*
—¿Por qué crees que tu madre me ha permitido que hable contigo? —dijo Erica mientras observaba al adolescente que tenía delante.
La sorprendió que Sam llamara a la puerta, pero también se alegró mucho. Tal vez pudiera darle alguna nueva perspectiva sobre la persona de Helen, y sobre cómo fue crecer bajo la sombra de un crimen.
El muchacho se encogió de hombros.
—No lo sé, pero ella también ha hablado contigo, ¿no?
—Sí, sí, es solo que me dio la sensación de que quería mantenerte fuera de todo lo ocurrido.
Erica le acercó una bandeja con dulces. Sam se sirvió un bollo y ella tomó nota de las uñas pintadas de esmalte negro ya desconchado. Había algo conmovedor en su deseo de ocultar lo que aún le quedaba de la niñez, la piel, que todavía se veía llena de acné, y grasienta en la zona de la frente, el cuerpo desgarbado que movía sin el control de un adulto. Era un niño que quería desesperadamente ser adulto, quería distinguirse y, al mismo tiempo, estar integrado en el grupo. Erica sintió de pronto una gran ternura por el chico que tenía enfrente, vio la soledad, la inseguridad, y también intuía el rescoldo de la frustración que escondía aquella mirada rebelde. No debió de ser fácil. Crecer a la sombra de la historia de su madre. Nacer en medio de un pueblo lleno de susurros y habladurías, que habían ido atenuándose con los años, sí, pero que nunca cesaron del todo.
—Mi madre nunca pudo mantenerme al margen —dijo Sam, como si quisiera confirmar los pensamientos de Erica.
Como solía pasarles a los adolescentes, también a él parecía costarle mirarla a los ojos, pero ella se dio cuenta de que escuchaba con suma atención todo lo que decía.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Erica.
La grabadora del teléfono registraba cada palabra y cada tono.
—Llevo oyendo hablar del tema desde que era pequeño. Ni siquiera recuerdo desde cuándo, pero la gente me preguntaba cosas. Sus hijos se metían conmigo. No sé qué edad tenía cuando empecé a averiguar cosas por mi cuenta. Nueve, quizá. Busqué en la red artículos sobre el caso, no fue difícil encontrarlos. Y luego he ido reuniendo todo lo que he conseguido. Tengo carpetas en casa. Llenas de recortes.
—¿Tu madre lo sabe?
Sam se encogió de hombros.
—No, no creo.
—¿Ha hablado contigo alguna vez de lo que ocurrió?
—No, ni una palabra. En casa nunca hemos hablado de ese tema.
—¿Y tú habrías querido hablar? —dijo Erica dulcemente, y se levantó para servir más café.
Sam había aceptado el café, pero ella se dio cuenta de que no había tocado la taza. Se imaginaba que habría preferido un refresco, pero que no quiso quedar como un crío.
Sam volvió a encogerse de hombros. Miraba insistentemente la bandeja de bollos.
—Adelante —dijo Erica—. Come los que quieras. Aquí tratamos de no tomar demasiado dulce. Nos harás un favor si te los comes tú, así no caigo en la tentación.
—Bah, tú estás muy bien, no tienes que preocuparte —dijo el chico con generosidad e inocencia.
Ella le sonrió al tiempo que se sentaba. Sam era un chico estupendo, y a Erica le habría gustado que hubiera podido ahorrarse la carga que se había visto obligado a llevar toda la vida. Él no había hecho nada malo. Ni había elegido nacer en aquella maraña de culpa, acusaciones y dolor. Él no debería cargar con el peso de los pecados de sus padres. Aun así, era evidente que lo llevaba sobre los hombros.
—¿Habría sido más fácil si hubierais hablado del asunto abiertamente? —repitió Erica.
—Nosotros no hablamos. De nada. Nosotros… no somos ese tipo de familia.
—Pero ¿te habría gustado? —insistió.
Levantó la vista y la miró. Resultaba difícil mirarlo a los ojos a causa del lápiz negro con el que se los había perfilado, pero en algún punto, allá dentro, se atisbaba una luz que jadeaba en busca de oxígeno.
—Sí —respondió al fin—. Me habría gustado.
Luego volvió a encogerse de hombros. Aquel gesto era su armadura. Su defensa. Su indiferencia era un manto de invisibilidad tras el cual podía esconderse.
—¿Tú conocías a Linnea? —preguntó Erica, cambiando de tema.
Sam se sobresaltó. Dio un buen mordisco al bollo y bajó la vista mientras masticaba.
—¿Por qué lo preguntas? —dijo—. ¿Eso qué tiene que ver con Stella?
—No, es solo curiosidad. Mi libro trata de los dos casos, y puesto que eres vecino de la familia Berg, he pensado que a lo mejor podrías contarme algo de ella. Cómo era…
—La veía mucho. —Los ojos de Sam se llenaron de lágrimas—. No es nada raro, con lo cerca que vivíamos. Pero era una cría, así que no puedo decir que la conociera. Aunque me gustaba, y creo que yo le gustaba a ella. Solía saludarme con la mano cuando pasaba en bicicleta por delante del jardín.
—¿No tienes nada más que contarme de ella?
—No, ¿qué te iba a contar?
Erica se encogió de hombros. Luego decidió formular aquella pregunta cuya respuesta tanto ansiaba conocer.
—¿Tú quién crees que mató a Stella? —dijo conteniendo la respiración.
¿Qué creía Sam de la posible culpa de su madre? Ella aún no era capaz de decidir cuál era su postura con respecto a esa cuestión. Cuanto más leía, cuanto más hablaba con la gente, cuantos más datos poseía tanto más desconcertada estaba. De verdad que no sabía qué pensar. Así que lo que pensara Sam tenía su importancia.
El chico tardó en responder. Tamborileaba en el tablero de la mesa con aquellas uñas pintadas de negro. Luego levantó la cabeza, y el aleteo de la luz que le brillaba en la pupila se detuvo cuando fijó la vista en ella.
—No tengo ni idea —dijo muy despacio, con un hilo de voz—. Pero mi madre no ha matado a nadie.
Poco después, cuando Sam se fue en la bicicleta, Erica se quedó un rato viendo cómo se alejaba. Aquel chico tenía algo que la había conmovido en lo más hondo. La compasión por aquel muchacho vestido de negro que no había tenido la infancia que merecía le dolía en el corazón. Se preguntaba cómo lo marcaría aquello, qué clase de hombre sería de adulto. Y esperaba con toda el alma que el dolor que irradiaba no lo condujera por la senda equivocada. Que alguien lo rescatara por el camino y colmara los vacíos que creó el pasado.
Esperaba que alguien llegara a querer a Sam.
—¿Cómo crees que va a reaccionar? —preguntó Anna—. ¿Te imaginas que se enfadara?
Estaban en el comedor del Stora Hotellet esperando a que llegara Kristina.
Erica la mandó callar.
—Está al llegar.
—Sí, pero no puede decirse que a Kristina le gusten las sorpresas, imagínate que se pone furiosa.
—Bueno, ya es un poco tarde para decirlo —dijo Erica bajito—. Y deja de darme empujones.
—Oye, perdona, pero es que no puedo meter la barriga —dijo Anna en el mismo tono.
—Eh, chicas, si no os calláis nos va a oír.
Barbro, la mejor amiga de Kristina, las reprendió con la mirada y Erica y Anna dejaron de discutir. Era un grupo reducido pero intrépido el que estaría con Kristina en su despedida de soltera. Aparte de ella y Anna, estaban las cuatro mujeres con las que más relación tenía Kristina. Erica solo las había visto brevemente alguna vez, así que, en el peor de los casos, se les presentaban una tarde y una noche muy largas.
—¡Ahí viene!
Anna les hizo señas muy nerviosa y todas guardaron silencio. Oían la voz de Kristina en la recepción. El recepcionista tenía instrucciones claras de pedirle que entrara en el comedor.
—Surprise! —gritaron todas cuando la vieron entrar.
Kristina se sobresaltó y se llevó la mano al pecho.
—Pero por Dios, ¿qué es esto?
—¡Tu despedida de soltera! —exclamó Erica con una amplia sonrisa, aunque temblando un poco por dentro.
¿Y si Anna tenía razón?
Kristina se quedó en silencio un instante. Luego se echó a reír a carcajadas.
—¡Una despedida de soltera! ¡Para una vieja como yo! ¡Vosotras no estáis bien de la cabeza! Pero venga, ¿por qué no? ¿Por dónde empezamos? ¿Vendiendo besos por el pueblo?
Le guiñó un ojo a Erica, que sintió un gran alivio. Aquello a lo mejor no resultaba ninguna catástrofe después de todo.
—No, de esa te libras —dijo Erica, y le dio un abrazo a su suegra—. Tenemos otros planes. Primero tendrás que cambiarte de ropa, te vas a vestir con lo que hay en la bolsa.
Kristina puso cara de espanto unos segundos al ver la bolsa que Erica tenía en la mano.
—No tienes que pasearte con esto, es solo para nuestros ojos.
—De acuerdo… —dijo Kristina dudosa, pero al final se llevó la bolsa—. Pues voy a los servicios a cambiarme.
Mientras Kristina se cambiaba de ropa, apareció el recepcionista con seis copas, una botella de champán y una cubitera. Anna miraba la botella con envidia, pero al final se tomó un vaso de zumo a regañadientes.
—¡Yuju! —dijo, y tomó un par de tragos.
Erica la abrazó.
—Pronto podrás…
Sirvió champán al resto de las señoras y una copa para sí misma, y aguardó a que Kristina hiciera su entrada. Un rumor recorrió la sala cuando apareció en la puerta del comedor.
—Decidme, ¿qué habéis inventado?
Kristina se dio por vencida y Erica ahogó una risita. Pero tenía que reconocer que su suegra estaba fantástica en aquel vestido corto de color rojo, con flecos y lentejuelas. ¡Y vaya piernas!, pensó Erica con envidia. Si ella tuviera las piernas la mitad de bonitas sería inmensamente feliz.
—¿Qué habéis pensado que voy a hacer vestida de esta guisa? —preguntó Kristina, que se dejó conducir hasta el comedor.
Erica volvió a llenar la copa y se la plantó en la mano. Su suegra apuró nerviosa la mitad de un solo trago.
—Ya lo verás —dijo Erica, que sacó el teléfono y mandó un mensaje.
«Ya puedes venir».
Mientras esperaba la respuesta se puso a caminar de un lado a otro. Aquello podía salir así o asao…
Se oyó música en el piso de arriba, un ardiente ritmo latino que se iba acercando poco a poco. Kristina apuró el resto del champán. Erica se apresuró a llenarle la copa.
Una figura oronda enfundada en un traje negro apareció de pronto. Con una rosa en la boca, el hombre extendió los brazos con gesto dramático. Anna soltó una risita y Erica le dio un codazo.
—Pero Gunnar… —dijo Kristina sorprendida.
Luego, también ella empezó a bailar.
—Hermosa mía —dijo Gunnar, y se quitó la rosa de la boca—. ¿Me concedes el honor?
Se le acercó y le ofreció la rosa con un movimiento ampuloso. Kristina pasó de la risita a la carcajada.
—Pero bueno, no sé qué os traéis entre manos —dijo aceptando la rosa.
—Vais a aprender a bailar chachachá —anunció Erica con una sonrisa.
Señaló la puerta.
—Y hemos recurrido a la ayuda de un experto.
—¿Qué? ¿Quién? —dijo Kristina, que volvía a parecer algo nerviosa.
Gunnar, en cambio, estaba eufórico, y no podía contener las ganas.
—Pues eso, hemos contratado a un experto. Alguien a quien tú admiras mucho y al que ves los viernes en el programa Let’s Dance…
—No será Tony Irving, ¿verdad? —preguntó Kristina aterrada—. ¡Tony me da pánico!
—No, no, Tony no es, pero sí alguien que suele ser bastante estricto.
Kristina arrugó la frente. Las lentejuelas resonaban cuando se movía, y Erica se dijo que no podía olvidarse de hacer fotos. Montones de fotos. Serían un material de chantaje de primera durante varios años.
Entonces, Kristina vio quién se acercaba y soltó un grito de entusiasmo:
—¡Cissi!
Erica sonreía abiertamente. La felicidad que irradiaba el semblante de Kristina le decía que aquello había sido una idea genial. Kristina era una gran fan de Let’s Dance, eso no lo había pasado por alto nadie de su entorno, así que cuando Erica vio el folleto que anunciaba que Cecilia «Cissi» Ehrling Danermark, del programa Let’s Dance, iba a dar un curso en TanumStrand, se abalanzó sobre el teléfono sin pensárselo dos veces.
—¡Muy bien, pues vamos allá! —dijo Cissi con tono entusiasta después de haber saludado a todo el mundo.
De pronto, Kristina parecía nerviosa.
—¿Queréis que baile aquí, delante de todo el mundo? Voy a hacer el ridículo más absoluto…
—No, no, aquí va a bailar todo el mundo —dijo Cissi muy resuelta.
Erica y Anna se miraron horrorizadas. Aquello no entraba para nada en los planes de Erica. Ella pensaba que Kristina y Gunnar recibieran una clase de baile mientras los demás se divertían mirando y bebiendo champán. Pero se cuidó mucho de protestar y, tras clavar en Anna una mirada elocuente, se adelantó para colocarse delante de Cissi. Si Anna era capaz, que se atreviera a escaquearse so pretexto de estar embarazada.
Dos horas después estaba sudorosa, cansada y feliz. Cissi había repasado con ellos los pasos básicos con una energía que se contagiaba, pero que los dejó literalmente agotados, y Erica se imaginaba muy bien cómo le iba a doler todo el cuerpo al día siguiente. Pero lo mejor fue ver la alegría de Kristina al atinar con el giro de pies y caderas mientras se oía el roce de los flecos del vestido. Gunnar también parecía haberlo pasado en grande, aunque sudaba a mares con aquel traje oscuro.
—Gracias —dijo Erica, y le dio a Cissi un abrazo espontáneo.
Aquella era una de las cosas más divertidas que había hecho en su vida. Pero ya era hora de ir al siguiente punto del programa. Había planificado el día minuciosamente. Además, solo tenían acceso al comedor del Stora Hotellet durante esas dos horas.
Llenó otra vez las copas.
—Es el momento de que el novio se aleje —dijo—. El resto de la tarde y de la noche, los caballeros tendrán vetado el acceso. Nos han cedido la suite del piso de arriba para arreglarnos, y disponemos de una hora, luego toca cocinar…
Kristina le dio un beso a Gunnar, y se vio claramente que le había tomado el gustillo a lo del baile, porque, para regocijo general, él la echó hacia atrás formando un bonito arco. El ambiente no podía ser mejor.
—Buen trabajo —dijo Anna, y le dio una palmadita en el brazo a Erica—. Aunque debo decir que estás un poco oxidada, hasta las abuelas movían las caderas mejor que tú…
—Anda, calla. —Erica le dio una palmada en el hombro a su hermana, que le sonrió burlona.
Mientras subían las escaleras que conducían a la suite Marco Polo, Erica cayó en la cuenta de que no había pensado en el trabajo una sola vez desde que empezó la despedida. Era un alivio. Y muy necesario. Pero vaya si le dolían los pies.
—¿Todo en orden?
Lo miraban desconcertados, y Bill se dijo que debía recordar o hablarles con expresiones más simples o dirigirse a ellos en inglés.
—Are you okay?
Todos asintieron, pero sus caras revelaban la tensión. Bill los comprendía. Debían de tener la sensación de que eso no terminaba nunca. Muchos de aquellos con los que había hablado en el casino decían lo mismo. Que creían que, en cuanto llegaran a Suecia, todo iría bien. Pero la gente los miraba con desconfianza, se encontraban con una burocracia compleja y había demasiadas personas que odiaban todo lo que eran y representaban.
—Adnan, ¿te encargas tú? —dijo Bill, y le señaló el timón con la mano.
Adnan se sentó en su puesto con un destello de orgullo en la mirada.
Bill confiaba de verdad en poder ofrecerles otra imagen de aquel país que él amaba. Los suecos no eran malas personas. Estaban asustados. Y eso era lo que endurecía a la sociedad. El miedo. No la maldad.
—¿Cazas tú la vela, Khalil?
Bill hizo como que tiraba de un cabo y señaló la vela.
Khalil asintió y cazó la vela a la perfección, cumpliendo las instrucciones, lo justo para que la vela se tensara y dejara de aletear.
El barco cobró velocidad y empezó a escorarse un poco, pero eso ya no desencadenaba el pánico de sus compañeros. A Bill le habría gustado sentir la misma tranquilidad. Pronto llegaría el día de la competición, y aún tenía que enseñarles muchas cosas. Pero, tal y como estaba la situación, se alegraba de que quisieran continuar. Habría entendido que hubieran querido tirar la toalla y abandonar el proyecto. Sin embargo, querían continuar por Karim, decían, y cuando llegaron al club de vela esa mañana advirtió en ellos un nuevo empeño. Se lo tomaban en serio de un modo muy distinto, y se notaba en cómo navegaban, en cómo se deslizaba el barco por el agua.
La gente que montaba a caballo hablaba de lo importante que era comunicarse con el animal, y para Bill pasaba lo mismo con los barcos. No eran objetos muertos y sin alma. Alguna vez llegó a pensar que entendía mejor a los barcos que a las personas.
—Dentro de nada haremos un bordo —dijo, y todos lo entendieron.
Por primera vez, los sintió como un equipo. No hay mal que por bien no venga, como decía su padre, y en cierto modo cabía aplicar el dicho a aquella situación. Aunque el precio había sido demasiado alto. Llamó al hospital por la mañana para ver cómo seguía Amina, pero solo informaban a los familiares. Por el momento, tendrían que pensar que la mejor noticia era la ausencia de noticias.
—De acuerdo, bordamos.
Cuando la vela se llenó y se tensó por el viento, tuvo que contenerse para no gritar de alegría. Era el bordo más bonito que habían hecho hasta el momento. Como una maquinaria bien engrasada, el equipo llevaba el barco.
—Buenos chicos —dijo con énfasis, y mostró su aprobación con el pulgar hacia arriba.
A Khalil se le iluminó la cara, y los demás se irguieron orgullosos.
Le recordaban mucho a sus hijos mayores, a los que solía llevar en el barco. ¿Había salido alguna vez a navegar con Nils? No lo recordaba. Nunca le había dedicado la misma atención que a Alexander y a Philip. Y ahora lo estaba pagando.
Nils era un extraño para él. Bill no comprendía cómo sus opiniones y su ira pudieron cultivarse en su propio hogar, el suyo y el de Gun, un hogar que siempre había tenido la amplitud de miras y la tolerancia como lema. ¿De dónde había sacado Nils todas aquellas ideas?
Anoche, cuando llegó a casa, tenía decidido hablar con él. Hablar con él en serio. Remover viejas heridas, limpiar quistes, rendirse sin condiciones, pedir perdón, dejar que Nils le tirase a la cara su decepción y su ira. Pero la puerta estaba cerrada, y Nils se negó a abrir cuando llamó. Se limitó a subir el volumen de la música, que empezó a retumbar en toda la casa. Al final, Gun le puso una mano en el hombro y le pidió que esperase, que le diera a Nils un poco de tiempo. Seguro que tenía razón. Todo se solucionaría. Nils era joven y aún se estaba formando.
—Rumbo a casa —dijo, y señaló a Fjällbacka.
Sam estaba sentado con la cabeza hundida en el cuenco de yogur y toda la atención puesta en el móvil. A Helen le dolía el corazón solo de verlo. Se preguntaba dónde habría estado por la mañana.
—Últimamente pasas mucho tiempo con Jessie —dijo.
—Sí, ¿y?
Sam retiró la silla y se acercó al frigorífico. Se sirvió un gran vaso de leche y se lo bebió de un trago. De pronto, le pareció un niño pequeño. Era como si solo hubieran pasado unas semanas desde que iba dando trompicones por ahí en pantalones cortos, con su osito deshilachado bajo el brazo. Se preguntaba adónde había ido a parar el peluche. Seguro que James lo habría tirado a la basura. No le gustaba acumular cosas que ya no se usaban. Guardar un objeto solo por su valor sentimental era algo que ni se planteaba.
—No, nada, solo que puede que no sea muy sensato —dijo.
Sam negó con la cabeza.
—No íbamos a hablar del tema. De nada relacionado con él.
El mundo empezó a dar vueltas como siempre que pensaba en aquello. Cerró los ojos y logró detenerlo. Tenía a sus espaldas décadas de práctica. Llevaba treinta años viviendo en el ojo del huracán. Al final, se había convertido en una costumbre.
—Es solo que no sé si me parece bien que paséis tanto tiempo juntos —dijo, y se dio cuenta del tono suplicante con el que le hablaba—. Tampoco creo que le guste a tu padre.
Antes, ese argumento bastaba.
—James. —Sam soltó un resoplido—. Pero si se va a ir ya mismo otra vez, ¿no?
—Sí, dentro de una semana —dijo ella sin poder ocultar el alivio que sentía.
Se sucederían meses de libertad. Un respiro. Lo más absurdo era que sabía que James sentía lo mismo. Estaban prisioneros dentro de una cárcel que ellos mismos habían construido. Y Sam era su rehén común.
Sam dejó el vaso.
—Jessie es la única persona que me ha comprendido en toda mi vida. Eso es algo que tú no puedes entender, pero así es.
Dejó el cartón de leche otra vez en el frigorífico, en el estante destinado al queso y la mantequilla.
Helen quería decirle a su hijo que sí lo entendía. Que lo entendía a la perfección. Pero el muro que los separaba se iba alzando cada vez más alto a medida que crecían los secretos. Lo asfixiaban sin que él supiera por qué. Ella podría dejarlo libre, pero no se atrevía. Y ahora era demasiado tarde. Ahora su herencia, su culpa, lo tenía atrapado en una jaula tan imposible de abrir como la suya propia. Sus destinos estaban enlazados, y no podían separarse por mucho que ella quisiera.
Pero el silencio era insoportable. Su fachada resultaba tan impenetrable, tan dura… Sam debía de llevar dentro tantas cosas susceptibles de estallar en cualquier momento…
Helen tomó impulso.
—¿Piensas alguna vez en…?
Él la interrumpió. Tenía la mirada muy fría, y muy parecida a la de James.
—He dicho que no hablamos del tema.
Helen guardó silencio.
La puerta se abrió y se oyeron los pasos resueltos de James. Antes de que pudiera pestañear, Sam se había esfumado a su habitación. Ella colocó la silla en su lugar, metió el cuenco y el vaso en el lavaplatos y se apresuró al frigorífico a colocar la leche en su sitio.
—Bueno, pues aquí estamos otra vez —dijo Torbjörn, y a Patrik se le encogió el estómago.
Todo lo relacionado con aquel registro domiciliario había sido un verdadero lío, y no estaba seguro de cómo afectaría al resultado. Pero lo único que podían hacer ahora era arremangarse y seguir.
Torbjörn fue bajando con el envoltorio de Kex en una bolsa y con Patrik pisándole los talones.
—La siguiente parte de la investigación debe hacerse totalmente a oscuras —le explicó—. Así que tenemos que cubrir todas las paredes con paños negros. Puede llevarnos un buen rato, creo que será mejor que esperes fuera.
Patrik se sentó en el banco del jardín y se dedicó a mirar mientras los técnicos salían y entraban en el cobertizo. Luego se cerró la puerta y todo quedó en silencio.
Al cabo de un buen rato lo llamó Torbjörn. Patrik abrió la puerta del cobertizo con cuidado y entró en una oscuridad absoluta. Unos segundos después se le habían habituado los ojos y vio unas sombras negras al fondo.
—Ven —dijo Torbjörn, y Patrik se acercó despacio hacia el lugar del que procedía la voz.
Al llegar, comprobó qué era lo que Torbjörn y los demás técnicos examinaban con tanto interés. Una mancha brillante de color azul en el suelo. Después de tantas investigaciones de asesinato, sabía muy bien lo que aquello significaba. Habían rociado la zona con luminol, que demostró que allí había rastros de sangre inapreciables a simple vista. Y era una mancha muy grande.
—Creo que hemos encontrado el lugar primario del crimen —dijo.
—Bueno, no te precipites con las conclusiones —dijo Torbjörn—. No olvides que esto es un viejo cobertizo, seguro que aquí guardaban animales, y la mancha puede ser antigua.
—O no. La mancha, en combinación con el envoltorio de la chocolatina que encontraste, me hace pensar que este es el lugar donde murió Nea.
—Sí, yo creo que tienes razón, pero no sería la primera vez que me equivoco, así que lo mejor es no aferrarse a una tesis antes de haberla demostrado con datos.
—¿Podemos tomar muestras para comparar esta sangre con la de Nea? Por si hallamos una coincidencia.
Torbjörn asintió.
—¿Ves las rendijas del suelo? Supongo que la sangre se coló por ahí, así que aunque se hayan preocupado por hacer un trabajo de limpieza a fondo con los listones, encontraremos sangre debajo si los levantamos.
—Pues vamos —dijo Patrik.
Torbjörn levantó una mano enguantada.
—Primero tenemos que documentarlo todo. Danos un momento, te llamo cuando estemos listos para levantar el suelo.
—De acuerdo —dijo Patrik, y se retiró a un rincón del cobertizo.
El gato gris se le acercó y se le pegó a las piernas, y él cedió y se agachó para acariciarlo.
Como mucho un cuarto de hora después se encendieron las luces y Torbjörn dijo que ya podían soltar los listones, pero a él le había parecido una eternidad. Patrik se levantó tan rápido que el gato se asustó y salió corriendo. Se acercó lleno de curiosidad a la parte del suelo que tan a conciencia habían documentado desde todos los ángulos. Habían recogido muestras, que colocaron en bolsas. Lo único que faltaba era comprobar lo que había debajo.
En ese momento se abrió la puerta del cobertizo y entró Gösta con el móvil en la mano.
—Acabo de hablar con nuestros colegas de Uddevalla.
—¿Los que iban a vigilar a Tore Carlson?
—No —dijo Gösta sacudiendo la cabeza—. No llamaban por eso. Es que la última vez que llamé les hice unas preguntas sobre la familia Berg, y luego siguieron hablando de ellos en la comisaría.
Patrik enarcó las cejas.
—Ya, ¿y?
—Pues parece que Peter Berg tiene fama de ser un tipo violento cuando se emborracha.
—¿Cómo de violento?
—Mucho. Un montón de peleas en el bar.
—¿Y nada de violencia doméstica?
—No, se ve que no —dijo Gösta, y negó con la cabeza—. Tampoco hay ninguna denuncia contra él por malos tratos, por eso no hemos encontrado nada.
—De acuerdo, es bueno saberlo, Gösta. Gracias. Tendremos que hablar otra vez con Peter.
Gösta se dirigió a los técnicos.
—¿Y aquí qué? ¿Habéis encontrado algo?
—El envoltorio de una chocolatina Kex en el granero, pero sobre todo hemos encontrado rastros de sangre. La han limpiado, pero los técnicos la han detectado con el luminol, y ahora vamos a levantar los tablones porque Torbjörn cree que puede haber sangre debajo.
—Joder —dijo Gösta mirando al suelo—. Así que crees que…
—Sí —asintió Patrik—. Yo creo que Nea murió aquí.
Todos guardaron silencio un instante. Luego soltaron el primer tablón.