Bohuslän, 1672

Los testigos iban y venían. Elin había conseguido caer en una especie de sopor y ya no se veía afectada por tantas historias fantásticas como contaban de sus artimañas diabólicas. Lo único que quería era que todo terminara. Pero después del desayuno del tercer día un murmullo recorrió la sala, y Elin despertó de su duermevela. ¿A qué se debía aquel revuelo?

Y entonces la vio. Con aquellas trenzas tan rubias y aquella mirada tan limpia.

Su vida. Su ser más querido. Su hija Märta. De la mano de Britta, entró en la sala del consejo y miró desconcertada a su alrededor. A Elin empezó a latirle el corazón a ritmo redoblado. ¿Qué hacía allí su hija? ¿Acaso querían humillarla aún más permitiendo que Märta oyera todo lo que decían de ella? Luego vio cómo Britta conducía a Märta a la silla de los testigos y la dejaba allí. En un primer momento, Elin no entendió lo que pasaba. ¿Por qué iba su hija a sentarse allí, en lugar de con los demás? Luego empezó a verlo claro. Y quiso gritar.

—No, no, no, no le hagáis eso a Märta —suplicó desesperada.

Märta la miró presa del desconcierto y Elin extendió los brazos hacia ella. La niña hizo un amago de levantarse y salir corriendo hacia ella, pero Hierne la agarró fuerte y la sujetó con cierta violencia contenida. Elin sintió deseos de despedazarlo por haberle puesto la mano encima a su hija, pero sabía que debía controlarse. No quería que Märta tuviera que ver cómo se la llevaban los guardias.

Así que se mordió la lengua y sonrió a la niña, aunque sintió que las lágrimas afloraban sin que ella pudiera contenerlas. Se la veía tan pequeña, tan indefensa…

—Esa es tu madre, Elin Jonsdotter, ¿verdad, Märta?

—Sí, mi madre se llama Elin, y está ahí sentada —respondió Märta con voz clara y audible.

—Y a tu tía y a tu tío les has contado algunas cosas que haces con tu madre —continuó Hierne, con la mirada puesta en las hileras de bancos—. ¿Podrías contárnoslas a nosotros también?

—¡Sí, mi madre y yo solíamos ir a Blåkulla, la colina azul, el monte de las brujas! —dijo Märta emocionada.

Los presentes gritaron alrededor de Elin, que cerró los ojos.

—Solíamos volar con Rosa, nuestra vaca —explicó Märta encantada—. Volábamos a Blåkulla. Y allí había fiesta y alegría, créame. Y todo se hacía al revés, nos sentábamos de espaldas a la mesa y comíamos por encima del hombro de platos puestos boca abajo y en el orden contrario, empezando por lo dulce. Eran unas cenas muy divertidas, nunca he visto nada igual.

—Así que fiesta y alegría, ¿no? —dijo Hierne con una risita nerviosa—. ¿Podrías contarnos algo más de esas fiestas, Märta? ¿Quiénes participaban? ¿Qué hacíais?

Elin oyó con creciente asombro y pavor cómo su hija describía con detalle viajes a Blåkulla, y Hierne consiguió incluso que dijera en voz muy baja que había visto a su madre fornicar con el diablo.

Elin no comprendía cómo habían conseguido persuadir a Märta de que contara todo aquello. Miró a Britta, que estaba allí sentada con una sonrisa de satisfacción, y un vestido nuevo y no menos precioso que el anterior. Saludaba a Märta con la mano y le guiñaba el ojo, y la niña le devolvía los guiños. Britta debía de haber hecho todo lo posible por ganársela desde que encarcelaron a Elin.

La niña no podía comprender lo que estaba haciendo. Le sonreía a Elin desde la silla y contaba sus historias alegremente. Para ella eran cuentos. Alentada por Hierne, continuó hablando de las brujas a las que conoció en Blåkulla y de los niños con los que jugaba.

El diablo había mostrado mucho interés por Märta. Se la había sentado en las rodillas mientras su madre bailaba tal como vino al mundo.

—Y en la sala contigua había una habitación que se llamaba Vitkulla, la colina blanca, y ahí había ángeles que jugaban con los niños que estábamos allí, y eran preciosos y daba gusto verlos. ¡No parecía ser verdad lo que veíamos!

Märta dio una palmada de entusiasmo.

A dondequiera que mirase, Elin veía a gente boquiabierta de asombro y con los ojos de par en par. Cada vez se sentía más hundida. ¿Qué podía ella decir ante todo aquello? Su propia hija testificaba contando viajes a Blåkulla y asegurando haberla visto fornicar con el diablo. Su querida Märta. Su querida, preciosa, ingenua e inocente Märta. Elin la observó de perfil mientras iba narrando esas historias para aquel público entusiasta y sintió que le estallaba el corazón de añoranza y de nostalgia.

Finalmente se acabaron las preguntas y Britta se llevó a la niña. Cuando Märta le dio la mano a Britta y echó a andar hacia la salida, se volvió hacia Elin y se despidió con la mano y con una amplia sonrisa.

—Espero que vuelvas pronto a casa, madre —dijo—. ¡Te echo de menos!

Elin no tuvo fuerzas para seguir resistiendo. Se inclinó y, cubriéndose la cara con las manos, lloró el llanto de los condenados.