaba —le confesó ella—. Mis padres habrían preferido que hubiera sido un niño.

—No sabes cuánto me alegra que no lo fueras —le dijo James.

Al ver que Leila no sonreía, se dio cuenta de que tenía un dolor muy profundo dentro de ella.

—Siento haberte causado problemas con tu familia.

—No es culpa tuya —le aseguró Leila.

—No creo que tus padres estén de acuerdo contigo —le dijo él—. ¿Los echas de menos?

Vio que le costaba responder.

Leila no sabía qué contestarle. Por una parte, los echaba de menos, pero en realidad los había echado de menos toda su vida.

—A lo mejor vienen cuando llegue el bebé, ¿no? —comentó James con amabilidad.

Leila negó casi imperceptiblemente con la cabeza y vio que estaba sufriendo. Decidió dejar el tema. Al menos, de momento.

—Tengo algo para ti —le dijo él mientras metía la mano en el bolsillo.

—¿Otro regalo? —preguntó Leila emocionada.

Pero frunció el ceño al ver que era un teléfono.

—¿Para qué es esto? ¿Para que puedas controlarme?

—Y también para que tú sepas dónde estoy yo —respondió James.

—No sé cómo usarlo —admitió Leila.

—Está todo ya preparado para ti, para que empieces a utilizarlo —le dijo él.

James sacó su teléfono. Pocos segundos después, su nuevo móvil hizo un sonido, Leila miró la pantalla y leyó «James» en ella.

Le explicó pacientemente el funcionamiento del teléfono, diciéndole cómo podía llamar y cómo mandarle mensajes de texto.

Sonrió al ver el que James acababa de enviarle.

James: Hacemos unos bebés preciosos.

Le pareció el mejor mensaje que podía mandarle. Ella tardó un poco más, pero consiguió responder.

Leila: Es verdad.

Cuando les sirvieron la cena, Leila descubrió que le encantaba la pasta y disfrutó mucho usando el tenedor como le había enseñado James para poder atrapar más espaguetis a su alrededor.

—¡Tiene un sabor tan bueno! Son muy cremosos. Fantásticos.

—¡Y puedes elegir entre muchas formas y tamaños diferentes! —repuso James en tono burlón.

Pero Leila no entendió su broma.

—¿De verdad? Estoy deseando probar todos los tipos de pasta que tengan.

—Bueno, Leila, ahora que estás de tan buen humor, tengo dos noticias que darte. ¿Qué quieres antes? ¿La buena o la mala? —le preguntó James.

—La mala.

—Tenemos que ir a cenar con mis padres mañana por la noche —le contó James haciendo una mueca—. Mi hermano Spencer también estará allí. Sé que será difícil e incómodo y quiero decirte de antemano que cualquier tensión que notes mañana no tiene nada que ver contigo. Mis padres se llevan bien en público. En privado la historia es muy distinta.

—¿De verdad no te gustan tus padres?

—No, la verdad es que no —reconoció James—. Mi padre, Michael, no es la persona más agradable que te puedas encontrar. Se casaron siendo muy jóvenes y mi padre, igual que hizo su hermano, engañó…

—¿A quién? —preguntó Leila.

—Engañó a mi madre con otra —le explicó James—. Tenía muchas aventuras. Tampoco fue muy buen padre, sobre todo con Spencer y supimos hace poco por qué lo trataba tan mal. Bueno, yo sí que me enteré ahora. Mi hermano Ben lo descubrió cuando tenía dieciocho años y fue por eso precisamente por lo que se fue de casa…

—¿Qué descubrió?

—Que mi madre había tenido también una aventura amorosa con otro hombre y que Spencer no es hijo de mi padre.

—¡Tu madre también le fue infiel a tu padre!

—¡Sí! —le confirmó James abriendo los ojos tanto como ella—. Es muy fácil escandalizarte, Leila.

—Es que lo que me estás contando es tremendo —repuso ella—. ¿Lo sabe tu padre?

—Sí. Tuvieron una gran pelea hace unos años y todo salió a la luz. Mi padre siempre había tenido la sospecha de que Spencer no era hijo suyo, por eso fue siempre más duro con él. Ahora ya nadie menciona el tema.

—¿Y tus padres siguen como si todo estuviera bien?

—Algo así —respondió James—. Ya lo verás mañana. Y quiero que sepas que siento que tengas que pasar por esto.

—No pasa nada —susurró Leila encogiéndose de hombros—. ¿Cuál es la buena noticia?

—Te he encontrado una modista —le dijo James—. Va a ir al hotel mañana por la tarde y te hará nuevas túnicas…

—¿Y babuchas de seda?

—Sí, también calzado.

Y la modista no era lo único que había buscado y encontrado James. El lunes iba a empezar con clases de árabe. Estaba seguro de que, con esas lecciones intensivas, conseguiría en unas semanas poder expresarse lo suficientemente bien como para hablar con el padre de Leila y explicarle que ella solo quería que aceptaran y quisieran a su futuro nieto y que no pagaran con el pequeño lo que pudieran sentir por Leila.

Pero decidió no contarle nada de momento.

Era una noche fría, pero decidieron volver andando al hotel. Ya fuera por la posibilidad de que hubiera paparazis cerca o porque así lo querían los dos, pasearon de la mano. Leila no tenía muy claro por qué lo estarían haciendo, pero le gustó mucho.

Cuando pasaron al lado de un grupo de gente bastante ruidoso y escandaloso, James rodeó su cintura con el brazo. No sabía si lo habría hecho por su bien o por el bebé, pero también le gustó.

Caminaron hacia el Chatsfield y, cuando estaban ya cerca de allí, James se detuvo y la hizo girar hacia él.

—¿Un beso por el bien de las cámaras?

—¿Dónde están? —preguntó ella.

—Bueno, la prensa siempre anda cerca del Chatsfield. En este hotel siempre hay algún escándalo.

—De acuerdo, pero solo un beso —susurró Leila.

Fue un beso ligero y delicioso. Los labios de James eran cálidos y entonces la atrajo un poco más cerca de él, rodeando su cintura como había hecho mientras paseaban. No se había afeitado desde la noche en que le pidió que se casara con ella y era muy excitante sentir su áspera mandíbula mientras lo besaba. Recordó entonces la noche de pasión que habían compartido.

James se acercó un poco más aún y a Leila le habría encantado que el abrigo que llevaba él pudiera rodearlos a los dos. Había sido tan increíble bailar con él esa primera noche…

Recordó también cómo había sido sentir esos labios en otra parte de su cuerpo, en un lugar que lo anhelaba más que nunca.

Leila quería más pasión, necesitaba saborearlo, besarlo de manera más íntima. Abrió los ojos y vio que los de James también estaban abiertos. Estaba sonriendo.

—Ya me mordiste una vez —le dijo James alejándose—. No quiero arriesgarme.

Parecía encantado al ver que había conseguido demostrar cuánto lo deseaba ella.

Entraron en el hotel y fueron directos al ascensor. Leila podía sentir lo ruborizada que estaba. No podía olvidar el beso que acababan de compartir.

Ya en la suite, Leila tuvo que usar el cuarto de baño para quitarse el maquillaje. Cuando salió, James estaba en la cama.

—Si tengo que dormir en el sofá, pienso quedarme allí toda la noche —le advirtió él.

Supo que había ganado la batalla cuando Leila se encogió de hombros y se metió en la cama.

—¡Eh! ¡Ya se te nota! —comentó al verla.

Ella también se había dado cuenta. Tenía una curva casi imperceptible en su estómago.

—¡Sí! ¡Ya lo he visto! —exclamó entusiasmada mientras tomaba la botellita de aceite perfumado y se frotaba un poco en las manos—. ¿A nuestro bebé también le vas a comprar regalos tan bonitos?

—Ya le he comprado uno cuando adquirí tu anillo.

—¿En serio? —preguntó Leila examinando su anillo de compromiso—. La verdad es que es muy bonito —admitió.

Era una banda de platino llena de pequeños diamantes, pero la gran piedra central fue lo que más llamaba la atención de Leila. Se sentó en la cama para verla mejor con la luz de la lámpara.

—¿Quién te regaló la piedra?

James sonrió ante una pregunta tan extraña.

—Lo compré en Tiffany’s.

—Me sorprende que acertaras con la talla.

A él no le había extrañado que le quedara bien. El joyero le había dicho que, si no le valía a su prometida, podrían ajustárselo, pero él se había imaginado sus dedos tantas veces que no le había costado calcular el tamaño que iba a necesitar.

Durante esas semanas no había dejado de recordar cómo lo habían acariciado esos dedos ni cómo los había besado uno a uno mientras hacían el amor.

Leila apagó la luz y James suspiró. Recordaba demasiado de esa noche y el beso que se habían dado frente al hotel no había hecho más que confirmarle que seguía habiendo una gran atracción entre los dos.

Se dio la vuelta y se acercó a ella.

Leila luchó consigo misma mientras permanecía donde estaba, de lado y dándole la espalda. James había colocado la mano en el estómago y podía sentir su calor mientras acariciaba su incipiente barriguita.

Había dejado que James la abrazara de madrugada, cuando lloraba sin consuelo, pero lo de esa noche era distinto. Estaba enfadada consigo misma por desearlo tanto. Tuvo la tentación de darse la vuelta cuando James comenzó a besar su hombro para seguir después por su cuello, quería besarlo, quería que James bajara la mano que tenía sobre su vientre para tocarla donde tanto lo deseaba.

Y no tuvo que pedírselo.

Aun así, siguió sin moverse, luchando contra sus propios deseos. Anhelaba las caricias de su mano y la habilidad que le había demostrado con su boca. No quería desearlo, no quería que el poder de sus caricias la esclavizara de nuevo. No quería sentirse vulnerable e indefensa ante sus caricias, pero James le estaba dejando muy claro que estaba loco por ella, que anhelaba su aroma, su piel, su calor.

James la hizo girar hacia él y se colocó sobre ella, buscando su boca.

Leila podía sentir contra el muslo lo excitado que estaba y le encantó sentir de nuevo la suave presión de su musculoso cuerpo. También ella deseaba besarlo, pero apartó la cara, no pensaba entregarse de manera tan completa como lo había hecho la primera noche.

—Hazlo y ya está.

—¿Cómo? —le preguntó James sin entenderla.

—No hace falta que me beses ni que me acaricies. No tienes por qué decirme que te importo, limítate a…

—¿Notas mi erección contra tu cuerpo, Leila? —la interrumpió James.

No esperó a que ella respondiera.

—Dudo mucho que notes nada porque acababa de desaparecer —agregó.

James maldijo entre dientes y se dio la vuelta para darle la espalda.

Durante unos segundos, hubo un silencio tenso hasta que lo rompió Leila.

—¿Es a mí a quien deseas o quieres hacerlo conmigo porque soy la que estoy aquí? —le preguntó ella.

James puso los ojos en blanco al oírlo. No podía creer que lo dudara.

—Es a ti, Leila —le aseguró él—. Eres una fantasía bastante difícil de superar.

Fue entonces ella la que le dio la espalda.

—¿Sí? ¿Y qué me dices de lo que pasó después de esa noche?

—Entiendo tu irritación, Leila —admitió James—. Es verdad que la situación es complicada y nos fuerza a estar juntos, pero eso no quiere decir…

—No es la situación, eres tú el que me has forzado a estar aquí contigo, James —lo interrumpió Leila—. Me presionaste para que aceptara tu propuesta de matrimonio solo porque quieres estar cerca del bebé, porque temes que me lo lleve de vuelta a mi país. Esa es la verdad. No intentes reescribir la historia como a ti te conviene ni trates de fingir que me diste la opción de decirte que no.

—Bueno, ¿por qué no volvemos a escribir nuestra historia? ¿Los dos juntos? —le sugirió él—. ¿Por qué no tratamos de llevarnos bien? Podríamos probar saliendo como una pareja normal, charlando, yendo a cenar o al cine, paseando de la mano… Haciendo, en definitiva, todas las cosas que me he pasado la vida evitando.

—¿Por qué?

—Porque estoy loco por ti, Leila.

Leila se sonrojó.

—Porque recuerdo lo bien que lo pasamos esa noche y, si no nos llevamos bien, van a ser siete años muy largos.

—James… —susurró ella mientras se giraba para mirarlo—. No ayuda que, cada vez que intentas llevarte bien conmigo, me recuerdes que tenemos un tiempo limitado.

—De acuerdo, lo tendré en cuenta —repuso James sonriendo—. Voy a salir contigo, Leila. Y, como no puedo emborracharte para conseguir lo que quiero, supongo que tendré que limitarme a ofrecerte comida —agregó sonriendo—. Pero eso tendrá que esperar hasta pasado mañana.

—¿Por qué?

—Porque mañana cenamos con mis padres, ¿lo recuerdas?